Fecha de publicación: 09-ago-2016 16:40:42
Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar
Agosto de 1980. No recuerdo la fecha exacta, pero sí que fue una tarde de fines de ese mes cuando acudí a inscribirme a la preparatoria (su nombre completo era Escuela Preparatoria Federal Nocturna por Cooperación Francisco J. Mújica). En ese entonces funcionaba en aulas prestadas por la Escuela Primaria Amado Nervo; se encontraba en vísperas de estrenar sus propias instalaciones, en donde había sido el hospital de la empresa Exportadora de Sal durante alrededor de diez años.
La preparatoria se ubicaba a pocas calles de mi casa. Esto significaba un nuevo cambio para mí, ya que al ingresar a la secundaria, en 1977, había tenido que empezar a recorrer todo Guerrero Negro, pues mi familia vivía en el extremo poniente, en la calle Álvaro Obregón, y el plantel escolar se encontraba en el extremo opuesto, casi a la entrada de pueblo. De modo que tomar clases ahora donde había cursado de tercero a sexto grado de primaria era como volver sobre mis pasos.
Había una diferencia importante: la preparatoria abría sus puertas a partir de las cinco de la tarde (¿o de las seis? Ya no lo recuerdo bien). Ese nuevo horario me representaba todo un misterio. No imaginaba cómo sería tomar los recesos en plena oscuridad, o regresar a casa a las diez de la noche, cuando hasta meses antes rara vez salía a la calle después de las ocho.
El sabor de la química
En fin. Me encontraba emocionado, ante el reto que se abría ante mí. En junio había egresado de la secundaria, con un excelente promedio, para orgullo de mis padres y de mí mismo. Había recuperado el primer lugar, que en primer grado me había arrebatado mi compañero Gabriel Lara. No me sentí mal en aquel momento, pero sí tuve que cargar sobre mis hombros el reproche de mi madre por mi insuficiente dedicación. Pero dos años más tarde, al recibir el diploma que me reconocía como el mejor alumno de mi grupo, vi a mis padres felices.
Ese verano de 1980 fue el primero en que tomé un curso intensivo. La química farmacobióloga Rosalinda Flores de la Luz ofreció clases de química para los alumnos que debían presentar examen extraordinario al iniciar el nuevo ciclo escolar. Y lo ofreció ahí mismo, en la Amado Nervo. Mi madre me pidió que lo tomara; no estaba yo, obviamente, entre los alumnos reprobados, pero no me caería mal un repaso. Estuve de acuerdo.
Uno de los alumnos que me encontré en ese curso fue el Paquito Flores, muy buen amigo mío en el Colegio México. Teníamos años sin vernos. Me dijo que la maestra Rosalinda era tía suya. Él también tomó el curso solamente como un repaso. (Creo que después de esos días ya no volví a verlo. Se fue a vivir a Monterrey y hace algunos años supe que falleció).
Esas clases me mostraron que la química no es tan sencilla como me había parecido en secundaria. Sin embargo, a pesar de la dificultad, la maestra supo llevarnos paso a paso por los contenidos que nos impartió.
Los sueños de ser normalista
La tarde de agosto en que fui a inscribirme a la preparatoria conocí a Felipe Villavicencio, el encargado del área administrativa, quien amablemente me atendió. Una sorpresa agradable para mí fue cuando me informó que los alumnos no portaríamos uniforme. “¿Pero sí hay que traer el cabello corto?”, le pregunté. Me contestó que sí, un poco sorprendido por la pregunta. Con el paso de los años, Felipe llegaría a convertirse en un excelente compañero de trabajo, cuando me incorporé a la planta laboral y docente de la misma preparatoria, primero como prefecto y después como profesor.
La escuela era por cooperación, es decir, los alumnos debíamos pagar cuotas mensuales, incluida la inscripción. No eran cantidades fuertes; finalmente, los estudiantes procedíamos de las familias obreras guerreronegrenses, y en aquellos años era común incluso que se inscribieran trabajadores de la compañía salinera y de otros ámbitos.
Mis padres podían cubrir los gastos de mis estudios. Sin embargo, por mis buenos resultados obtenidos en la secundaria, mi padre solicitó una beca (¿o lo hice yo mismo?) ante el sindicato salinero. Creo que eran poco más de mil pesos los que estuve recibiendo mes por mes mientras cursé mis tres años de bachillerato. Con ellos pude hacerme cargo de la mayor parte de mis propios gastos de alumno.
En mis inicios como preparatoriano aún tenía la espinita de convertirme en normalista. Ser profesor había sido mi sueño desde niño. Cuando en Guerrero Negro se fundó, pocos años antes, la Escuela Normal del Desierto, en los salones subterráneos del paralelo 28, se iluminó ante mí un panorama promisorio. No tenía ninguna duda: al terminar la secundaria ahí me inscribiría.
Pero intervino la política –según se comentaba, la esposa del gobernador Ángel César Mendoza Arámburo era oriunda de Loreto, por lo que quería que la normal funcionara allá–, y a pesar de las protestas de estudiantes y maestros, y del apoyo de todo Guerrero Negro, la institución abandonó sus aulas bajo el monumento de la majestuosa águila de concreto y acero, para dirigirse al poblado de origen misional.
Mi madre no aprobaba los planes que le confiaba de irme a estudiar a Loreto. En ese tiempo mi hermano Juan se encontraba inscrito en el Conservatorio de las Rosas, de Morelia, Michoacán, y ella temía que se quedara para siempre en aquellas tierras. “No quiero perder a otro hijo”, me contestó muy seria cierta vez, tras mis insistencias. No me quedó más que cambiar de planes.
A pedir de boca
De modo que ahí estaba yo, iniciando cursos en la preparatoria de Guerrero Negro. No sabía qué tan buena escuela era. Creo que ya entonces se escuchaban rumores de que cerraría, o de que los estudios no serían reconocidos por las universidades. Sin embargo, me mantenía confiado.
Mis nuevas aspiraciones eran cursar después la carrera de profesor de español en la Normal Superior Nueva Galicia, de Guadalajara, de donde se habían graduado varios de mis maestros de secundaria. Por ello, aspiraba a obtener la mejor enseñanza posible en los próximos tres años. Pero me inquietaba saber cuál sería la calidad de los maestros de la prepa.
Las dudas que tenía en esos momentos empezaron a disiparse cuando presentaron a la planta docente ante los alumnos de nuevo ingreso. Pasó al frente, y me sonrió al verme, la maestra Rosalinda Flores, que tan grata impresión me había causado semanas antes en el curso de química. Definitivamente, me sentí seguro de que tendría a los mejores maestros en los semestres venideros.
Otra expectativa se abrió en las semanas que corrieron: la escuela estrenaría sus nuevas instalaciones (casi propias) en el antiguo hospital de Exportadora de Sal. Ahí, las aulas serían compartidas con el departamento de capacitación y seguridad industrial de la compañía, que por las mañanas brindaba sus servicios a las distintas áreas de la empresa.
El día de la inauguración se efectuó una sencilla ceremonia, en la que cumplí con la encomienda de declamar “En paz”, del poeta Amado Nervo, ante el director general de ESSA, Francisco Guzmán Lazo. Posteriormente, el alumno Matías Villalvazo (de quinto semestre) realizó un recorrido por el edificio, frente a la cámara de Eugenio Keno Ceseña, en grabación para la televisora local. Algunos de nosotros los seguíamos, curiosos.
No podíamos pedir más. Yo no podía pedir más. Tenía la escuela a pocos metros de mi casa, con excelentes maestros, un grupo que me parecía ya muy bien integrado –entre mis compañeros, mi hermano mayor, Antonio, mecánico en los talleres de la salinera– y un plantel para presumir.
La espinita por la normal fue desapareciendo. No así mis sueños de llegar a ser profesor de español.
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