Horacio Quiroga

Corpus

En Ginebra, durante la fiebre de la Reforma, un hombre fue quemado vivo por una coma. Llamábase ese hombre Conrado Wéber, y era alemán de nacionalidad, y grabador de oficio. Persona de alma pura, ojos azules y barba tierna, llevaba por inclinación la triste vida de su ciudad.


Este hombre juicioso había visto, en la sórdida Ginebra de Calvino, perseguidos a los ciudadanos de corazón alegre; había visto a un vecino discreto pagar tres sueldos de multa por acompañar a un amigo a la taberna, y había oído toda una tarde las quejas de su cuñado, cuya fe el Consistorio gravó en cinco sueldos, por llegar tarde a un sermón.


También sobre él había caído la justicia puritana, por haber exclamado —sin motivo alguno que justificare tan elevadísimo testimonio—: «Gracias a Dios». Wéber había pagado, pues justo era.


Más tarde asistió, tal vez sin entusiasmo, pero siempre con fe, a la decapitación de Gruet, que había anotado en su cartera privada que Jesucristo era un belitre, y que hay menos sentido en los evangelios que en las fábulas de Esopo. Vio morir a Miguel Servet, procesado por haber escrito que la S. T. es un cancerbero y por haber desmentido a Moisés, asegurando que la Palestina no es región fértil.


Wéber contempló entre la muchedumbre la ejecución de Servet, quemado a fuego vivo, cuando la Inquisición de Viena, más sutil, lo había ya sentenciado a fuego lento.


Cuatro meses después, la pulcritud calvinista marcó a la propia hermana de Wéber, joven y bella esposa de un barbero, que desesperó quince días en la cárcel en castigo de su peinado gracioso, conceptuado provocador.


Wéber, al saberlo, dejó su delantal y sus ácidos y acudió a dos censores que conocían a su hermana como honesta. Tres horas después citábasele a él mismo, y lleno de asombro oyó su condena a quince días de cárcel, por complicidad. Concluidos los cuales salieron juntos hermana y hermano.


Esto pasaba a principios de 1554, año terrible de Ginebra. Wéber vio multas de risible sutileza y procesos de fúnebre puerilidad. Su fe en la redención ginebrina no era ya la de antes, y en vez de reprobar ciertas cosas en voz alta, solía quedarse callado, lo que perjudica a la salud de un creyente. En agosto de ese año, como la duda comenzara a preocuparle más de lo preciso, púsose a trabajar con ahínco. Meditó y grabó una hermosa plancha: Jesucristo sentado entre sus discípulos, la mano derecha en alto y la izquierda sobre la rodilla. Debajo grabó el Padrenuestro. La hoja recorrió la ciudad, siendo grandemente admirada. Wéber fue llamado ante el Consistorio, y entre las arrugadas manos de los ediles vio su lámina. Extendiéronsela para su examen, pero el grabador no halló en ella nada que se apartara en lo más mínimo de las Santas Escrituras. Oído lo cual, Wéber, declarado errante de verdad, fue apresado, y comenzó el estudio de su causa. No fue larga, ni lo fue tampoco el desenlace. La sentencia exponía y disponía:



1. Que el llamado Conrado Wéber, grabador de oficio, había vendido a cuantiosos habitantes de la ciudad una lámina de su ejecución;

2. Que debajo de la lámina, el autor había grabado el Padrenuestro;

3. Que el Padrenuestro comenzaba así: «Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre»;

4. Que el autor de esta blasfemia había cometido crimen irremisible en las verdades fundamentales de la religión cristiana, erigiéndose contra la omnipresencia divina;

5. Que puntuando como él lo había hecho, la oración «que estás en los cielos» era mínima proposición incidental, en vez de ser muy específica y determinativa; esto es, sin coma antes de «que»;

6. Que con ello el escritor pretendía afirmar que Dios no puede estar en los cielos, lo que es una horrenda herejía;

7. Que el grabador Wéber, autor de la lámina, había sido recibido de ella para su atento examen, no había obtenido del Señor la iluminación precisa para permitirle ver su infernal falsedad;

8. Que el susodicho Conrado Wéber quedaba reconocido instrumento pernicioso de los designios de Satán, corruptor peligrosísimo de la fe pública y hereje en muy alto grado;

9. Por lo cual el Consejo condena a Conrado Wéber, grabador, a ser quemado vivo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y con los Santos Evangelios a la vista.

 


Lo que fue ejecutado fielmente en Ginebra, para mayor gloria de Dios.