Horacio Quiroga
El vampiro

Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.


He padecido hace un mes de un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recaída que me conduce directamente a este sanatorio.


Tumba viva han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.


Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos.


Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.


Pero esta represión de torturas no calma mis males.


En la penumbra sepulcral y el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve.


Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.


En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo. Después…


* * *


Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos. Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de los rayos N1.


Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.


Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté a aquél, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo cual me olvidé del todo del incidente.


Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma persona. Me preguntaba si la experiencia de que yo hacía mención en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.


Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia; pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo cuando comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de ciencia podía confirmarle.


Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le contesté que, si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos asoleados pierden la facultad de emitir rayos N1 cuando se los duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.


Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los rayos N1.


Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales que transcribo tal cual.


«No era ésa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su impresión personal. Pero como comprendo que una correspondencia proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde usted tuviera a bien otorgármelos».


Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea inicial de tratar con un loco.


Ya entonces, creo, sospeché qué esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión, y a dónde quería ir mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos científicos lo que le interesaba.


Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día siguiente don Guillen de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.


Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux-riche— era evidentemente lo que primero se advertía en él.


Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado, y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí y la misma mesura de su calmo continente.


A las primeras palabras cambiadas:


—¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de acento peninsular, y aun hispanoamericano, en un hombre de tal apellido.


—No —me respondió brevemente; y tras una corta pausa me expuso el motivo de su visita—: Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso, aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —llamémosla así— de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en ellos, me parece, si el anuncio de su artículo hecho por un amigo, primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—, ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios, o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una especulación imaginativa? Es éste el motivo y ésta la curiosidad, señor Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.


Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.


Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar, me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un «doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir, sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…


Tal era la tesis sustentada en mi artículo.


—No sé —había respondido yo inmediatamente— que se hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada hay de serio en mi tesis.


—¿No cree usted, entonces, en ella?


Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me miró.


Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre para conocer «mi impresión personal».


Pero no contesté.


—Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él— que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…


—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?


—Usted sabe que sí —respondió.


Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia nos hallábamos mi interlocutor y yo.


Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de lanzar en explosión un alma: este excitante es la imaginación. Para nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.


—¿Cree usted, entonces —le observé—, en las impresiones infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?


—Estoy seguro —me respondió.


—¿Lo ha intentado usted consigo mismo?


—No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted no podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.


—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a observar—. Los manicomios están llenos de ellas.


—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted posee ese don.


—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí, batiéndome en retirada.


—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted con fuerzas para correr el riesgo?


—¿De un fracaso? —inquirí.


—No. No son los fracasos lo que podríamos temer.


—¿Qué?


—Lo contrario…


—Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?


—Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo pocos amigos, y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de usted para que no desee contarlo entre aquéllos.


—Encantado, señor Rosales —me incliné.


Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi compañía.


Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su mismo existir, lo tenía todo de su parte para excitar mi curiosidad. Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo que es indudable, es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido.


Encerrarse en las tinieblas con una placa sensible ante los ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas fantasías arrastran era lo que me inquietaba en él y temía por mí.


A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora y atravesaba oblicuamente la sala.


Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos veces para que me oyera.


—Me proporciona usted un gran placer —me dijo—. ¿Tiene usted algún tiempo disponible, señor Grant?


—Muy poco —le respondí.


—Perfecto. ¿Diez minutos, sí? Entremos entonces en cualquier lado.


Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que humeaban estérilmente:


—¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha obtenido usted algo?


—Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de una placa sensible. Es ésta una pobre experiencia que no repetiré más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el cinematógrafo, señor Grant?


—Mucho.


—Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo qué es la vida en una pintura, y en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted que sólo puede haber un galvánico remedo de vida en el semblante de la mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted que una simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?


Y calló, esperando mi respuesta.


Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía, no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le respondiera.


¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un instante, sin embargo, contesté:


—Creo que tiene usted razón, a medias… Hay, sin duda, algo más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También existen los espectros.


—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.


Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.


—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí.


Él hizo lo mismo.


—Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant. ¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.


—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?


—Si a usted le place.


—Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.


—Hasta entonces, señor Grant.


Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de unos a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había intentado levantarse para ofrecerme él mismo sus excusas, le había sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible ponerse en pie.


Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y yo había reído con el dueño de casa tres días antes.


Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:


«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de usted, atentamente, etcétera».


De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente, y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un pedazo de alfombra fuertemente iluminada.


Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen, para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura. Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme a inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.


Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.


Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.


Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de mi amigo. Vestía smoking.


Lo segundo que noté fue el tamaño del lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a la cabecera del fondo vi, en traje de soirée, una silueta de mujer.


No era, pues, yo sólo el invitado. Avanzamos por el comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.


No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente, escotado y traslúcido de una mujer.


Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de Rosales tal parti-pris de hallarse ante lo normal y corriente, que avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.


—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant, señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí—: ¿Y usted, señor Grant, la reconoce?


—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un muerto.


—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí prevenirle de las deficiencias que podríamos tener en el servicio. Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta señora saldarán el débito.


La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.


En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina lluvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos. Pero ante el parti-pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el vago estupor que parecía flotar sobre todo.


—Y usted, señora, ¿no se sirve? —me volví a la dama, al notar intacto su cubierto.


—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se excusa por no tener apetito; y juntando las manos bajo la mejilla, sonrió pensativa.


—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me preguntó Rosales.


—Muy a menudo —respondí.


—Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a mí la dama—. Lo he visto muchas veces…


—Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —observé.


—Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a usted más de una vez en las salas.


—En efecto —asentí; y tras una pausa sumamente larga—: ¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?


—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco extrañada—: ¿Por qué no?


—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior.


Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago respaldo de silla en su interior.


Departiendo sobre estos ligeros temas, los minutos pasaron. Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:


—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—. ¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.


—Sí, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada, levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería se veló apenas a su paso.


Rosales y yo quedamos solos, en silencio.


—¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un rato.


—Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.


—Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?


—No es difícil adivinarlo…


Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la reserva y la mesura que lo distinguían.


—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré yo.


—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella», precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y yo.


»Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba. Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi crispado al borde de la cama, tratando de subir… No, no es cosa que conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte… Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que se desvíe… Ésta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga, que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo guíe.


El espeso cortinado que había traspuesto la dama se abría a un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En el fondo de este salón se elevaba un estrado dispuesto como alcoba, al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba se alzaba un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima mujer.


Aunque nuestros pasos no sonaban en la alfombra, al ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza, con una sonrisa llena aún de molicie:


—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.


—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.


—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así!


Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:


—Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No lo cree usted así, señor Grant?


—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado que yo había muerto hacía catorce años.


—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas manos colocadas bajo la sien.


Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí, hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.


Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas. Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban, se cernían ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso, y chocante restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la mesura, del silencio y del análisis.


Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi cubierto puesto.


Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin servicio, primero, y en el salón de reposo, después.


Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por todo corazón el espectro de una mujer.


Por todo noble corazón…


—No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?


—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a redimir un solo errante gemido de esa joven.


—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo que hice…


—Deshágalo.


Rosales sacudió la cabeza:


—No, nada remediaría…


Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a mil leguas del tema.


—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra… de no mediar un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo.


—¿Qué golpecito? —pregunté.


—Su muerte, allá en Hollywood.


Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía. Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:


—Tampoco eso remediaría nada… —murmuré.


—¿Cree usted? —dijo Rosales.


—Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que es así. Además, usted no es capaz de hacer eso…


—Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?


—Vendré —repuse.


—Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales inclinándose.


Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia.


La joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de las cornisas luminosas, que hallando las puertas abiertas o filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un moroso mutismo.


Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:


—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.


O bien ella, muchas noches después:


—Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba.


Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:


—Está en Santa Mónica…


Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover los ojos, pues los muros del salón cedían llevándose adherida mi vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin juntarse nunca.


Una interminable avenida de cicas surgió en la remota perspectiva.


—¿Santa Mónica? —pensé atónito.


Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente ella alzó su voz desde el diván:


—Está en casa —dijo.


Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en rombo incrustados en el cielo-raso de la alcoba, la joven yacía inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva transoceánica, la avenida de cicas se destacaba diminuta con una dureza de líneas que hacía daño.


Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer dormida.


—¡Rosales! —murmuré aterrado; con un nuevo fulgor de centella el puñal asesino se hundió.


No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente mío—, y perdí el sentido.


Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas horas de la noche, desmayado.


Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto… Y cuando en un salón silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron bruscamente mi sangre.


—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales, estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y ni un momento dudé de que triunfaría usted.


Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.


—¿Está ella allí? —pregunté.


Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con sosiego.


—Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted —me dijo.


Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había allí un esqueleto.


Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el brazo. Y con su misma voz queda:


—¡Es ella, señor Grant! No siento sobre la conciencia peso alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el instante mismo de perder usted el sentido?


—No recuerdo… —murmuré.


—Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su desmayo, ella desapareció de aquí… Al regresar yo, torturé mi imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida a la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación, pone en mis manos su esqueleto…


Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su expresión ausente mientras hablaba.


—Rosales… —comencé.


—¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le ruego no levante la voz… Ella está allí.


—¿Ella…?


—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido. Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?


En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.


—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted ahora: esquiva las sillas mientras camina…


Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí, atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.


Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo parece haberse suspendido como ante una eternidad.


Siempre ha habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del comedor.


Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi amigo era visible.


—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha faltado a mi obra?


—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina…


—Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal: un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?


—¿Con ella…?


—Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.


Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano, con la abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de un largo viaje.


—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con efusión.


—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre ambas manos juntas.


—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?


—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —y tornó a sonreírme largamente.


En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos a hablar. ¿Sería posible…?


—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?


—¿A él…? —murmuró ella lentamente; y deslizando sin prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.


Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer. Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció.


—A él también… —murmuró la joven con voz queda y exhausta.


En el transcurso de la comida ella afectó no notar la presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida en desmayo, el calor incontenible del deseo.


Y ella era un espectro.


—¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso! ¡Lo va a matar a usted!


—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant?


—Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma no la resiste hombre alguno.


—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.


—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted excitando a esa criatura.


—Yo no la deseo, señor Grant.


—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene nada que entregarle! ¿Comprende usted?


Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más allá, llegó la voz de la joven:


—¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?


En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que yacía allí…


—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su esqueleto?


—Regresó —me respondió—. Regresó a la nada. Pero ella está ahora allí en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma; y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos detalles de la creación… Óigalos ahora. Adquirí una linterna y proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla, fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…


Desde la alcoba nos llegó de nuevo la voz lánguida de la joven:


—¿Vendrá usted, señor Rosales?


—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—, antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!


—Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una sonrisa, inclinándose.


Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.


Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al diván, Rosales yacía muerto.


La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara era transportada al salón. Su impresión es que debido a un descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión cardiaca, precipitada por el accidente.


Mi impresión es otra. La calma expresión de su rostro no había variado, y aun su muerto semblante conservaba el tono cálido habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no le quedaba una gota de sangre.