Horacio Quiroga

Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.


Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.


Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.


Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.


Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.


Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.


En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:


—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?


—No, ¿por qué?


—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.


Como la joven nada sabía, no hablaron más de ello.


Dos días después, Salomé llegó muy temprano a Jerusalén. Apenas vio a Arsaces le echó los brazos al cuello, llorando de alegría.


—¡El Mesías, nuestro Salvador, ha nacido!


Y le contó, en abundantes lágrimas de fe dichosa, el nacimiento de Jesús, el ángel que sobrevino a los pastores, la adoración de los reyes, todo, todo. ¡Y ella, que lo había sabido el día anterior apenas!


—¿De veras crees que ese chico es el Mesías? —le preguntó Arsaces.


—Sí, creo —respondió la joven, fijando en él sus ojos dilatados de sereno y profundo entusiasmo.


Pero como por dicha es posible conciliar el amor y la fe en una misma ternura, la despedida de los jóvenes fue ese día más dulce aún.


A la mañana siguiente, Salomé, que volvía de la cisterna, lanzó un grito y dejó caer el cántaro al ver de improviso a Arsaces.


—¡Pronto! —le dijo éste apresurado—. Mi decuria llega ya a Bethlehem y no puedo demorar. Galba me ha permitido te diga dos palabras, y le debo exactitud. Tenemos orden de matar a todas las criaturas menores de dos años si no hallamos a tu Mesías. ¿Sabes dónde está?


Al oír esto, la joven hebrea, desgarró su velo, presa de la más grande desesperación. Se arrodilló ante el soldado, cogiéndole las manos. ¡Matar a su Señor! ¡Entregarle! ¿Pero era posible oír eso?


—¡Pronto! —insistió Arsaces, malhumorado por el cansancio—. Dime dónde vive o matamos a todos.


Salomé esparció sus cabellos y se dejó caer de bruces sobre la tierra. Entonces Arsaces se fue. Mientras se alejaba, la betlehemita vio pasar ante sus ojos todas las tiernas criaturas muertas injustamente, y sintió en su corazón el clamor fraternal de su pobre naturaleza humana.


Se levantó, corriendo tras Arsaces.


—¡No puedo, no puedo! —gimió—. ¡Que el Señor haga de mí lo que quiera! Jesús vive en la huerta de Samuel y es hijo de María de Nazareth…


No dijo más, porque se desmayó. Arsaces llevó la denuncia a Galba y la decuria se dirigió a casa de Samuel para apoderarse de Jesús. Pero como en la noche anterior, José —advertido por un ángel— había partido a Egipto con su familia, la guardia cumplió la orden de Herodes, degollando a todas las criaturas menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores, como estaba escrito.


El tiempo pasó. La Palestina fue reducida a provincia romana. Hondas perturbaciones agitaron al pueblo de Israel, y Jesús padeció, fue crucificado, muerto y sepultado bajo el poder de Poncio Pilatos.


Pero nunca se olvidó el monstruoso crimen de Salomé. El mismo sacrilegio de Judas fue ligero comparado con el de aquélla. San Pedro, varón humilde, aunque de profunda filosofía, lo dijo así: «Judas no creyó nunca en su Maestro, y por esto, al venderlo, no cometió sino crimen de los hombres. Mas Salomé entregó a su propio Dios que adoraba, esto es, haciendo acto del mayor sacrilegio que puede concebir mente humana».


En los fortuitos encuentros de los apóstoles jamás se nombró a la betlehemita, para desterrar hasta de los labios su evocación impura. El nuevo mundo se asentó sobre el horror de su nombre, y la dicha de las primeras Navidades fue turbada por la memoria de aquel inaudito sacrilegio. Para mayor afrenta, el recuerdo de otra Salomé se agregó…


Pasaron más años; y como en esta vida todo es transitorio, San Pedro murió. Apenas en el dintel del cielo, vio a su Maestro que salía a recibirle con una sonrisa de amistad divina. Después vio al Señor, vio a la Virgen María, a Abraham y a José, y vio también entre los elegidos, con un gran sobresalto de su corazón, a Salomé de Bethlehem, transparente de cándida serenidad.


—¡Señor! —murmuró San Pedro, conturbado hasta el fondo de su alma—. ¿Cómo es posible que Salomé esté aquí?


El Señor sonrió, colocando sobre el hombro del apóstol su mano de luz:


—Hay muchos modos de ser bueno, Pedro. Salomé creía en mi Hijo, y esto te dice que era digna de mi reino, porque la pureza, el amor y la fe ocupaban su corazón. Supón ahora qué cantidad de ternura y compasión habría en su alma, cuando prefirió sacrificar a su Dios, antes que ser culpable de la muerte de infinidad de criaturas en el limbo de la inocencia, y que no tenían culpa alguna…


Pedro, corazón simple, y que ya en el mundo había desacertado tres veces, lloró en nuevas lágrimas su dureza de corazón y bajó más la cabeza. Pero un suave calor iluminó sus ojos cerrados, y, abriéndolos, vio que el Señor y su Hijo le miraban a él mismo con infinita compasión.