El buen nombre

Jhumpa Lahiri

Si habéis nacido en España pero vuestra familia procede de otro país, a menudo habréis vivido situaciones parecidas a la de los protagonistas de la novela de Jhumpa Lahiri: diferentes costumbres dentro y fuera de casa, diferentes comidas, diferentes modos de vestir y hasta diferentes códigos morales. Os habréis debatido tal vez entre la fidelidad a las raíces familiares y a vuestro grupo generacional, entre hacer caso a lo que os dicen en casa o hacer las cosas "a vuestra manera", que a menudo será la del país en que habéis crecido... 

De todo ello nos habla El buen nombre, la primera novela de Jhumpa Lahiri, publicada en el año 2003. Tres años antes la autora había ganado el prestigioso Premio Pulitzer con un libro de relatos titulado El intérprete del dolor. Posteriormente verían la luz Tierra desacostumbrada o La hondonada, libros que también os recomendamos. 

Jhumpa Lahiri, nacida en Londres de padres bengalíes, vivió desde los dos años hasta los 45 en Estados Unidos. A esa edad decidió trasladarse con su familia a Italia y desde entonces solo escribe en italiano.

"Todos mis personajes navegan en la tensión entre pertenecer y no pertenecer. Eso conforma, diluye o complica la propia identidad. Es un tema muy importante para mí. Mi deseo de escribir nació del anhelo de poseer algo, de llamar mío algo. Crecí con cierto sentimiento de vacío, quería pertenecer a algún lugar: al país del que venían mis padres o a América. La lengua era lo único que podía controlar." (Fuente)

Os resumimos brevemente el planteamiento argumental de El buen nombre:

Ashoke Ganguli es un joven universitario bengalí que sobrevive a un terrible accidente ferroviario. Tras una lenta y dolorosa recuperación, decide seguir el consejo de un anónimo compañero de viaje y, tras un matrimonio de conveniencia, se traslada con su mujer a Boston. Allí nace su primer hijo, Gógol, en honor del célebre escritor ruso Nikolái Gógol, cuyos cuentos leía Ashoke cuando se produjo el accidente de tren, y lo que iba a ser una estancia breve se convierte en toda una vida de adaptación y desarraigo. El niño, hijo de bengalíes, ciudadano estadounidense y de nombre ruso, crecerá entre curris y hamburguesas, entre música de los Beatles y clases de lengua bengalí, entre viajes a Calcuta, en donde a él y a su hermana los consideran extranjeros, y ritos hindúes celebrados en una casa típicamente estadounidense. Su evolución será un viaje en busca de un lugar, de una voz, de un nombre propio en medio de la confusión de la vida.

Historia de encuentros y de ausencias, el relato de dos generaciones a caballo entre dos mundos, El buen nombre es, además, una mirada inteligente y sutil a la sociedad estadounidense, que abarca las cuatro últimas décadas del siglo XX. (Fuente)

Texto 1

Estamos al comienzo de la novela. Ashima está en el hospital, a punto de dar a luz a su primer hijo, Gógol. Se siente sola, tan lejos de su país y de su familia. El doctor la visita y la tranquiliza. Reparad en el uso del estilo indirecto libre para dar cuenta de los temores de Ashima. ¿A qué le tiene miedo?

[1968]

-No hay de qué preocuparse -dice con voz cantarina mientras le ausculta la barriga y le da una palmadita en la mano, admirando sus pulseras-. Todo va bien, señora Ganguli, esperamos un parto perfectamente normal.

Pero a ella nada le parece normal. Desde que llegó a Cambridge, hace dieciocho meses, nada se lo ha parecido. No es tanto por el dolor, porque sabe que a eso sobrevivirá como sea. Es por las consecuencias: ser madre en una tierra extraña. Porque una cosa ha sido estar embarazada, sufrir las náuseas matutinas en la cama, las noches de insomnio, la pesadez de la espalda, las incontables visitas al cuarto de baño. Entre todas esas experiencias, a pesar del malestar creciente, no ha dejado de sorprenderle la capacidad de su cuerpo para crear vida, igual que hicieron los cuerpos de su madre, de su abuela, de todas sus antepasadas. Que todo eso pasara tan lejos de casa, sin que la observaran ni la aconsejaran sus seres queridos, lo hizo todo aún más milagroso. Pero la aterroriza tener que criar a un hijo en un país en el que no tiene ningún pariente, un país del que sabe tan poco, donde la vida parece tan provisional, tan precaria. 

Texto 2

Gógol tiene ya veintisiete o veintiocho años. Ha dejado atrás dos largas relaciones, ha muerto su padre, se está abriendo paso como arquitecto. Un buen día retoma el contacto con Mushumi, hija de unos amigos de sus padres, a la que no ve desde que ambos eran niños. Aunque tanto uno como otra han huido siempre de la endogamia de las relaciones familiares, acaban enamorándose. A la luz de lo expuesto en el texto, ¿para cuál de los dos creéis que ha sido más fuerte el conflicto entre el entorno familiar y el entorno social?

No han pasado tres meses y los dos ya guardan un cepillo de dientes y algo de ropa en el apartamento del otro. Gógol la ve sin maquillar cuando pasa con ella los fines de semana, con ojeras mientras redacta sus trabajos sentada al escritorio, y cuando le besa la cabeza nota la grasa que se le acumula en el pelo entre un lavado y el siguiente. Le ve el vello que le crece en las piernas entre una depilación y la siguiente, las raíces negras que crecen entre dos visitas al salón de belleza y, en esos instantes, ante esas fugaces visiones, le parece que nunca ha experimentado tanta intimidad con nadie [...]

Gógol no se siente insultado cuando ella le confiesa que, durante una gran parte de su vida, él ha encarnado a la perfección el tipo de persona a la que evitaba a toda costa. Más bien le halagaba el comentario. Desde que era muy niña, le dice, se ha empeñado siempre en no permitir que sus padres intervinieran en su matrimonio. Siempre la aconsejaron que no se casara con un estadounidense, igual que a él, pero Gógol sabe que, en el caso de Moushumi, esos consejos fueron incesantes, lo que la atormentó mucho más. Cuando solo tenía cinco años, sus familiares le preguntaron si se iba a casar con un sari rojo o con vestido blanco. Aunque se negó a responder, sabía muy bien cuál era, según ellos, la respuesta correcta. A los doce años, con otras dos amigas bengalíes, hizo un pacto de no casarse nunca con un bengalí. Redactaron una declaración en la que juraban no hacerlo jamás, y las tres escupieron sobre ella al mismo tiempo, y la enterraron en el jardín trasero de casa de sus padres. 

Desde la adolescencia fue la heroína de una serie de situaciones que culminaban en fracaso: con cierta frecuencia, un grupito de solteros bengalíes se personaban en su casa, colegas jóvenes de su padre. Ella nunca hablaba con ellos. Se metía en su habitación alegando que tenía deberes y no bajaba ni a despedirse. Durante sus visitas estivales a Calcuta, había hombres que aparecían misteriosamente en el piso de sus abuelos. Una vez, durante un viaje a Durgapur (iban a visitar a un tío suyo), una pareja fue lo bastante descarada como para preguntarles a sus padres si estaba prometida; ellos tenían un hijo que estudiaba cirugía en Michigan. "¿No pensáis concertarle un matrimonio?", les preguntaban sus parientes a sus padres. Aquellas preguntas la llenaban de temor. Le desagradaba aquella manera de comentar los detalles de su boda, el menú, los colores de los saris que llevaría en las distintas ceremonias, como si aquella fuera una certeza absoluta en su vida. No soportaba que su abuela abriera su almari, que siempre tenía cerrado con llave, y le mostrara las joyas que algún día serían suyas.

La triste realidad era que no salía con nadie, que en realidad estaba desesperadamente sola. Rechazaba a los hombres indios, que no le interesaban, y sus padres, durante su adolescencia, le prohibían salir con chicos. En la universidad vivió prolongados enamoramientos, en los que los objetos de su pasión eran alumnos con los que nunca hablaba, profesores o adjuntos. Mentalmente, tenía relaciones con ellos y organizaba sus días en función de los encuentros fortuitos que pudieran producirse entre ellos en la biblioteca, o de las conversaciones mantenidas durante las horas lectivas, o de la única clase que ella y ese alumno especial compartían, hasta el punto de que, incluso en la actualidad, asociaba un curso concreto con el hombre o el chico al que deseaba en silencio, perdida, tontamente. De tarde en tarde alguno de aquellos enamoramientos culminaba en un almuerzo, un café compartido, encuentros en los que ella depositaba todas sus esperanzas pero que no acababan en nada. La verdad era que en su vida no había nadie, así que cuando estaba a punto de terminar la carrera, empezaba a estar íntimamente convencida de que nunca encontraría el amor. A veces se preguntaba si no sería su horror casarse con alguien a quien no quería lo que inconscientemente la hacía cerrarse a los afectos. Mientras habla, niega con la cabeza, molesta por haber abordado ese aspecto de su pasado. Incluso en la actualidad, lamenta su adolescencia. Lamenta su obediencia, su pelo largo y liso, sus clases de piano, sus blusas con lazo. Lamenta su torturadora falta de confianza en sí misma, los cuatro kilos de más que tenía en esa época. "No me extraña que no me dirigieras la palabra", le dice. Cuando Gógol la oye hablar así de sí misma, siente ternura por ella. Y aunque fue testigo de esa etapa de su vida, ya no logra imaginársela; esos recuerdos vagos de ella que ha conservado toda la vida han sido barridos de un plumazo, reemplazados por la mujer que ahora conoce.

En Brown, su rebelión fue académica. Ante la insistencia familiar, se licenció en Química, porque ellos tenían la esperanza de que siguiera los pasos de su padre. Pero, sin decírselo, se matriculó también en francés. Sumergirse en una tercera lengua, en una tercera cultura, había sido su refugio; en vez de a lo estadounidense o a lo indio, se acercaba a lo francés sin culpa, sin recelos, sin expectativas de ningún tipo. Era más fácil dar la espalda a los dos países que podían reclamarle algo y abrazar otro que no le pedía nada a cambio. Sus cuatro años de estudios clandestinos le sirvieron de preparación, en esa última etapa universitaria, para escapar lo más lejos posible. Les comunicó a sus padres que no tenía intención de ejercer de química y, haciendo caso omiso de sus protestas, reunió todo el dinero que tenía y se trasladó a París sin planes concretos.

De pronto todo era fácil, y tras años convencida de que nunca tendría ningún amante, empezó a tener aventuras sin proponérselo. Sin pensárselo dos veces, consintió en que los hombres la sedujeran en los cafés, en los parques, en los museos. Se entregaba a ellos abierta y completamente, sin importarle las consecuencias. Ella era la misma persona de siempre, con el mismo aspecto y el mismo comportamiento, pero de repente, en aquella nueva ciudad, se transformó en el tipo de chica a la que en otro tiempo habría envidiado, en el tipo de chica en la que jamás habría creído llegar a convertirse. Dejaba que los hombres le pagaran las copas, las cenas, que luego la llevaran en taxi hasta sus casas, en barrios que aún no conocía. Al recordarlo, se da cuenta de que aquella súbita falta de inhibición la embriagaba más que todos aquellos hombres. Algunos estaban casados, eran mucho mayores que ella, eran padres de hijos que ya estudiaban en secundaria. Casi todos eran franceses, pero también hubo un alemán, un persa, un italiano, un libanés. Había días en los que se acostaba con uno al mediodía y con otro por la noche. Eran un poco excesivos, le dice a Gógol, poniendo los ojos en blanco; le regalaban perfumes y joyas.

Encontró trabajo en una agencia en la que los empresarios estadounidenses iban a practicar francés y los empresarios franceses, inglés. Quedaba con sus alumnos en cafés, o hablaba con ellos por teléfono, les hacía preguntas sobre su familia, su pasado, sus libros o sus platos favoritos. Empezó a salir con otros estadounidenses residentes en París. Su prometido formaba parte de aquel grupo. Era inversor de banca, de Nueva York, y estaba pasando un año en París. Se llamaba Graham. Se enamoró de él y al cabo de poco tiempo se trasladó a vivir a su casa. Fue por él por quien se matriculó en la Universidad de Nueva York. Se fueron a vivir juntos a York Avenue. Vivían ahí en secreto, con dos líneas telefónicas independientes para que sus padres no se enteraran. Cuando iban a visitarla a la ciudad, él desaparecía y se instalaba en un hotel, tras borrar todas sus huellas de su presencia en el apartamento. Al principio, mantener una mentira tan compleja era emocionante, pero al final se hizo pesado, imposible. Lo llevó a casa de su padres, en Nueva Jersey, dispuesta a presentar batalla, pero para su asombro, descubrió que ellos se sentían aliviados. Para entonces ella ya era lo bastante mayor y no les importaba que su novio fuera de Estados Unidos. Varios de los hijos de sus amigos se habían casado con estadounidenses, les habían dado nietos de piel clara, pelo oscuro, medio estadounidenses, y nada de todo aquello era tan terrible como temían. Así que su padres hicieron todo lo posible por aceptarlo. Les dijeron a sus amigos bengalíes que Graham era muy educado, que había estudiado en las mejores universidades, que ganaba un muy buen sueldo. Tuvieron que pasar por alto el hecho de que sus padres estuvieran divorciados, de que su padre se hubiera vuelto a casar no una vez, sino dos, de que su segunda esposa fuera apenas diez años mayor que Moushumi.

Una noche, en un taxi parado en medio de un embotellamiento, ella le pidió impulsivamente que se casaran. Viéndolo en perspectiva, supone que lo que la llevó a hacerlo fueron todos aquellos años en que la gente intentaba reclamarla, escogerla, todos aquellos años en que se sentía como si llevara una red invisible alrededor. Graham aceptó, le regaló el diamante de su abuela. Quiso viajar con ella y su familia a Calcuta, conocer a su numerosa familia y obtener la bendición de sus abuelos. Consiguió cautivar a todo el mundo, aprendiendo a sentarse en el suelo, a comer con los dedos, a tocar el suelo que pisaban sus abuelos. Visitaron las casa de muchísimos parientes, comieron platos llenos de pegajoso mishti, posaron pacientemente en los terrados, rodeados de primos, mientras les hacían innumerables fotos. Aceptó que el matrimonio fuera hindú, y su madre fue a comprar a Gariahat y a New Market, y escogió una docena de saris y joyas de oro en cajitas rojas forradas de terciopelo granate, así como un dhoti y un topor para Graham, que su madre llevó en la mano en el avión en que volvieron a Estados Unidos. La fecha de la boda se fijó para el verano siguiente en Nueva jersey. Celebraron una fiesta de compromiso, recibieron algunos regalos. Su madre redactó en el ordenador un resumen de rituales bengalíes y se lo envió a todos los invitados estadounidenses. Les tomaron una foto que hicieron publicar en las páginas del periódico local que leían sus padres.

Pocas semanas antes de la boda, estaban cenando en un restaurante con unos amigos, emborrachándose felizmente, cuando oyó que Gaham hablaba de su viaje a Calcuta. Para su sorpresa, lo que hacía era quejarse, comentar que le había parecido agotador, que creía que se trataba de una cultura reprimida. Todo lo que habían hecho era ir a visitar parientes, dijo. Aunque la ciudad le resultó fascinante, en su opinión la sociedad era un poco provinciana. La gente tendía a quedarse en casa, por regla general. No había bebidas alcohólicas. "Imaginaos tener que enfrentarme a cincuenta parientes de ella sin nada de alcohol. Y ni siquiera podíamos cogernos de la mano en la calle sin ser blanco de todas las miradas", añadió. Ella escuchó todo aquello, dándole la razón en parte, pero también horrorizada. porque una cosa era que fuera ella la que rechazara su lugar de origen, la que se mostrara crítica con su herencia familiar, y otra muy distinta tener que oírlo de sus labios. Se dio cuenta de que Graham había engañado a todo el mundo, incluida ella. Al salir del restaurante, camino de casa, sacó el tema y le confesó que aquellos comentarios la habían afectado. Quiso saber por qué no se lo había dicho antes. ¿Acaso había estado fingiendo todo el rato y en realidad no se lo había pasado bien en Calcuta? Empezaron a discutir, y entre ellos se abrió un abismo que se los tragó y de pronto, ella, enfurecida, se quitó el anillo de su abuela y lo tiró al suelo, a la calle, a los coches que pasaban, y Graham le dio un bofetón ante la mirada de la gente que pasaba. Aquella misma semana ella se fue del apartamento que compartían. Moushumi dejó de ir a clase. Se tomó medio frasco de pastillas, y en urgencias la obligaron a beber carbón. La mandaron al psicólogo. Llamó a su tutor de la universidad y le dijo que había tenido un ataque de nervios y que pensaba dejar el curso ese semestre. Se canceló la boda, tuvieron que hacerse cientos de llamadas. Perdieron la paga y señal que habían dado para el catering en Sha Jahan, así como el viaje de bodas, que había de ser en el Palacio sobre Ruedas, en el Rajastán. Las joyas se guardaron en la caja fuerte de un banco, y los saris, las blusas y las enaguas en un arcón a prueba de polillas.

Su primer impulso fue volver a París. Pero estaba en la universidad, se había empeñado demasiado para dejarla y, además, no tenía dinero para el viaje. Dejó el apartamento de York Avenue, porque ella sola no podía pagarlo. No quiso volver a casa de sus padres. Unos amigos de Brooklin la acogieron. Vivir con una pareja, en aquellos momentos, fue doloroso, le explicó a Gógol, oírlos ducharse juntos por las mañanas, verlos besarse y cerrar la puerta de su dormitorio al llegar la noche, pero al principio no podía soportar la idea de estar sola. Se pasó el verano yendo al cine sin compañía, a veces hasta a tres sesiones en un mismo día. Se compraba una guía de televisión y la leía de cabo a rabo, planificando las noches en función de sus programas favoritos. Empezó a alimentarse de raita y galletas saladas. Adelgazó más que nunca, y en las pocas fotos que le hicieron en esa época cuesta reconocerle la cara. Fue a las rebajas de final de verano y se lo compró todo de la talla 36. Seis meses después se vio obligada a darlo todo a una tienda de segunda mano. Al llegar el otoño, se concentró en sus estudios, y recuperó todas las materias que había abandonado en primavera. Empezó a salir de vez en cuando con chicos. y entonces, un día, su madre le llamó y le preguntó si se acordaba de un chico que se llamaba Gógol.

Cuestiones para el coloquio 

Leed "del tirón" estas preguntas y abrid luego un coloquio empezando por la cuestión que más os haya interesado y desechando aquellas que os parezcan irrelevantes. Se trata de que la conversación fluya lo más espontáneamente posible.

1. El primer texto nos muestra a una joven Ashima recién llegada a EEUU

2. En el segundo texto, tenemos la mirada de la que se ha dado en llamar la inmigración de segunda generación: aquellas y aquellos nacidos ya en el que fuera el país de adopción de sus padres. La historia de Moushumi nos llega a través de las confidencias que, en el curso de su relación, le hace al joven Gógol, protagonista de la novela.

3. De los aspectos estrictamente literarios de la novela nos gustaría destacar dos de los más relevantes. 

4. Comparemos ahora las vivencias de Ashima y Moushumi. 

Pregunta: En uno de los fragmentos más citados de El buen nombre, Ashima, la madre de Gogol, “está empezando a descubrir que ser un extranjero es como un embarazo para toda la vida, una espera perpetua, una carga constante, un sentimiento continuo de desvalimiento. Es una responsabilidad continua, un paréntesis en lo que una vez había­ sido una vida ordinaria, sólo para descubrir que esa vida previa ha desaparecido, reemplazada por algo más complicado y exigente. Como el embarazo, ser un extranjero, Ashima cree, es algo que provoca la misma curiosidad en los extraños, la misma combinación de lástima y respeto”.

Quería preguntarte sobre las diferencias generacionales en las reacciones a tus libros. La generación de tus padres, la tuya, la de la gente en la universidad ahora…

Respuesta: Hablas específicamente de las generaciones de inmigrantes indios, ¿no?

Pregunta: Sí, de gente que de un modo u otro comparte tu experiencia personal y la de tu familia.

Respuesta: Es interesante que todas las generaciones parecen haber apreciado que haya puesto en palabras situaciones y circunstancias que habían asumido que nadie podría entender. La experiencia del inmigrante tiende al aislamiento y hay ciertas cosas que te ocurren cuando eres un inmigrante, o el hijo de uno, que no puedes explicarle a la persona media que no conoce ese mundo. Por ejemplo, he recibido cartas de lectores y recuerdo una reciente de una mujer joven de origen indio, como yo, y me decía: “Sabes, después de leer tu libro, por primera vez le pregunté a mi madre cómo había sido para ella llegar a este país, y cómo fueron sus primeros días”, porque en El buen nombre hablo un poco de la llegada de Ashima y de cómo lentamente se va adaptando a las nuevas circunstancias. Cuando leo una carta como esa siempre pienso: bueno, es magnífico si mi libro puede conducir a ese tipo de comunicación entre padres e hijos, porque pienso que esas son las cosas que pueden realmente separar a las generaciones de inmigrantes: la falta de entendimiento, el enfocarse sólo en las diferencias y no pensar que las cosas debieron haber sido muy duras para ellos. Se trata de dar a nuestros padres un poco de crédito por las cosas que han hecho, en lugar de enfocarnos en las cosas que no pueden darnos.

De la generación de los padres oigo cosas similares. Muchos se me acercan y me dicen: “Esta es nuestra vida. Estos son nuestros hijos. Estos éramos nosotros”. Creo que el modo en que escribí el libro hace relativamente fácil que la gente se sienta reflejada, a pesar de que es la historia de una familia específica.

Fuente

Para seguir leyendo

En otras palabras, último libro publicado de Jhumpa Lahiri, es un pequeño ensayo autobiográfico. La autora dedica sus páginas a contar cómo y por qué razón ha decidido abandonar la lengua inglesa  y escribir en italiano. Para Lahiri, la cuestión del idioma convive indisociablemente con la identidad y, en su caso, ha sido decisiva para dar un paso tan importante como la adopción del italiano como lengua de escritura. 

"Mi primer idioma fue el bengalí, que me transmitieron mis padres. Durante cuatro años, hasta que fui a la escuela en Estados Unidos, fue mi lengua principal, con la que me sentía cómoda, aunque nací y crecí en países donde me rodeaba otro idioma: el inglés. Mi primer encuentro con el inglés fue duro, desagradable; cuando me mandaron a la guardería me quedé traumatizada. Me resultaba difícil confiar en las maestras y hacer amistades porque tenía que expresarme en una lengua que no hablaba, que a duras penas sabía, que me parecía extranjera. Solo quería volver a casa, a la lengua en que era conocida y querida.

Sin embargo, unos años después, cuando me convertí en lectora, el bengalí dio un paso atrás. Tenía seis o siete años. Desde entonces mi lengua materna no fue capaz, por sí sola, de criarme. En cierto sentido murió. Y llegó el inglés, una madrastra.

En mi ansia por conocer a esa madrastra, por descifrarla y satisfacerla, me convertí en una lectora apasionada. No obstante, la lengua materna siguió siendo un fantasma exigente, presente aún. Mis padres querían que con ellos y sus amigos solo hablara bengalí. Si hablaba inglés en casa, me regañaban. La parte de mí que hablaba inglés, que iba a la escuela, que leía y escribía, era otra persona.

No conseguía identificarme con ninguna de las dos: una siempre estaba oculta tras la otra, aunque nunca completamente, así como la luna llena puede esconderse durante horas tras una masa de nubes para luego surgir de golpe, deslumbrante. Pese a que hablaba solo en bengalí con mi familia, el inglés siempre estaba en el aire, en la calle, en mis libros. Por otro lado, cada día, después de haber hablado inglés muchas horas en clase, volvía casa, un lugar donde el inglés no existía. Así pues, tenía que hablar muy bien ambas lenguas: una para complacer a mis padres, la otra para sobrevivir en Estados Unidos. Me sentía suspendida entre las dos y ese vaivén lingüístico me alteraba, me parece una contradicción irresoluble.

Mis dos lenguas no se ponían de acuerdo, parecían adversarios irreconciliables, la una insufrible para la otra. Pensaba que no tenían nada en común excepto a mí, por lo que me sentía una contradicción viviente. 

Para mi familia, el inglés representaba una cultura extranjera ante la que no quería rendirse. El bengalí encarnaba una parte de mí que pertenecía a mis padres, no a Estados Unidos. Ninguna maestra, ninguna amiga, sintió nunca curiosidad por el hecho de que yo hablara otra lengua. No lo valoraban, no me preguntaban nada al respecto, no les interesaba, como si aquella parte de mí, aquella capacidad, no existiera. Como el inglés para mis padres, el bengalí, para los estadounidenses que conocí de jovencita, representaba una cultura remota, desconocida, sospechosa. O quizá en realidad no representaban nada: a diferencia de mis padres, que sabían bien el inglés, los estadounidenses no sabían nada de la lengua que hablamos en casa; para ellos, el bengalí era algo que podían ignorar tranquilamente.

Cuanto más leía y aprendía en inglés, más me identificaba con él. Intentaba ser como mis amigas, que no hablaban otra lengua y que tenían, según creía yo, una vida normal. Me abochornaba tener que hablar bengalí en presencia de mis compañeros estadounidenses. Aborrecía hablar con mis padres por teléfono si estaba en casa de una amiga: quería ocultar a toda costa mi relación con aquella lengua, negarla.

Me avergonzaba hablar bengalí, y al mismo tiempo, me avergonzaba sentir vergüenza. No me era posible hablar en inglés sin notar que me distanciaba de mis padres, sin notar una inquietante sensación de separación. Hablando en inglés me encontraba en un espacio donde me sentía aislada, donde ya no estaba bajo su protección. 

[...] Tuve que manejarme entre estas dos lenguas hasta que, alrededor de los 25 años, descubrí el italiano. No tenía necesidad alguna de aprender ese idioma, ninguna presión familiar, cultural o social. La llegada del italiano, la tercera estación de mi itinerario lingüístico, formó un triángulo, una forma en vez de una línea recta. Un triángulo es una estructura compleja, una figura dinámica. El tercer vértice cambió la dinámica de esta vieja pareja conflictiva. Yo soy hija de aquellos dos puntos infelices, pero el tercero no nació de ellos, sino de mi deseo, de mis fatigas: nació de mí.

Creo que estudiar italiano fue una fuga del largo enfrentamiento entre el inglés y el bengalí, un rechazo tanto de la madre como de la madrastra, un camino independiente."

Para saber más

Os invitamos a escuchar esta entrevista con Miriam Hatibi. Esta joven catalana "lleva años siendo activista a favor de la convivencia, es portavoz de la fundación de intercambio cultural Ibn Battuta y habla a menudo contra el racismo y la islamofobia. En el libro Mírame a los ojos: no es tan difícil entendernos (Plaza y Janés, 2018), describe cómo se ve a sí misma y cómo la mira el mundo: "Si me miro en el espejo de los demás, soy Míriam, inmigrante de segunda generación, como si la condición de inmigrante se pudiera heredar", una frase que desde la contraportada ya describe una vida dedicada a la pedagogía social". (Fuente)