Desde una mirada católica, apostólica y romana
Al período que va desde el nacimiento a los tres años lo denominan muchos autores primera infancia. En el actual sistema educativo español esta edad corresponde al primer ciclo de la Educación Infantil; el segundo ciclo es de los 3 a los 6 años.
En la Educación Infantil, y de un modo especial en el primer ciclo de 0 a 3 años, quizá no puede hablarse de verdadera enseñanza religiosa, sino más bien de una iniciación elemental en la vida cristiana, tanto en sus factores cognoscitivos como en los de conducta. Aunque la educación religiosa es algo continuo, en este breve período de los 0 a los 3 años se producen multitud de cambios: desde la inicial incapacidad para las percepciones, las ideas y los recuerdos, hasta el nacimiento del yo en torno a los tres años. Es un período sumamente importante para el desarrollo de la personalidad del sujeto y lógicamente también para su futura vida religiosa.
En la segunda fase, ya entre los 3 y 6 años, se producirá el despertar religioso del niño, momento especialmente clave en su vida, que debemos haber preparado durante la fase inicial.
Con los matices que deben darse a este tipo de descripciones generales, los rasgos psicológicos de la primera infancia son: el niño toma conciencia de su yo hacia el año y medio, de forma que se reconoce y diferencia de los otros, especialmente del padre y de la madre, y manifiesta un intenso egocentrismo, deseando poseer las cosas, ser el centro, etc. No actúa por lógica, sino por cierta curiosidad sensorial que le lleva a buscar experiencias y sensaciones nuevas. Busca tocar los objetos, pues los ojos y las manos son sus primeras fuentes de información, de las que recibe la mayor parte de los conocimientos que tiene.
Hacia los tres años se nota un proceso de afianzamiento personal, asociado a un lenguaje cada vez más rico y comunicativo, que le lleva a hablar, pero no a dialogar. Es ingenuo y crédulo ante lo que se le dice. Va asumiendo y empleando un lenguaje sensorial, concreto y dinámico, basado en la experiencia cercana, e incrementa también rápidamente su vocabulario. Entiende y busca ser entendido, pero esta comunicación se realiza en el terreno de lo inmediato y concreto.
Comienza a esa edad a decir no, buscando una primera autonomía. Se siente afectivamente dependiente de la madre y manifiesta admiración por el padre; rivaliza con sus hermanos o compañeros si son iguales y los imita si son mayores. El egocentrismo le lleva a establecer actitudes defensivas hacia los demás, especialmente si son ajenos a la familia, pues si son familiares desaparece enseguida el miedo y la desconfianza, y sigue la ingenua entrega a las decisiones ajenas.
Se inicia la etapa de la fabulación y del animismo a medida que las experiencias sensoriales van proporcionando material a la fantasía; no distingue a veces lo verdadero de lo falso. La fabulación y el animismo, que se prolongan en la etapa siguiente, llevan a un natural fetichismo en el niño pequeño: los objetos cuentan con propiedades vitalistas y es normal que se le sorprenda hablando con las cosas.
No tiene afanes críticos y siente una satisfacción general por todo lo que recibe. No hay que tener prisa en estimular sus facultades perceptivas o sus relaciones mentales: es preferible respetar sus ritmos madurativos, que pueden ser muy variados.
Con acierto señala P. Chico que no es fácil explicar el misterio de la personalidad infantil, ni se debe querer desentrañar cómo se llevan a cabo estos delicados procesos psicológicos, tan sumamente personales: al educador no le debe interesar tanto el aspecto «científico» del fenómeno cuanto la forma de sacar partido a las transformaciones que se producen en el educando. De ahí que «el educador debe preferir lo práctico a lo técnico, lo cordial a lo científico, la verdadera formación del espíritu infantil al placer de comprender cómo acontecen los hechos interiores. Debe poner al servicio del niño sus actitudes de acogida para saber escucharle, para dejarle explicar sus cosas, para ofrecerle cauces que hagan que sus experiencias sean enriquecedoras».
Según las características psicológicas analizadas, el niño no tiene en estas edades una capacidad propiamente espiritual o trascendente. Hay autores a los que les parece anacrónico hablar aquí de religiosidad, pues esto supondría superar lo sensible, y al niño de estas edades le faltan conocimientos, sentimientos y conductas propias -todavía no puede generalizar ni abstraer- y se halla dominado por los sentidos.
Sin embargo, se ha de tener en cuenta que el niño de 0-3 años vive el momento de establecer profundamente sus raíces a nivel físico, relacional e intelectual, y aprende una forma de percibir el mundo, de comunicarse con él, de comenzar un camino específico de ser hombre o mujer’: se puede hablar por ello de un primer nacimiento espiritual desde la sensorialidad, y, siempre que se mueva dentro de un ambiente religioso, sea en la familia o en el parvulario, el niño puede ir configurando las primeras impresiones, más intuitivas que conceptuales, en torno a Dios, a Jesús, a la Virgen María, a su Ángel de la Guarda… En este sentido se puede ciertamente hablar de religiosidad inicial.
El sentido religioso del niño madura en paralelo con el desarrollo de sus facultades físicas o psíquicas. El niño ya es capaz de observar, repetir, imitar, etc. aspectos religiosos, que serán fundamentalmente sincréticos, es decir, captados de forma difusa, con mezclas no siempre afortunadas, que precisamente habrá que ayudar más adelante a distinguir. En sus visiones globales y sensoriales no se puede excluir lo religioso, como no se pueden negar incipientes capacidades lógicas, éticas y estéticas. El niño no posee desarrolladas estas posibilidades, pero se inicia en ellas. La educación religiosa posterior debe desarrollarlas poco a poco.
Las actividades humanas en casa y en la escuela deben orientarse a Dios, pues en cuanto creyentes se entiende que el conjunto entero de la vida, ya desde su origen, hace referencia a un Absoluto, que le da sentido. A los tres años el niño puede asomarse, difusamente, al misterio de Dios cuando experimenta su propio crecimiento como algo que le trasciende, y es objeto de amor por parte de las personas que le rodean.
De ahí que se deba cuidar el lenguaje religioso y la referencia a las figuras y hechos de este sentido, pues el niño ya capta, relaciona y retiene datos que le permitirán una posterior construcción de sus ex presiones religiosas. Por otro lado, admite con facilidad datos y gestos religiosos, sobre todo si provienen de los adultos, aunque no sepa explicar y relacionar los hechos que observa, al ser aún elemental su capacidad de reflexión.
Los datos de carácter espiritual que va recibiendo los sensorializa y los vive con una dimensión presente, de forma que luego se desdibujan cuando pasa el tiempo, de ahí que se hable de una religiosidad fugaz, incoherente, fragmentaria e incluso intermitente, pues para él todo es un continuo presente.
Ante unos mismos hechos y estímulos de tipo religioso cada niño reacciona de forma diversa, y por eso convendrá respetar su ritmo personal. Sin embargo, hay que aprovechar su capacidad de observación y su tendencia imitativa para ponerle delante elementos, aspectos o gestos que cuando sea mayor no sea necesario corregir o rectificar, sino que se adapten a su desarrollo: plegarias, posturas, gestos, sentimientos… Es bueno acercarle los valores religiosos de su entorno: Ilustraciones, cuadros, gestos, acciones…, para que el niño se vaya impregnando con ellos de forma natural y espontanea.
La fuerza psicológica de mayor viveza en este período es la fantasía incipiente, de modo que los primeros rudimentos de su religiosidad le llegarán al niño a través de su sensorialidad y de su fantasía, que habrá que saber aprovechar convenientemente. Por ejemplo, no se debe abusar de la fabulación ni asociar lo religioso con amenazas, engaños o fingimientos exagerados, como a veces usan los mayores.
La educación en la fe en este período inicial es fundamentalmente una educación de ambiente, pero «no es correcto afirmar que no tiene necesidad de expresiones religiosas o de experiencias sencillas en este terreno. Hay que evitar pensar que todavía no puede interpretar sus contenidos. El niño está en fase de iniciación y no debe ser privado de sus ventajas»’.
La formación en esta época será asistemática, globalizante y ocasional, pues son la propia vida del hogar y los reclamos del niño los que marcan las distintas acciones educativas. Ya se ha destacado la importancia de los padres, de ahí que siempre, pero especialmente en estas edades, los padres son los principales educadores de la fe de sus hijos y habrá que darles el protagonismo adecuado y ayudarles para que sepan hacerlo responsablemente.
Lo que se haga en el centro educativo debe ir por la misma línea, reforzando la acción familiar, teniendo en cuenta que la educación será fundamentalmente por imitación. Es fundamental una educación maternal, por afectividad, pues el niño tiene una necesidad básica de acogida afectiva: lo importante son los buenos sentimientos, cuya fuente son también los adultos, pues los conocimientos pueden esperar.
Esas formas iniciales son las que generarán más tarde las actitudes básicas más definidas y los sentimientos de arranque de la religiosidad. No hay que tener prisa para que adquieran formas o modos de hablar propio de los adultos, pues hay que llevarles a su paso. Es preciso evitar a la vez que por la fantasía del niño o por influencias exteriores se desarrollen sentimientos negativos, miedos, amenazas, exageraciones o prevenciones contra personas, acciones o situaciones que tengan que ver con aspectos religiosos, pues aunque de momento no planteen especiales dificultades las pueden tener en el futuro.
Entre los medios que se pueden utilizar en este período son fundamentales las imágenes, dado que el niño quiere tocar los símbolos religiosos, y es bueno que toque y bese imágenes, estampas, etc. Luego están los gestos: decir oraciones sencillas acompañadas de gestos de saludo o lanzar un beso a una imagen… son modos de ir acumulando experiencias que luego se irán explicitando en la posterior educación en la fe.
Habrá que ir creando un mínimo de lenguaje religioso sencillo y elemental, que le permita luego captar el sentido de esos nombres y términos, a través fundamentalmente de algunas oraciones cortas que favorecerán además su vocabulario religioso.
La fuerza del ambiente es, como hemos visto, uno de los medios fundamentales de formación en estas edades, pues toda la educación religiosa se debe ir transmitiendo de forma natural y sencilla: el niño se hace inicialmente religioso viviendo en ambientes creyentes, igual que crece en lo social, lo verbal y afectivo cuando vive en ambientes que desarrollan estas capacidades de su personalidad. Por eso, además de los padres tienen importancia en este período otras instancias personales, como abuelos, tíos, hermanos mayores… El afecto y el sentido de la cercanía del educador, a través de su ejemplo, de su manera de amarle, de ayudarle a crecer, de respetarle, le revelará los gestos del Padre celestial y los valores religiosos, no con lógica, sino con afecto y con sentido de cercanía.
B
A los primeros años de iniciación religiosa ambiental sigue el período de los 3 a los 6 años en que se producen en el niño cambios muy grandes, y más todavía cuando está escolarizado. Surgen las primeras actitudes religiosas espontáneas del niño, y también los primeros niveles de fe, y va naciendo la conciencia ética.
Este período que se va a analizar ahora, conocido como el despertar religioso, es de gran trascendencia para la vida cristiana posterior. El despertar religioso ya comenzó en el ciclo anterior, pero es ahora cuando se dan las condiciones de maduración psicológica que permiten que la religiosidad se desarrolle, siempre que se den las circunstancias precisas. Se ha subrayado «las circunstancias precisas» porque sin una intervención educativa por parte de los padres y de los educadores es difícil que se produzca el así llamado despertar religioso, o un adecuado despertar religioso, aunque D¡os puede suplir ese momento de otras formas. Por otro lado, no se puede olvidar que no son la familia y la escuela los únicos factores que influyen en el desarrollo del sentido moral y religioso de los niños, pues reciben ya desde muy pequeños influencias del ambiente sociocultural, los demás niños, etc.
Algunos autores estudian la niñez, desde los 3 ó 4 años hasta los 7 u 8, como un todo único en el que se producen el despertar religioso y la iniciación cristiana. Ésta es la opción que toma el Directorio, que trata en un único apartado la catequesis de la infancia y de la niñez’. Dedicaremos a la iniciación sacramental -6 a 8 años- el próximo apartado.
El período de los 3 a los 6 años, que denominan la segunda infancia, es considerado como una etapa esencial para consolidar la propia personalidad. Hacia los tres años el niño tiene una primera crisis de identidad, con una fase de negatividad y de afianzamiento personal, para terminar hacia los 6 años con una actitud de mayor serenidad y tranquilidad, en un tiempo en que se construye profundamente la personalidad. Conservando rasgos del período anterior, aunque más desarrollados, aparecen ahora otros elementos psicológicos que serán decisivos para la maduración religiosa’.
Sigue vigente su dependencia afectiva de los adultos. El niño necesita saberse y sentirse protegido y amado por los adultos, y cuando esto falla se provocan reacciones de timidez, desconcierto, inseguridad e introversión, que pueden tener consecuencias posteriores negativas. Domina el lenguaje sensorial, pero crece también el lenguaje de comprensión y el de expresión, sobre todo en los niños escolarizados. Hay gusto por lo narrativo, especialmente lo que satisface su fantasía. Poco a poco va interpretando los hechos de forma personal, a veces muy imprevisible, pues es tiempo de caprichos.
Surgen los primeros conceptos éticos; sin dejar de ser egocéntrico, pueden comenzar a nacer sentimientos de compasión, solidaridad, generosidad… Ya diferencia la verdad de la mentira, sin darle aún el carácter condicionante, surgiendo así una primera actitud crítica. Aprende a dominar sus tendencias posesivas. La credulidad es todavía predominante y condicionante, y le lleva a imitar a los otros niños con los que convive, aunque ya empieza a diferenciar el error, el engaño, la bromas, la ironía. Fruto de su egocentrismo, el niño es comparativo, envidioso y, con frecuencia, celoso.
Es la etapa de la fabulación por excelencia: por la incapacidad de elevarse a conceptos abstractos, sus conceptos son todavía antropomórficos y, por tanto, también los religiosos.
En definitiva, «el niño va tomando suficiente conciencia de sus capacidades personales. Descubre que puede cosas que no pueden otros niños. Y también que él no llega a lo que hacen los mayores o algunos otros de su edad. Entre la inseguridad que refleja a los 4 años y las habilidades que, con satisfacción, ostenta a los 6, hay un abismo de madurez. Al final de la etapa, a los 6 años, el niño ha desarrollado, casi imperceptiblemente, un abanico admirable de cualidades, destrezas y recursos personales. Con ellos va a comenzar un camino de elevado significado estabilizador».
Las edades que van hasta los 6 años son básicas en la estructuración de su religiosidad: a partir de las experiencias de los valores humanos que el niño observa y vive, podrá descubrir progresivamente su dimensión trascendente. El niño de esta etapa puede adquirir un incipiente sentido de Dios, intuyendo globalmente su presencia protectora y la acción posible en su propia vida. Luego aplicará esto a la presencia de Dios entre los hombres; pero en este terreno elabora las ideas y sentimientos muy lentamente, y siempre por los cauces que le marcan los adultos, ya que ha de fundamentarlas en algo que trasciende lo simplemente sensorial.
Uno de los primeros datos que se constatan en esta edad es el interés y capacidad del niño por entrar en relación con las cosas y las personas, como se manifiesta en las continuas preguntas que hace sobre las realidades que le rodean. Comienza a darse cuenta de que no está solo en el mundo, que hay algo y alguien distinto a él. Esta constatación va creciendo cuando inicia su etapa escolar, al entrar en contacto con otros niños fuera del ámbito familiar, de forma que la escuela y la catequesis son para él la primera experiencia social fuera del hogar, y los tres ámbitos de experiencia religiosa son coincidentes con ella: la identidad y autonomía personal, el descubrimiento del medio físico y social, y la comunicación y representación de la realidad.
Si el niño ha nacido en una familia cristiana, comienza a darse cuenta también de otra realidad superior: Dios, Jesús, la Virgen… En modo alguno le es ajena la referencia religiosa, y muestra interés por todo lo relacionado con la vida cristiana, que va incorporando a su vida como por ósmosis, asumiendo formas de actuar y sentimientos religiosos que ve y recibe de sus familiares. La relación afectiva y de confianza con sus padres y también con sus educadores cristianos -catequistas y profesores- facilita el despertar religioso del niño: una autoridad llena de amor suscita en él tal confianza, que le lleva a experimentar la alegría compartida con los mayores. La vida cristiana se ofrece de esta manera al niño como algo connatural con la vida humana: es una realidad que viven aquellos a quienes ama. De esta forma se desarrollan en su interior las virtudes teologales -ayudadas por la gracia- en sintonía con esa disposición naciente; a su vez, aquéllas contribuyen a fortalecerla.
Si ha faltado esta formación básica, la Iglesia debe aprovechar cualquier circunstancia para ayudar a los padres a realizarla, y nunca debe darse por supuesta cuando el niño se acerca por primera vez a la catequesis parroquial o a la escuela. Si los niños no han vivido el despertar religioso en sus familias, conviene dedicar un tiempo a esta tarea antes de introducirles en la actividad propiamente catequética. El descubrimiento de Dios se realiza por los mismos caminos que sus demás experiencias: a través de sus padres, hermanos, miembros del hogar…
La estrecha relación interpersonal que existe entre el niño y sus mayores le lleva a ser hipersensible a sus estados de ánimo. El niño percibe con bastante nitidez si el clima religioso se da sólo en su padre o en su madre, si se da en sus padres, pero no lo observa en sus educadores. Ante posibles dicotomías, quizá haga alguna observación, conformándose aparentemente con cualquier respuesta evasiva. Sin embargo, la coherencia y sintonía de los mayores en su comportamiento religioso influye muy positiva o negativamente en esos inicios de la vida de fe.
La religiosidad del niño de 3 a 6 años es, como se ve, elemental y primaria, pero auténtica; su inmadurez lógica le impide otra cosa, pero ya no es tan sensorial como en la etapa anterior, pues comienza a observar, asociar, reflexionar, formular explicaciones… Sus conclusiones son elementales, pero bastante adecuadas a las diversas situaciones.
Buena parte de las indicaciones que aquí se exponen servirán también para el inicio de la etapa posterior, pues se trata de grandes ideas que habrán de matizarse y desarrollarse luego de forma más precisa a lo largo de la maduración de los niños.
La adquisición de conocimientos religiosos ha de realizarse por una transmisión elemental y sencilla de los mismos dentro de un clima de oración, «de manera que el niño aprenda a invocar a Dios que nos ama y cuida; a Jesús, Hijo de Dios y hermano nuestro, que nos conduce al Padre; al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones; y que también dirija preces confiadas a María, Madre de Jesús y Madre nuestra».
Es el momento de afianzar estas ideas fundamentales de la fe cristiana, a través de técnicas y actividades variadas, ya que el interés del niño en estos momentos es muy cambiante y es bueno volver sobre las mismas ideas, pero de forma breve y alternativa.
El clima educativo debe estar impregnado de amor, provocando una simpatía hacia el contenido religioso a través del afecto que ya existe entre el niño y sus padres y educadores. Ésta es la razón por la que todo buen educador cuidará su estado de ánimo, pues hablar de Dios fríamente o con mal humor, llevará al niño a adquirir una idea falsa de la paternidad divina, en cambio «cuando realmente se ama se acierta con el lenguaje».
En esta edad se debe iniciar el proceso de adquisición de hábitos de vida de piedad, ayudándoles a comprender su sentido. Para ello, conviene ir suscitando una respuesta del corazón al afecto y amor que reciben de Dios, manifestándolo en oraciones espontáneas. Este hábito refuerza el uso frecuente de oraciones vocales, a la vez que se memorizan.
A propósito de este punto, san Josemaría Escrivá de Balaguer señalaba cómo «en todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir -más que enseñar- esa piedad a los hijos».
El nacimiento de su personalidad requiere una inicial adquisición de la virtudes morales y hábitos para la convivencia. Ello se logra procurando un equilibrio entre la firmeza y la tolerancia, que es el primer paso para promover y afianzar en etapas sucesivas el servicio a Dios y a la Iglesia. Obsérvese que aquí se inicia el proceso deformación de su conciencia, pues comienza a distinguir entre el bien y el mal. Es imprescindible para dar solidez a sus criterios que los padres y educadores vivan lo que transmiten, de lo contrario lo único que consiguen es ser insinceros ante los niños; y esto no es educativo. Igualmente es necesario que haya una coherencia de criterios y en el modo de actuar entre los padres y los formadores: entre la familia, la parroquia y la escuela.
La metodología de este ciclo es globalizadora, ya que el pensamiento del niño es sincrético y la mente unifica los conceptos desde una perspectiva preferentemente sensorial, afectiva y fantasiosa. La experiencia religiosa del niño, a medida que crece su autonomía e identidad personal y que se relaciona con su medio, con los otros y con Dios, se va enriqueciendo y expresando fundamentalmente a través del lenguaje, del juego y del símbolo:
– El lenguaje es básico en el proceso de construcción de la propia identidad. El niño descubre con el lenguaje las riquezas de un mundo de realidades que le superan, y la educación del pequeño estará condicionada en gran parte al desarrollo que adquiera en este campo.
– El juego es otra de las actividades más aptas para propiciar el aprendizaje infantil: fomenta la creatividad, el afán por descubrir y el desarrollo de otras capacidades: admiración, entusiasmo…; le lleva a encontrar soluciones a problemas, a sentirse protagonista, a convivir con otros niños… Nada de esto es ajeno a la educación religiosa, que aspira a desarrollar en el niño las facultades de expresión, a descubrir la alegría de vivir y a sensibilizarle paulatinamente con la dimensión comunitaria apoyándose en los aspectos socializantes del juego.
– El símbolo es un elemento esencial para que el niño de esta edad sea capaz de interiorizar, y para que dicha interiorización contribuya a la estima que él tiene de sí mismo. Es decir, el niño traslada a él la imagen que el adulto propicia.
Algunos detalles prácticos a tener en cuenta en estas edades pueden ser los siguientes: cuidar el lenguaje religioso y las referencias a figuras y hechos relacionados con lo espiritual, pues el niño capta y re tiene ya las cosas. Aunque necesita imágenes sensoriales, acciones visibles, lugares y recursos con que poblar su mente activa, no hay que excitar excesivamente su credulidad con fábulas o mitos exagerados. Conviene promocionar sus capacidades de expresión religiosa y dejar que sus actitudes se desenvuelvan de manera espontánea y natural. Necesita de la fantasía, que se le puede alimentar con vidas de santos, referencias sencillas a Jesús, etc. La actitud de los adultos sigue siendo condicionante de sus sentimientos y de sus criterios, por eso es muy oportuno fundamentar la religiosidad en las así llamadas figuras singulares, que en su mente se cargan de sentido religioso: de Jesús, de Dios, de los Santos, del Papa, etc.
Fuente: AA.VV., Introducción a la Pedagogía de la fe, Eunsa
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