La historia de mi hijo

Texto 1

Este primer fragmento corresponde al comienzo de la novela.

¿Cómo lo descubrí? 

Yo lo estaba engañando.

Noviembre. Tenía permiso escolar, porque dos semanas antes de los exámenes los alumnos de las clases superiores estábamos autorizados a quedarnos en casa para prepararnos. Decía que iba a trabajar a casa de otro amigo y me metía en el cine. Hacía solo uno o dos años que podíamos entrar en los cines. Era pues una doble libertad la que me permitía: perder de vista los libros y sentarme en una de las butacas de falso terciopelo marrón del cine d eun barrio de blancos. Mis padres nogozaban de muy buena posición, pero querían para mi hermana y para mí una juventud menos agobiada que la suya por las estrecheces de un bolsillo vacío, y mi asignación era más generosa de lo que su precaria posición les permitía por aquel entonces.çAsí pues, me encontraba en el vestíbulo del nuevo multicine, esperando a que empezara la sesión de las cinco para entrar en una de las salas, cuando mi padre y una mujer salieron de otro local.

Allí estaba mi padre. Lo vi antes de que él reparara en mí. Nos quedamos plantados mientras los demás cruzaban por nuestro campo de visión. Entonces vino hacia mí con ella, con el talante aturdido de la gente que emerge a la luz del día al salir de la oscuridad del cine.

-¿Te acuerdas de Hannah, verdad?-dijo él.

Y ella se me acercó esbozando una sonrisa crispada para distarer la mirada que yo tenía fija en mi padre, pues estaba concentrando en él un alud de preguntas y evidencias, de credulidad y de consternación que tensaba la piel de mis mejillas y me daba la sensación de que un ola de agua fría me iba anegando hasta el cuello.

-Hannah Plowman. Claro que nos conocemos- se apresuró a decir la mujer.

Dije "hola", aunque de hecho él me arrancó el saludo como si ya hubiésemos vuelto a nuestra pequeña casa del veld* frente a Benoni, y me incitara a vencer la arisca timidez propia d eun niño de seis años a quien le presentan a una tía o a una prima.

-¿Qué película vas a ver?- me preguntó, echándose hacia atrás como para evitar que percibiera el olor de ella que impregnaba su cuerpo. Contesté que no lo sabía. Lograron sonreír, casi reír, y hacer como si aquello fuera de lo más natural. Pero era verdad, se me había borrado de la mente el título de la película que quería ver, como debería borrárseme aquel encuentro, al que habría de echar tierra y sepultar bajo mis pies.

-La de Bertolucci, esa película italiana, es muy buena -indicó él, evitando delicadamente las implicaciones del natural "Nos ha parecido...".

Ella asintió con la cabeza llena de entusiasmo. Esa es la que hay que ver, Will, me estaba diciendo mi padre. Y la voz era un eco de otra vida, en la que él me daba su consejo paterno, ponderado y discreto. Luego hizo un además de "anda y diviértete", ella susurró algo amable y me dejaron con la misma prudencia con que se habían acercado. Los seguí con la mirada para cerciorarme de que los había visto de verdad. Ella iba sin medias, enseñando sus rosadas pantirrillas en forma de botella, con unas rústicas sandalias y un conjunto de algodón que evocaba los más abigarrados estilos de los gustos campesinos; él iba ataviado con la única chaqueta buena que tenía, la que tantas veces yo había llevado a la tintorería, doblada con cuidado sobre mi brazo para no deformarle las hombreras. Luego salí corriendo del vestíbulo del cine, con la vista fija al frente, como un caballo con anteojeras, para no ver por dónde se habían ido, y cogí un autobús hasta mi casa; a casa, a casa, donde me encerré en mi habitación, a salvo entre mis familiares libros de texto.

Texto 2

La mujer de mi padre es rubia. Naturalmente. ¿Qué otra cosa iba a ser? No de otro modo hubieran podido atrapar a ese hombre que había recorrido tanto camino evitando las tristes trampas que acechan a los de nuestra clase. la bebida, la inhalación de vapores de cola, las palizas a la esposa, las fanfarronadas, la obsequiosa manera de rogar (por favor, mi amo, ay, por favor, mi baas) y todas las refinadas trampas del servilismo, la corrupción, el nepotismo, que aguardan a los hombres que progresan a expensas de las vidas ajenas y de su propia estimación. ¡Su propia estimación! Esta había sido su religión, su divinidad. Nunca le había fallado cuando se preguntaba qué resolución debía tomar; era su indicativo interior, su piedra de toque. Haz aquello que te permita conservar tu dignidad. Ese es el saber que nos ha legado a mi hermana y a mí. Lo asumimos gracias a esa cálida corriente de seguridad que te inunda cuando recibes una consigna para tu vida cuya confirmación es la propia persona del donante. Si un individuo que ha vivido por y para su estima propia hasta el punto de perder el trabajo al que se consagraba, de pasar de una intimidad contemplativa a la actividad pública, de pronunciar discursos, de sufrir encarcelamiento y juicio, si ese individuo tenía que ser atrapado, por supusto había de serlo por la más vulgar, arquetípica, barata y pegajosa de las trampas, propia de esas sucias moscardas que se nos meten en la cocina a comérsenos la comida y a cagarse en ella al mismo tiempo.

Por supuesto que es rubia. Las húmedas fantasías sexuales que yo tengo, un colegial que no se ha acostado nunca con una mujer, son rubias. Las rubias son una infección que nos han traído las leyes que decidieron lo que somos nosotros y lo que son ellas. Resulta que todos somos portadores, gente que puede llevar en su corriente sanguínea que puede o no manifestarse pero que se contagia; y él se ha infectado pese a lo admirablemente que se ha emancipado de tantas cosas. Oh, sí, yo admiraba y admiro a mi padre. La gente suele decir que "caemos enfermos" con fiebre. Eso es lo que le pasó a él, que cayó, cayó en eso.

Por supuesto que nos conocemos. Ella entró en nuestra casa cuando él estaba detenido. La dejé entrar. Yo mismo le abrí la puerta; por aquel entonces siempre abría yo la puerta porque al no estar él allí, el colegial se había convertido en el hombre de la casa para mi madre y mi hermana. Entonces, yo componía mi expresión pensando enfrentarme a la policía que venía a registar la casa de nuevo. Pero se trataba de una mujer rubia, con la mirada franca y la presuntuosa sonrisa de disculpas propia de la gente que viene a ayudar. Era su trabajo, como representante de una organización internacional defensora de los derechos humanos que había sido enviada para supervisar las detenciones y juicios políticos, y para ayudar a la gente como mi padre y asus familias. No necesitábamos comida, mi colegio estaba pagado; mi madre y también baby después del colegio) trabajaban; tampoco debíamos ni un solo mes de alquiler porque cuando nos mudamos a la ciudad mi padre compró la casa, situada en lo que después se llamaría "zona gris·, donde la gente de nuestra raza desafiaba la ley y se instalaba entre los blancos.

Así que no la necesitábamos. [...]

Y aunque no la hubiese conocido, la habría podido reconocer como uno de esos retratos robot de los delincuentes que salen en los periódicos; habría podido hacer un réplica perfecta. La fantasía sexual del colegial. La mujer de mi padre. Pero yo no albergaba fantasías voluptuosas aquella noche. Me desperté en la oscuridad. Es duro para un adolescente permitirse llorar; produce un sonido horrible, supongo que porque su voz está cambiando.

Texto 3

pp 28-31. Una infancia feliz

Texto 4

¿Quién es Hannah Plowman?

No es solo la rubia de su padre. No es la mujer que un hijo adolescente utiliza para justificar una actitud defensiva llena de resentimiento, su desdén y sus celos. No es la amante y compañera de viaje d eun hombre de color con todo su historial subversivo, bien conocido por la Brigada de Seguridad. Lo único cierto es el expediente que una persona tiene sobre sus propios orígenes, y no se remonta más allá del límite d ela propia memoria. El de hannah empieza con su abuelo materno, y ella por lo menos sabía que le habían puesto el mismo nombre que a su bisabuela cuáquera pese a que su abuelo era anglicano, misionero en unos de los protectorados británicos de los confines del país. Después de que unos cuantos miembros menores de la realeza británica llegaran a ver arriar la bandera del Reino Unido e izar la de la independencia, el misionero permaneció en su retiro entre los viejos baputi negros cuyas almas estaba convencido de haber salvado y cuyo lenguaje utilizaba preferentemente. Hizo alguna straducciones de obras religiosas para los centros locales de catequesis y evocaba otros tiempos charlando con los ancianos jefes. Su hermano se habíaido a Suráfrica, donde se convirtió en el presidente d euna sociedad financiera que controlaba empresas mineras, productos derivados del maíz y empaquetadoras.

Este hermano costeó la educación de Hannah en Inglaterra cuando ya fue demasiado mayor para seguir en el colegio que tenían los misioneros en el pueblo, al que asistía con los niños negros; porque la madre de Hannah había estudiado enfermería en lo que entonces era Rodesia y regresó a la misión embarazada; dio a luz a una niña. A Hannah le dijeron que su padre había sido un soldado, y como sabía que los soldados morían en las guerras, dedujo que estaría muerto.

Más adelante supo que era un policía de Bulawayo que ya tenía esposa. La madre de Hannah se casó con un médico judío (a quien conoció cuando era enfermera ayudante de quirófano en el hospital de la misión del que se hizo cargo el gobierno independiente), y se fue a vivir a Ciudad del Cabo. Hasta que su madre emigró con su marido a Australia, Hannah pasaba una parte de sus vacaciones escolares en la choza de adobe y paja que su abuelo tenía en la misión, y la otra en el barrio de Ciudad del Cabo, entre la colección de pintura moderna de su padrastro.

Una vida peculiar la de Hannah, pero marcada por los cambios en el poder de las comunidades entre las que nació. Así que lo que ella realmente es está condicionado por "lo de aquel tiempo" y el "entonces"; sus características y sus incertidumbres. [...] Cuando estaba con su abuelo y él le sugería que sería feliz preparándose para enseñar en el mismo colegio donde había estudiado, fundadopor él, la idea la desalentaba. En Ciudad del cabo había conocido a jóvenes, estudiantes universitarios, chicos y chicas de familias blancas, acomodadas e instruidas como la de su padrastro, que trabajaban con los sindicatos, con organizaciones legales de ayuda, en programas de actividades culturales para la comunidad y proyectos de derechos humanos en los campamentos de "okupas", mientas que ella se limitaría a enseñar a los niños lo justo para darles la posibilidad de beber cerveza a morro y de limpiar las bañeras de los turistas. ella no era una diletante, pero tampoco estaba sensibilizada ante la cuestión social; tenía que elegir donde colocarse de una manera más realista que con su pueril idea de que toda Suráfrica era como su hogar: había fronteras, tratados, alambradas, puestos fronteriozs, fuertemente armados.

Suráfrica es una fuerza centrípeta que atrae a la gente no solo por necesidad económica sino también por la fascinación del compromiso en la lucha política. A ella la fascinación le llegó en la choza de adobe de la misión [...]. Con este fin trabajó en muchas organizaciones surafricanas. Algunas fueron prohibidas y tuvo que realizar tareas con el mismo compromiso social en otros lugares. Estuvo casada durante poco tiempo con un joven abogado, que enfermó de una depresión a causa de la derogación de las leyes impuesta por el Gobierno y la convenció para emigrar. Él se marchó primero, a Londres, pero allí se recuperó de su depresión y se enamoró de otra, por lo que Hannah nunca llegó a reunirse con él. [...] Las asociaciones y fundaciones que la empleaban le pagaban muy poco porque dependían de las donaciones caritativas del extranjero. Sin embargo, uno no puede considerarse pobre si lo es por propia elección; de haberlo querido, Hannah hubiese podido trabajar en una boutique o hacer carrera como relaciones públicas en una de las empresas de la familia de su abuelo, que había prosperado de una manera distinta de la que él le había enseñado.

La labor que ella realiza es fuente de grandes emociones. Brota de las crisis. [...] La relación con los presos políticos crea un clima muy especial en el que esta intensificación crea cotas muy altas. Asistir a los juicios mientras la lucha contra el mal por la que los hombres sacrifican su vida es poco a poco deformada por la ley gracias a volúmenes llenos de palabras, a los vídeos de la policía, a la sbocas llenas de los testigos del fiscal, convertida en un procesamiento por haber hecho el mal; tocar las manos de los acusados a través de la barandilla mientras ellos bromean sobre sus carceleros; visitra a las esposas, a los maridos, a los padres y a los hijos, miembros todos de una alianza rota por el encarcelamiento... Todo esto desarrolló los sentimientos de Hannah hasta un punto que nunca creyó que pudiese alcanzar. Enamorada. Estaba enamorada. No en el sentido usual, porque ya había estado enamorada a los veintitrés años, de su abogado, hasta que dejaron de estarlo; era otra cosa. Estaba como afectada por una temperatura y una presión atmosférica de compartida tensión, de reacciones; el reflejo de una mirada de confianza en lugar de una caricia, y la importancia y el orgullo de la responsabiliad de hacer cualquier cosa que le pidiesen, por humilde que fuese, en lugar de las apasionadas palabras íntimas. Un estado amoroso.

En ese estado se fomentaron su tenacidad, sus mentiras temerarias, la falta de escrúpulos en cuanto a amenazar con una acción internacional a fin de presionar a las autoridades para que le permitieran ver a los detenidos. Y en ese estado ella descubrió que tenía la misión de visitar a sus familias. [...]

La casa en el barrio blanco de clase baja al que uno de los detenidos había trasladado ilegalmente a su familia tenía una verja de hierro muy historiada, y un pelícano de yeso, dejado allí sin duda por los propietarios blancos, lo mismo que el molde vacío de una criatura revela lo que esta ha sido. La esposa era bonita y amable, bien arreglada, con medias y tacón alto. Eso hizo que Hannah se sintiese no como intrusa sino como innecesaria y obligada a hablar por los codos para que no se le notase. La esposa la escuchó con talante comprensivo, haciendo que hannah se sintiese más confusa aún. Aquella apacible mujer parecía estar acostumbrada a que la obedecieran. Mandó preparar el té a una hija suya parecida a ella pero no tan bella sino solo graciosa y desnvuelta, una colegiala que trabajaba los fines de semana. La esposa, según dijo, tenía un buen empelo y, aunque muy amablemente, dejó bien claro que no quería que nadie interfiriese en las medidas que habían tomado para salir adelante sin el caneza de familia. La madre, con su bonita y leve sonrisa (qué dientes tan perfectos para una mujer de mediana edad mientras que hannah a sus treinta años ya había tenido que recomponerlos en varias ocasiones), puso la mano sobre el hombro de aquel mocetón que había hecho esperar a Hannah un momento en la puerta, algo receloso, antes de dejarla entrar. 

-Mi hijo es ahora el hombre de la casa.

[...]

Por eso, todo lo que recordaba de aquella casa, de cuando estuvo allí por primera vez, era algo amado porque formaba parte de él. Era todo lo que tenía de aquella parte de él que ella no podía realmente conocer y que había transformado en algo amado. Era lo que ambos dejaban de la lado cuando estaban juntos en su habitación.