Horacio Quiroga

La realidad

I

Llovía desde la noche anterior. La alta selva goteaba sin tregua sobre los helechos tibios y lucientes, y una espesa y caliente bruma envolvía el paisaje fantástico.


En lo alto de un nogal, acurrucado en una horqueta, el hombre terciario esperaba pacientemente que el agua cesara. No era cómoda su espera, sin embargo. El cobertizo que lo cubría goteaba por todas partes, sobre todo a lo largo de la rama en que se recostaba. Tenía, tras catorce horas de lluvia, la espalda completamente mojada.


El hombre consideró largo rato los agujeros del cielo, pestañeó rápidamente, y cambió de postura.


El agua cesó al fin, y con los primeros rayos de sol el arborícola abandonó su cubil. Tenía hambre, y las nueces del contorno habían concluido. Lanzose por entre las ramas, evitando la vegetación inferior, demasiado rica de pestilente humedad y de reptiles, De allá abajo, en efecto, subía un deletéreo vaho de cieno y plantas podridas. Toda una vida deslizante pululaba en el fondo, y aunque el hombre iba por lo alto de rama en rama, deteníalo a veces el potente chapoteo de un monstruo que pasaba bajo él, dejando el rastro abierto entre los helechos.


Dos horas después el cenagal concluía, y el hombre descendió al suelo. Su busto, fatigado por la larga erección de la marcha arborícola, doblábase ahora a tierra. Caminaba en cuatro patas, con la honda fruición ancestral que surge de repente hoy mismo en un simple gesto, en la trituración de un hueso.


Hacía ya mucho, sin duda, que el hombre terciario había comenzado a caminar en dos pies; pero el hábito natal y obstinado de la bestia, hecho deleite, proporcionábale en cuatro patas una confianza de especie desde largo tiempo fijada, que le hacía runrunear de satisfacción.


Alzábase a veces contra un tronco y observaba. Áspero pelo le cubría todo el cuerpo. Los brazos colgantes le llegaban a la rodilla. La mandíbula prominente, y casi siempre entreabierta cuando se incorporaba por el ansia de la angustiosa observación, dejaba ver una terrible dentadura cuyos dientes, en vez de encajar, enrasaban unos contra otros. El gorila concluía allí. La cabeza tenía ya más volumen; había más cráneo dilatado por el esfuerzo de las cuatro o cinco ideas —no más— de un celebro animal aún, para cuya torturante elaboración la bestia del momento prestaba toda su potencia sanguínea y muscular.


El hombre prolongó aún su marcha por el suelo, hasta que un agudo alarido de guerra y hambre lo lanzó de nuevo a los árboles. La selva había crujido a lo lejos, el ruido de gajos rotos avanzaba en restallidos cada vez más secos, y un instante después el monstruo terciario llegaba, con el largo cuello tendido a todas partes, los ojos fosforescentes y desvariados por doce horas de entrañas roídas. Lanzó aún su alarido angustioso, trotó delirante de un lado a otro, y hundió de nuevo en la selva su urgente galope de vida o muerte.


El hombre, con la cabeza hundida entre los hombros, lo había seguido con los ojos. No había surgido seguramente, en todo el periodo terciario, ser más desamparado que él. Los animales sobre la tierra, los que nadaban en las aguas, los que volaban por los aires, todos le eran infinitamente superiores como tipos de especie que ha de perdurar por su potencia de medios vitales. Durante millares de siglos el hombre luchó atrozmente por la estricta conservación del individuo, exterminado sin tregua gracias a su miseria de defensa, acechado en la marisma cuando iba a beber, sitiado en el árbol, y sobre todo, lo más terrible, asaltado durante el sueño en su propia guarida. El futuro dominador de la bestia pululante no tuvo una hora de tranquilidad en la tierra que lo echaba por su ineptitud. El cubil aéreo que lo preservó de las fieras terrestres creó su primera pobre esperanza de continuar la especie. Pero lo más necesario era la conquista del sueño. No conoció jamás el miserable lo que es el descanso pleno. Acurrucado contra una rama, sin atreverse a extender las piernas para tener el salto a mano, angustiado por el menor deslizamiento al pie de su árbol, por el más furtivo arañazo a lo largo del tronco, sus noches fueron, durante millares de siglos, un constante martirio. Y el desvalido y misérrimo ser nacido fuera de tiempo en una edad en que la vida se devoraba a sí misma de exuberancia hostil, debió tener una energía de vida verdaderamente heroica para haber sobrevivido a aquella lucha desigual.


II

El hombre terciario prosiguió su avance. Tras un elástico brinco iba ya a coger la fruta entrevista por fin tras las colgantes lianas, cuando de pronto quedó inmóvil, con el brazo prendido aún de un gajo. Enfrente de él, a quince metros, se hallaba, quieto también, otro hombre. Durante diez segundos ninguno de los dos se movió, hasta que del pecho de nuestro conocido brotó un bramido que se fue extinguiendo en honda rotundidez, como si aún continuara en el pecho después de haber cesado en la garganta. Al oírlo, el otro se replegó, mientras su pelo, como el de un felino, se abatía completamente sobre el cráneo chato.


Era una hembra, una mujer terciaria. El hombre, sin apartar un instante la vista, desprendió lentamente el brazo sujeto aún en alto. Súbitamente la hembra se lanzó al suelo, y el hombre hizo lo mismo. Ambos cayeron y permanecieron un instante en cuatro patas, como aturdidos por la congestión de bestialidad que los inundaba aún. La hembra fue la primera en incorporarse ante el segundo bramido del macho erizado de celo, y dio un prodigioso salto hacia arriba, en el preciso instante en que el hombre se lanzaba sobre ella. Pero el violento manotón se perdió en el aire, y entonces comenzó la persecución terciaria, jadeante, sin cuartel, de rama en rama, sobre el suelo, de lianas, llenando la selva con el violento resoplar de su fatiga.


Al fin la hembra, exhausta, se deslizó a tierra, e irguiéndose recostada a un árbol, lanzó un agudo bramido. Pero el hombre caía ya sobre ella, y durante un minuto la lucha se desenvolvió entre feroces rugidos de pasión y rabia. La hembra, defendiéndose, mordía cuanto le era posible. El hombre, que estrujaba y domeñaba solamente, mordió al fin. El chillido de la hembra, herida, puso fin al combate, y momentos después los amantes, amansados, se incorporaron con un mutuo gruñido de goce.


La sombría soledad del hombre terciario iba tocando a su fin. Las luchas de amor eran cada vez menos rudas, y si el macho continuaba siempre asaltando a la hembra cuando la entreveía en el bosque, sentía ya por lo menos la fraternidad de la especie en el mutuo desamparo ante el ataque de las fieras. Y algo más, seguramente: la mirada del hombre que respondía a la mirada del otro hombre con un sentimiento de idéntica angustia que no era precisamente sólo miedo animal; con un abatimiento que no era justamente modorra de bestia.


La pareja volvió en paz al cubil.


III

Era tarde ya, y el húmedo calor inundaba la selva de agobiante pereza. La guarida, con su paja mojada, no tentaba a descansar en ella, de modo que la pareja se instaló en otra horqueta al amparo del sol. Allí, sentados en cuclillas uno al lado del otro, concluyeron de comer los cocos de que se habían provisto al regreso.


La fronda entera mugía ahora en un lloro de reptiles. El hombre sintió que el sueño lo invadía, y rodeando precaucionalmente con su brazo una rama, cerró los ojos confiado, pues ahora no estaba solo.


La mujer, entretanto, miraba a su compañero. Había cogido un pelo del pecho del hombre y lo estiraba pensativa. Tornó a quedar inmóvil, observando el cubil mojado. Sí, allí llovía como en el suyo, como en todas las guaridas de los árboles. Agua… agua… agua… La sorda aspiración de la especie proseguía delineándose cada vez más: adquirir otra guarida más seca, más cómoda, más segura.


Entretanto, la hembra se aburría. Miró a todos lados, con sueño a su vez. Descendió del árbol sin hacer el más leve ruido, y cuando se hubo alejado sigilosamente un tanto, trepó de nuevo a la tupida fronda, emprendiendo un galope aéreo hasta su cubil.


Cuando el arborícola, al despertar, se halló solo, gruñó un largo rato. Posiblemente la aventura tenía ya precedente; pero de todos modos el mal humor lo había invadido. Gruñendo aún se dirigió a abastecerse de nuevas frutas, y fue de este modo cómo, habiendo llegado a la vera sur del bosque, vio una familia terciaria que avanzaba por la llanura. Eran padre, madre y tres hijos. El hombre iba delante, detrás los tres cachorros, y luego, bastante lejos, la mujer. Caminaban con la precaución de quien, esperando el peligro de costado, de delante y de atrás, avanza con los nervios tendidos en un solo resorte de inquietud. La noche caía ya. Una hora más en la llanura, suponía la muerte en las garras de las fieras nocturnas. Urgía, pues, ganar el bosque.


A trescientos metros del observatorio aéreo en que el arborícola acechaba, una anfractuosidad del terreno ocultó de repente a los viajeros. El cazador de frutas, inquieto y curioso, hubiera deseado salir a la descubierta; pero una preocupación más fuerte —el temor de hallar su propia guarida ocupada— lo lanzó hacia su cubil.


IV

Entretanto, al doblar el promontorio de rocas, el viajero terciario había visto un negro hueco entre las peñas. Su actitud advirtió instantáneamente a los que le seguían el peligro de la caverna. Los cachorros, como pequeñas fieras, corrieron a erizarse junto a su madre, mientras el hombre, con inmensa cautela, avanzaba hacia la caverna husmeando profundamente el aire. El suelo estaba rastrillado; pero las huellas no eran frescas. Llegó al fin a la roca, y su oreja peluda no percibió el más leve ronquido, ni a sus narices llegó el tufo amoniacal del felino inminente.


La caverna estaba desierta, desocupada por lo menos, lo que equivalía, para el hombre desamparado en la noche, a la salvación. A pesar de todo no entró en ella, absorbiendo sin cesar el flavo hedor del cubil. La mujer y los cachorros, recogidos, esperaban.


Por fin, la familia entera avanzó. La caverna, vaciada en roca viva y honda de veinte metros, estaba clara aún por la luz que penetraba por una estrecha hendidura en lo alto. El piso blanqueaba los huesos partidos, y de los rincones sin ventilar, de entre las anfractuosidades de las paredes, el olor a bestia subía con crudeza. Esa caverna era, no obstante, algo infinitamente más confortable que la vieja guarida sobre un árbol. Al hombre solo le eran más fáciles la vida y la defensa en lo alto de la selva; pero a la familia, a los cachorros, no. Y el hambre misma iba cambiando de apetito; las nueces y los cocos no la satisfacían más, las raíces eran ya un ingrato alimento, y el primer hombre que a imitación de lo que viera hacer a las fieras, devoró vivo al animal que había logrado vencer, afiló su primer naciente canino para la nueva senda de nutrición.


La familia de la caverna había entrado ya en la era carnívora, pero esa noche su pobreza era completa. Nada, sin embargo, suponía no comer un día o dos. Dentro de media hora comenzaría el descanso —recostados en cuclillas contra la pared, porque la seguridad del sueño era aún demasiado vaga para echarse en el suelo—, el oído estremecido y alerta, y despertando cada dos minutos.


A pesar de esta martirizante vigilia, las masacres no se evitaban; el habitante de la guarida volvía esa misma noche, o días después. En uno u otro caso, el hombre, impotente casi siempre para resistir a una fiera terciaria, vivía en los segundos subsiguientes al ronquido de la bestia que acababa de husmearlo, toda la angustia que ha devuelto y sigue devolviendo a la fiera maullante, con la mira inmóvil en su fusil.


V

La familia terciaria se cobijó en el fondo de la caverna, y la noche cayó afuera, una noche sin luna y caliente. De vez en cuando el viento traía de las tinieblas el ululato de hambre de una fiera, y el cuádruple ronquido de los durmientes se cortaba de golpe: los músculos se recogían, el pelo se levantaba, y la carne de los cuatro míseros presentía ya en su erizada angustia, la dentellada que tarde o temprano debía desgarrarla.


Mas la noche pasó, y al amanecer la familia se dirigió a la selva. Arrancaron algunas raíces, hasta que el hombre lanzó de pronto un grito gutural. Los cachorros, que masticaban en cuclillas, se lanzaron a un árbol, a las ramas altas, mientras la madre se guarecía en la primera horqueta.


Entretanto, el leve ruido de hojarasca indicaba un avance cauteloso.


El hombre de las cavernas, oculto tras el tronco, asomaba apenas la cabeza. De la maleza desembocó un animal, algo como ciervo con cola rígida; y husmeaba inquieto, adelantando. El hombre giró silenciosamente alrededor del tronco, y cuando el cervato hubo pasado, cayó de atrás sobre sus cuernos con un áspero ronquido. Durante un momento el animal pudo mantener rígido su pescuezo contra los terribles brazos que lo doblaban hacia atrás. Pero cedió, y al sordo mugido y al «crac» de las vértebras rotas, que cantaban la carne palpitante, la familia lanzó gritos salvajes. Volvieron a la caverna, aunque el padre debió gruñir incesantemente para contener a los cachorros que, saltando, querían clavar los dientes en la presa.


VI

El arborícola, el hombre aún frugívoro que había atisbado a la familia el día anterior, volvió a la mañana siguiente a rondar el paraje sospechoso. Ojeó largo rato los contornos con las orejas alerta, sin mayor resultado, hasta que al fin oyó un largo grito, al que respondían dos más débiles. El merodeador conoció por el timbre que los que él había entrevisto doce horas antes estaban allí. Descendió del árbol, y con gran sigilo fuese acercando al lugar de donde habían partido las voces. Al llegar al límite de la selva tornó a sentir otro grito humano que salía de un hueco en la piedra.


A pesar de esta evidencia, el secular temor a la caverna y a la voz de muerte que surgía de ella, le encogió súbitamente los músculos en un solo haz de defensa. Pero el grito que había salido de allí, no era de fiera; por lo cual reculó sigilosamente y bordeó la caverna, cuya parte superior tenía el nivel del bosque. El hombre avanzó sobre la roca viva, y, como en todos los momentos de peligro, doblado adelante y sosteniendo el cuerpo con el dorso de las manos. Se detenía a cada instante a mirar fijamente la roca, colocándole la mano abierta encima. Volvía la cabeza atrás y proseguía avanzando. De pronto se detuvo y echó la cabeza de costado casi a ras de piedra: delante de él estaba la grieta cuya luz penetraba en la caverna. El arborícola volvió a mirar atrás, y tendiéndose de bruces aplicó el ojo a la hendidura. En el primer momento no vio sino cuatro manchas negras sobre el suelo blanco de huesos; pero al rato distinguió las espaldas peludas de la familia de la caverna, y un instante después llegaba a sus oídos el ruido claro de los huesos del ciervo triturados entre las mandíbulas. Como su crispación de una hora antes, su primer movimiento ahora había sido también de instintiva guardia contra el ataque de la fiera que presentía allá abajo, en aquellas bocas que devoraban carne. Eran hombres como él, sin duda, y los enemigos suyos eran los de aquellos que partían huesos; pero el ancestral terror de la especie, el ineludible fin de la carne viva del hombre que tarde o temprano ha de ser devorada, prestaba a sus semejantes de la caverna un carácter claro y neto de fieras, que se sobreponía a sus figuras humanas. Así, el arborícola, menos que fraternidad, había sentido en el naciente dominador del felino echado ya de su guarida, su inmediato parentesco con el león, cuya ansia de carne y médula adquiría.


Algo, sin embargo, como respiración o arañamiento llamó la atención del hombre de la caverna y le hizo suspender un momento su tarea. Miró inquieto a todos lados, mientras los cachorros se apoderaban de su hueso partido y grasiento.


Con rampante sigilo, el arborícola se dirigió hacia atrás, reculando para evitar un brusco movimiento.


VII

A la mañana siguiente, no obstante, el hombre frugívoro estaba de nuevo en su apostadero, atisbando la entrada de la caverna. Vio así salir a los comedores de carne, que se encaminaban al bosque precisamente en su dirección. El arborícola evitó el encuentro saltando de rama en rama; y acurrucado en una alta horqueta, miró pasar a la familia sedienta, en procura de agua. Cuando hubo transcurrido un largo rato, bajó del árbol y se dirigió a la caverna.


Dentro de la gruta, el olor flavo imperaba aún sobre el de las entrañas descompuestas del cervato, y las anchas narices del hombre terciario aspiraron con porfiada plenitud el tufo del enemigo. Huesos con carne adherida yacían desparramados. El arborícola revolvió curioso y titubeante los despojos sangrientos. Súbitamente se apoderó de un hueso y huyó al galope en tres patas.


Fue en la horqueta del primer árbol del bosque donde el arborícola acurrucado, probó y gustó la carne, fraternal eslabón tendido desde entonces entre el hombre y la bestia. En toda la larga lucha de aquél para salir de la bestialidad propia y circundante, acaso sea ésta la única vez que descendió. Hasta ese momento, el más leve impulso a enderezar el busto; el oscuro y pertinaz anhelo de una habitación segura; cada grito menos áspero que los anteriores, eran un nuevo jalón en la marcha ascendente que dejaba atrás y para siempre a las bestias, sus ex compañeros. No hubo siquiera en esa caída explosión de atavismo, pues ni su digestión ni su dentadura lo llamaban a desgarrar carne. Probó carne por imitación simiesca; y entre el hombre más altamente espiritual, y los animales a que se llama, por última significación bestial, fieras, ha quedado ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada desgarrante, que une al tigre de la jungla con el degollador de gallinas.


VIII

Quince veces seguidas el merodeador se apoderó de la comida ajena, sin que el hombre de la caverna notara el robo. El arborícola había abandonado del todo el cobertizo, y pasaba ahora la noche en un árbol cualquiera de las inmediaciones de la caverna. Comía siempre frutas pero deseaba la carne. No se apartaba casi del lugar; caminaba horas enteras a lo largo de la selva, asomándose a la linde de vez en cuando para mirar la entrada de la caverna.


En una de estas ocasiones, y mientras el arborícola, con el cuerpo oculto tras un tronco, miraba desde lejos la guarida del otro, sintió detrás de sí un crujido de rama y se volvió: a diez metros, encogido aún por el furtivo avance entre la maleza, estaba el hombre de la caverna. Ambos quedaron inmóviles, mirándose de hito en hito.


El sentimiento de la especie miserable, asaltada y exterminada constantemente, quitó en el primer instante a ese encuentro la aspereza de la circunstancia. Seguramente el hombre de la caverna no vio en su semejante sino a un merodeador que atisbaba su cueva; pero el otro había acogido con un ronquido de defensa al despojado por sus robos. El hombre de la caverna rugió a su vez, y en los ojos de uno y otro brilló la misma lúgubre luz de lucha.


Un alarido lejano, de animal cogido de un salto en el bosque y desangrado vivo, ahogó instantáneamente su agresividad. Volvieron a ser las pobres bestias corridas, y el pelo de ambos se abatió en la misma fraternal angustia.


Gruñendo aún por propio respeto se alejaron el uno del otro, el arborícola hacia el fondo tupido del bosque, el otro hacia su cueva.


Al día siguiente, el arborícola volvió a rondar la caverna, pero sin atreverse a entrar más. Aunque sufría el ansia de la carne probada, no había matado aún. Pernoctaba por allí en una rama cualquiera. En los primeros días se había construido una ramada, al pie de un árbol, para abandonarla a la noche siguiente: el cobertizo no le satisfacía más. Encontráronse otra vez el arborícola y el de las cavernas, pero a la distancia que media desde la copa de un árbol al suelo. El de abajo, que pasaba revolviendo raíces, vio al otro al levantar la cabeza. El arborícola acogió la mirada de descubierta con sordos gruñidos que el otro devolvió, alejándose con simulada indiferencia.


IX

Así pasó un tiempo más. La inmensa humedad de la estación precipitaba lluvia tras lluvia sobre la tierra. La selva caliente humeaba sin cesar, y en el vaho sofocante de los pantanos, las culebras recién nacidas en el mundo se henchían de sapos. Las guaridas estaban infestadas de hongos, y los cobertizos se caían desechos de podredumbre. Las fieras, mordidas por la artritis, buscaban fuera de la selva un cubil seco y amplio; y de este modo las noches del hombre terciario llegaron a ser más duras aún, sin ramada ni seguridad de ninguna especie, reumático, perseguido y torturado por la falta de descanso.


La tiniebla animal, sin embargo, que anegaba el cerebro terciario comenzaba a romperse, y del primer rasgón había salido el golpe de luz que lanzó al hombre hacia la caverna. El peligro no disminuía en la nueva guarida, y antes bien aumentaba: o el hombre tropezaba con la fiera al entrar en ella, y era devorado, o la fiera devoraba al hombre cuando al volver hallaba al intruso.


Sin más arma que un palo, una maza, que por su peso cohibía forzosamente la rapidez de movimientos, el hombre terciario debió conocer todas las angustias del cuerpo a cuerpo fatal para él de antemano. Su mísera arma pudo haberle servido para detener un zarpazo, pero casi nunca para matar; o bien la maza saltaba en astillas, y en medio minuto del hombre no quedaba nada, a excepción de su heroísmo. Éste era el triunfo de la inteligencia humana que nacía ya: la tenacidad en luchar, todo el valor y la fe en la especie que suponía esa incesante disputa de la casa a monstruos cien veces más poderosos que él. Y al hombre que vivía aún en los árboles íbale a tocar participar en la lucha.


X

Fue a altas horas de la noche cuando el arborícola, acurrucado en una rama, sintió el bramido. La fiera estaba cerca, tan cerca que a un segundo grito la sintió a trescientos metros de allí. Y al tercer bramido, más agudo y rotundo, porque la fiera estaba ya fuera del bosque, tuvo la seguridad de que se dirigía a la caverna. Luego el león o spelea internado en el bosque durante días y días, regresaba a su guarida, y ello suponía la pérdida irremisible del otro hombre, el usurpador.


Las narices abiertas del arborícola pregustaron el olor a carne masacrada, y sus muelas trituraron anticipadamente los sangrientos despojos de la lucha. En su ansia del fruto prohibido durante meses, su hambre no distinguía entre hombre o bestia; iba a probar carne veteada de nervios, y médula profunda.


Lanzose del árbol y se deslizó hasta la vera del bosque. Un espantoso rugido a cien metros lo estremeció violentamente: la fiera estaba ya sobre la caverna, y dos segundos después un alarido humano resonaba en las tinieblas. El arborícola, que hasta entonces había respondido al clamor de la bestia con el sacudimiento defensivo de sus nervios, sintió vivo esta vez, al oír el desamparado grito humano, el recuerdo de la caverna que frecuentara y del hombre cuya comida había sido la suya. No remordimiento, pero sí solidaridad de establo, el acercamiento de dos perros que cuando chicos han comido en el mismo plato, y todo lo que cabe suponer: fraternidad de chacales ante el león, anhelo cada vez más preciso de la caverna, agresividad de aguilucho que, aunque implume, se apoya ya en la realeza que ha de venir, lanzó al arborícola a la lucha.


XI

Cuando la primera advertencia despertó a los durmientes, el padre no sufrió mayor inquietud, pues noche a noche los bramidos cargaban las tinieblas. El segundo rugido, mucho más cerca, le hizo poner de pie, y al tercero se convenció de que estaba perdido. Como la caverna era demasiado grande para resistir ventajosamente a un león, el hombre se lanzó afuera, y ocultándose tras un peñasco, con la maza en ambas manos y los músculos tensos en la mayor concentración posible de fuerzas, esperó. Oyó en el choque de dos guijarros el paso furtivo del león que se acercaba, y cuando estuvo a cinco metros sintió el roce de su crin contra la roca. En ese instante la fiera, olfateando el peligro, saltaba de costado, mientras el formidable mazazo del hombre partía el palo contra las piedras.


El hombre vio de frente las dos luces verdes, y empuñando desesperadamente lo que le quedaba de maza, esperó. La fiera saltó, y esta vez un golpe claro, astillante, seguido de un agudo rugido, probó que la maza había tocado; pero al mismo tiempo el arma se escapaba de las manos del hombre. Ambos, león y hombre, rodaron juntos; y no se había apagado aún el grito de la fiera victoriosa, cuando el arborícola caía sobre ella, y un nuevo mazazo le partía el cráneo, y enseguida otro, y otro más. Tendido de costado, el cuello extenso y las patas estiradas, el león de las cavernas, con abiertos ronquidos de agonía, fue muriendo. El vencedor, recostado contra el peñasco, jadeaba violentamente por la carrera, mientras a sus pies un nuevo hombre pagaba con cinco ríos de sangre el interminable tributo a la conquista de la habitación.


La mujer y los cachorros llegaban a un galope repleto de alaridos. Cayeron sobre el león, y mientras la mujer, con una piedra, masacraba el cráneo del monstruo, los cachorros, roncando confundidos, mordían la carne de la fiera.


XII

Media hora después, el arborícola y su nueva familia, saciadas su hambre y su rabia, entraban en la caverna.


A medianoche, rugidos continuos y cada vez más próximos les indicaron que la hembra del león volvía a su vez a la guarida. El terror a la bestia, mitigado por el efímero triunfo anterior, relajó sus nervios. Ya nada podían hacer; la distancia a los árboles era insalvable. Los cachorros se apelotonaron contra el dorso de su madre en un solo erizo de ojillos crueles y espantados. Dentro de un instante la leona, que ya bramaba sin cesar al olor de la sangre, caería sobre su macho muerto.


El hombre, desesperado, corrió al lugar de la lucha, sacó la cabeza desmelenada tras el peñasco en que se había emboscado el otro, y devoró las tinieblas. De su angustia mortal, de toda su carne horripilada por el zarpazo inminente, surgía esta terrible impresión; la fiera entraría. ¡Sí, entraría! Y en esos dos minutos de agonía, en que sus ojos mordieron enloquecidos la angostura de la entrada, todos los terrores de la raza humana corrida siglos y siglos de su guarida por las bestias, encendieron en el espeso cerebro del hombre el primer rayo de verdadero genio: con un gruñido jadeante a que hacía eco el formidable bramar de la leona ya sobre él, se lanzó a los peñascos, y con un esfuerzo titánico hizo rodar un bloque hasta la entrada de la caverna, en cuyo alvéolo cayó pesadamente. Tuvo apenas tiempo de deslizarse bajo él: la leona se estrelló contra la piedra con un rugido que retumbó en los corazones aterrados, y se obstinó allí horas y horas. Pero cuando los hombres terciarios se convencieron de que la bestia no entraría, y la caverna era, por consiguiente, inexpugnable, los rugidos de la fiera fueron respondidos de adentro con pedradas y grandes alaridos.


La casa y el sueño estaban conquistados para siempre.