Bola de sebo

Guy de Maupassant

Durante la segunda mitad del siglo XIX, etapa donde se encuadra el Realismo, la narrativa alcanza un momento cumbre. El Realismo es estudiado como un movimiento de madurez creativa, pareciera que la narración pusiera toda la carne en el asador y concentrara en determinadas técnicas su versión más extrema, practicada a veces como un ejercicio de derroche. Estos aspectos técnicos ya los conocéis: narrador omnisciente, crítica social, análisis psicológico de los personajes, prolijas descripciones y tramas envolventes. El género central, y casi único, es la novela. No obstante, el cuento, como hermano menor de esta, también gozará de protagonismo. Entre los autores que se sintieron muy atraídos por el cuento se encuentra el ruso Anton Chejov y el francés Guy de Maupassant. 

Es casi una obviedad señalar el número de páginas como el aspecto que distingue la novela del cuento. La cuestión en la que no resulta tan fácil ponerse de acuerdo es cuántas páginas sean exactamente. ¿Cincuenta, sesenta páginas...sigue siendo un cuento? ¿O tal vez una novela corta? Bola de Sebo, la obra que vamos a leer, ofrece esta dificultad de clasificación. A este respecto, es interesante la opinión del crítico Baquero Goyanes: "En el cuento y la novela corta, la nota emocional es única y emitida de una sola vez, más o menos sostenida, según su extensión, pero, por decirlo así, indivisible. La novela, sin embargo, es un conjunto de notas emocionales que podríamos comparar con la sinfonía musical, cuyo sentido completo no percibimos hasta una vez oído el último compás, leído el último capítulo". A ti te corresponde, una vez leído Bola de Sebo, decidir si Baquero Goyanes está en lo cierto. 

Maupassant nació en Normandía en 1850 y murió en 1893. Se lo reconoce como uno de los grandes cuentistas del siglo XIX, junto con Hoffman, Poe y Chejov. Su obra también es portadora de una visión desencantada y personalísima cuyas raíces las encontramos en la biografia del autor -madre muy posesiva y padre ausente-. A los 18 años, es adoptado por el escritor Gustave Flaubert, al que se le llegó a atribuir la paternidad del autor. Flaubert ejercerá una influencia sobre él, fundamental en el futuro como escritor. En 1869, matriculado en la Facultad de Derecho, estalla la guerra franco-prusiana. Inmediatamente fue movilizado, estando a punto de caer como prisionero. Aquella experiencia resultó trascendental en su vida. Las atrocidades vividas le inspiraron una repulsión por la guerra y por el belicismo que se convertiría en una constante en su obra y que en Bola de Sebo, en concreto, es muy evidente.  

Tanto en sus cuentos y relatos -más de 300- como en sus cinco novelas, una y otra vez aparecen los mismos temas: la incomunicación, el amor desgraciado de seres ávidos de ideal, personajes prisioneros de sus deseos, la guerra, la locura, la muerte y la crítica despiadada a una humanidad egoísta, limitada e hipócrita. Es un escritor con un estilo claro y ameno.

Bola de Sebo

Como ya hemos dicho, Bola de Sebo es un cuento largo. Para facilitar la aproximación a esta obra hemos seleccionado algunos fragmentos que os permitirán conocerlo. De cualquier manera, nuestra pretensión es que estos fragmentos, a modo de tráilers, os animen a leer el cuento en su totalidad. Bola de Sebo es uno de los cuentos más celebrados del siglo XIX y os podemos asegurar que la lectura completa merece la pena. 

Los personajes de Bola de Sebo están llenos de matices que logran individualizarlos con mucho acierto. Si lo consideráis oportuno, os repartiréis cada uno de ellos por grupos para hacerles un seguimiento. Para ello, iréis recogiendo vuestras impresiones por escrito, aunque sea de manera telegráfica, a medida que vayamos leyendo los fragmentos. Al final de la lectura compartiréis de forma oral el carácter y las particularidades que más os hayan llamado la atención de vuestro personaje elegido. 

Los personajes propuestos para que elijáis son: 

Texto 1

Corre el año 1870 y parte de Francia ha sido ocupada por el ejército prusiano. Entre las ciudades desafortunadas, se encuentra Ruán. Este fragmento transcurre dentro de una diligencia, ocupada por diez personas que disfrutan del privilegio de un salvoconducto para viajar a El Havre, un pueblo de la zona no ocupada. Los integrantes son dos matrimonios burgueses (Loiseau y señora, señor y señora Carré-Lamadon), los condes Hubert de Breville, dos monjas, Cornudet (un republicano demócrata, de ideas revolucionarias) y Bola de Sebo, una prostituta acostumbrada a desenvolverse en círculos exquisitos. 

La mujer, una de esas a quien llaman galantes, era célebre por su gordura precoz, que le había valido el sobrenombre de Bola de Sebo. Bajita, rolliza, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges, como sartas de salchichas, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, no dejaba de ser, sin embargo, apetecible y apetecida, hasta tal punto seducía su lozanía. Su rostro era una manzanita colorada, un capullo de amapola a punto de reventar; y allá dentro, en su parte superior, se abrían un par de ojos negros, magníficos, velados por largas y espesas pestañas, y en la inferior, una boca encantadora, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.

Poseía también, según decía, mil cualidades inapreciables. 

En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las palabras “vergüenza pública”, “prostituta”, fueron pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantar la cabeza. La muchacha fijó en sus compañeros de viaje una mirada tan provocadora y arrogante, que impuso de pronto silencio y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.

Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía había aumentado por instantes con la presencia de la muchacha, convirtiéndose casi en intimidad. Se creían obligadas a protegerse, a reunir su honradez de esposas ante aquella perdida desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy hosco y malhumorado en presencia de un semejante libre.

También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra seiscientos mil francos, unos ahorrillos, por si las moscas. Y Loiseau, pícaro vinatero, dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia que esperaba cobrar en El Havre.

Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

El coche avanzaba tan lentamente, que a las diez de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.

A medida que aumentaba el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias. [...]

Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.

Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.

Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.

El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la muchacha; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.

Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:

-La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.

Bola de Sebo hizo un ofrecimiento amable:

-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.

Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:

-Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?

Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:

-En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.

[...]

Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la muchacha, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.

Las mandíbulas trabajaban sin descanso; se abrían y se cerraban las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Se resistía la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, le pidió permiso a “su encantadora compañera de viaje” para servir a la dama una tajadita.

Bola de Sebo se apresuró a decir:

-Cuanto usted guste.

Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.

[...]

Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré-Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; se desmayó. Muy emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:

-Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.

Bola de Sebo, desconcertada y ruborizada, dirigiéndose a los cuatro viajeros en ayunas, balbució:

-Yo les ofrecería con mucho gusto…

Pero se interrumpió, temiendo ofenderlos. Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a todos:

-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.

Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.

El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:

-Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.

[...]

No era cosa de devorar todas las viandas de la chica sin ni siquiera hablarle. De modo que se pusieron a conversar con ella, con cierta reserva al principio, pero luego, como ya se comportaba muy bien, se soltaron más. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. La condesa, sobre todo, hizo alarde de esa gente y condescendencia de las damas muy nobles a las que ningún contacto puede manchar, y estuvo francamente encantadora. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.

Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro rindieron homenaje a la valentía de los demás. Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:

-Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Ay, si yo fuera hombre! Los miraba desde mi ventana, a esos cerdos, con sus puntiagudos cascos, y mi criada tenía que sujetarme las manos para impedir que no les tirarse a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más difíciles de estrangular que los otros, no! Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que podía irme a El Havre… Y aquí me tienen.


Texto 1 para imprimir 

Texto 2

El viaje se alarga debido a la nieve y deben pernoctar en una posada de una ciudad intermedia. En él se hospeda un insolente oficial prusiano, de manifiesta prepotencia. A la mañana siguiente, y para sorpresa de los protagonistas, el oficial ha ordenado que los retengan a todos en la posada. Parte de su desconcierto se debe a que desconocen las razones de esta retención. 

La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre la manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a las treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, se acercó a la mesa.

El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.

Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.

Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:

-El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset se ha decidido ya.

Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:

-Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!

El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Se negó al principio, hasta que reventó exasperada:

-¿Que qué quiere?… ¿Que qué quiere?… ¡Nada! ¡Acostarse conmigo!

La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamor de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.

No obstante, una vez pasado el furor inicial, cenaron; estaban pensativos. [...]

Se levantaron muy temprano al día siguiente, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Se Entretuvieron dando paseos en torno de la diligencia.

Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la muchacha por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había algo más sencillo acaso? Además, ¿quién lo hubiera sabido? Ella pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía por no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia hubiera tenido eso para ella? 

Pero nadie confesaba sus pensamientos. 


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Texto 3

Ha pasado un día más y los apoyos a Bola de Sebo en su negativa de ceder al chantaje del oficial empiezan a perder consistencia; las razones íntimas de cada integrante del grupo se tambalean; los intereses propios pujan por resquebrajar su intachable moral católica burguesa. 

Se le ocurrió a Loiseau proponer al oficial que se quedara con Bola de Sebo y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje. Follenvie [el posadero] fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.

Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:

-No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan no hace ascos a nadie; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora; el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta. Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy se hace la remilgada, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Esta quiero” y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.

Las damas se estremecieron. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano. Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.

Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:

-Tratemos de convencerla. 

Entonces se pusieron a conspirar. [...]

Prepararon el asedio, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes; quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la ciudadela viviente.

Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto. [...]

Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las ciudadanas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.

Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó inocular una horrible y contagiosa enfermedad para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la cita fatal.

Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.

De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.

Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más íntimas reflexiones.

Bola de Sebo no despegaba los labios. La dejaron reflexionar toda la tarde.

Cuando iban a sentarse a la mesa para cenar apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.

Bola de Sebo respondió ásperamente.

-Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!

Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas -la más respetable por su edad- y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres casuísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abraham; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma, “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:

-¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?

-¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.

Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.

La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. 

[...]

Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.

La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado. Todo estaba convenido.

En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un ”hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible y, sin preámbulos, se metió de lleno en el asunto.

-¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una… liberalidad muchas veces por usted consentida?

Bola de Sebo callaba.

El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:

-No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.

La moza, sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.

Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?

Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:

-¿Ya está?

-Sí.

Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros. Loiseau no pudo contenerse:

-¡Caramba! Convido a champaña para celebrarlo.

Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.

Todos se volvieron de repente comunicativos y bulliciosos, rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.

De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:

-¡Silencio!

Todos callaron estremecidos.

-¡Chist! -y arqueaba mucho las cejas para imponer atención. Al poco rato dijo con suma naturalidad.

-Tranquilícense. Todo va como una seda.

Pasado el susto, le rieron la gracia. Luego repitió la broma:

-¡Chist!…

Y cada quince minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de viajante de comercio. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:

-¡Pobrecita!

O mascullaba una frase rabiosa:

-¡Prusiano asqueroso!

Cuando estaban distraídos, gritaban:

-¡No más! ¡No más!

Y como si reflexionase, añadía entre dientes:

-¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!

A pesar de ser aquellas bromas de un gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, depende del ambiente, y la atmósfera que se había ido creando poco a poco en torno a ellos estaba cargada de pensamientos lascivos.

Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad, comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.

Loiseau, alborotado, se levantó a brindar.

-¡Por nuestra liberación!

En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumoso que no habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino. 

Loiseau advertía:

-¡Qué lástima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.

Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves, y de cuando en cuando se estiraba las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.

Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:

-¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?

Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retratarlos con una mirada terrible, respondió:

-Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una canallada.

Se levantó y se fue repitiendo:

-¡Una canallada!

Era como un jarro de agua. Loiseau se quedó confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:

-Están verdes, para usted… están verdes.

Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!

-Pero ¿está usted seguro?

-¡Tan seguro! Como que lo vi.

-¿Y ella se negaba…?

-Por la proximidad… vergonzosa del prusiano.

-¿Es cierto?

-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.

El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.

Loiseau insistía:

-Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.

Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.

Acabó la tertulia. La señora Loiseau, que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy fantasmona”, rió de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.

-El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una vergüenza cómo está el mundo!

Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.

El champaña suele producir tales consecuencias, y, según dicen, da un sueño intranquilo.


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Texto 4

Bola de Sebo ya ha consumado su sacrificio. Al día siguiente, por tanto, la diligencia puede continuar su viaje a El Havre. Están preparados para salir, a falta de que ella comparezca. 

Solo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.

Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, se hubiera dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.

La muchacha se detuvo estupefacta; pero sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta prendida en sus faldas. Fueron acomodándose ya en la diligencia, y ella entró después de todos para ocupar su asiento.

Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:

-Menos mal que no estoy a su lado.

El coche arrancó. Proseguían el viaje.

Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Se sentía a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.

Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:

-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?

-¡Vaya! Es amiga mía.

-¡Qué mujer tan agradable!

-Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta… Una maravilla.

El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, se oían algunas de sus palabras:”…Cupón… Vencimiento… Prima… Plazo…”

Loiseau, que había hurtado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar a las cartas con su mujer.

Las monjas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba.

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

-Hace hambre.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

-Un ejemplo digno de ser imitado -advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. [...]

Las monjas comieron una longaniza que olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda y, exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió un irremediable deseo de llorar. Hizo esfuerzos terribles; se irguió, se tragó sus lágrimas como hacen los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa”. La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

-Llora de vergüenza.

Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papel el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet -que digería los cuatro huevos duros- estiró sus largas piernas bajo el asiento delantero, se reclinó, cruzó los brazos y, sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertada, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

Y Bola de Sebo lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.


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