Horacio Quiroga

Reyes

En las noches claras de invierno, los elefantes gustan de caminar sin objeto. Van, columpiando apaciblemente la cola, estirando con vaga curiosidad la trompa aquí y allá. Atraviesan la llanura, cortan el juncal cuyos bambúes doblan y aplastan pesadamente con sus patas de piano, entran en la selva, como en una trampa, en fila, la trompa erguida sobre la grupa del anterior. A veces, uno se detiene, aspira ruidosamente y berrea; luego, para reincorporarse, apura el paso.


Todos esos elefantes son conocidos. Uno formó parte de la Compañía Brindis, de Lahore. Era el payaso, sentado siempre en las patas traseras, con una enorme servilleta al cuello. Lo pintaban de amarillo, enarbolaba en la cola la bandera patria, se emborrachaba, lloraba, se clavaba agujas en el vientre. En la alta noche, en paz ya, lamía horas enteras el anca de los caballos. Un martes de carnaval incendió el circo y huyó.


Otro lleva ensartada en un colmillo la calavera de un cazador inglés a quien acechó y mató en una emboscada. La punta del colmillo sale por la órbita rota. Cuando ese elefante huye, la cabeza al aire, los dientes flojos del tuerto suenan como un cascabel.


Otro es el elefante castrado de un rajá, flor de su séquito y favorito del hijo menor, en razón de su hermosura. La frágil vida del príncipe sosteníase en la muelle mesura de su paso. El adolescente sufría sin saber por qué, los crepúsculos vehementes lo ahogaban, buscaba la soledad para morir, descargando en lánguidos llantos el exceso de su imperial agonía. Una noche de luna, diáfana y melancólica, el elefante bajó a su príncipe a la orilla del lago y le aplastó el pecho. Después lo arrojó al agua. La cabeza del infante flotó sobre el regio manto tendido a nivel, derivó con la brisa como un loto, llevando a lo lejos, sobre esa hoja de oro, la flor de su temprana belleza.


Otro tiene cien años, más todavía. Nació en la costa de Malabar, de padres domésticos. Ha trabajado toda su vida sin una revuelta, dócil en su heredada mansedumbre. Un día de primavera se alejó hacia la selva. Ha aprendido de las hijas de sus dueños a amar las flores. A veces, cuando el monzón trae de la costa recuerdos de centenarios halagos, reavívase su dulce condición, y recostado a un árbol, con una flor en la trompa, respira ese perfume largas horas con los ojos cerrados.


Otro es ciego y camina constantemente recostado a alguno de sus compañeros, durmiendo así en marcha. Un regimiento inglés lo adquirió muy pequeño para el servicio de la guarnición. Lo querían locamente. Una noche de champaña —aniversario del 57— fueron a buscarlo cantando a las tres de la mañana, y le abrasaron los ojos con pólvora. Estuvo tres días inmóvil, vertiendo la supuración de sus ojos enfermos. Se internó luego, y marcha de ese modo sostenido, sobrellevando su ceguera como un castigo del cielo, sin una queja.


A la cabeza de la tropa va uno flaco y vacilante, que arrastra un poco las patas traseras. Sufre crueles neuralgias que remedia en lo posible restregando suavemente en los troncos su dolorida cabeza. Es un gran comedor de cáñamo, y de aquí provienen sus males. Durante sus horas de embriaguez la manada se aparta y le deja solo con sus delirios de brutal grandeza, bramando a las ramas más altas de los árboles, arrollándolo todo, sentándose en los claros con lágrimas de orgullo, los pulmones hinchados para abultar más. Otras veces sus accesos melancólicos lo integran con la manada, va de uno a otro quejándose, para concluir en compañía del ciego, a cuya trompa une la suya fraternal, marchando así dulcemente.


Nuestros seis conocidos prosiguen su derrota nocturna. Enfílanse al entrar en las sendas sin una disensión, con el humor huraño que ha dejado en todos ellos su antigua domesticidad. No berrean casi nunca, jamás se separan. En esa vida en común, sin embargo, no hay simpatías particulares: cada cual se aísla en su silencioso egoísmo, cansado para siempre de todo afecto. Van en grupo solamente, evitando la incorporación de nuevos compañeros demasiado ruidosos.


Atraviesan ahora un juncal altísimo en que desaparecen. De vez en cuando el extremo de una trompa se yergue sobre las cañas como una cabeza de serpiente, husmea un momento y se hunde. Más allá emerge otra, luego otra. El juncal concluye, por fin; salen uno a uno como ratones de esa cueva.


Pero entretanto la luna desmesurada y roja ha salido. Surge en el fondo de la carretera abierta en pleno bosque; el negro follaje, a ambas veras, se cristaliza en un frío reguero de plata, hasta el confín. En la eglógica placidez de esa medianoche, fría y tranquila, el cielo, ahora iluminado, diluye grandes efluvios de esperanza que el mundo, allá lejos, absorbe con dulzura en la velada de esa noche de Reyes. Más tarde, porque aún no es hora, saldrá la estrella de los pastores. Pero no importa: los elefantes, que iban a internarse de nuevo, se han detenido. Oscilan un momento sobre las patas, titubeando; alzan la trompa al cielo fresco, respiran profundamente esa inmensa paz, y marchan al paso al Oriente, hacia la luna enorme que les sirve de guía.