Horacio Quiroga

La llama

«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».


El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.


—¿La conocía usted? —le pregunté.


—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…


Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.


La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.


—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.


—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.


Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.


—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:


Hace ya muchos años… Era en el ’82… Yo acababa de llegar a esa ciudad, en Italia, y me había hospedado en el primer hotel que había hallado. La primera noche, ya muy tarde, sentí agitación en la pieza vecina, y supe al día siguiente por la camarera que mi vecino había tenido un ataque, creía ella que al corazón. El pasajero había llegado dos días antes que yo y parecía gozar de muy poca salud. Había oído decir que era músico. Era extranjero, de nombre impronunciable.


No bastó más para despertar mi interés, y como según la misma confidente, mi vecino sufría de agudos dolores en los pies, creí tanto de mi deber como de mi curiosidad, ir a ofrecerle mi ayuda, si en algo podía necesitarla.


Fui, pues. Era un hombre ya de años, muy grueso y de aspecto pesado y enfermo. La magnitud de su vientre, sobre todo, llamaba la atención. Respiraba con dificultad, con hondas inspiraciones que le cortaban la palabra. Algo en la nariz y en la comba de la frente me recordaba a alguien; pero no podía precisar a quién.


Por lo demás, me recibió mal. Por suerte, cuando iba a retirarme más que arrepentido de mi solicitud, un nombre dejado caer en las pocas palabras cambiadas le hizo levantar vivamente la cabeza. Me hizo dos o tres preguntas rápidas y pareció más humanizado.


A mediodía mi vecino tuvo otro acceso de gota, e hice lo que pude por calmar tanto el dolor como la irascibilidad a que el hombre parecía muy propenso.


No sé si mi juventud llena de entusiasmos, o lo infinito que de ingenuo había en mí entonces, amansaron del todo al enfermo. Lo cierto es que al caer la tarde sus ojos me sorprendieron cuando yo por cuarta o quinta vez bajaba los míos a un retrato, un daguerrotipo colocado sobre el velador. La frente del enfermo se ensombreció, y dejó de hablar por un rato.


Al fin se levantó pesadamente, y respirando con dificultad cogió el retrato y fue con él a la ventana.


Sin que yo me diera cuenta de lo que hacía, me levanté a mi vez en silencio, y me hallé a su lado, devorando aquel retrato, estos mismos ojos, como usted los mira ahora…


Al fin retornó sobre sus hinchados pies a dejar el daguerrotipo, y se hundió de nuevo en su sillón.


—¿Usted sabe quién soy? —me dijo bruscamente.


De golpe, la nariz y la frente de aquel abotagado rostro adquirieron intenso relieve.


—Creo que sí… —respondí trémulo.


—No importa —agregó—. Usted tiene, fuera de su violín, que no sirve para nada, algo que vale más que su propia persona… No comprende… Lo mismo da… Comprenderá más tarde, cuando recuerde que con la historia de este retrato, le he contado la historia de mi propio arte…


¿Tuvo mi vecino esa necesidad de expansión de los enfermos cuando el dolor cesa, y que el primer llegado puede despertarle en infantil efusión? ¿Por qué me contó a mí aquello?


Pero he pensado después que yo no fui más que el pretexto de esa expansión. La brevedad de las frases, el corte entero del relato, me lo probaron luego.


Comenzó bruscamente:


Yo estaba entonces en París… Y tenía veintinueve años. Baudelaire me dijo una noche:


—Tengo que recomendarle un salón… La señora de L. S. tiene locura por usted. Y un famosísimo piano. Iremos una noche de éstas.


Fuimos allá. El piano era en realidad muy bueno. Pocas veces oí ejecutado con voces tales algo mío.


La segunda noche, al concluir de tocar un trozo de mi primera ópera, alcancé a ver un minúsculo auditor que ya la primera vez se había inmovilizado en un rincón, casi a mi espalda.


Volví la cabeza, y una criatura huyó corriendo a través de la sala.


—¡Berenice, locuela! —llamó la señora de L. S.


—¡Ah! —exclamó Baudelaire—. Es la pequeña. ¿Usted cree tener un admirador más febril que ella? No lo va a hallar nunca.


—¡Tiene locura por la música! —apoyó la dueña de casa—. ¡Vamos, Berenice! ¿Tendré que ir a buscarte?


Y trajo, en efecto, violentándola casi, a la pequeña, que se detuvo ante mí, jadeando y ensombrecida de emoción.


Era una criatura de nueve o diez años, evidentemente bella, aunque hasta ese momento su hermosura no superara en un grado a la de las criaturas de su edad.


—¡Ahí lo tienes, a tu amor! —exclamó la madre—. ¡Míralo bien!


—¡A ver, veamos! —le dije, cogiéndola del mentón levantándole la cara. Sus ojos, hasta ese momento huyentes, se volvieron por fin, y desde el rostro echado atrás, su honda mirada se fijó en mí.


Hay miradas que uno siente en los ojos, y nada más; que se detienen allí y no miran sino nuestra pupila. La de aquella criatura iba más allá, llegaba hasta mis sienes, me abarcaba totalmente.


Bajé la mano, y Berenice huyó corriendo.


—La música es buena; el hombre, no —comentó Baudelaire, mientras levantaba un ancho lazo desprendido de la cintura de Berenice—. ¿Lo quiere? —agregó tendiéndomelo—. No es una corona de laurel, pero no vale menos.


—¡Oh! —exclamó la dueña de casa, emocionada—. ¡Si este lazo pudiera un día de gloria hacerle recordar esta casa… y a mi pequeña Berenice!


Guardé el lazo. A la velada siguiente (íbamos muy a menudo) la criatura no apareció. Cuando nos retirábamos, la señora de L. S. me dijo sonriendo:


—Tengo un encargo para usted. Mi hija quiere hablarle a solas. No ha querido acostarse… Lo espera en el vestíbulo.


En la penumbra, una sombra blanca me aguardaba.


Me acerqué, y esperé un instante; la criatura no levantaba los ojos.


—¿Y bien? —le dije.


Continuó inmóvil.


—¿Qué quieres de mí, pequeña?


Igual inmovilidad e igual silencio.


—¡Entonces, me voy! —agregué.


—Váyase —me respondió secamente.


Pero cuando yo me había alejado ya tres pasos, me llamó.


—Mi lazo… —me dijo con voz sorda.


—¡Ah, el lazo! —respondí palpándome—. Es que creo no tenerlo… Sí, aquí está. Y buenas noches, señorita Berenice.


A la noche siguiente volví a verla en el vestíbulo, acechándome.


—¡Aquí está su lazo! —me dijo con voz entrecortada, tendiéndomelo. Y huyó corriendo.


Baudelaire, a quien conté el cúmulo de pasión y bizarría que había en la pequeña, me informó de que Berenice sufría de crisis nerviosas muy fuertes, y muy raras sobre todo. Sobre todo, muy raras. Algo de catalepsia, o cosa así.


Le observé que no era la música la llamada a calmar su sistema nervioso.


—Desde luego —me respondió—. La madre lo sabe, pero está loca de orgullo con la sensibilidad de su hija. Y, realmente, es extraordinaria… Pero no va a vivir mucho.


—¿Berenice? ¿Por qué? —le pregunté extrañado.


—No sé; con esa emotividad, y con música como la de usted, no se va lejos…


Después de aquel singular comienzo, nuestras relaciones no tropezaron más. Berenice no faltaba jamás a la sala, ni dejaba nunca de sentarse oblicuamente a mi espalda, casi arrinconada. Rara vez llegaba a descubrir su mirada sobre mí, porque la apartaba vertiginosamente apenas me volvía a ella.


Había momentos de tregua, sin duda, durante los cuales la criatura recobraba la frescura de sus años, y sus risas vivificaban nuestras violentas discusiones sobre arte.


Una noche, cansado de discutir, me retiré al piano, mientras los otros proseguían con un acaloramiento que duraba hacía dos horas. Rompí sobre el teclado no sé cuántas melodías italianas, y calmado al fin, tecleé aquí y allá; recordé un motivo, sentí otro nuevo, y poco a poco fui olvidándome de todo. Viví en el piano un cuarto de hora de completo abandono, y cuando levanté la cabeza, Berenice, demudada, toda la palidez del rostro absorbida por la insensata dilatación de los ojos, estaba a mi lado. Tendí la mano hacia ella, pero se apartó bruscamente, casi horrorizada. Creí que iba a caer; mas la exhausta criatura, reclinada en un jarrón, sollozaba con los ojos cerrados y las manos pendidas a lo largo del cuerpo.


La madre corrió, y recién entonces me di cuenta del silencio de la sala.


—¡Berenice, mi hija! ¡Te estás matando, mi criatura! —clamó la señora.


Berenice, rendida entre los brazos de su madre, sollozaba siempre sin abrir los ojos. La señora de L. S. la llevó adentro, y volvió enseguida, dirigiéndose a mí.


—¿Qué tocaba usted hace un momento? —me preguntó anhelante.


—No sé… —le respondí, bastante contrariado—. Motivos que se me ocurrieron…


La señora de L. S. volvió los ojos a todos.


—¡Pero es grandioso, eso! —exclamó.


Baudelaire, las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos en el techo, murmuró:


—Si es grandioso, no sé… Pero jamás han salido de hombre alguno cosas como las que acabamos de oír… La pequeña tiene razón.


Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió la cabeza:


—¿Y qué quiere usted que haga? —me dijo—. No podría mi hija vivir sin eso… Es su destino.


—¿Y siempre ha sido así? —le pregunté.


—¿Es decir —me respondió— si otras músicas le hacen esa impresión? ¡Oh, no! El mérito de esta crisis, del vértigo que se apodera de ella en cuanto oye música suya, es de usted, puramente de usted. Antes sentía como todos; ahora se enloquece…


Este nuevo incidente, el recuerdo tenaz de la criatura y sus ojos de insensato sufrimiento y goce, grabaron profundamente aquel cuarto de hora de improvisación en el piano, y en una semana le di forma. Era algo bastante extenso; creo que muy poco congruente; pero había puesto en ello cuanto sentía.


Hablé de ello con Baudelaire, que oyó un trozo. Y como no se podía hallar mejor ambiente que aquel salón en que batallábamos sin tregua, se decidió ejecutar allí mi partitura.


Mi inquietud era extrema. Sentía oscuramente que había puesto allí toda mi alma en todo mi arte, y que se jugaba mi destino. Berenice llegó tarde, cuando ya la orquesta comenzaba el preludio. Un rato antes la señora L. S. me había dicho gravemente:


—Berenice está mal; no sé si permitirle que oiga… Está como loca desde que ha sabido… ¿Qué opina usted, sinceramente?


Sentí una impresión extraña de despecho y celos. Yo tenía veintinueve años, y la pequeña diez apenas… Pero no se trataba de eso.


—Ignoro —le respondí con sonrisa forzada—. No podría juzgar yo mismo…


La madre me miró serena y seriamente un momento, y se alejó.


Berenice… Apenas sonaron los primeros acordes, sentí su figura blanca a mi lado. Estaba de pie, apoyada con las dos manos en el brazo de mi sillón, y me miraba en silencio, muy pálida.


—Quiero estar aquí… cerca de usted… —murmuró en voz sumamente lenta.


—¿Quieres sentarte? —le dije—. Voy a traer una silla…


—No, no… —repuso.


La partitura comenzaba, avanzaba. Pasión, locura de pasión gritada, delirada, se ha dicho a veces, demasiadas veces, que sobra en esa partitura…


Cerré los ojos un momento, y sentí enseguida la cabeza de Berenice que cedía, cedía hasta recostarse en la mía. Estaba blanca, y tenía por primera vez sus espléndidos ojos fijos en la luz. No parecía notar mi inquietud. Su cuerpo cedía más, y oí su voz, lenta y perdida:


—Quiero estar con usted…


—¿A mi lado? ¡Ven! —le dije.


—No; con usted… —murmuró.


Comprendí entonces, y la senté, como una criatura que era, en la falda.


—¿Estás bien así? —le dije.


Buscó un instante sobre mi pecho posición cómoda a su cabeza, y alzó entonces sus ojos hasta mí.


Mientras avanzó, se desarrolló y concluyó mi partitura, sus ojos no se apartaron de los míos, ni los míos se apartaron muchas veces de su mirada; ni hizo movimiento alguno, ni mi mano abandonó un instante la suya. Pero yo vi perfectamente, perturbado a mi vez por mi propia obra de fiebre, que la mirada de Berenice se encendía en la misma pasión que me había inundado a mí mismo al crear esa partitura. Sentí en mi brazo el calor de su tierna cintura, y vi que en el crepúsculo de sus ojos entornados no quedaban ni rastros de un alma de niña. Aquellos veinte minutos de huracanada pasión acababan de convertir a una criatura en una mujer radiante de juventud, de ojos ensombrecidos en demente fatiga.


Pero la partitura avanzaba siempre; sus gritos delirantes de pasión repercutían dolorosamente en mis propios nervios —todos a flor de piel—, y en ese galope cada vez más precipitado de locura de amor aullada en alaridos salvajes, sentí cómo el cuerpo de Berenice temblaba sin cesar; vi que la sombra de sus ojos bajaba ahora del párpado desmenuzándose en una redecilla de arrugas, y sentí que en su mirada no quedaban ya ni rastros de la mujer de veinte años, evaporada, quemada en un cuarto de hora de aquel vértigo de pasión.


Y la partitura seguía, subía. Yo mismo sentía mi propio cuerpo molido, destrozado, golpeado sin piedad. Y entre mis brazos, también sacudida en una remoción sin fondo y sin piedad, Berenice temblaba aún de rato en rato, con bruscas sacudidas que le hacían abrir un momento los ojos y mirarme, para cerrarlos de nuevo. Vi que la redecilla de arrugas invadía ahora todo el rostro, que su frente estaba ajada, y noté de golpe que ya no quedaban ni rastros de la mujer de cuarenta años, agotada por una vida entera de pasión, calcinada en treinta minutos por la explosión de alaridos salvajes que había cerrado la partitura.


Todo estaba concluido: en mis brazos, inerte, desmayada, en catalepsia, o no sé qué, tenía ahora una lamentable criatura decrépita, llena de arrugas.


Tenía antes diez años. En el espacio de hora y media había quemado su vida entera como una pluma en aquel incendio de pasión, que ella misma…


Mi vecino se detuvo, y miró largo rato a través de la ventana oscurecida. Luego concluyó, en voz más lenta y baja:


—Poco más tengo que decirle. La madre se llevó adentro aquel resto de calcinada gloria, y nunca más los he visto, ni lo he querido… Sé que ella, Berenice, continúa como aquella noche, muerta en vida… Y ahora, óigame: cuanto se ha dicho de esa obra mía: música de sensaciones; la pasión desbordada; locura de amor gritada sobre la carne; insistencia enfermiza y enfermante de golpear el mismo punto dolorido; obstinación salvaje en percutir sobre los nervios a flor de piel, hasta enloquecerlos; todo esto es o no cierto. Pero lo que puedo asegurarle —concluyó mi vecino señalando con la cabeza el retrato— es que jamás se ha hecho en mi contra un argumento de ese valor… Ahí, en ese cajón, hay una copia. Llévela, si quiere…


—Y esa partitura, maestro —le dije con voz trémula—, ¿es…?


—Sí —me respondió con la voz aún más sorda—. Después arreglé eso… Es Tristán e Isolda…


Mi viejo amigo el violinista sacudió la cabeza.


—Era en 1882 —murmuró—. Al año siguiente murió allí mismo, en Venecia… Y creo ahora —concluyó bajando la voz y contemplando el retrato— que el grande hombre tenía razón… La vida de esa criatura es el más terrible argumento en contra de su obra…


—¡Maestro! —le dije yo a mi vez con la voz trémula—. ¡Deme ese retrato!


El viejo violinista me miró un instante con triste y pensativa ternura, y sus ojos se humedecieron.


—Tómelo —me respondió—. Si hay fetiche alguno, él lo será para usted.


Salí temblando de emoción. ¡Isolda!… Del creador de esa partitura, yo no veía sino el ardiente genio vivificado, hecho carne en aquella criatura extraña que fue su arte mismo, y que en una hora se abrasó como el incienso sobre el pecho del héroe.


¡Berenice!… Y llevando el retrato a mi boca besé locamente, hondamente aquellos ojos tristísimos, que se habían cerrado en vida llevando al infinito del Amor, el Dolor y la Gloria, la sombra augusta de Wagner.