El harén en Occidente

Fatema Mernissi


Seguro que alguna vez, hablando con amigas o amigos sobre machismo, la conversación ha derivado en una crítica al mundo musulmán, concretamente, al pañuelo (hiyab) que suelen llevar las mujeres. ¿Es o no machista que las mujeres musulmanas lleven la hiyab? No es que esté mal traer a colación ejemplos de culturas en minoría para reflexionar sobre un tema, el problema surge cuando desviar el debate hacia aspectos que no son los propios de nuestra cultura dominante impide reflexionar con detenimiento sobre los que sí están dentro. "Nuestra cultura no está tan mal porque hay otra peor" es el consuelo autocomplaciente, y no siempre cierto, al que algunos y algunas se agarran. Este consuelo, además, entraña el inconveniente de que lo controvertido de "nuestra cultura" continúe sin ser sometido al debate oportuno. Pues bien, el texto que vamos a leer de Fatema Mernissi compara con valentía las dos culturas, la occidental y la islámica, para tratar de aclarar la diferente manera en que cada una de estas oprime a la mujer. Esta comparación, en lugar de ensombrecer aspectos de una de las culturas, arroja luz de la una a la otra. 

Fatema Mernissi es una socióloga y escritora marroquí nacida en Fez en 1940 y fallecida en Rabat en 2015. Autora de numerosos ensayos y novelas, dos ejes atraviesan toda su obra: el feminismo -para ella perfectamente compatible con el Islam- y el diálogo intercultural. De ambas inquietudes es muestra El harén en Occidente, un libro en que Mernissi pretende indagar en la imagen que los hombres occidentales tienen del harén oriental y en su ceguera hacia el modo en que también ellos recluyen y aprisionan simbólicamente a las mujeres.

ASPECTOS TÉCNICOS QUE PODEMOS RESALTAR: 

Texto 

En El harén en Occidente, Fatema Mernissi da un repaso a la visión que los occidentales han tenido del harén islámico a lo largo de la historia, una visión idealizada, muy alejada de la realidad, que mostraba unas mujeres “inocuas y estáticas”, aunque en realidad en Oriente aparecían como “guerreras, peligrosamente cambiantes y perturbadoras”.  

Esta idea del harén islámico se la debemos a artistas y escritores a partir, sobre todo, del siglo XIX. Ingres, Matisse, Delacroix o Picasso, entre otros, pintaron el harén como un lugar voluptuoso, con mujeres desnudas, pasivas, bailando la danza del vientre y felices de entregarse a los hombres, mientras que los pintores musulmanes representaban a la mujer activa, valiente y como una compañera sexual imposible de someter. Curioso, ¿verdad?

La tesis del libro aparece con claridad en el último capítulo, titulado “El harén de las mujeres occidentales es la talla 38”, del que vais a leer un fragmento. 

Mientras intentaba encontrar, sin éxito, una falda de algodón en unos grandes almacenes en Estados Unidos, ya que hacía demasiado calor para seguir llevando mi falda marroquí de cuero tan cómoda y práctica, oí por primera vez que mis caderas no iban a caber en la talla 38. A continuación viví la desagradable experiencia de comprobar cómo el estereotipo de belleza vigente en el mundo occidental puede herir psicológicamente y humillar a una mujer. Tanto, incluso, como la actitud de la policía pagada por el Estado para imponer el uso del velo, en países con regímenes extremistas como Irán, Afganistán o Arabia Saudí. En efecto, aquel día me di de bruces con una de las claves de por qué los occidentales representan el harén como un recinto poblado de bellezas pasivas.

La elegante señorita del establecimiento me  miró de arriba abajo desde detrás del mostrador y, sin hacer el menor movimiento, sentenció que no tenía faldas de mi talla.

— ¿Me está usted diciendo que en toda la tienda no hay una falda para mí? Es una broma, ¿no? 

Tenía mis sospechas de que la tipa estaba demasiado cansada y no tenía ganas de ayudarme. Lo podía entender. Pero no se trataba de eso. Lo que me dijo no dejaba lugar a discusión. Su comentario condescendiente sonó como una fatwa pronunciada por un imán:

— ¡Es usted demasiado grande!— dijo.

— ¿Comparada con qué? – repliqué, mirándola con mucha atención, pues era consciente de hallarme ante una diferencia cultural considerable.

— Pues con la talla treinta y ocho— contestó la señorita. 

El tono de su voz era tan cortante como el de quienes imponen las leyes religiosas—. Lo normal es una talla treinta y seis o treinta y ocho- prosiguió, en vista de mi mirada de asombro total—. Las tallas grandes, como la que usted necesita, puede encontrarlas en tiendas especiales.

Era la primera vez que me decían semejante estupidez respecto a mi talla. [...]

— Y ¿se puede saber quién establece  lo que es normal y lo que no? —pregunté a la dependienta como queriendo recuperar algo de mi seguridad si ponía a prueba las reglas establecidas. — [...] ¿Y quién ha dicho que todo el mundo deba tener la talla treinta y ocho? —bromeé, sin mencionar la talla treinta y seis, que es la que usa mi sobrina de doce años, delgadísima.

En aquel momento la señorita me miró con cierta ansiedad, extrañadísima. 

— La norma está presente en todas partes, querida mía- dijo-. En las revistas, en la televisión, en los anuncios. Es imposible no verlo. [...] Si aquí se vendiera la talla cuarenta y seis o cuarenta y ocho, que son probablemente las que usted necesita, nos iríamos a la bancarrota. —Se detuvo un instante y luego me miró con ojos escrutadores—. Pero ¿en qué mundo vive usted, señora?[...]

— Pues vengo de un país donde no existen las tallas en la ropa de mujer — repliqué—. Yo misma me compro la tela, y la costurera del barrio o un artesano me hacen la falda que le pido a medida. [...] De hecho, si quiere que le diga la verdad, no tengo ni idea de qué talla uso. [...]

— ¿Quiere usted decir que no vigila su peso? – me preguntó con cierta incredulidad. [...]

Sí, pensé, acababa de encontrar la respuesta a mi enigma. A diferencia del hombre musulmán, que establece su dominación por medio del uso del espacio (excluyendo a la mujer de la arena pública), el occidental manipula el tiempo y la luz. Este último afirma que una mujer es bella solo cuando aparenta tener catorce años. Si una comete la osadía de aparentar los cincuenta o, peor aún, los sesenta, resulta simplemente inaceptable. Al dar el máximo de importancia a esa imagen de niña y fijarla en la iconografía como ideal de belleza, condena a la invisibilidad a la mujer madura. De hecho, el occidental moderno refuerza así las teorías sostenidas por Immanuel Kant en el siglo XVIII. Las mujeres deben aparentar que son bellas, lo cual no deja de ser infantil y estúpido. Si una mujer aparenta madurez y seguridad en sí misma, y por lo tanto no se avergüenza de unas caderas anchas como las mías, se la condena por fea. Así pues, la frontera del harén europeo separa una belleza juvenil de una madurez que se considera de mal gusto. 

Sin embargo, las actitudes occidentales son más peligrosas y taimadas que las musulmanas porque el arma utilizada contra las mujeres es el tiempo. El tiempo es algo menos visible, más fluido que el espacio. El occidental congela con focos e imágenes publicitarias la belleza femenina en forma de niñez idealizada y obliga a las mujeres a percibir la edad, es decir, el paso natural de los años, como una devaluación vergonzante. ¡Ahora resulta que soy un dinosaurio!, me dije en voz alta casi sin darme cuenta, mientras recorría las filas de faldas de la tienda con la esperanza de demostrarle a la señorita que estaba equivocada. Pero al cabo de media hora tuve que reconocer que no iba a encontrar nada que me valiera. Este chador occidental, cortado según el patrón del tiempo, resultaba más disparatado que el fabricado con el espacio, el que imponen los ayatolás. 


El harén en Occidente, ed. Espasa libros 2006, págs. 240-245. Traducción de Inés Belaustegui Trías. 

Cuestiones para el coloquio

1. (Pequeño grupo. Escrita) ¿Cuál es el propósito del texto? Seleccionad la frase que lo resume de manera más acertada.

2. (Pequeño grupo. Oral) Estamos a un texto ensayístico –no es ficción– de carácter argumentativo. Pero en vez de presentarnos de entrada su opinión (tesis), Fatema Mernissi da cuenta primero del proceso que la ha llevado a ella. En este caso, su principal argumento es una experiencia personal vivida en unos grandes almacenes estadounidenses.

3. (Pequeño grupo. Escrita) Hemos de llegar al penúltimo párrafo para que la autora abandone la anécdota y exponga su conclusión: "Sí, pensé, acababa de encontrar la respuesta a mi enigma". 

4. (Pequeño grupo. Escrita) El último párrafo constituye un paso más, pues la autora aventura su opinión acerca de cuál de las dos formas de dominación le parece más peligrosa.