Horacio Quiroga
Recuerdos de un sapo

Es curioso cómo los espíritus avanzados encarnan, en cierta época de su vida, la modalidad común de ser, contra la cual han de luchar luego. Generalmente aquello ocurre en los primeros años, y la página que sigue no es sino su confirmación.


Quien la escribe y me la envía, M. G., figura entre los más firmes precipitadores de la revolución social y es, preciso es creerlo, tan exaltado como sincero. Contados por él, no dejan de tener sabor picante estos recuerdos.


Aquel día fue una fiesta continua. Las lecciones de la mañana se dieron mal, la mitad por culpa nuestra, la otra mitad por la impaciencia tolerante de los profesores, deseosos a su vez de huir por toda una tarde del colegio.


Ese inesperado medio día de asueto tenía por motivo el advenimiento de la primavera, nada más. La tarde anterior, el director, que nos daba clase de moral, nos había dirigido un pequeño discurso sobre la estación que entraba, «la dulce naturaleza que muere y renace con más bríos, los sentimientos de compasión que hacen del hombre un ser superior». Hablaba despacio, mirando fija y atentamente como para no olvidar una palabra de su discurso aprendido de memoria. Lo que no recuerdo bien es la ilación que dio a la primavera y la compasión humana. De todos modos, el día siguiente, 23 de septiembre, nuestro 2.º año debía ir al Jardín Botánico.


Fuimos. El día era maravilloso. Como no hacía viento, la temperatura casi estival parecía más densa. Avanzábamos bulliciosamente por los senderos, mirando a todos lados. Cuando el director se detenía ante alguna planta extraña, lo rodeábamos y clasificábamos hojas y flores sin ton ni son. A pesar de ese nuestro servilismo de estudiantes en pupilaje, que nos llenaba la boca de la más embrutecedora vanidad de erudición para adular al director, no dejábamos de saludar con caliente emoción muchas plantas realmente útiles: las pitas, de hojas concéntricas y cónicas con espolón negro, cuyas últimas vainas de color crema sirven, ya para hacer barcas, ya como arma ofensiva contra toda lagartija del camino; los paraísos, cuyas ramas arden con mucho humo, indispensables para bien sacar camoatíes; los membrillos, afilados en varas recias y delgadas que azotan a maravilla el anca de los petizos; los laureles, sagrados por sus horquetas para hondas; los damascos, que secretan goma interesante al gusto, al revés de la del eucalipto, que es picante; los talas, gracias a cuyos bastones irrompibles los lagartos y víboras viven más bien mal, sobre todo si se tiene cuidado de escoger una rama encorvada, de modo que se pueda golpear de plano sin agacharse mucho.


Todo esto veíamos. El director estaba muy alegre, y para mayor goce nuestro, no se acordaba casi de sus eternos y aburridores discursos de clase sobre moral: «ser bueno, es ser justo; todo proviene de ahí… cuanto más humilde es el objeto de nuestra compasión, tanto más noble es ésta…», etcétera.


Aunque no entendíamos poco ni mucho tales aforismos, creíamos en la suprema virtud de nuestro director. Hubiéramonos llenado del más espantable asombro si nos hubieran dicho que quien así apostolizaba a diario, podía no ejecutar precisamente lo que decía: de tal modo en las criaturas son inseparables los conceptos de prédica y ejemplo.


Entretanto, habíamos recorrido el jardín en todo y contra sentido. Ya era las cuatro y media y debíamos volver. Nos encontrábamos, pues, hacia el portón, cuando al inclinarme sobre un viburnum prunifollium (¡cómo recuerdo el nombre!) vi en su sombra húmeda, sentado gravemente junto a un terrón, un sapo, un sencillo sapo que se mantenía quieto ante el ruido. Lo empujé con el pie y el animal rodó; distinguí un momento su vientre blanco amarillento y enseguida se dio vuelta, quedando inmóvil en tres cuartos de perfil a mí. Mis compañeros llegaron. Ante nuevos pies amenazantes, el animal dio dos saltitos y se detuvo de nuevo. Posiblemente hubiera pasado en un instante a una vida mucho menos accidentada, si el director, al acercarse y ver el buen animal jardinero, no hubiera tenido una idea maravillosa.


—¡Déjenlo, déjenlo —nos gritó alegremente, conteniéndonos con ambos brazos abiertos—, traigan dos ramas!


Sin comprender aún, nos desbandamos y volvimos presto con lo pedido. El director dobló una de aquéllas hasta que sus extremidades se tocaron y, manteniéndolas así, colocó sobre esa angarilla al sapo, mientras, con la otra rama le oprimía el lomo. Entonces se irguió, mirándonos con los ojos brillantes de malicia:


—Lo vamos a poner en la vía del tramway —nos dijo articulando despacio, para dar más sugestión a la ingeniosísima idea. Es de suponerse los festejos que ésta mereció. Aun el menos imaginativo de nosotros vio en un momento el maravilloso aplastamiento. ¡Qué aplastamiento! ¡Qué modo de aplastarlo! En nuestro entusiasmo no buscábamos comparación alguna, porque comprendíamos confusamente que nada había a qué equiparar esa trituración.


—No va a caber ni un dedo entre la rueda y él —se atrevió tímidamente uno de los menores. Nos reímos en su cara.


—¡Ni un dedo!… —replicó otro mirando despreciativamente a la criatura, ya avergonzada—. ¡Ni una araña! ¡Ni una víbora por chica que sea!


Todos lo apoyamos calurosamente con la mirada. Eso de «la víbora por chica que sea» nos pareció sobre todo muy bello y justo.


Enseguida nos encaminamos en triunfo a la calle. Yo, particularmente, estaba excitadísimo. A mi lado marchaba un chico de mi edad, delgado y pálido, que vestía siempre de terciopelo castaño, pantalón de bombacha sujeto sobre las rodillas huesosas, y un gran cuello blanco que le llegaba hasta los hombros. Decíamos de él que era un marica: ya se sabe el desamor a los juegos enérgicos y la dulzura femenina que caracterizan a las criaturas a quienes se califica así.


—¡Qué gusto, matar al sapo! —me dijo con su clara voz—. ¿A ti te gusta?


—¿A mí? —le respondí fogosamente, desafiándolo—. ¡Tres mil sapos mataría! ¡Cuatro mil sapos! ¡Cinco mil sapos mataría!


—A mí no me gusta —repuso, sintiendo en el fondo no ser como nosotros—. Es un animal inofensivo.


—¿Y si te hubiera mordido?


—¡Pero si no muerden!


—¡Oh, no seas idiota! ¡Cómo se te quedan las lecciones de moral! —Y lo dejé para ir adelante.


En un momento el sapo estuvo colocado sobre la vía, y pronto para proporcionarnos la más dulce emoción. Hablábamos todos a la vez. El director alentaba el entusiasmo.


—¡Ahora van a ver! —nos decía, conteniendo siempre nuestra impetuosidad con sus brazos—. ¡Ahora verán cuando pase el tramway! ¡Esperen, esperen, todos van a ver!


Gozaba más que todos nosotros, ya que él había tenido la idea. El animalito se mantenía mal sobre el riel, relevado en aquellos días; resbalaba a cada instante una pata. Miraba atentamente con sus ojos saltones, sin comprender nada.


Un coche se desprendió por fin de la estación, comenzó a crecer y en un momento estuvo sobre nosotros. El motorman, inquieto de lejos al ver los muchachos alineados sobre la vía, se serenó al aproximarse y ver nuestra atención de lo que se trataba. Sin embargo, la posibilidad de haber tenido que detener el coche hizo que continuara el naciente malhumor, y al ver un hombre de barba dirigiendo escrupulosamente la matanza de un sapo, gritó al pasar:


—¡Qué valiente!


No cabe duda de que el buen motorman no había visto nunca por ese lado el acto de matar un sapo: una cobardía; pero es creíble que el contraste entre el grupo triunfante y el pobre animal le sugirió esa expresión que no sentía.


El coche iba ya lejos. El director, que había oído bien, lo siguió con los ojos, más sorprendido que otra cosa. Al fin se volvió a nosotros, tomándonos de testigos:


—¡Qué imbécil! ¿Oyeron lo que dijo?


A todos nos pareció también una imbecilidad.


—¡Qué estúpido! —se volvió a acordar al rato, camino del colegio. En verdad, ninguno recordaba más el sapo.


Pero poco a poco comenzó a inquietarme vaga vergüenza. Lo que el motorman no había sentido al calificar nuestra hazaña, lo sentía yo ahora. Posiblemente mi ruda susceptibilidad de muchacho criado en el campo entraba no poco en esto. Veía planteada así la gracia: un hombre y veinticuatro muchachos martirizando a un animal indefenso. Si el animal hubiera sido más grande —pensaba—, más fuerte, más malo, si «hubiera podido defenderse», en una palabra, el director nunca se hubiera atrevido a hacer eso. En mi condición de muchacho primitivo, y por lo tanto cazador, yo había visto siempre un enemigo de mi especie en todo animal huraño, en especial en los que corren ligero. Había muerto no pocos sapos indefensos, cierto es; pero si en aquellos momentos hubiera oído decir a alguien: «es fácil matarlo porque no puede defenderse», enseguida hubiera dejado caer la piedra. No habría precisado mayores razones de humanidad, que por otra parte no hubiera comprendido; yo era un cobarde al hacer eso, y me bastaba. Pensando esto surgió nítido entonces el recuerdo de un apereá al que rompí el muslo de una pedrada, una tarde después de muchas de acecho en que no pude tenerlo a tiro. El animalito quedó tendido, gimiendo. Al verlo así, toda mi animosidad desapareció y lo levanté en los brazos, sosteniéndolo contra el pecho, arrepentido hasta el nudo en la garganta de mi hazaña. Mi «único» deseo —pasión— mientras lo vi quejarse dulcemente, boqueando y sin tratar ni remotamente de morderme, fue que no muriera, para cuidarlo y quererlo siempre. Pero al rato murió.


Este recuerdo acerbaba la impresión del pobre sapo —sentíame lleno de póstumo amor por él— cobardemente muerto entre veinticinco personas que habrían disparado si el mísero animal hubiera podido hacer la más leve resistencia. Mi indignación no iba hasta el director, porque me ensañaba valerosamente con mi propia humillación. Y cuanto más rabia sentía contra mí mismo, más la sentía por el muchacho de rodillas al aire, pues comprendía que él tenía razón al exponerme la inutilidad de nuestra gracia, y yo no quería concederle eso. Si hubiera habido otro sapo lo habría deshecho a patadas, para probarle que yo no era capaz de sentir ridícula compasión de un sapo. Me acerqué a él perversamente.


—¡Eh! —le dije, refiriéndome al de la vía—. ¡Reventó! ¡Ojalá hubiera otros!


Sin embargo, a la tarde sucedió la noche con nuevas impresiones, y aun aquélla había sido demasiado aguda y precoz para que durara. No me acordaba del sapo sino a ratos perdidos, y más que todo porque pensaba contarle la aventura a papá, para que viera qué clases de moral práctica nos daba el director. En el fondo, lo que yo buscaba eran los aplausos de papá por mis sentimientos generosos.


Efectivamente, el primer domingo de salida le conté todo a papá; pero, contra lo que yo esperaba, ni halló nada ciertamente reprensible en el proceder del director, ni se explicó mis indignaciones sin objeto. Como yo, cortado, comentara un poco el caso, bastante dudoso de mi pretendida humanidad, papá me miró sorprendido e irónico.


—Cuidado —me dijo—, por ahí se va al anarquismo.


Me quedé frío.


—Sí —agregó empujándome del hombro para que lo dejara en paz—, con la compasión a los sapos se empieza.


Yo tenía ideas vagas y heroicas sobre lo que nombraba papá, como defender grandes y nobles causas, odiar hasta morir y especialmente tirar bombas. Pero al saber que, en vez de eso, el anarquismo consistía en tener compasión a cualquier cosa —¡un sapo!— me avergoncé profundamente de mis veleidades de humanidad, hallando completamente ridículo lo que había sentido tras la aventura del Jardín Botánico. Éstas son las primeras lecciones prácticas de moral que recibí y me di a mí mismo.


Horacio Quiroga de Cuentos Dispersos [1935]

en Caras y caretas, 18 de enero [1908]