Apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores…
Cantar de mio Cid, verso 235.
Apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores…
Cantar de mio Cid, verso 235.
—Allí, tras aquellas cumbres, lo encontrarás —me dijo, mientras fijaba su mirada en la lejanía oriental.
Desde el primer instante me inquietó el lúgubre énfasis con que destilaba cada palabra aquel noble anciano, de una extraordinaria y serena apostura.
Sentados a la sombra de un viejo roble, yo lo escuchaba con atención, observando, de tanto en tanto, cómo deslizaba lentamente sus dedos por el intrincado laberinto tallado en su cayado de fresno. Sus pausadas palabras me hablaban con añoranza de un sabio con quien había convivido en las escarpadas sierras, siendo aún un joven zagal. Él, me decía, era el más grande conocedor de las historias y leyendas de la Vieja Montaña.
Atraído por sus palabras, a la mañana siguiente ensillé mi caballo y cabalgué por el valle, ansioso por escuchar algunos de los relatos de aquel sabio del que me había hablado. Atravesé barrancos, subí puertos, crucé ríos...
Cuando por fin llegué a la escondida aldea, que parecía encaramarse al cielo, una joven pastora me sustrajo, con su voz, de mis ensoñaciones. Me señaló la cueva en la que había vivido el sabio y el haya bajo la que había sido enterrado pocos años atrás.
Entristecido, trepé por la maleza hasta la gruta. Su entrada estaba casi cubierta por la hiedra y el silencio. Dentro, tanteé sus paredes y sobre una pequeña cavidad encontré un pergamino ennegrecido por la humedad. Lo desenrollé con sumo cuidado adivinando una caligrafía firme y antigua. El viento empezaba a gemir entre las rocas. Al principio apenas pude distinguir las palabras. Luego, poco a poco, entre la penumbra, empecé a leer lo que parecía un relato:
«Cuentan hombres dignos de crédito que aconteció, en un tiempo muy remoto y nebuloso del Medievo, un hecho singular que impactó a unos rudos y aguerridos caballeros. Hacía más de una centuria que la audacia invasora de Tariq había duramente apesadumbrado a los próceres visigodos, y la sombra de la media luna se cernía imparable; sin embargo, frente a ellos, en unas remotas tierras de las Montañas del Norte, sus pobladores resistían a duras penas.
Los árabes, ávidos de botín, protagonizaban razias cruentas un estío tras otro. Atravesando una sinuosa garganta entre las montañas, saqueaban valles, quebrantaban pueblos y arruinaban cosechas, mientras sus moradores, impotentes, se refugiaban en la espesura de los bosques más escabrosos. Era preciso detenerlos. Hacía falta un grupo de hombres de singular valor que pudiera hacer frente, en lo más angosto del desfiladero, al altivo ejército que combatía —barruntaba más de uno— con la ayuda de Alá el Más Grande.
Los hombres más sabios, reunidos bajo un sagrado tejo, indecisos, dudaban entre dos prudentes guerreros. Seducidos por las indicaciones de un venerable ermitaño —los designios de Dios son inescrutables—, optaron por que la templanza demostrada en su juego preferido decidiera su liderazgo.
Colocaron enhiesto un solitario bolo de avellano frente a una estrecha y profunda sima. Vencería el primero que, tras derribarlo con robusta bola, consiguiese que se abismase por la tenebrosa abertura. Y, en caso de empate, vencería el que tuviera el suficiente valor para recuperarlo de las profundidades.
Tras precisos impactos que asombraron a aquellos curtidos hombres, los dos —Laynus y Nuño, que así se llamaban— consiguieron impeler su bolo hasta la oscura grieta, pero cuando se disponían a descender al abismo, despreciando el riesgo, el sonido de un lejano cuerno les avisó de la cercanía del peligro.
Con presteza dirigieron sus huestes hacia el desfiladero, y cual cónsules romanos batallaron codo con codo, con incombustible denuedo, durante dos días y dos noches, rechazando a los sarracenos.
Una inquebrantable amistad, fruto del peligro compartido, surgió entre ellos.
Gobernaron conjuntamente con tanta ecuanimidad que empezaron a ser reconocidos más por la equidad con la que impartían justicia que por sus pasadas hazañas guerreras. Sin embargo, un claro atardecer de mayo, cabalgaban cerca de la sima, y, más por probar su valor que por alterar el statu quo con el que tan conformes estaban, decidieron recuperar los bolos de las profundidades. Prepararon luengas escalas y descendieron a la oscura torca con el mismo coraje que habían demostrado en las batallas.
El sol se puso, las estrellas sembraron el cielo en una dulcísima noche, pero los héroes... no regresaban. La espera se hizo tensa. Los gritos con que los llamaban sus mesnadas al amanecer, devolvían un silencio angustioso. Cabizbajos, acudieron ante el venerable anciano que tal prueba les aconsejara, pero súbitamente, desvaneció su vetusta imagen en parva de cenizas (mors certa, hora incerta) ante el hondísimo estupor de aquellos corazones aguerridos.
Desde entonces —dicen que los bolos son diablos—, nunca más se supo de aquellos famosos jueces y, como el mar que todo lo arrastra y el tiempo que todo lo muda, salieron del río de la historia y entraron en el de la leyenda».
Óscar Ruiz, septiembre 2013.