Horacio Quiroga

La voluntad

Yo conocí una vez a un hombre que valía más que su obra. Emerson anota que esto es bastante común en los individuos de carácter. Lo que hizo mi hombre, aquello que él consideraba su obra definitiva, no valía cinco centavos; pero el resto, el material y los medios para obtener eso fácilmente no lo volverá a hacer nadie.

Los protagonistas son un hombre y su mujer. Pero intervienen un caballo, en primer término; un maestro de escuela rural; un palacio encantado en el bosque, y mi propia persona, como lazo de unión.

Hela aquí, la historia.

Hace seis años —a mediados de 1913— llegó hasta casa, en el monte de Misiones, un sujeto joven y rubio, alto y extremadamente flaco. Tipo eslavo, sin confusión posible. Hacía posiblemente mucho tiempo que no se afeitaba; pero como no tenía casi pelo en la cara, toda su barba consistía en una estrecha y corta pelusa en el mentón —una barbicha, en fin—. Iba vestido de trabajo; botas y pantalón rojizo, de género de maletas, con un vasto desgarrón cosido a largas puntadas por mano de hombre. Su camisa blanca tenía rasgaduras semejantes, pero sin coser.

Ahora bien: nunca he visto un avance más firme —altanero casi— que el de aquel sujeto por entre los naranjos de casa. Venía a comprarme un papel sellado de diez pesos que yo había adquirido para una solicitud de tierra, y que no llegué a usar.

Esperó, bien plantado y mirándome, sin el menor rastro de afabilidad. Apenas le entregué su papel, saludó brevemente y salió, con igual aire altivo. Por atrás le colgaba una tira de camisa desde el hombro. Abrió el portoncito y se fue a pie, como había venido, en un país donde solamente un tipo en la miseria no tiene un caballo para hacer visitas de tres leguas. ¿Quién era? Algún tiempo después lo supe, de un modo bastante indirecto. El almacenero del que nos surtíamos en casa me mandó una mañana ofrecer un anteojo prismático de guerra —algo extraordinario—. No me interesaba. Días después me llegó por igual conducto la oferta de un Parabellum con 600 balas, por 60 pesos, que adquirí. Y algo más tarde, siempre por intermedio del mismo almacén, me ofrecían varias condecoraciones extranjeras, rusas, según la muestra que el muchacho de casa traía en la maleta. Me informé bien, entonces, y supe lo que quería. El poseedor de las condecoraciones y el hombre del papel sellado eran el mismo sujeto. Y ambos se resumían en la persona de Nicolás Dmitrovich Bibikoff, capitán ruso de artillería, que vivía en San Ignacio desde dos años atrás, y en el estado de última pobreza que aquello daba a suponer.

Me expliqué bien, así, el aire altanero de mi hombre, con su tira colgante de camisa: se defendía contra la idea de que pudieran creer que iba a solicitar ayuda, a pedir limosna. ¡Él! Y aunque yo no soy capitán de ejército alguno ni poseo condecoraciones otorgadas por una augusta mano, aprecio muy bien el grado de miseria, la necesidad de comer algo del tipo de la barbicha, cuando enviaba a subastar sus colgajos aristocráticos a un boliche de mensús.

Supe algo más. Vivía en el fondo de la colonia, contra las barrancas pedregosas del Yabebirí. Había comprado veinticinco hectáreas, y no definitivamente, a juzgar por el sellado de diez pesos para reposición. Todo allí: chacra, Yabebirí y cantiles de piedra, queda bajo bosque absoluto. El monte cerrado da buenas cosechas, pero torna la vida un poco dura a fuerza de barigüís, tábanos, mosquitos, uras y demás. Es muy posible dormir la siesta alguna vez bajo el monte, y despertarse con el cuerpo blanco de garrapatas. Muy pequeñas y anémicas, si se quiere; pero garrapatas al fin. Como medios de comunicación a San Ignacio, sólo hay dos formales: el vado del Horqueta y el puente sobre el mismo arroyo. Cuando llueve en forma, el puente no da paso en tres días, y el vado, en toda la estación. De modo que para los pobladores del fondo —aun los nativos— la vida se complica duramente en las grandes lluvias de invierno, por poco que falte en la casa una caja de fósforos.

Allí, pues, se había establecido Bibikoff en compañía de su esposa. Plantaban tabaco, a lo que parece, sin más ayuda que la de sus cuatro brazos. Y tampoco esto, porque él, siendo enfermo, tenía que dejar por días enteros toda la tarea a su mujer. Dinero, no lo habían tenido nunca. Y en el momento actual, el desprendimiento de algo tan entrañable para un oficial europeo como sus condecoraciones de guerra, probaba la total miseria de la pareja.

Casi todos estos datos los obtuve de mi verdulero, llamado Machinchux. Era éste un viejo maestro ruso, de la Besarabia, que había conseguido a su vejez hacerse desterrar por sus ideas liberales. Tenía los ojos más tiernos que haya visto en mi vida. Conversando con él, parecíame siempre estar delante de una criatura: tal era la pureza lúcida de su mirada. Vivía con gran dificultad, vendiendo verduras que obtenía no sé cómo, defendiéndolas para sus cuatro o cinco clientes de las hormigas, el sol y la seca. Iba dos veces por semana a casa. Conocía a Bibikoff, aunque no lo estimaba mayormente: el capitán de artillería era francamente reaccionario, y él, Machinchux, estaba desterrado por ser liberal.

—Bibikoff no tiene sino orgullo —me decía—. Su mujer vale más que él.

Era lo que yo deseaba comprobar, y fui a verlos.

Una hectárea rozada en el monte, enclavada entre cuatro muros negros, con su fúnebre alfombra de árboles quemados a medio tumbar; constantemente amenazada por el rebrote del monte y la maleza, ardida a mediodía de sol y de silencio, no es una visión agradable para quien no tiene el pulso fortificado por la lucha. En el centro del páramo, surgía apenas de la monstruosa maleza el rancho de los esposos Bibikoff. Vi primero a la mujer, que salía en ese momento. Era una muchacha descalza, vestida de hombre, y de tipo marcadamente eslavo. Tenía los ojos azules con párpados demasiado globosos. No era bella, pero sí muy joven.

Al verme, tuvo una brusca ojeada para su pantalón, pero se contuvo al ver mi propia ropa de trabajo, y me tendió la mano sonriendo. Entramos. El interior del mísero rancho estaba muy oscuro, como todos los ranchos del mundo. En un catre estaba tendido el dueño de la casa —vestido con la misma ropa que yo le conocía—, jadeando con las manos detrás de la cabeza. Sufría del corazón y a veces pasaba semanas enteras sin poder levantarse. Su mujer debía entonces hacerlo todo, incluso proseguir la plantación del tabaco.

Ahora bien, si hay una cosa pesada que exija cintura de hierro y excepcional resistencia al sol, es el cultivo del tabaco. La mujer debía levantarse cuando aún estaba oscuro; debía regar los almácigos, trasplantar las matas, regar de nuevo; debía carpir a azada la mandioca, y concluir la tarde hacheando en el monte, para regresar por fin al crepúsculo con tres o cuatro troncos al hombro, tan pesados que imprimen al paso un balanceo elástico, rebote de un profundo esfuerzo que no se ve.

De noche, las caderas de una mujer de veinte años sometida a esta tarea duelen un poco, y el dolor mantiene abiertos los ojos en la cama. Se sueña entonces. Pero en los últimos tiempos, habiéndose agravado el estado de su marido, la mujer, de noche, en vez de acostarse, tejía cestas de tacuapí, que un vecino iba a vender a los boliches de San Ignacio, o a cambiar por medio kilo de grasa quemada e infecta. Pero ¿qué hacer?

En la media hora que estuve con ellos, Bibikoff se mantuvo en una reserva casi hostil. He sabido después que era muy celoso. Mal hecho, porque su mujercita, con aquel pantalón y aquellas manos ennegrecidas de barigüís y más callosas que las mías, no despertaba otra cosa que gran admiración.

Así, hasta agosto de 1914. Jamás hubiera imaginado yo que un cardiaco con la asistolia de mi hombre pudiera haber tenido veleidades guerreras, cuando mucho más fácil y corto le habría sido quedarse a morir allí. No pasó esto, sin embargo, y con la sorpresa consiguiente, supe a fines de agosto que el capitán de artillería se había embarcado para Buenos Aires, rumbo a su patria. ¿Y el dinero? ¿Y su mujer? Ambas cosas las supe por Machinchux, que desde el comienzo de la guerra venía cada dos días a casa a comentar mapas y estrategias conmigo. El caso es que Bibikoff necesitaba dinero para irse, y no lo tenía. Entonces Machinchux había vendido su caballo —¡lo único que tenía!— y le había dado su importe a Bibikoff, a quien no estimaba, pero al que ayudaba a cumplir con lo que el otro creía su deber.

—¿Y usted, Machinchux? —le dije—. ¿Cómo va a hacer para traer la verdura?

Por toda respuesta el viejo maestro democrático se sonrió, mirándome por largo rato. Yo me sonreí a mi vez, pero tenía un buen nudo en la garganta.

Desde la ausencia de su marido la mujer estaba en casa de Allain, pues por veinte motivos a que no era ajena la juventud de la señora, no podía ésta quedar sola en el monte.

Allain es un gentilhombre de campo, de una vasta cultura literaria, que se ha empeñado desde su juventud en empresas de agricultura. Tuvo en su mocedad correspondencia filosófica con Maurice Barrès. Ahora dirige en San Ignacio una vasta empresa de yerba mate, cuyo cultivo ha iniciado en el país. Tiene como pocos el sentido del savoir-faire y posee una bella casa, con gran hall iluminado, y sillones entre macetas exuberantes. Esto, a quince metros del bosque virgen.

Las peculiaridades de la vida de allá me llevaban a veces a verdaderos dîners en ville a casa de Allain. Fue una de esas noches cuando saludé en el hall resplandeciente a una joven y muy elegante dama reclinada en una chaise-longue.

—Madame Bibikoff —me dijo la señora de Allain.

¡Cierto! Era ella. Pero de los pies descalzos de la dama, del pantalón y demás, no quedaba nada, a excepción de los párpados demasiado globosos. Era un verdadero golpe de vara mágica. Eché una ojeada a sus manos: qué esfuerzos —como a machete— debió hacer la dama en un mes para estirar, suavizar y blanquear aquella piel, lo ignoro. Pero la mano pendía inmaculada en un abandono admirable.

¡Pobre Bibikoff! No era de su mujer deschalando maíz de quien debiera haber estado celoso, sino de aquella damita que quedaba tras él, y que miraba todo con una beata sonrisa primitiva de inefable descanso.

En total, la señora esperaba ir enseguida a reunirse con su marido, cosa que pudo realizar poco después. Mas no por eso dejó durante su estada en lo de Allain, de preocuparse vivamente y atender su plantación de tabaco.

Ésta es la historia. Algunos meses más tarde, supe por Allain que madame Bibikoff le había confiado un manuscrito —el diario de su marido—, en que éste contaba su vida y el porqué de su destierro al fondo del Horqueta. La consigna era ésta: no leer el diario, hasta pasado un año sin noticias de los Bibikoff.

Pasó ese año, y leí el manuscrito. La causa, el único motivo de la aventura, había sido probar a los oficiales de San Petersburgo que un hombre es libre de su alma y de su vida, donde él quiere, y dondequiera que esté. De todos modos, lo había demostrado. El diario ese, escrito con gran énfasis filosófico-literario, no servía para nada, aunque se veía bien claro que el autor había puesto su alma en él. Para probar su tesis había hecho en Misiones lo que hizo. Y éste fue su error, empleando un noble material para la finalidad de una pobre retórica. Pero el material mismo, los puños de la pareja, su feroz voluntad para no hundirse del todo, esto vale mucho más que ellos mismos —incluyendo la damita y su chaise-longue.