Horacio Quiroga

La Pasión

Como es bien sabido, en el cielo se rememora la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo mucho más que en la tierra. La luz angélica es reemplazada cada aniversario por los propios destellos del Espíritu Santo. Pero como la fluorescencia divina es silenciosa, entreábrense en esta ocasión las cortinas inferiores, y llega así hasta el cielo la armonía de los mundos que antes creó el Señor: es la única música.


Bien se comprende que Dios —Causa, Efecto, Presencia y Alegría de todo y de sí mismo— se halla muy por encima de todo festejo. En cambio, a Jesucristo, que tuvo demasiado tiempo forma y quebrantos de hombre, no le es dada la absoluta serenidad del Padre, siendo de ahí susceptible de variación de ánimo. El viernes santo está consagrado a su gloria particular, a fin de que ésta irradie sobre el mundo girante allá abajo.


Es vieja costumbre que las almas de todos aquellos que tuvieron trato con Jesús organicen ese día un glorioso desfile delante de él, hosanna a la Bondad-Tolerancia-Caridad, triángulo divino de su peregrinaje por la Tierra.


Ahora bien, a fines del siglo XVIII, dicha fiesta viose profundamente turbada; véase de qué manera.


A la una de la tarde de ese aniversario de la Pasión, la procesión comenzó a desfilar delante del Trono. Jesús, emocionado ante esas caras conocidas, porque aún no se han desvanecido del todo en él los sufrimientos de su viaje a la Tierra en tiempos del Imperio romano, se mantenía en pie al lado del Señor. Pasaron primero las dos mil criaturas degolladas de Bethlehem, sonriendo al celestial vecino de dos años. Luego, los innumerables mártires de nombre ignorado. Después, las piadosas hierosolimitanas que fueron a recibirle con palmas a las puertas de la ciudad. En pos de ellas pasó la mujer adúltera, perdonada por Jesús a pesar de sus muchas faltas.


El desfile, entonces, se individualizó —por decirlo así—, pues cada persona encarnaba una estación trágica en la Redención. Así pasó Pedro, apóstol juicioso que, sin embargo, le negó tres veces. Pocas emociones fueron más tiernas que la de los celestes espectadores cuando el influyente anciano llegó, disimulado en las filas, a pedir una vez más perdón a Jesús. Entonces, transportados, los ángeles y los justos levantaron la voz, enviando esa gloria a todos los ámbitos del cielo:


—Pedro lo negó y fue perdonado.


Desde ese momento, el entusiasmo cantó cada nuevo triunfo. Pasó Caifás, que se había ensañado de qué modo en Jesús. Y el coro cantó:


—Caifás lo persiguió y fue perdonado.


Luego pasó Pilatos, las manos húmedas aún, y Cristo, al verlo, no pudo reprimir un humano sobresalto. Pero a pesar de todo sonrió al Procurador con divina clemencia, porque si bien fue hombre treinta y tres años, eternamente había sido Dios. Y el hosanna llenó el cielo con su gloria:


—Pilatos lo condenó y fue perdonado.


Pasaron Herodes, Cleofás, Longinos, Antipas, todos los que habían hundido su puñal en el Divino Cordero. Y el último fue Judas. El antiguo tesorero se tapó el rostro, gimiendo aún de vergüenza. Y el coro, esta vez, llegó a las más lejanas circunvoluciones del cielo:


—Judas lo vendió y fue perdonado.


¿Qué más era posible? Todos lloraban de inefable dicha.


—¡Ah, el perdón, el divino perdón! —murmuró Jesucristo, levantando la cabeza en una efusión de indulgencia plenaria que es su encarnación misma.


Pero he aquí que cuando ya se creía concluido el desfile, un hombre forastero llegó hasta el trono celestial y se detuvo inmóvil, la expresión desabrida y cansada.


—¿Qué quieres? —le preguntó Jesús con dulzura.


—Señor —dijo el hombre—, no he podido soportar más sin hablarte. He visto y oído, y me parece que esa gloria tuya que cantan no es completa.


El coro se miró, mudo de asombro. ¡La gloria de Jesús no era completa! ¡La bondad del Señor no era absoluta! ¡Cómo era posible decir eso!


—No sé de qué hablas —dijo suavemente Jesús.


—¡Señor! —continuó el viajero en el profundo silencio que se hizo—. Sé que tu tolerancia y caridad son inmensas. Sé que Pilatos te sentenció y fue perdonado; que Judas te vendió y fue perdonado; todos lo fueron. Sólo te negaron, te persiguieron, te vendieron y te crucificaron; y a mí, porque te negué un vaso de agua, ¡me condenaste para siempre!


Un cuchicheo de sorpresa y horror corrió por los espectadores:


—¡El judío errante!


Era él, en efecto. Su queja parecía un rudo desahogo, debido seguramente a que, amargado por su injustificado sufrimiento, no recordaba que estaba delante del Tribunal Supremo.


—Yo no te pedía más que un poco de agua, Ashavero —le dijo Jesucristo tristemente.


—Lo sé —respondió el judío errante con amargura—. Pero yo estaba en el mismo caso que la muchedumbre de ese día, e igualmente excitado contra ti. Mientras yo me negaba a darte de beber, otros te negaban cambiar de hombro la cruz, otros arrojaban clavos delante de ti para que no pudieras caminar de dolor, y poder así abofetearte. Y a todos has perdonado, menos a mí…


¡Ay! Los juicios divinos son irrevocables.


—Anda, Ashavero —le dijo Jesús dulcemente.


El judío errante no respondió y tornó a caminar. En las lejanías crepusculares del Paraíso, rodaba aún, apagándose, el hosanna simbólico de ese día: Judas lo vendió y fue perdonado.


—Ashavero le negó de beber y no fue perdonado —remedó él. Luego, habiendo llegado a las puertas del cielo, sacudió el polvo de sus sandalias sobre ese suelo ingrato y volvió a la tierra.


Con este incidente los festejos murieron. Ya no era posible el himno de Absoluta Bondad: había uno que no había sido perdonado. El destello divino se apagó, las almas se diseminaron en silencio y los ángeles, de nuevo oscuros, vagaron distraídos hasta la caída de la noche.


Como bien se comprende, en el cielo no se ha vuelto a festejar la Pasión nunca más.