«Deja de decir mentiras»

Philippe Besson

En los últimos tiempos, la forma en que se entiende la identidad sexual se ha abierto a un sinfín de posibilidades. Los estudios dedicados a la identidad sexual y la expresión de género están reivindicando multitud de opciones personales que han existido desde siempre y que, por lógica, no podían verse representadas en el férreo molde de la heterosexualidad. Y este molde resulta férreo por dos razones: en primer lugar, porque ha demostrado que es insuficiente para describir la diversidad de tendencias sexuales y, en segundo lugar, porque culturalmente ha impuesto una serie de valores asociados al "hombre masculino heterosexual" y a la "mujer femenina heterosexual" que en muchos casos han actuado más como corsés opresivos que como modelos a los que acogerse libremente. Por fortuna, están surgiendo discursos en muy distintos foros que respaldan la forma diversa en que las personas quieren vivir su sexualidad para sentirse felices y plenas. Todas las formas de vivir la identidad sexual, las atracciones y las identificaciones de género son legítimas. 

¿Quiere esto decir que nuestra sociedad ha erradicado la LGTBIfobia (o fobia hacia las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intesexo)? Definitivamente, no. Todavía hay quienes banalizan la cuestión, afirman que la igualdad en este sentido está plenamente conseguida o, en el peor de los casos, muestran su desprecio y discriminación de muy variadas formas. Pero el avance es evidente y ojalá que podamos decir que irreversible. No obstante, esta afirmación es pertinente si atendemos a nuestra cultura. En 71 países, la homosexualidad es ilegal y en otros muchos, aunque no son perseguidos por la ley, sí son objeto de un rechazo social aceptado por la mayoría.

Pero volviendo a nuestro entorno, ya no estamos en los tiempos en los que todo aquello que estaba al margen del amor heterosexual era considerado ilícito, o patológico, o una extravagancia a la que no se le hacía ni caso, o una rareza infrecuente que convenía invisibilizar. Pero, ¿y en la literatura? ¿Qué ha ocurrido mientras tanto con ella en relación a este asunto? Pues que ese ostracismo, esa invisibilización social se ha traducido en la ausencia histórica de referentes literarios más allá de chico conoce a chica. Es  triste constatar lo difícil que resulta encontrar historias que reflejen experiencias de amor no heterosexual en la narrativa universal. En esa relación inevitable que la literatura mantiene con la sociedad, ¿cómo iba a ser considerado un asunto digno de la literatura aquello que no era digno de la sociedad de la que la literatura es espejo? 

Tras esa invisibilización, apenas estamos entrando en un segundo momento en que, cuando comparecen al fin en la ficción personajes gais o lesbianas, o personajes que no entran dentro del marco convencional, ese es precisamente el desencadenante del conflicto narrativo: su condición marginal. Habrá de llegar el día en que por fin se naturalice su presencia y se normalicen los conflictos que contienen sus historias.  

Vamos a leer unos fragmentos de «Deja de decir mentiras», novela en clave autobiográfica, que plasma la experiencia amorosa de Philippe Besson en su adolescencia. Son los años ochenta del siglo XX en Francia y la libertad sexual es todavía una conquista con un camino muy largo. 

Texto 1

No tengo ni la más remota idea de quién es el padre de Thomas Andrieu, ni siquiera de si eso importa. No tengo ni la más remota idea de dónde vive. En ese momento no sé nada de él. Salvo que va a la clase D del último curso de bachillerato. Y que tiene el pelo enmarañado y la mirada oscura.

Su nombre lo sé porque acabé informándome. Como si nada, un día cualquiera, como quien no quiere la cosa, con un tono de lo más desenvuelto, antes de pasar a otro asunto. Pero no me informé sobre nada más. 

No quiero por nada del mundo que se sepa que me interesa. Porque no quiero por nada del mundo que se pregunten por qué razón me interesa él.

Porque plantearse esa pregunta solo daría pábulo a los rumores que corren sobre mí. Aseguran que «me gustan los chicos». Constatan que a veces hago gestos de chica. Además, no se me da bien el deporte, soy negado para la gimnasia, incapaz de hacer un lanzamiento de peso o de jabalina, el fútbol y el voleibol no me interesan lo más mínimo. Y me encantan los libros, leo muchísimo, a menudo me ven saliendo de la biblioteca del instituto con una novela en la mano. Y no me conocen ninguna novia. Eso basta para labrarse una reputación. Debo añadir que el insulto me llueve con cierta regularidad, «maricón de mierda» (a veces, simplemente «mariquita»), gritado de lejos o susurrado al pasar, y yo me esfuerzo por ignorarlo olímpicamente, por no contestar jamás, por manifestar la más absoluta indiferencia, como si no lo hubiera oído (¡como si fuera posible no oírlo!). Lo que agrava mi caso es que un heterosexual puro y duro nunca permitiría que le dijeran eso, lo desmentiría con vehemencia, le partiría la cara a quien lo insultara así. Quien permite que le digan esas cosas las confirma. 

Desde luego, «me gustan los chicos».

Pero todavía no logro pronunciar esta frase. [...]

Más tarde, pues, me enfrento a la violencia que provoca esa supuesta diferencia. Oigo los famosos insultos, al menos las insinuaciones viperinas. Veo los gestos afeminados que exageran en mi presencia, los puños rotos, los ojos en blanco, las felación que imitan. Si me callo, es para no enfrentarme a esa violencia. ¿Por cobardía? Tal vez. Es una manera de protegerme, por fuerza. Pero no me desviaré. Jamás pensaré: está mal, o: debería haber sido como todo el mundo, o: voy a mentirles para que me acepten. Me atengo a lo que soy. En silencio, desde luego. Pero un silencio testarudo. Orgulloso.

Texto 2

El caso es que, esa mañana, estoy en el patio y observo a hurtadillas a Thomas Andrieu. 

Se trata de algo que ya se ha producido, que ha tenido lugar antes. En numerosas ocasiones he echado un vistazo en su dirección, fugazmente. También me lo he cruzado por los pasillos, lo he visto venir como a mi encuentro, lo he rozado, lo he sentido alejarse a mis espaldas sin darse la vuelta. He coincidido con él en el comedor, él almorzaba con gente de su clase, pero nunca hemos compartido mesa; las clases apenas se mezclan. Una vez, lo pillé en la tarima, durante una clase, debía hacer una presentación y algunas aulas son acristaladas; aquella vez aminoré el paso, era imposible que se fijara en mí, estaba demasiado enfrascado en la presentación, lo observé con detalle porque él no podía sospechar mi tejemaneje. En ocasiones, se sienta en los escalones de delante del instituto y se fuma un cigarrillo; he sorprendido su mirada ciega mientras el humo se le evapora de la boca. Por la tarde, lo he visto marcharse del instituto en dirección al Campus, el bar que linda con el centro en el cruce de la nacional 10, y entrar para reunirse con amigos, probablemente. Al pasar junto a las ventanas del bar, lo he reconocido atizándose una cerveza y jugando al flipper. Recuerdo el movimiento de sus caderas contra el flipper

Pero no ha surgido ni una palabra; ningún contacto. Ni siquiera por descuido. Ni siquiera por casualidad.

Yo siempre me las he arreglado para no alargarme, para no suspenderlo o incomodarlo por la insistencia de mis miradas.

Pienso: no me conoce, no me conoce de nada. Por supuesto, me habrá visto, claro está, pero nada se ha grabado en su memoria, ni la más mínima imagen. Quizá los rumores que corren sobre mí han llegado a sus oídos, pero él nunca se ha sumado a los que se burlan de mí. Tampoco hay ninguna probabilidad de que haya oído los elogios que me hacen los profesores; debe de pasar olímpicamente. 

Para él soy un extraño.

Experimento un deseo de sentido único. Un impulso condenado a no colmarse. Un amor no compartido.

Siento el deseo hormigueándome en el vientre, recorriéndome el espinazo. Pero debo contenerlo y domarlo permanentemente, para que no salte a la vista de los demás. Pues ya he comprendido que el deseo es visible.

También siento un impulso. Adivino un movimiento, una trayectoria, algo que me empuja hacia él, todo el rato. Pero debo permanecer inmóvil. Aguantarme.

El sentimiento amoroso me transporta, me hace feliz. Pero también me abraza, me resulta doloroso, como todos los amores imposibles.

Pues tengo una consciencia muy aguda de esa imposibilidad. 

A la dificultad puede adaptarse uno, desplegando esfuerzos, ardides, intentando seducir y embelleciéndose con la esperanza de vencerla. Pero la imposibilidad, por definición, encierra la derrota.

A todas luces, este chico no es para mí. 

Y no porque yo no sea lo bastante seductor ni atractivo. Simplemente porque es una causa perdida para los chicos. No está hecho para ellos, para aquellos como yo. A él se lo ganarán las chicas.

Texto 3

Pero volvemos a esa mañana del invierno de 1984, invierno de vientos violentos, de inclemencias, de naufragios en el Canal de la Mancha, de tormentas de nieve en las cotas altas, cuyas imágenes vemos en el telediario de las ocho. 

Una mañana que debería parecerse a todas las demás, impregnada de mi deseo estéril, de su indiferencia hacia mí. 

Aunque las cosas no ocurren como estaba previsto. 

Cuando la pausa toca a su fin, cuando algunos alumnos empiezan a recorrer los pasillos, a abandonar el frío punzante del patio de recreo y las conversaciones sobre política, programas de televisión y las próximas vacaciones de febrero, cuando Nadin, Geneviève y Xavier se alejan para ir a recoger sus carteras a la sala polivalente, dejándome solo, en cuclillas, atareado buscando un libro de ciencias naturales en el desorden de mi mochila, adivino repentinamente una presencia junto a mí. Reconozco de inmediato las zapatillas de deporte blancas, y es como una crucifixión, levanto la cabeza despacio en dirección al chico que me domina; tras él, un cielo azul inmaculado y los rayos del sol frío. Thomas Andrieu está solo, también, probablemente sus compañeros andan subiendo las escaleras camino de un aula, más tarde me contará que se inventó un pretexto para quedarse atrás, para que no lo esperaran, como que debía ir a la biblioteca sacar una revista o algo así. Está de pie en medio del frío invernal y yo me encuentro a sus pies. Me levanto, inquieto, estupefacto, intentando no mostrar mi inquietud, mi estupor. Temo que me aseste un puñetazo, sí, se me pasa por la cabeza que me parta la cara sin testigos, ignoro por qué podría hacer algo así, tal vez porque los insultos ya no bastan y hay que pasar a la acción, en cualquier caso, me digo que cabe la posibilidad, que puede ocurrir; eso dice mucho sobre la antipatía que creo provocar. Y sobre mi ceguera también. Porque me dice con calma: no me apetece ir al comedor este mediodía. Podríamos tomar un bocata en el centro. Conozco un sitio. Me da una dirección. Una hora exacta. Yo lo miro de hito en hito. Le digo: allí estaré. Baja los párpados poco a poco; sus ojos cerrados, por un instante, como un alivio, como una confirmación. Y se aleja, sin añadir nada. Yo me quedo con el libro de biología en las manos, aturdido, antes de ponerme en cuclillas de nuevo para cerrar la mochila. Sé que esta escena acaba de producirse, no estoy loco, pero me parece inverosímil. Escruto el pavimento, oigo la soledad haciéndose a mi alrededor, el despoblamiento del patio de recreo, el silencio que se impone. 

Texto 4

A la hora acordada, empujo la puerta del bar. 

Está a la salida del pueblo. Me sorprende que haya elegido ese lugar, nada céntrico ni de fácil acceso. Pienso: deben de gustarle los sitios alejados del bullicio. Aún no he comprendido que lo ha elegido precisamente porque está salvo de las miradas ajenas. Soy así de inocente, así de imbécil. Aunque estoy acostumbrado a ser prudente y cultivo el arte de no invitarme ante las provocaciones, todavía no sé nada del disimulo y la clandestinidad. Lo descubro entonces, junto con el bar, las afueras del pueblo y la escasa parroquia. La gente congregada allí solo está de paso, en su mayoría son camioneros que hacen un alto antes de marcharse, de reanudar su periplo. O carreristas que han ido a completar la quiniela hípica. O viejos borrachines, acodados en la barra, con la mirada vidriosa, que se despachan contra el poder de los sociatas y los comunistas. En cualquier caso, gente que no nos conoce, para quienes no significamos nada, a quienes no les sonamos de nada, y que se olvidarán de nosotros en cuanto pongamos un pie en la calle. 

Cuando franqueo el umbral del establecimiento, él ya está allí. Se las ha arreglado para llegar antes que yo, tal vez para llevar a cabo una inspección, para asegurarse de que no corremos ningún riesgo, y para que no nos vean entrando juntos.

Mientras me acerco a él, me fijo en el embaldosado mugriento porque se me pega a las suelas de los zapatos, en las mesas de formica azul celeste y amarillo canario, me imagino la esponja húmeda que pasan a toda prisa después de recoger las tazas de café vacías y las jarras de cerveza, veo los anuncios de Cinzano y de Byrr colgados en las paredes, una Francia de los años cincuenta. Detrás de la barra, un tipo de expresión severa, con un trapo doblado encima del hombro, que parece salido de una película de Lino Ventura. Me siento un intruso, un error.

Thomas se ha instalado al fondo de la sala, con la voluntad de pasar desapercibido. Fuma, o más bien da una calada nerviosa a un cigarrillo (todavía se puede fumar en los bares). Ante él, una cerveza de barril (se sirve alcohol a los menores de edad). A medida que me acerco, advierto ese nerviosismo, que en realidad no es más que timidez, algo a medio camino entre la torpeza y la emoción, una especie de confusión, más que de aprensión. Me pregunto si siente vergüenza, quiero creer que se trata tan solo de cierto bochorno, de la manifestación de su pudor. También reconozco su hosquedad, que lo mantiene aparte. Eso me turba porque recuerdo su seguridad varonil, su confianza sosegada; que haya perdido la soberbia podría echarme para atrás, pero en realidad nada me emociona tanto como el resquebrajamiento de las armaduras y la persona que se revela entonces.

Cuando me siento frente a él, sin decir palabra, al principio no levanta la cabeza. Mantiene la mirada fija en el cenicero. Da unos golpecitos al cigarrillo para que caiga la ceniza pero no está lo bastante consumido. Se trata de un gesto cuyo único fin es permitirle mantener la compostura, y cuya única consecuencia es que delata aún más su vulnerabilidad. No toca la cerveza. Yo persisto en el mutismo, convencido de que le corresponde a él hablar primero, puesto que ha tomado la iniciativa de esa extraña invitación. Intuyo que mi mutismo acentúa su incomodidad, pero, ¿qué le voy a hacer? 

Por mi parte, estoy temblando. Siento los temblores en la osamenta, como cuando arrecia el frío, apoderándose de ti en el momento en que menos te lo esperas, sacudiéndote. Me digo: debe de ver el temblor, al menos.

Y, al fin, habla. Me esperaba palabras corrientes para romper el hielo, para arrancarnos de la incongruencia e instalarnos en la banalidad. Podría preguntarme cómo estoy, o si me ha costado encontrar el local, o qué quiero tomar, entonces yo comprendería esas preguntas y contestaría con avidez, alborozado por tener una tabla de salvación, una manera de aplacar los temblores. 

Pero no. 

Dice que nunca había hecho esto antes, nunca, que ni siquiera sabe cómo se ha atrevido, cómo se ha sentido capaz, cómo ha salido de él, me da a entender todas sus preguntas, todas sus dudas, todas las negaciones por las que ha pasado, todos los obstáculos que ha debido superar, todas las objeciones que ha refutado, la lucha interior, íntima y silenciosa que ha librado para llegar hasta aquí, pero añade que lo ha logrado porque no tenía más remedio, porque debía hacerlo, porque se ha impuesto como una necesidad, porque se ha vuelto demasiado agotador como para seguir luchando. Le da otra calada al cigarrillo, casi lo muerde, el humo le nubla la mirada. Dice que no sabe qué hacer, pero que es así, de manera que me lo entrega como un niño que tira los juguetes a los pies de sus padres. 

Dice que ya no aguanta más solo con este sentimiento. Que es demasiado hiriente.

[...]

Thomas Andrieu dice que todo debe quedar en secreto. Que nadie debe saberlo. Que esa es la condición. Yo lo tomo o lo dejo. Aplasta el cigarrillo en el cenicero. Levanta la cabeza, al fin. Observo sus ojos armados de una oscura determinación, casi inyectados en cólera. Le digo que de acuerdo. Me impresiona esa exigencia, ese ardor en su mirada.

Mil preguntas me dan vueltas en la cabeza: ¿cómo empezó para él?, ¿cómo se impuso?, ¿y cuándo?, ¿cómo puede ser que nadie se dé cuenta?, sí, ¿cómo puede ser que resulte imposible de detectar hasta tal punto? Y luego: ¿le hace sufrir?, ¿solo sufrir? Y además: ¿seré el primero?, ¿o ha habido otros antes que yo, otros igual de secretos? Y también: ¿qué se imagina exactamente respecto a nosotros? No planteo ninguna de estas preguntas, por supuesto. Acepto su dominación, sus reglas del juego. 

Dice: conozco un sitio. 

La brusquedad, la brutalidad de la propuesta me desconciertan. Hace apenas una hora éramos perfectos desconocidos, o al menos eso creía yo, dado que no había detectado su deseo por mí, no me había dado cuenta de que Thomas había llegado a echarme vistazos a escondidas, ignoraba que se había informado sobre mí, que había recorrido tanto camino, bueno, sí, vuelvo atrás: éramos perfectos desconocidos y resulta que me propone a bocajarro llevarme a no sé dónde para hacer no sé qué. 

Le digo: te sigo. 

Texto 5

Tras su primer encuentro sexual, Thomas se despide abruptamente del protagonista y en los días sucesivos lo ignora por completo. 

Los días siguientes son una auténtica pesadilla.

Ya me figuro que mi amante no se me acercará, dado que me ha exigido silencio, que ha decretado un tabú. Si por casualidad me saludara, si se contentara con saludarme, aunque fuera de lejos, los demás alumnos se fijarían enseguida en semejante extravagancia. Porque, ya lo he dicho, pertenecemos a dos círculos distintos, sin intersección posible: cualquier conjunción, incluso furtiva o accidental, resulta simple y llanamente impensable. No tiene sentido arriesgarse, ya lo he entendido.

Ya lo entendido y, sin embargo, no puedo dejar de esperar alguna señal que solo podamos detectar nosotros, algún roce que parezca fruto del azar, algún guiño que no descubra nadie, alguna sonrisa fugaz. Sueño con una sonrisa fugaz.

Pero nada. Nada de nada.

Invisibilidad, la mayor parte del tiempo. Como si llegara al instituto en el último momento, como si se marchara en cuanto suena la campana, como si prácticamente nunca saliera del aula.

Y los escasos segundos arañados en el patio o en los pasillos: una indiferencia absoluta. Peor que la frialdad. Un espectador atento incluso distinguiría cierta hostilidad y voluntad de mantenerse a distancia.

Esa impermeabilidad me mortifica. Favorece todas las hipótesis.

Me digo: ¿y si se arrepiente? ¿ Y si, para él, no hubiera sido más que un arrebato de locura, un error trágico, un descarrío grotesco? Se comporta como si no hubiera ocurrido nada, o como si hubiera que olvidarlo y enterrarlo todo. De hecho, es algo más fuerte que un olvido: se parece a una negación. De repente solo veo eso: su retractación. Afronto la negación de lo que nos ha precipitado en brazos del otro; la supresión de la imagen.

Para escapar a semejante condena, que casi parece una excomunión, trato de mitigarlo: tal vez esté decepcionado, simplemente, tal vez no me haya mostrado a la altura de sus esperanzas, de su deseo. Me repito, contra la evidencia: una decepción se puede corregir, se puede compensar. Ya estoy deseando mendigarle una segunda oportunidad. Me aferro a la eventualidad de la redención.

Pero, evidentemente, me acuerdo de mi flacura, de mi miopía, de la debilidad de todo mi cuerpo, de la fealdad del jersey de rombos, y de la supuesta superioridad que aleja; tantos defectos, tantas derrotas. Vuelvo a ser lo que era antes, el chico que intriga, no el que gusta. Me digo que lo de gustar apenas ha durado el tiempo de un abrazo, en un vestuario. Que gustar no sido más que una ilusión. 

Texto 6

El protagonista coincide por casualidad en una fiesta con Thomas. Este se comporta como si no lo conociera. Philippe es testigo de una escena en la que una chica aborda a Thomas de manera cariñosa y entusiasta, lo que le produce mucha inseguridad. Dos días después, Thomas y Philippe vuelven a verse. 

Cuando vuelvo a ver a T., al cabo de dos días, me he prometido no comentar nada sobre la velada, sobre naufragio. Él tampoco dice palabra al respecto. Hacemos el amor. Hasta me parece que aflora un poco más de ternura que de costumbre. No obstante, cuando los cuerpos yacen el uno junto al otro, con la mirada vuelta hacia el techo, brotan las palabras, las palabras que se suponía que no debían brotar. Provocan nuestra primera crisis. Mis celos estallan. Mi infancia. Mi explicación es torpe, tormentosa. T. me deja hablar. Al final, dice: es así, no hay nada que discutir (incluso creo que dijo: negociar). Si lo prefieres, lo dejamos. Si ya no lo soportas. Ahora mismo, de inmediato.

Yo le digo: no, no lo dejemos. 

El terror a perderlo se ha impuesto a cualquier otra consideración. La dependencia.

Las citas clandestinas se reanudan con normalidad. Los besos en todo el cuerpo. El amor en el picadero. Lo que solo nos pertenece a nosotros. Lo incomunicable.

Texto 7

He escrito la palabra: amor. Aunque me he planteado emplear otra. 

Al menos porque el amor es una idea curiosa: difícil de definir, de acotar, de establecer. Existen tantos grados de amor, tantas variaciones... podría haberme contentado con afirmar que estaba enternecido (y es verdad que T. sabía hacerme flaquear, ceder, de maravilla), o cautivado (sabía atraer, conquistar, halagar e incluso hechizar como nadie), o turbado (a menudo provocaba una mezcla de perplejidad y de emoción, sabía tomar las riendas de la situación), o seducido (me atrapaba entre sus redes, me embaucaba, me ganaba para sus causas), o prendado (estaba alborozado de la manera más tonta, me encendía con cualquier cosa); incluso cegado (dejaba al margen lo que me incomodaba, minimizaba sus defectos, ponía por las nubes sus cualidades), perturbado (ya no era del todo yo), cosa que no tendría un sentido tan favorable. Podría haber explicado que era simple afecto, que me conformaba con estar encaprichado, una fórmula lo suficientemente vaga como para englobar cualquier cosa. La verdad, la pura verdad, es que estaba enamorado. Más vale emplear la palabra precisa.

Cuestiones para el coloquio 

Para saber más

Como hemos apuntado en la introducción, la diversidad sexual es un campo existente de posibilidades afectivos-sexules al que no hay que poner cotas (por el mismo hecho de que existen). Compartimos este vídeo, por si queréis reconoceros o sentís curiosidad por conocerlos.