La Wiphala, más allá de su función como símbolo cultural ancestral, ha adquirido un fuerte componente político al ser incorporada en los discursos y acciones de diversos líderes indígenas. En este contexto, la bandera se convierte en un instrumento de propaganda con el objetivo de reforzar la identidad colectiva de los pueblos originarios y servir como símbolo de resistencia frente a las estructuras de poder hegemónicas. El análisis de las declaraciones y acciones de líderes comunitarios permite visibilizar la polivalencia de la Wiphala como emblema en constante resignificación dentro de los marcos políticos y culturales del mundo andino.
Evo Morales, primer presidente indígena de Bolivia (2006-2019), desempeñó un papel clave en la oficialización de la Wiphala como emblema nacional. Durante su mandato, la Wiphala fue reconocida constitucionalmente en 2009 como un símbolo del Estado Plurinacional de Bolivia, otorgándole un estatus equivalente al de la bandera tricolor boliviana. A lo largo del gobierno, Morales expresó en numerosas ocasiones que la Wiphala simboliza la unidad y resistencia de los pueblos indígenas frente a siglos de discriminación (Morales, 2010). Sin embargo, pese a los avances en la inclusión simbólica y política de los pueblos originarios, su gestión también enfrentó fuertes críticas desde sectores indígenas, especialmente por contradicciones entre el discurso y la práctica.
En su autobiografía Mi vida, de Orinoca al Palacio Quemado (2014), Morales entrelaza su historia personal con la lucha colectiva del movimiento indígena-campesino, denunciando las desigualdades estructurales del país y reivindicando un modelo económico basado en la propiedad comunitaria y la soberanía sobre los recursos naturales. En sus discursos resalta la importancia de combatir el racismo estructural y promover el uso de lenguas originarias en la educación y la administración pública. Su llegada al poder fue percibida por amplios sectores populares como una victoria histórica de los movimientos sociales, en los que la Wiphala se consolidó como estandarte de transformación política y cultural. No obstante, su gobierno también ha sido objeto de duras críticas por el uso instrumental del simbolismo indígena, especialmente en contextos de conflictos medioambientales y de centralización del poder. Ejemplo de ello fue el conflicto por la construcción de una carretera a través del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), donde comunidades indígenas denunciaron la violación de sus derechos territoriales, acusando al gobierno de traicionar los principios del Estado Plurinacional en favor del modelo extractivista. Asimismo, se le cuestionó por favorecer a organizaciones afines al Movimiento al Socialismo (MAS), debilitando la autonomía de los movimientos indígenas no alineados y generando divisiones internas. Estas contradicciones entre el discurso de descolonización y las prácticas gubernamentales revelaron los límites del proyecto político de Morales en relación con las demandas indígenas de autogobierno, sostenibilidad y autodeterminación. Así, la figura de Morales se convierte en un símbolo ambivalente: por un lado, representó una ruptura histórica con la exclusión tradicional; por otro, encarnó nuevas formas de subordinación bajo una lógica estatal centralista y desarrollista.
Fotografía de Evo Morales portando la Wiphala.
Felipe Quispe Huanca (1942–2021), conocido como El Mallku, fue uno de los principales referentes del indianismo radical en Bolivia. A diferencia de Morales, su visión política apostaba por la creación de un Estado indígena autónomo que rompiera con la lógica criollo-mestiza del Estado-nación heredado de la colonia. Desde su militancia en el Movimiento Indígena Pachakuti (MIP), Quispe defendió una agenda de emancipación que incluía la recuperación de la soberanía territorial y cultural de las naciones originarias. Además, en su liderazgo resignificó el símbolo cultural de la Wiphala como un estandarte de insurrección política. Su presencia en marchas, bloqueos y movilizaciones reflejaba un llamado explícito a la ruptura con el orden colonial interno. En sus intervenciones públicas, Quispe denunció la continuidad de las estructuras coloniales en el Estado boliviano, incluso bajo gobiernos progresistas, y defendió una revolución indígena que devolviera el poder a las comunidades ancestrales.
A lo largo de su trayectoria política, Quispe logró visibilizar demandas históricas de las comunidades indígenas y colocar en el debate nacional temas como la autodeterminación, la descolonización del Estado y la necesidad de una representación política auténticamente originaria. Su liderazgo fue fundamental para articular una identidad aymara, combativa y orgullosa, lo cual influyó incluso en movimientos posteriores como el del MAS. Durante su tiempo como diputado (2002–2005), si bien su presencia en la Asamblea Legislativa fue simbólicamente poderosa, su estilo confrontacional y su desconfianza hacia las estructuras políticas tradicionales dificultaron la consolidación de alianzas estratégicas que pudieran traducirse en reformas estructurales duraderas.
Quisque ha sido criticado por su aislamiento político, así como una visión excesivamente etnicista que, en ocasiones, invisibilizó las complejidades multiculturales del país y generó tensiones incluso con otros sectores indígenas no aymaras. Además, su discurso intransigente y provocador “no somos bolivianos, somos aymaras” fue enjuiciado por sectores académicos y sociales por limitar el alcance de sus propuestas a un marco excluyente, dificultando su inserción en el ámbito político nacional (Canessa, 2006). También fue cuestionado por el autoritarismo con que dirigía su organización política, dificultando la formación de nuevos liderazgos dentro del MIP y obstaculizando la consolidación de una estructura partidaria más democrática y sostenible. Su intento de construir una alternativa real al MAS fracasó no solo por la competencia política, sino también por la falta de estrategia, renovación discursiva y cohesión interna en su movimiento. Pese a ello, Felipe Quispe dejó una huella profunda como figura simbólica de resistencia indígena, siendo recordado por muchos como un líder que no buscó la integración al sistema, sino su transformación radical desde una mirada indígena originaria. Su legado se mantiene vigente en las luchas por la autodeterminación y en la revalorización del pensamiento político indígena descolonizador.
Fotografía de Felipe Quispe junto con banderas Wiphala
Leonilda Zurita Vargas, nacida el 22 de abril de 1969 en Chipiriri (Cochabamba), es una destacada dirigente campesina y política boliviana. Desde sus inicios en la dirigencia sindical cocalera en los años 90, ha desempeñado roles clave en el Movimiento al Socialismo (MAS), incluyendo el de senadora suplente (2006–2009), presidenta de la Asamblea Departamental de Cochabamba y secretaria de Relaciones Internacionales del partido. Como exejecutiva de la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia “Bartolina Sisa”, Zurita promovió el uso de la Wiphala no solo como símbolo cultural, sino como emblema de lucha feminista indígena. En sus declaraciones públicas, ha enfatizado la importancia de la participación de las mujeres en la transformación de Bolivia.
Durante su carrera política, Zurita logró visibilizar la presencia de mujeres indígenas en espacios de poder y promovió leyes orientadas a la igualdad de género, la protección del territorio y el desarrollo sostenible en comunidades rurales. Además, impulsó la inclusión de lenguas originarias en la educación pública y defendió políticas de soberanía alimentaria. Sin embargo, su estrecha relación con el gobierno de Evo Morales también generó críticas. A pesar de su discurso radical y descolonizador, muchos sectores indígenas percibieron cierta ambigüedad en su postura durante conflictos ambientales o territoriales, especialmente cuando estos involucraban intereses del propio gobierno al que pertenecía. Por ejemplo, durante la polémica construcción de la carretera en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), Zurita guardó silencio o apoyó indirectamente la posición estatal, lo cual fue interpretado como una contradicción entre su defensa del territorio y su lealtad al MAS. Algunos colectivos interpretaron esta postura como una muestra de alineamiento con el centralismo estatal, lo que habría debilitado la defensa de la autonomía indígena. Asimismo, su defensa de la Wiphala fue, en ciertos momentos, más simbólica que transformadora en términos estructurales, lo que generó cuestionamientos sobre el alcance real de su proyecto político (Jáuregui Jinés, 2018).
A pesar de estos límites, Leonilda Zurita es recordada por haber contribuido significativamente a la politización de la Wiphala como símbolo de género, resistencia y justicia social, ampliando su significado en el imaginario colectivo boliviano. Su trayectoria refleja las tensiones entre lealtad partidaria y compromiso comunitario, y evidencia las complejidades del liderazgo indígena en contextos de poder institucional.
En conclusión, mientras que Felipe Quispe concibió la Wiphala como un símbolo de resistencia y autodeterminación radical, Evo Morales logró su institucionalización dentro del Estado, y Leonilda Zurita la proyectó como un estandarte de inclusión y empoderamiento femenino. Estas distintas apropiaciones muestran la relevancia de la Wiphala como un símbolo polisémico que trasciende lo meramente identitario, para convertirse en una herramienta política con múltiples lecturas y funciones. Estos actores, muchas veces excluidos de la narrativa oficial, revelan la pluralidad del movimiento indígena y sus distintas formas de articulación política. En conjunto, el uso de la Wiphala por estos líderes refleja un proceso de constante resignificación que articula pasado y presente, tradición y lucha contemporánea. Su papel como distintivo político heterogéneo ha producido una disputa simbólica y material por el poder, la representación y la justicia social en el Estado Plurinacional de Bolivia. Por lo que, comprender estas complejidades es fundamental para evitar visiones simplificadoras y reconocer que el movimiento es profundamente diverso, conflictivo y se encuentra en constante transformación.
Fotografía de Leonilda Zurita en una reunión