Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y, como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas matas de bambú en un prado de flores. Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia fuera formando arcos graciosos.
(J. Valera, Las ilusiones del Doctor Faustino)
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres tan simpáticos y agradables habrán echado Dios al mundo. Lucas era en aquel entonces de pequeña estatura, un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Digiérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y estas perfecciones principiaban por los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva.
Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo.
(P.A. Alarcón, El sombrero de tres picos)
Tío Mocejón, el de la calle Alta, era un marinero chaparrudo, rayano en los sesenta, de color de hígado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en el cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. Tenía los andares como todos los de su oficio, torpes y desplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar, en tierra, oscuro y desdeñoso. En tierra, digo, porque en la mar, como andaba en ella, o por encima o alrededor de ella veía cuanto en el mundo podía llamarle la atención. Ya era otra cosa en cuanto a genio, mucho peor que la piel, que la barba, que las greñas, los andares y la mirada: no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible.
(Jose María Perede, Sotileza)