La Segunda República

La Segunda República

La Segunda República se inauguró con excelentes auspicios y con las mejores intenciones: establecer un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. El proyecto quedó, al principio, en manos de un gobierno de coalición débil, presidido por Alcalá Zamora e integrado por facciones de muy distinto pelaje; pero, después de las primeras elecciones, escoró hacia Izquierda Republicana, y los Socialistas dejando en franca minoría a moderados y republicanos católicos.

Desde octubre de 1931, el presidente Manuel Azaña se esforzó por sentar las bases de una democracia moderna, formando un gobierno integrado por Izquierda Republicana y los socialistas. El líder de la UGT, Largo Caballero, al frente del Ministerio de Trabajo, organizó sindicalmente a la masa obrera, pero no pudo impedir que muchos trabajadores, descontentos por la creciente burocratización de la UGT, se inclinaran hacia el otro sindicato, la CNT, más radical y menos comprometido con el gobierno y cuya ideología acabó identificándose con la Federación Anarquista Ibérica (FAI), más inclinada a conseguir sus objetivos por las bravas.

La legislación reflejó prontamente este desequilibrio político. La izquierda en el poder, fiel a sus tradicionales postulados anticlericales, arremetió contra la Iglesia y el Ejército, a los que consideraba, no sin razón, sus enemigos tradicionales y los sostenes del viejo régimen que pretendían abolir. Los ateneístas que suministraron la munición dialéctica eran, algunos de ellos, capaces de componer un buen soneto, pero ignoraban la regla del tres y no advirtieron que, dadas las circunstancias, lo prudente era arrimar el hombro para paliar el paro y la inestabilidad social heredados de la crisis económica mundial, y templar gaitas con la escamada derecha en lugar de enmendar la plana a la historia resucitando agravios y poniendo al cobro viejas deudas de la derrotada facción conservadora. La secreta aspiración del gobierno de la República era librar a la sociedad de la influencia de la Iglesia. Al «anticlerícalismo estrecho y vengativo» (Madariaga dixit) de muchos republicanos se sumó un revanchismo frentepopulista, que cándidamente se creía en condiciones de acabar con el poder de la Iglesia. En fin, que los republicanos, como eran legos en materia de gobierno, forzaron tanto el motor que lo quemaron. Para abrir boca declararon que la República era aconfesional, concedieron prioridad a la disolución de las órdenes religiosas, permitieron el matrimonio civil y el divorcio, y planearon arrebatar a la Iglesia, a medio plazo, la educación de la juventud, su feudo tradicional, impulsando la educación laica y multiplicando las escuelas. La Iglesia, que sabe más por vieja que por Iglesia, se había propuesto, desde mediados del siglo XIX, controlar la educación, especialmente la de la infancia y primera juventud, cuando las conciencias son más moldeables y pueden acatar, sin cuestionarlos, los dogmas de fe. Los gobernantes republicanos, ignorantes del tremendo poder de la institución, no sólo le arrebataron esta irrenunciable parcela, sino que, además, toleraron la quema de templos y conventos por elementos incontrolados (mayo 1931) con el argumento de que un ciudadano es libre de ir por la calle con una lata de gasolina. Así, cuando el ciudadano penetraba en un templo, esparcía el líquido inflamable y le arrimaba una cerilla, ya era demasiado tarde para frustrar su propósito.

Quizá fuera la arrogancia que dan los votos. Los que tenían que dirigir el país con prudencia, vista larga y paso corto desoyeron las voces de alarma que se alzaban en su propio bando avisando de que atacando a la Iglesia enemistarían a media sociedad contra la República. Fatal error de cálculo, porque la Iglesia, a pesar de los embates del liberalismo, conservaba un inmenso peso social y disponía de veinte mil púlpitos desde los que señalar a las gentes de orden el origen de todos los males y sus posibles remedios. También disponían de dos mil años de experiencia en la persuasión de las masas.

Los ánimos se fueron caldeando. Incluso Azaña, una de las inteligencias más despiertas que han gobernado España, sucumbió a la tentación de introducir en su vocabulario mitinero la desafortunada expresión triturar para anunciar lo que pensaba hacer con el bando contrario.

Como la alegría no dura mucho en la casa del pobre (y el país era pobre de solemnidad), sonaron a lo lejos tambores de guerra, aguándole la fiesta a los más discretos: el pronunciamiento de Sanjurjo (1932), la matanza de Casas Viejas (1933) y los actos de clausura de la revolución de Asturias, organizados por Franco (1934).

La sociedad, crecientemente politizada, se hallaba escindida en dos bandos cada vez más intransigentes: derechas, predio de burgueses y ricos, e izquierdas, refugio de los parias de la tierra y desheredados en general. Católicos de toda la vida por un lado; agnósticos, muchos de ellos recientes, por el otro. Sombrero flexible, casino, club y Círculo de Labradores por un lado; gorra menestral, taberna, blusón y alpargatas por el otro, y cada bando considerando al opuesto como una amenaza intolerable.

Cada parte pretendía catequizar a la contraria y convertirla a su estilo de vida, y si ello no fuera posible, por lo menos, exterminarla. Dado que el país era más fértil en analfabetos y hombres de acción apasionados y montaraces que en caviladores y contemplativos, el bagaje ideológico de cada bando se redujo a media docena de consignas fáciles de recordar. Los del bando republicano, muchos de ellos personas regladas que acataban, por convicción y por costumbre, la moral cristiana, fueron acomodándose, no sin cierta íntima resistencia, a los principios del amor libre; al propio tiempo, muchos derechistas de suyo disolutos volvieron a usar el escapulario y acataron, al menos externamente, el magisterio de la Iglesia. Eran contradicciones que, como el personal tenía poca costumbre de pensar por su cuenta, no fueron cabalmente advertidas por los interesados.

La Iglesia, como ya había probado casi siglo y medio antes, cuando puso al país en pie de guerra contra los franceses, extendió su manto para cobijar a la derecha descontenta y aglutinarla en una fuerza única y coherente que repeliera los desmanes de la izquierda. La burguesía, el capital y el funcionariado, que temían por sus propiedades o sus privilegios de clase, no se hicieron de rogar y se unieron, con más o menos entusiasmo, al frente común constituyendo la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), cuyo miembro más representativo era Acción Popular, el partido de Gil-Robles.

El escándalo del estraperlo

Los partidos de la oposición (partidos católicos, carlistas navarros y radicales de Lerroux) no le proporcionaron a Azaña tantos quebraderos de cabeza como los nacionalistas catalanes, que estaban dispuestos a independizarse aunque fuera con la fórmula intermedia de la federación. Azaña, haciendo equilibrios de funambulista, consiguió consensuar a catalanistas y conservadores, y la cosa quedó en una Generalidad semiindependiente, administrada por Esquerra Catalana (Luis Companys).

Se produjeron, luego, ciertas disensiones. Los socialistas abandonaron la coalición gubernativa y dejaron a Azaña solo delante del toro de una derecha robustecida, que triunfó en las elecciones de 1933. La derecha triunfaba en Europa: Hitler y Mussolini eran populares, y aunque los más perspicaces observadores señalaban que no eran trigo limpio, la burguesía europea los apoyaba como antídoto contra el comunismo. Cualquier alternativa política que conjurara el peligro de la revolución obrera parecía buena.

Los socialistas no podían consentir que el gobierno centroderechista de Lerroux, apoyado por la CEDA y los monárquicos, demoliera lo que la República había construido trabajosamente en su etapa anterior e indultara a los golpistas de Sanjurjo. Comenzaron a promover huelgas y movilizaciones: la CNT, en su feudo zaragozano; la UGT, en el campo. El creciente deterioro de la situación desembocó en la revolución de octubre de 1934, que fracasó en Madrid y Barcelona, pero triunfó en Asturias. Al río revuelto, Companys declaró la independencia de Cataluña, que quedó algo apagada ante los ecos que llegaban de Asturias, donde los comités mineros amotinados se ensañaban con las propiedades de los capitalistas y contra sus medios de producción.

La situación parecía intolerable en un Estado de derecho. El gobierno envió al ejército de África y sofocó sangrientamente la revolución. Por uno de estos guiños que a veces tiene la historia, los asturianos, tan orgullosos de la gesta de Covadonga, padecieron la represión de un ejército en el que abundaban los regulares moros.

Cayó el gobierno, claro, pero fue sustituido por otro muy parecido, que fue igualmente fugaz, y desacreditado, Lerroux especialmente, por el escándalo del straperlo. Esta fea palabra, que hoy ha quedado incrustada en el castellano como sinónimo de mercado negro y asunto turbio, es fruto del acoplamiento de los apellidos de un tal Strauss, holandés, empresario de juegos de azar en Niza, y de Perle, su socio capitalista. Estos individuos habían ideado un juego de sociedad basado en una especie de ruleta y pretendían introducirlo en los países de Europa donde estaban prohibidos los juegos de azar, entre ellos España. La bolita pasaba por un número, y si el jugador era rápido de reflejos, podía hacer un cálculo mental y adivinar en qué otro número iba a detenerse. Eso era para abrir boca, porque cuando el personal se caldeaba y las apuestas alcanzaban cifras respetables, los cálculos fallaban, y el apostador perdía hasta el último céntimo. La maquinita ya había funcionado en Holanda, por breve tiempo, y el gobierno la había prohibido. Strauss, Perle y el séquito de sinvergüenzas que los acompañaban, entre ellos un boxeador y una actriz, se trasladaron a Madrid dispuestos a conseguir el permiso en España, y acudieron a Aurelio Lerroux, hijo adoptivo de don Alejandro, al que entregaron dos relojes de lujo, uno para su ilustre padre y otro para el ministro de la Gobernación. Es posible que el soborno ni siquiera alcanzara a sus destinatarios, pero, en cualquier caso, los promotores obtuvieron la licencia necesaria. Unos días después, la maquinita comenzó a funcionar en el casino de San Sebastián, pero el gobernador civil la prohibió tres horas después. Algo parecido ocurrió en un hotel de Mallorca en el que los promotores intentaron implantar el invento.

En vista de las dificultades, Strauss escribió a Lerroux lamentándose del fracaso de su empresa, y tras informarle de la implicación de su hijo adoptivo y de otros políticos de su partido, solicitaba una elevada cantidad en concepto de indemnización. Lerroux ignoró la carta del chantajista y una segunda comunicación, incluso más explícita. Entonces, el estafador fue con el cuento a don Manuel Azaña, el más encarnizado enemigo de Lerroux, que, a su vez, se lo contó a Alcalá Zamora y a Prieto, con el que por entonces estaba a partir un piñón. El asunto se debatió en las Cortes, con intervención del fiscal del Estado, y cautivó a la prensa. El escándalo de los sobornos, hábilmente jaleado por los enemigos de Lerroux, dio al traste con el Partido Radical, pues salpicó no sólo a Lerroux, a la sazón ministro de Estado, sino a toda su plana mayor y, lo que es peor, desprestigió a la República.

Vísperas de sangre

En febrero de 1936, el Frente Popular, la amplia coalición de izquierdas, ganó las elecciones por estrecho margen.

Las posturas de los dos bandos se habían ido radicalizando. Ya las izquierdas exigían sin ambages la dictadura del proletariado. Las ideas de la Revolución de Octubre (soviética) iban calando en la masa obrera cada vez más aperreada y descontenta. El Partido Comunista, que unos años antes era casi inapreciable, crecía como la espuma.

Por la derecha, los éxitos del fascismo en Italia y Alemania, yla alarma causada por el crecimiento de los partidos marxistas, animaban igualmente a la radicalización de posturas. Ya se iba llegando a las manos, como precalentamiento, para lo que se veía venir. Jóvenes falangistas se enfrentaban, en reyertas callejeras, con bandas de las juventudes socialistas y comunistas. La derecha, apiñada en el Frente Nacional, cortejaba a los militares animándolos a pronunciarse.

El caso es que los militares ya habían fracasado en un pronunciamiento prematuro, el del general Sanjurjo, cuatro años antes. Pero esta vez organizaron mejor las cosas y dejaron la coordinación al general Mola, al que por algo apodaban el Director.

El deterioro del orden público culminó con los absurdos asesinatos del teniente Castillo, notorio izquierdista, y del líder de la derecha parlamentaria, Calvo Sotelo. Este fue el fulminante que provocó la explosión. Como en el caso de la quema de conventos, que tanto favoreció a la derecha años atrás, el gobierno no supo prever que una acción semejante podía acarrear su ruina.

Finalmente, la España y la Antiespaña, el Espíritu y la Materia, el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, llegaron a las manos como en el entrañable lienzo de Goya, en el que dos labriegos, enterrados hasta las rodillas, se tunden a palos. Sobre cuál de las dos Españas era la mala y cuál la buena, si es que alguna era buena, hay diversidad de opiniones. Lo que está fuera de toda duda es que cada una se creía la buena y estaba convencida de que la otra no tenía derecho a la vida.

La rebelión militar, también denominada alzamiento, estalló con éxito en Marruecos el día 17 de julio de 1936, y al día siguiente alcanzó la Península, donde fracasó parcialmente. El territorio quedó dividido en dos zonas, nacional y republicana, o fascista y roja, que libraron una larga y sangrienta guerra de tres años, hasta que la republicana (o roja) fue derrotada.

Del lado de los rebeldes quedaron Castilla la Vieja, gran parte de Andalucía, Galicia y Navarra, zonas eminentemente agrícolas. Del lado de los leales a la República, Madrid, Cataluña, el País Vasco y Levante, lo que en principio determinaba una cierta división entre la España agraria, tradicional y conservadora, y la urbana, industrial y revolucionaria. Los republicanos tenían el acero y la industria; los rebeldes, las lentejas. Cada cual tuvo que buscar en el extranjero lo que le faltaba.

El aplastamiento de la rebelión en Madrid y Barcelona se había debido, más que al gobierno, cuya reacción fue torpe y tardía, a la heroica y oportuna actuación de las organizaciones obreras constituidas en milicias. En los primeros meses de la guerra, estas milicias arrebataron al gobierno legítimo la dirección de las operaciones. Con funestos resultados porque la guerra, en manos de aficionados, entre los cuales había un alto nivel de indocumentados y analfabetos, no pudo ir peor frente a los rebeldes, que eran militares de carrera. Es cierto que muchos de ellos, panzones y rancios, no podrían ser considerados genios de la guerra, pero por lo menos tenían cierta experiencia de Marruecos. Además, la sociedad que habían venido a liberar los respaldó con entusiasmo, pues la facción republicana, uniendo a sus errores militares otros políticos, prácticamente había empujado a las gentes de orden a los brazos de la derecha. Ya hemos mencionado el enorme poder de la Iglesia sobre la opinión de la clase media española. Por si el colegio episcopal albergaba alguna duda sobre el bando al que le convenía apoyar, en la euforia revolucionaria del primer trimestre de la guerra, los elementos incontrolados del bando republicano asesinaron a cerca de ocho mil religiosos y religiosas, entre ellos a trece obispos, y saquearon e incendiaron gran cantidad de templos. Pío XI elevó su mano blanca y delicada, los dedos índice y corazón suavemente flexionados, y bendijo al bando nacional. Los obispos se calaron firmemente la mitra para predicar una cruzada contra los enemigos de la religión, como en los tiempos de Ricardo Corazón de León.

El general Franco, jefe aceptado del grupo rebelde, estaba muy necesitado de legitimidades. Por lo tanto, agradeció la deferencia devolviendo a la Iglesia sus privilegios y prebendas, y consagrando al catolicismo la Nueva España que emergería de la guerra. Más aún: los cardenales fueron equiparados a generales de brigada y el Santísimo recibió, en lo sucesivo, honores militares.

La Iglesia canjeó su aval político por la recuperación de sus privilegios: se derogaron las leyes ateas de la República y se restablecieron las leyes de inspiración católica del antiguo régimen, con implantación de la pena de muerte y supresión del matrimonio civil, del divorcio y de la coeducación.

Vientos de guerra me llevan

Mientras los distintos partidos y tendencias del bando nacional se unían como una piña y aplazaban sus diferencias para cuando se ganara la guerra; en el bando republicano la autoridad quedaba difuminada entre un sinfín de organizaciones obreras, comités, sindicatos, milicias y cantones. En lugar de arrimar el hombro en la empresa común hasta constituir un frente sólido y coordinado contra los rebeldes; en lugar de aplazar la revolución social para después de la victoria, se dieron a colectivizar la producción, y a gestionar democráticamente industrias y explotaciones cuyo funcionamiento desconocían. Ya lo dejó dicho Azaña en sus memorias: «Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede.» Faltaban oficiales en el frente, especialmente los imprescindibles mandos medios, y faltaban cuadros técnicos en la retaguardia.

En 1937, las utopías revolucionarias del bando republicano se desvanecieron. La grandeza, el sacrificio y el idealismo de los primeros días se convirtieron en mezquindad y codicia sobre el botín cobrado a la clase perseguida. Otra vez la secular envidia española tomaba pretextos en la justicia social. Mientras la turba de grupúsculos, comités y organizaciones de izquierdas se ponía de acuerdo sobre quién reunía mayores méritos para dirigir al resto, Franco había desembarcado en Andalucía y avanzaba por casi todos los frentes. A la incertidumbre sobre el resultado final de la contienda, que poco a poco se iba abriendo camino incluso entre los más optimistas, se sumaba la

dura realidad de la escasez, consecuencia del insensato derroche del período precedente. La sufrida población civil fue aprendiendo a engañar el hambre con pipas de girasol e inventó las chuletas sin carne y la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas. Mientras tanto, los comunistas predicaban en el desierto por una dirección unitaria (la suya, claro está) en la coyuntura bélica, pero las otras organizaciones obreras seguían erre que erre en sus rencillas: los militantes de la CNT, divididos sobre la conveniencia de tomar parte activa en un gobierno (ellos estaban contra cualquier forma de gobierno), y los revolucionarios del POUM, sublevados en Barcelona después de desmarcarse del Frente Popular porque les parecía tibio. Los comunistas aprovecharon la ocasión para cobrarse la cabeza de Largo Caballero, su adversario político, al que hacían responsable de todos los males. Las turbias aguas de la izquierda volverían a su cauce con el gobierno de Juan Negrín, coalición de socialistas, comunistas y republicanos.

Con Franco a las puertas de Madrid, parecía que la partida estaba decidida pero entonces el esfuerzo heroico del ejército del centro, hábilmente dirigido por el general Miaja y considerablemente reforzado por las Brigadas Internacionales (de inspiración comunista) y por las nuevas armas rusas, consiguió aplazar la derrota y prolongar la guerra por espacio de dos sangrientos años.

El esfuerzo bélico requería suministros de armas, munición y carburante, que sólo podían llegar del extranjero. No faltaron generosos padrinos que respaldaron a cada bando, según afinidades y conveniencias. Las naciones totalitarias, Italia y Alemania, prestaron decidida ayuda al bando rebelde, mientras que las democracias occidentales, Inglaterra y Francia, que teóricamente apoyaban al bando republicano, alegaron el acuerdo de no intervención para maquillar su escaso entusiasmo ante la perspectiva de una España republicana en manos de elementos comunistas del Frente Popular. Ellos, aunque democracias, eran gente de orden y de derechas. Por eso, crearon las condiciones esenciales para que Franco triunfara y le hicieron llegar la gasolina que había de mover los aviones alemanes y las tanquetas italianas. La única que puso toda la carne en el asador (aunque también se lo cobró con el oro del Banco de España) fue la Unión Soviética, lo que parece natural. A ella le interesaba la implantación de un satélite comunista en el vientre blando de Europa. La popularidad ganada con su apoyo determinó, ya lo estamos viendo, un inusitado crecimiento del Partido Comunista, que antes de la guerra no era muy numeroso. Algo parecido ocurrió, en el bando nacional, con el partido falangista crecido a imagen y semejanza del partido fascista italiano.

Dos ataques nacionales algo prematuros sobre Madrid terminaron en sendos descalabros (batallas del Jarama, febrero de 1937, y de Guadalajara, al mes siguiente, donde los expedicionarios italianos no se cubrieron de gloria). Después, la balanza se mantuvo en el fiel durante unos meses, pero, ya entrado 1938, se vio claro que ni siquiera los tanques y los aviones rusos evitarían la ruina de la República. Franco comprendió que las uvas no estaban maduras, se armó de paciencia, dejó en paz Madrid y se fue con la música a otra parte, al Cantábrico, atraído por la mayor concentración industrial republicana. La gran obertura resultó quizá más sonada de lo que había previsto, pues el bombardeo de Guernica por aviones alemanes de la Legión Cóndor (donde Hitler montó su banco de pruebas para lo que habría de venir en Europa unos años después) tuvo repercusiones internacionales muy negativas para el bando nacional, la más duradera en el Guernica, el famoso cuadro que pintó Picasso, un lienzo impresionante, apaisado, destinado a sustituir el relieve de la Santa Cena en la devoción de los hogares progres de los años sesenta y setenta. (El conocido dibujo del Che Guevara sustituiría, por su parte, el retrato vertical del Sagrado Corazón de Jesús.)

En medio año, Franco conquistó el norte. Con el acero vasco, el carbón asturiano y los jureles del Cantábrico del lado rebelde, la balanza se inclinaba decisivamente hacia los nacionales. Ya se sabía quién iba a ganar la guerra. Sólo era cuestión de tiempo. Entonces, Franco volvió sus ojos hacia Madrid, que nuevamente se daba ánimos con el «no pasarán». Los republicanos, en un intento por aliviar la presión enemiga, lanzaron una potente ofensiva por la zona de Teruel. A muchos grados bajo cero, con la piel adherida a tiras a los cañones helados de los fusiles, los dos bandos se zurraron durante interminables semanas en penosísimas condiciones. Franco no sólo recuperó Teruel, sino que prosiguió su avance hasta alcanzar el Mediterráneo a la altura de Vinaroz, dividiendo el territorio enemigo en dos zonas incomunicadas. El siguiente paso era descender hasta conquistar Valencia, la capital republicana desde la evacuación de Madrid. Parecía que el ejército de la República había perdido toda iniciativa y sólo aspiraba a ganar tiempo y retrasar en lo posible el fatal desenlace.

Entonces, estalló la bomba, la gran sorpresa, la noticia en titulares de todos los periódicos del mundo: en la madrugada del 25 de julio de 1938 los republicanos contraatacaron y cruzaron el Ebro, abriendo brecha en el sorprendido flanco rebelde, por la que introdujeron seis divisiones completas. Comenzaba la batalla del Ebro (cien mil bajas). Los nacionales, dueños del aire, lograron frenar el avance republicano al día siguiente. Estabilizado el frente, Franco recuperó la iniciativa y durante los dos meses siguientes lanzó hasta siete ofensivas, que el ejército republicano contuvo a costa de rebañar y sacrificar sus últimas reservas. Al final, tres meses y tres semanas después del inicio de la aventura, la República cedió los cuatro palmos de tierra que había ganado y regresó al otro lado del río. Estaban como al principio, pero la izquierda carecía de fuerza para prolongar la resistencia. Por otra parte, las democracias occidentales la habían desahuciado. Con Hitler suelto por Europa, no estaba el horno para bollos y cada cual se estaba tentando la ropa.

La conquista de Cataluña fue un paseo militar mientras el bando republicano se enzarzaba en estériles discusiones sobre qué grupo político era el responsable de que perdieran la guerra. Después, recobraron la sensatez para decidir si convenía tirar la toalla o seguir recibiendo leña del enemigo. Los comunistas querían continuar, pero sus adversarios políticos abogaban por la paz, que evitaría al pueblo sufrimientos inútiles. La hambruna señoreaba la zona republicana.

El siete de marzo de 1939, en Madrid, los comunistas llegaron a las manos con sus adversarios. Veinte días después, las tropas de Franco entraron en una ciudad donde sus numerosos partidarios (la quinta columna), y los conversos del miedo o la conveniencia se echaban a la calle con saludos brazo en alto y tremolar de patrióticas banderas rojas y amarillas. En los campos de España, críaban malvas unos trescientos mil muertos. En el exilio (europeo, hispanoamericano o norteafrícano), empezaban a coleccionar nostalgias u olvidos unas cuatrocientas mil personas.

Franco, Franco, Franco!

El final de la guerra trajo aparejada la forzada reconversión de la España republicana en la España de Franco.

Como es natural, la historia la escribieron los vencedores: la patria, prostituida por el liberalismo y embaucada por el marxismo, había estado a punto de sucumbir, pero un valeroso paladín, el invicto caudillo Franco, al frente de la facción más sana del ejército, la había rescatado del borde del abismo. En el forcejeo, cierto es, la había dejado hecha unos zorros, pero la había salvado, que era lo importante.

La desampararía ahora, convaleciente y extenuada, en medio de la calle, a merced de las energías disolventes, de los designios subterráneos, del contubernio judeo-masónico, de la Antiespaña? ¿Permitiría el vencedor que nuevamente cayera en las garras del Kremlin, o debía cargar el peso de la tutela sobre sus viriles hombros? Pío XII, el nuevo papa, había proclamado que «de España ha salido la salvación del mundo» y había llamado a España «la nación elegida por Dios, el baluarte inexpugnable de la fe católica». El bando vencedor, que estaba a partir un piñón con el Vaticano, declaró por boca de Franco: «España tiene un destino providencial en esta vieja Europa salvar del marxismo la civilización cristiana.»

Sin un instante de vacilación, el Caudillo y la Iglesia, representantes respectivamente del ejército y de Dios, asumieron la dura tarea. Doctores tuvo la Iglesia y pensadores el Movimiento Nacional que suministraron, quemando arduas vigilias, el bagaje ideológico del nuevo régimen.

Por otra parte, Europa se enzarzó en la segunda guerra mundial, y los resonantes éxitos alemanes parecían confirmar que el viento de la historia soplaba del lado de las dictaduras. No obstante, la guerra parecía ir para largo. No era momento de bajar la guardia, sino de permanecer atento, las armas prestas, impasible el ademán, por lo que pudiera venir. Franco estrechó su amistad con Italia y Alemania, y procuró que el prestigio guerrero del Duce y del Führer se reflejara en el suyo propio como Caudillo. En esto se dejó orientar por su entusiasta cuñado, Serrano Suñer, ferviente admirador de los fascismos europeos. Nadaba el Caudillo a favor de la corriente nazifascista sin sospechar que estaba apostando por el caballo perdedor, pero tuvo suerte, la baraka mora que

lo acompañaba desde sus años de África, y no se implicó directamente en la guerra. La propaganda franquista vendería esta circunstancia, ya a toro pasado, como el triunfo de su astucia gallega sobre las presiones de Hitler y Mussolini. La realidad, según después se ha sabido, es que Franco estaba dispuesto a entrar en guerra, pero al Fúhrer sólo le interesaban el volframio y las naranjas. No obstante, aceptó la División Azul de voluntarios contra Rusia.

Cómo era Franco? A los veintisiete años de su muerte una legión de hagiógrafos y detractores se disputan la verdad del personaje y nos dan imágenes distorsionadas y extremas de él, o ángel o demonio. Por poner un ejemplo, mientras sus detractores se mofan de su voz atiplada y maricona, a Giménez Caballero le «parece broncínea voz con diamantinos armónicos».

Franco era un militar, con las tópicas cualidades que imprime ese oficio y las no menos tópicas limitaciones que acarrea. Era, además, esposo de doña Carmen Polo, y un jefe de Estado que durante unos cuantos años no las tuvo todas consigo, factores quizá más determinantes de lo que parece. Por eso, hay una imagen del Franquiño adolescente, alegre, parlanchín y bailón completamente distinta a la del Franco adulto, soso, serio y distante como un jefe apache, aquel hombre que dejaba helados a sus interlocutores por su frialdad y falta de cordialidad, pero luego iba de pesca con su dentista y amigo, y cuando estaban a solas, le contaba chistes verdes. Fue un hombre voluntarioso y ambicioso. Sus compañeros de academia lo superaban en prestancia y estatura; Franquiño los superó en estudio y aplicación, y cuando otros andaban todavía bostezando en aburridas guarniciones peninsulares, él ya había hecho una brillante carrera en la guerra de Marruecos y se había ganado a pulso, balazo incluido, el fajín de general.

No tuvo más pasión que la del mando, que no la hay más alta, y a ella le consagró su vida. Por eso no tuvo inconveniente en seguir el consejo de Mussolini: «Un rey será siempre su enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desprendido de la casa de Saboya.» Al acabar la guerra se mantuvo en el poder, contra el parecer de algunos generales monárquicos, y evitó restaurar la monarquía, aunque, como era monárquico, nunca dejó de pensar que, después de él, se reanudaría la línea dinástica.

Horro de pasiones, tanto espirituales como físicas, nuestro hombre no tuvo más vicios que la caza y la pesca. Por ese lado, cosechó abundantes éxitos, ya que, dado que la tradición hispánica requería que los alzafuelles de palacio facilitaran hembras al monarca, en su tálamo cinegético nunca faltaron perdices, ciervos, truchas, salmones y hasta una ballena de veinte toneladas.

No era Franco un hombre de gran cultura, pero tampoco tan ceporro como muchos conmilitones suyos. Pudo no ser una inteligencia privilegiada, pero fue más listo que sus posibles competidores. Por eso, aunque era el general menos comprometido de los que se sumaron al golpe de Estado, acabó liderándolo cuando la rebelión se había consolidado.

Franco era un producto típico de la burguesía provinciana española, modelada en el regeneracionismo, para la que la decadencia nacional era el castigo que la Providencia imponía a España por sus veleidades liberales y laicas, tan opuestas a la esencia cristiana de nuestro pueblo. También era un gallego pragmático, que, cuando las circunstancias lo requerían, modificaba sus convicciones sin mayor esfuerzo. Como hombre de orden y de derechas repudiaba el liberalismo, la política de partidos y la masonería, y apoyaba el catolicismo como norma de vida. Pero en sus últimos años aceptaba tácitamente que su sucesor tendría que adaptarse a la modernidad europea. A mediados de los sesenta, cuando la presión social reclamaba cierta permisividad sexual, transigió con las iniciativas liberadoras de su joven ministro Fraga Iribarne, aunque no las compartiera: «Yo no creo en esta libertad -confió a Fraga-, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes.»

Lo mismo debió de pensar cuando consintió los contactos del régimen con la socialdemocracia; cuando, cercano a la muerte, barruntaba que su sucesor tendría que restituir España al juego democrático. Era consciente de que en España, ínfimo satélite en la órbita de los americanos, del liberalismo capitalista y de las multinacionales, un país occidental con obreros propietarios del pisito y el coche y con casi todas las letras del televisor en color pagadas, el fantasma del comunismo y de la revolución estaba ya definitivamente conjurado. Cuando asesinaron a Carrero Blanco, autoritario puro y duro, y más franquista que Franco, comentó: «No hay mal que por bien no venga», refrán para el que se han propuesto toda clase de interpretaciones. ¿Querría indicarnos el abuelo que de buena se habían librado los de las trencas, el rock-and-roll y haz-el-amor-y-no-la-guerra?

El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles antiguos y tapices de Goya. Los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera: dos camas de caoba cubiertas con colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfono; sobre la mesita de noche, un modesto flexo, y sobre la cómoda, el brazo incorrupto de santa Teresa, bien a la vista, dentro de su artístico relicario.

A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, el Caudillo consiguió dominar sus necesidades fisiológicas. Su legendaria capacidad de retención urinaria atormentaba a sus colaboradores, que, cuando lo acompañaban en un viaje oficial, nunca encontraban ocasión de aliviarse.

El ministro Fraga se percató de que el régimen comenzaba a hacer aguas el día que el dictador interrumpió uno de sus interminables consejos de ministros para ir al retrete.