El olvido que seremos 

Héctor Abad Faciolince

Texto 1

Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas. (cap. 1)

[...] 

Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otra costumbre de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por “ese saludo de niño consentido”, yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que ésa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente.

Durante un tiempo evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí, pues me daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba acompañado, ese saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo de algún tiempo de fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual que siempre, aunque mis compañeros se rieran y dijeran lo que les diera la gana. Al fin y al cabo ese saludo cariñoso era una cosa de él, no mía, yo lo único que hacía era dejarlo hacer. Pero no todo fue burla entre mis compañeros; recuerdo que una vez, ya casi al final de la adolescencia, un amigo me confesó: “Hombre, siempre me ha dado envidia de un papá así. El mío no me ha dado un beso en toda la vida.” [...]

Cuando, muchos años más tarde, leí la Carta al padre de Kafka, yo pensé que podría escribir esa misma carta, pero al revés, con puros antónimos y situaciones opuestas. Yo no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante. Sin haber leído un cuento ni mucho menos un libro mío, como él sabía mi secreto, a todo el mundo le decía que yo era escritor, aunque me daba rabia de que diera por hecho lo que era solo un sueño. ¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el  padre que quisieran tener si volvieran a nacer? Yo lo podría decir. 

Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz. [...]

Lo anterior no quiere decir que nunca nos regañara. Tenía un trueno en la voz cuando se ponía bravo, y daba puñetazos en la mesa si regábamos algo o si decíamos alguna estupidez durante la comida. En general era muy indulgente con nuestras debilidades, si las consideraba irremediables como una enfermedad. Odiaba, por encima de todo, que no tuviéramos conciencia social ni entendiéramos el país en que vivíamos. (cap. 4)

Texto 2

«Perdón, no sabía que estabas ocupado». Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudarle con los ojos a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, no sabía que estabas ocupado».

Después no comentó ni una palabra sobre el asunto, pero semanas más tarde, en la biblioteca, me contó una historia: «Cuando yo estaba en último año de Medicina, me llamó a su casa un primo, Luis Guillermo Echeverri Abad. Después de muchos rodeos y con mucho misterio, este primo me confesó que estaba muy preocupado por su hijo, Fabito, que parecía no pensar en otra cosa que en hacerse la paja. A mañana, tarde y noche. Tú que eres casi médico, me dijo el primo, habla con él, aconséjalo, explícale lo dañino que es el vicio solitario. Entonces yo fui a hablar con el hijo de mi primo —siguió contando mi papá— y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo lo que quiera, que eso no hace daño y es lo más normal; lo raro sería que un muchacho no se masturbara, pero le doy un consejo: no deje rastros ni se deje ver de su papá. Al poco tiempo el señor volvió a llamar, a agradecerme. Le había hecho el milagro: Fabito, como por arte de magia, había dejado el vicio». Y mi papá, como si no hubiera mejor moraleja para esa historia, soltó una carcajada.

Lo que yo sentía con más fuerza era que mi papá tenía confianza en mí, sin importar lo que yo hiciera, y también que depositaba en mí grandes esperanzas (aunque siempre corría a asegurarme que no era necesario que yo lograra nada en la vida, que mi sola existencia era suficiente para la felicidad de él, mi existencia feliz y fuera como fuera). Esto significaba, por un lado, una cierta carga de responsabilidad (para no traicionar esas esperanzas ni desmentir esa confianza), un peso,  pero era un peso dulce, no era una carga excesiva, pues todo resultado, hasta el más nimio y ridículo, ya le agradaba, mis primeros borrones de páginas lo exaltaban, mis cambios de rumbo locos los interpretaba como una excelente práctica formativa, mi inconstancia como una marca genética de la que él también sufría, mi inestabilidad vital e ideológica como algo inevitable en un mundo que se estaba transformando ante nuestros ojos, y había que tener una mente flexible  para saber qué partido tomar en el reino de lo cambiante y de la indeterminación.[...]

Con mi papá yo podía hablar de todas estas materias íntimas, y consultárselas directamente, porque siempre me oía sin escandalizarse, tranquilo, y me contestaba en un tono entre amoroso y didáctico, nunca de censura. En la mitad de mi adolescencia, en el colegio de solos varones donde yo estudiaba, me ocurrió algo que me pareció muy extraño, y que llegó a atormentarme durante años. La vista de los genitales de mis compañeros de clase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yo llegué a pensar con angustia, por eso, que era marica. Se lo conté a mi papá con el ánimo transido de miedo y de vergüenza, y él me contestó, sonriendo tranquilamente, que era pronto para saberlo definitivamente, que tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas, que en la adolescencia estábamos tan cargados de hormonas que todo podía ser motivo de excitación, una gallina, una burra, unas salamandras o unos perros acoplándose, pero eso no significaba que yo era homosexual. Y ante todo me quiso aclarar que, de ser así, eso tampoco tendría ninguna importancia, siempre y cuando yo escogiera aquello que me hiciera feliz, lo que mis inclinaciones más hondas me indicaran, porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido, fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco menos numerosos que los diestros, y que el único problema, aunque llevadero, que podría tener en caso de que me definiera como homosexual, sería un poco de discriminación social, en un medio tan obtuso como el nuestro, pero que también eso podía manejarse con dosis parejas de indiferencia y de orgullo, de discreción y escándalo, y sobre todo con sentido del humor, porque lo peor en la vida es no ser lo que uno es, y esto último me lo dijo con un énfasis y un acento que le salían como de un fondo muy hondo de su conciencia, y advirtiéndome que en todo caso lo más grave, siempre, lo más devastador para la personalidad, eran la simulación o el disimulo, esos males simétricos que consisten en aparentar lo que no se es o en esconder lo que se es, recetas ambas seguras para la infelicidad y también para el mal gusto. (cap.25)

Texto 3

El sufrimiento, yo no empecé a conocerlo en mí, ni en mi casa, sino en los demás, porque para mi papa era importante que sus hijos supiéramos que no todos eran felices y afortunados como nosotros, y le parecía necesario que viéramos desde niños el padecimiento, casi siempre por desgracias y enfermedades asociadas a la pobreza, de muchos colombianos. Algunos fines de semana, como no habia clase en la universidad, mi papá los dedicaba a trabajar en barrios pobres de Medellín. Recuerdo que en algún momento remoto de mi infancia llegó a la casa un gringo alto, viejo, peliblanco, encantador,  el doctor Richard Saunders, y decidió montar con mi papá un programa que él había adelantado en otros países de África y de latinoamérica. Se llamaba Future for de Children, Futuro para los niños. [...]

Mi papá nos llevaba con el doctor Saunders a las barriadas más miserables de Medellín (y muchas veces sin él, cuando regresaba a su casa en Albuquerque, en Estados Unidos). Al llegar reunían a los líderes del barrio, y mi papá le servía de traductor para las propuestas de trabajo comunitario que se les hacían para mejorar sus condiciones de vida. Se juntaban en una esquina, o en la casa cural si el párroco estaba de acuerdo (no a todos les gustaba este trabajo social), y les hablaba y les preguntaba muchas cosas, problemas y necesidades básicas que mi papá iba anotando en una libreta. Debían organizarse, ante todo, para conseguir por lo menos agua potable, pues los niños se morían de diarrea y desnutrición. Yo debía de tener cinco o seis años y mi papá me medía con los niños de mi edad, o incluso con los mayores, para demostrarles a los líderes del barrio que algunos de sus hijos estaban flacos, muy bajitos, desnutridos, y así no iban a poder estudiar bien. No los humillaba; los incitaba a reaccionar. Medía el perímetro cefálico de los recién nacidos, lo anotaba en tablas, y tomaba fotos de los niños flacos y barrigones, con parásitos, para enseñarlas después en sus clases de la Universidad. También pedía que le mostraran los perros y los cerdos, pues si los animales estaban tan famélicos que se les veían las costillas eso quería decir que en las casas no sobraba ni un bocado y estaban pasando hambre. «Sin alimentación, ni siquiera es verdad que todos nacemos iguales, pues esos niños ya vienen al mundo con desventajas», decía. [...] (cap. 7)

Para mi papá el médico tenía que investigar, entender las relaciones entre la situación económica y la salud, dejar de ser un brujo para convertirse en un activista social y en un científico. En su tesis de grado denunciaba a los médicos-magos: «Para ellos, el médico ha de seguir siendo el pontífice máximo, encumbrado y poderoso, que reparte como un don divino familiares consejos y consuelos, que practica la caridad con los menesterosos con una vaga sensación de sacerdote bajado del cielo, que sabe decir frases a la hora irreparable de la muerte y sabe disimular con términos griegos su impotencia». Se enfurecía con quienes querían simplemente «aplicar tratamientos» a la fiebre tifoidea, en lugar de prevenirla con medidas higiénicas. Lo exasperaban las «curaciones maravillosas» y las «nuevas inyecciones», que los médicos daban a su «clientela particular» que pagaba bien las consultas. Y la misma revuelta interior la sentía contra quienes «sanaban» niños, en vez de intervenir en las verdaderas causas de sus enfermedades, que eran sociales.

Yo no recuerdo, pero mis hermanas mayores sí, que a veces las llevaba también al Hospital San Vicente de Paúl. Maryluz, la mayor, se acuerda muy bien de una vez que la llevó al Hospital Infantil y la hizo recorrer los pabellones, visitando uno tras otro a los niños enfermos. Parecía un loco, un exaltado, cuenta mi hermana, pues ante casi todos los pacientes se detenía y preguntaba: ¿«Qué tiene este niño?». Y él mismo se contestaba: «Hambre». Y un poco más adelante: «¿Qué tiene este niño?». «Hambre». «¿Qué tiene este niño?». Lo mismo: «hambre». «¿Y este otro?». Nada: «hambre. ¡Todos estos niños lo único que tienen es hambre, y bastaría un huevo y un vaso de leche diarios para que no estuvieran aquí. Pero ni eso somos capaces de darles: un huevo y un vaso de leche! ¡Ni eso, ni eso! ¡Es el colmo!». [...]

Defendía la idea elemental —pero revolucionaria, ya que era a favor de todo el mundo y no de unos pocos— de que lo primero es el agua y no deberían gastarse recursos en otras cosas hasta que todos los pobladores tuvieran asegurado el acceso al agua potable. «La epidemiología ha salvado más vidas que todas las terapéuticas», escribió en su tesis de grado. Y muchos médicos lo detestaban por defender eso en contra de sus grandes proyectos de clínicas privadas, laboratorios, técnicas diagnósticas y estudios especializados. Era un odio profundo, y explicable tal vez, pues el gobierno siempre estaba dudando sobre cómo repartir los recursos, que eran pocos, y si se hacían acueductos no se podían comprar aparatos sofisticados ni construir hospitales.

Y no sólo algunos médicos lo odiaban. En general, su manera de trabajar no era bien vista en la ciudad. Sus colegas decían que «para hacer lo que hace este no se necesita diploma», pues para ellos la medicina no era otra cosa que tratar enfermos en sus consultas privadas. A los más ricos les parecía que, con su manía de la igualdad y la conciencia social, estaba organizando a los pobres para que hicieran la revolución. [...]

De los muchos ataques que recibió, mi mamá recuerda muy bien el de uno de sus colegas, un prestigioso profesor de la misma Universidad, y director de la cátedra de cirugía cardiovascular, el Tuerto Jaramillo. Una vez, estando mi papá y mi mamá presentes, el Tuerto dijo muy enfático, en una reunión: «Yo no respiraré tranquilo hasta no ver colgado a Héctor de un árbol de la Universidad de Antioquia». Pocas semanas después de que a mi papá, al fin, lo mataran, como tantos durante tanto tiempo habían deseado, mi mamá se encontró con el Tuerto Jaramillo en un supermercado, y mientras este recogía bandejitas de carne, se le acercó y le dijo, muy despacio y mirándolo a los ojos: «Doctor Jaramillo, ¿ya está respirando tranquilo?». El Tuerto se puso pálido, y sin saber qué decir dio media vuelta y se alejó con su carrito de supermercado. (cap. 8)

Texto 4

Han pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla. No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido por las noches, como el fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible asesinato. Mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza. Las pocas veces que he soñado con él, en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos.[...]

Es posible que todo esto no sirva de nada; ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos, no va a recuperar sus carcajadas, ni su inmenso valor, ni el habla convincente y vigorosa, pero de todas formas yo necesito contarla. Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo. [...]

Aquí estoy de regreso, escribiendo sobre él desde donde él me escribía, seguro de que tenía razón, y de que la vida a secas (lo verde, lo caliente, lo dorado) es la felicidad. Aquí estoy, en la parcela que nos dejó en La Inés a mis hermanas y a mí. Los tristes asesinos que le robaron a él la vida y a nosotros, por muchísimos años, la felicidad e incluso la cordura, no nos van a ganar, porque el amor a la vida y a la alegría (lo que él nos enseñó) es mucho más fuerte que su inclinación a la muerte. Su acto abominable, sin embargo, dejó una herida indeleble, pues como dijo un poeta colombiano, «lo que se escribe con sangre no se puede borrar».

En otra carta que me escribió, también fechada en La Inés, de 1986, me decía: «Estoy sembrando más árboles frutales distintos a pamplemusa que espero los puedan disfrutar no solo ustedes y Daniela, sino los hijos de Daniela». Daniela, mi hija, acababa de nacer ese mismo año, y mi papá alcanzó a ayudarme a recibirla, de lado a lado, mientras aprendía a caminar y daba los primeros pasos, pocas semanas antes de su asesinato. Hay una cadena familiar que no se ha roto. Los asesinos no han podido exterminarnos y no lo lograrán porque aquí hay un vínculo de fuerza y de alegría, y de amor a la tierra y a la vida que los asesinos no pudieron vencer. Además, de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que ésta dure más que su mentira. (cap. 40)

Texto final

Todos estamos condenados al polvo y al olvido, y las personas a quienes yo he evocado en este libro o ya están muertas o están a punto de morir o como mucho morirán —quiero decir, moriremos— al cabo de unos años que no pueden contarse en siglos sino en decenios. «Ayer se fue, mañana no ha llegado, / hoy se está yendo sin parar un punto, y soy un fue, y un será, y un es cansado […]» decía Quevedo al referirse a la fugacidad de nuestra existencia, encaminada siempre ineluctablemente hacia ese momento en que dejaremos de ser. Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito. Todas estas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi memoria, todas esas presencias que fueron mi infancia y mi juventud, o ya desaparecieron, y son solo fantasmas, o vamos camino de desaparecer, y somos proyectos de espectros que todavía se mueven por el mundo. En breve todas estas personas de carne y hueso, todos estos amigos y parientes a quienes tanto quiero, todos esos enemigos que devotamente me odian, no serán más reales que cualquier personaje de ficción, y tendrán su misma consistencia fantasmal de evocaciones y espectros, y eso en el mejor de los casos, pues de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio. Visto en perspectiva, como el tiempo del recuerdo vivido es tan corto, si juzgamos sabiamente, «ya somos el olvido que seremos», como decía Borges. Para él este olvido y ese polvo elemental en el que nos convertiremos eran un consuelo «bajo el indiferente azul del Cielo». Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hombres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufriremos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos. Aunque puedo creerlo, no quiero imaginar el momento doloroso en que también las personas que más quiero —hijos, mujer, amigos, parientes— dejarán de existir, que será el momento, también, en que yo dejaré de vivir, como recuerdo vivido de alguien, definitivamente. Mi padre tampoco supo, ni quiso saber, cuándo moriría yo. Lo que sí sabía, y ese, quizá, es otro de nuestros frágiles consuelos, es que yo lo iba a recordar siempre, y que lucharía por rescatarlo del olvido al menos por unos cuantos años más, que no sé cuánto duren, con el poder evocador de las palabras. Si las palabras transmiten en parte nuestras ideas, nuestros recuerdos y nuestros pensamientos —y no hemos encontrado hasta ahora un vehículo mejor para hacerlo, tanto que todavía hay quienes confunden lenguaje y pensamiento—, si las palabras trazan un mapa aproximado de nuestra mente, buena parte de mi memoria se ha trasladado a este libro, y como todos los hombres somos hermanos, en cierto sentido, porque lo que pensamos y decimos se parece, porque nuestra manera de sentir es casi idéntica, espero tener en ustedes, lectores, unos aliados, unos cómplices, capaces de resonar con las mismas cuerdas en esa caja oscura del alma, tan parecida en todos, que es la mente que comparte nuestra especie. «¡Recuerde el alma dormida!», así empieza uno de los mayores poemas castellanos, que es la primera inspiración de este libro, porque es también un homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar. Lo que yo buscaba era eso: que mis memorias más hondas despertaran. Y si mis recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sentido (y dejaré de sentir) es comprensible e identificable con algo que ustedes también sienten o han sentido, entonces este olvido que seremos puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas, gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras. (cap. 42)