Germinal

Émile Zola

Germinal, del escritor francés Émile Zola, es una de las grandes narraciones del Naturalismo, corriente literaria del último tercio del XIX. Zola consideraba sus libros documentos sociales, porque con ellos pretendía adentrarse en todos los aspectos de la vida humana. Inspirado en los análisis de los grandes científicos de la época, como Darwin o Taine, Zola retrató minuciosamente la sociedad francesa de finales del siglo XIX. En su ensayo El Naturalismo, el escritor sienta las bases de lo que significa este término en el ámbito de la literatura:


“El Naturalismo en las letras es el regreso a la naturaleza y al hombre, es la observación directa, la anatomía exacta, la aceptación y la descripción exacta de lo que existe. La tarea ha sido la misma tanto para el escritor como para el sabio. Uno y otro tuvieron que reemplazar las abstracciones por realidades, las fórmulas empíricas por los análisis rigurosos. Así pues, no más personajes abstractos en las obras, no más invenciones falseadoras, no más absoluto, sino personajes reales, la verdadera historia de cada uno, la relación de la vida cotidiana.”


ZOLA, Emile, El Naturalismo, ed. Península, 2002, pag. 150 

El personaje principal de la novela, Etienne Lantier, un joven maquinista en paro, llega a Montsou, al norte de Francia, en busca de trabajo y allí se convierte en minero. Los Maheu, familia de mineros, acogen en su casa a Etienne, que desde el primer momento siente una atracción por Catherine, la mayor de los siete hijos de Maheu. Ese amor silencioso, que va a enfrentar desde el principio a Etienne con Chaval, el "chulo" de Catherine, constituye un hilo secundario en la narración,  que va cobrando fuerza hacia el final.

Sin embargo no es el amor, sino la lucha de los mineros por un salario justo, en el contexto de las luchas sociales de le época, lo que constituye el eje de la historia. A partir de su inmersión en ese mundo del trabajo en la mina de carbón Zola nos muestra la realidad social de la época: dos mundos antagonistas, el de los ricos: los propietarios, el director y el gerente de las minas, y el de los trabajadores, que malviven con unos sueldos miserables exponiendo su salud y sus vidas. Un mundo de lucha de clases donde la miseria, el alcoholismo, las relaciones sexuales sórdidas, conviven con la bondad y la aceptación de unas condiciones injustas, hasta que la conciencia social despierta en los mineros. 

Trailer de la película Germinal, dirigida por Claude Berri y protagonizada por Gerard Depardieu (1993)

Cuestiones para el coloquio

1. Fijaos en el contraste entre los dos grupos de personajes que, desde el principio, aparece en la película: por un lado, la vida cotidiana en casa de los Maheu, tan pequeña para los nueve que son de familia que ni siquiera pueden tener un espacio de intimidad para bañarse.

Por otro lado, la ostentosa mansión de los Gregoire, accionistas de las minas de Montsou, que se niegan a darle ni un solo franco a la mujer de Maheu, pero que se sienten generosos por sus gestos caritativos. Aquí vemos a la hija,  Cécile, ejerciendo su caridad con los pequeños Maheu. Sin embargo, ahora que sabemos cómo termina ella, ¿cómo os explicáis que Zola haya decidido ese final tan terrible para este personaje? ¿Qué nos quiere decir?


2. Los mineros visitan al director de la mina, Hennebeau, para quejarse del recorte de sueldos. Fijaos en el contraste entre la actitud respetuosa de los mineros y el gesto de Hennebeau. Como sabéis, las demandas de los mineros no son atendidas y además se les acusa de estar "envenenados" de ideas revolucionarias.  ¿Qué os parece este encuentro? A pesar de estar ante un relato que trata de reflejar la realidad de manera absolutamente objetiva, ¿de qué parte pensáis que se sitúa Zola?

3. Los trabajadores se reúnen en la taberna y discuten su postura  ante la posible huelga. ¿Qué opinan Etienne, Souvarine y Rasseneur? ¿Qué ideas políticas defienden cada uno de ellos, qué decide cada uno y qué consecuencias tienen sus decisiones? ¿Con quién creéis que se siente Zola más de acuerdo?


4. La tensión amorosa entre Etienne y Catherine constituye uno de los hilos narrativos de la novela y también de la película. Tal vez os haya interesado más que las discusiones políticas. En las siguientes imágenes obervaréis los diferentes momentos de su relación. ¿Por qué aparece como una relación imposible hasta el final? ¿Qué impide que estén juntos? ¿Qué os parece la actitud de Chaval con Catherine y la aceptación de ella? ¿Tiene algo que ver con lo que ocurre hoy?

Tarea

Vais a leer el siguiente fragmento una vez hayáis visto la película completa. El texto es bastante más largo pero está recortado para que os podéis centrar en el personaje de Hennebeau, director de la mina, y de sus pensamientos cuando descubre la infidelidad de su mujer con su sobrino. Sería interesante comparar ese breve instante de la película con las muchas páginas que ocupa este momento en la novela. Quizá os ayude a calibrar y a valorar los matices del texto escrito (lenguaje literario) que no podemos apreciar en la película (lenguaje audiovisual). En la película transcurre desde el minuto 1.37,15 al 1.38,06. 

Hennebeau, almorzando solo en su casa, recibe a un capataz que le informa de que los huelguistas se dirigen a Mirou. Al poco rato un telegrama le anuncia que las minas de La Magdalena y Crevecoeur también están amenazadas. No sabe cómo actuar así que decide subir al cuarto donde duerme su sobrino Negrel para buscar una carta que este debería haber enviado al Gobernador para solicitar instrucciones. Sin embargo lo que se encuentra allí lo deja inmerso en un mar de cavilaciones. 


Al entrar, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: la habitación no estaba limpia, sin duda por descuido o pereza de Hippolyte. Allí reinaba un calor húmedo, el calor encerrado de toda una noche, cargado con el calorífero, que seguía encendido. Sintió en la nariz un sofocante olor penetrante, creyó que eran las aguas de aseo, porque el lavabo estaba lleno de ellas. Un gran desorden abarrotaba la pieza, ropas tiradas, toallas mojadas en los respaldos de las sillas, la cama abierta, una sábana caída sobre la alfombra. De todas maneras, echó una mirada distraída y se dirigió hacia una mesa cubierta de papeles donde buscó la nota perdida. Dos veces examinó los papeles uno a uno: decididamente no estaba allí. ¿Dónde diablos habría podido dejarla ese atolondrado de Paul?

Y cuando el señor Hennebeau volvía hacia el centro de la habitación mirando cada mueble vio, en la cama deshecha, un punto vivo, que brillaba como un destello. Se aproximó maquinalmente, estirando la mano. Entre dos pliegues de la sábana, un pequeño frasco de oro. Inmediatamente, reconoció el frasquito de la señora Hennebeau, un frasco de éter que no la dejaba nunca. Pero no se explicaba la presencia de ese objeto allí: ¿cómo podía estar en la cama de Paul? Y, de repente, palideció espantado. Su mujer había dormido allí.

—Perdón –murmuró la voz de Hippolyte detrás de la puerta–. He visto que el señor subía...

El sirviente entró, el desorden de la habitación lo dejó consternado.

—¡Dios mío! Es verdad, ¡la habitación no está arreglada! Rose salió dejándome la limpieza a mí.

El señor Hennebeau había escondido el frasco en su mano y lo apretaba casi hasta romperlo.

—¿Qué quiere usted?

—Señor, hay un hombre... Viene de Crèvecoeur, trae una carta.

—¡Bien, dígale que espere!

¡Su esposa había dormido allí! Después de echar el cerrojo, abrió la mano, miró el frasco que se había quedado marcado en su carne. Bruscamente, veía, entendía esa indecencia que venía sucediendo en su casa desde hacía meses. Recordaba su antigua sospecha, los crujidos de las puertas, los ruidos de pasos por la noche en la casa silenciosa. ¡Su esposa subía a dormir allí!

Caído sobre una silla, frente a la cama, que contemplaba fijamente, se quedó largos minutos como atónito. Un ruido lo despertó, golpeaban a la puerta, intentaban abrir. Reconoció la voz del sirviente.

—Señor... ¡Ah! El señor se ha encerrado...

—¿Qué pasa ahora?

—Parece que es urgente, los obreros destruyen todo. Hay otros dos hombres abajo. También traen comunicados.

—¡Déjeme tranquilo! ¡Ahora bajaré!

La idea de que Hippolyte habría descubierto el frasco si hubiera arreglado la habitación esa mañana, lo paralizaba. Además, ese sirviente ya debía saber, habría encontrado veinte veces esa cama caliente por el adulterio, los cabellos de la señora sobre la almohada, huellas abominables manchando la ropa de cama. Si venía a molestarlo ahora era por maldad. Quizá se había quedado con la oreja pegada en la puerta, excitado con el libertinaje de los amos.

Entonces, el señor Hennebeau dejó de agitarse. Seguía mirando la cama. Un largo pasado de sufrimiento acudió a su mente, su casamiento con esta mujer, su malentendido inmediato de amor y de carne, los amantes que ella había tenido sin que él sospechara, aquel que le había tolerado durante diez años, como se tolera un gusto inmundo a una enferma. Luego, con la llegada a Montsou, una esperanza loca de curarla, meses de languidez, de exilio soñoliento, la vejez que pronto iba a devolvérsela. Luego, la llegada de su sobrino, ese Paul del que ella se convertía en madre, al que hablaba desde su corazón muerto, enterrado en las cenizas para siempre. ¡Y él, marido imbécil, no se percataba de nada, adoraba a esta mujer que era suya, que muchos hombres habían poseído, y que sólo él no podía poseer! ¡La adoraba con una pasión vergonzosa, al punto de caer de rodillas si ella hubiera querido darle las sobras de los otros! Pero las sobras se las daba a este muchacho.

Un timbrazo lejano, en ese momento, hizo estremecer al señor Hennebeau. Lo reconoció, era el timbrazo que, según sus órdenes, sonaba cuando llegaba el cartero. Se levantó, habló en voz alta, con un chorro de groserías y su garganta dolorida reventaba a pesar suyo.

—¡Ah, no me importa nada! ¡Qué me importan esos comunicados y esas cartas!

Ahora lo invadía la furia, la necesidad de una cloaca para echar tanta suciedad. Esta mujer era una zorra, buscaba palabras crudas para humillarla. La idea repentina de que ella perseguía con una sonrisa tranquila el casamiento de Cécile y Paul terminó por exasperarlo. ¿No había acaso más pasión, más celos, en el fondo de esta sensualidad de su mujer? No se trataba ahora más que de un juego perverso, del simple hábito de tener una relación carnal con los hombres, del goce que se perseguía con la misma naturalidad con la que se come el postre habitual. Y la acusaba de todo, casi exculpaba al muchacho, casi un niño, al que había mordido, con ese despertar de su apetito, como se muerde el primer fruto verde, robado en los caminos. ¿A quién se comería luego, hasta dónde caería cuando no tuviera más sobrinos complacientes, lo bastante prácticos como para aceptar de su familia, la mesa, la cama y la mujer?

Rascaron tímidamente la puerta, la voz de Hippolyte se permitió susurrar por el ojo de la cerradura:

—Señor, el correo... También está el señor Dansaert que ha vuelto, diciendo que andan matando gente por ahí.

—¡Ya bajo, maldita sea!

¿Qué podía hacer? Echarlos de la casa a su retorno de Marchiennes como animales apestosos a quienes no se quiere tener bajo el mismo techo. Cogería un garrote, les gritaría que se marcharan a llevar a otra parte el veneno de sus acoplamientos. Eran sus suspiros, sus alientos confundidos lo que apestaba en la tibieza húmeda de este dormitorio; el olor penetrante que lo había sofocado era el olor de almizcle que exhalaba la piel de su mujer, otro gusto perverso, la necesidad carnal de los perfumes fuertes; y así recuperaba el calor, el olor de la fornicación, el adulterio vivo en los orinales que aún estaban llenos en el desorden de la ropa, de los muebles, de toda la pieza, apestosa de vicio. Un furor impotente lo lanzó sobre la cama, a puñetazos, y rompiendo la tela donde veía la huella de sus cuerpos, rabioso con las mantas arrancadas, las sábanas arrugadas, blandas e inertes bajo sus golpes, como exhaustas también tras los amores de toda la noche.

Pero, de repente, creyó escuchar que Hippolyte volvía a subir. La vergüenza lo detuvo. Se quedó un instante, jadeante, secándose la frente, calmando los latidos de su corazón. De pie delante de un espejo, contempló su rostro, tan descompuesto que ni se reconocía. Luego, cuando vio que se calmaba poco a poco, con un esfuerzo de suprema voluntad, bajó.

Abajo, sin contar a Dansaert, había cinco mensajeros de pie. Todos le traían noticias de gravedad creciente sobre la marcha de los huelguistas a través de las minas; y el capataz le contó lo que había sucedido en Mirou, salvado por la valiente conducta del viejo Quandieu. Escuchaba, movía la cabeza, pero no entendía nada, su espíritu estaba arriba, en el dormitorio. 

[...]

El crepúsculo ya oscurecía la habitación, eran las cinco cuando un escándalo sobresaltó al señor Hennebeau, aturdido, inerte, con los codos sobre los papeles. Pensó que los dos miserables volvían. Pero el tumulto aumentaba, un grito terrible estalló en el momento en que se acercó a la ventana.

—¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo un ataque en el Voreux, galopaban, y les volvieron la espalda para ocupar esa mina. 

[...]

La multitud había hecho una parada frente al palacete del director y resonaba el grito:

—¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

El señor Hennebeau estaba de pie junto a la ventana, cuando Hippolyte entró para cerrar las persianas por miedo a que rompieran los cristales a pedradas. Cerró todas las persianas de la planta baja, luego subió al primer piso, se escucharon los chirridos de las fallebas, el chasquido de las persianas, una a una. Por desgracia, no podía cerrar de la misma manera la ventana de la cocina, en el sótano, un ventanal inquietante porque desde fuera se advertían los fuegos de las cacerolas y del asador.

Maquinalmente, el señor Hennebeau, que quería ver lo que sucedía, subió al segundo piso, a la habitación de Paul: tenía la mejor visión hacia la izquierda, porque se veía la carretera hasta los Astilleros de la Compañía. Se mantuvo detrás de la persiana, dominando la multitud. Pero esta habitación lo había atrapado nuevamente, la mesilla limpia y en orden, la cama fría, las sábanas limpias y bien estiradas. Toda su rabia de la tarde, esa furiosa batalla en medio del gran silencio de su soledad, acababa en una inmensa fatiga. Su ser estaba como esta habitación, enfriado, limpio de las basuras de la mañana, correcta para su uso. ¿Para qué provocar un escándalo? ¿Acaso algo había cambiado para él? Su mujer simplemente tenía un amante más, y la circunstancia de que este fuese su sobrino apenas agravaba el hecho; y quizá tenía la ventaja de salvaguardar las apariencias. Se apiadaba de sí mismo pensando en sus celos. ¡Qué ridículo, haberla tomado con la cama a puñetazos! Puesto que había aguantado a otros hombres, toleraría a este también. Una amargura espantosa le envenenaba la boca, la inutilidad de todo, el eterno dolor de la existencia, la vergüenza de sí mismo, que adoraba y deseaba desde siempre a esta mujer en la suciedad en la que lo abandonaba.

Al pie de la ventana estallaron los gritos con un redoble de violencia.

—¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

—¡Imbéciles! –dijo el señor Hennebeau con los dientes apretados.

[...]

¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

—¡Imbéciles! –repitió el señor Hennebeau–. ¿Acaso piensan que soy feliz?

Sentía una rabia espantosa contra esa gente que no entendía nada. Les hubiera regalado sus grandes ganancias para tener como ellos, la piel dura, el emparejamiento fácil y sin remordimientos. Los podría sentar a su mesa, llenarlos de faisán, mientras él iría a fornicar detrás de los matorrales, a tirarse a las muchachas sin preocuparse de quién lo había hecho antes que él. Lo hubiera dado todo, su educación, su bienestar, sus lujos, su poder como director, si hubiera podido ser un día entero el último de esos miserables que le obedecían, libre de su propia carne, suficientemente zafio para pegar a su mujer y darse placer con las vecinas. Y deseaba también reventar de hambre, tener el estómago vacío, torcido de calambres que atacaban el cerebro con un vértigo: quizá esto hubiera matado su eterno dolor. ¡Ah, vivir como un animal, no poseer nada, echarse en los trigales con la muchacha más fea, la más sucia y ser capaz de contentarse con ello!

—¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

Entonces se enfadó, gritó furiosamente en medio del escándalo:

—¿Pan? ¿Acaso eso basta, imbéciles?

Él tenía pan y sin embargo no protestaba por su sufrimiento. Su matrimonio deshecho, su vida entera dolorida, le subían a la garganta, en un estertor de muerte. No todo iba mejor cuando se tenía pan. ¿Quién era el idiota que ponía la felicidad de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos visionarios revolucionarios podían demoler la sociedad y construir otra, que ni así añadirían una sola alegría a la humanidad, no le quitarían ni una sola pena, cortando en dos los trozos de pan. Ampliarían la desdicha de la tierra, harían aullar hasta a los perros de desesperación, cuando los hubieran sacado de la tranquila satisfacción de los instintos para alzarlos al sufrimiento insaciable de las pasiones. No, el único bien era no ser, y si se era, ser el árbol, ser la piedra, menos aún, el grano de arena que no puede sangrar bajo el zapato de los caminantes.

Y, en esta exasperación de su tormento, las lágrimas hinchaban los ojos del señor Hennebeau, reventaban como gotas ardientes a lo largo de sus mejillas. El crepúsculo ocultaba la carretera, cuando unas piedras comenzaron a acribillar la fachada del palacete. Sin ningún odio contra esos muertos de hambre, rabioso sólo por la herida dolorosa de su corazón, seguía balbuceando entre lágrimas:

—¡Qué imbéciles, qué imbéciles!

Pero el grito dominó, un aullido sopló como una tempestad, barriéndolo todo.

—¡Queremos pan! ¡Pan! ¡Pan!

 


ZOLA, Germinal. Ed. Akal, 2017. Quinta parte, capítulo 5