Fecha de publicación: 15-jun-2018 7:23:12
No te lo creías: ¡el Armando estaba de regreso en el pueblo! Te lo dijo tu madre apenas llegaste de vacaciones, aquel diciembre de 1998.
–¿A que no sabes? El Armando tu amigo, el hijo de Amarillas, ya se vino a vivir aquí otra vez.
Era una noticia que en verdad no esperabas. ¡Tantos años sin verlo, sin saber de él! ¿Quince, quizá? Desde que terminaron la prepa cada uno había tomado su propio camino. Y jamás se escribieron, mucho menos se llamaron por teléfono. Ocasionalmente alguien te daba noticias suyas: había estudiado la carrera de sociología en la Universidad de Guadalajara, estaba trabajando allá en el gobierno, se había casado…
Te propusiste buscarlo, pero como siempre los días se te llenaron de reuniones familiares, y no hallabas la hora de visitarlo en su casa, la misma donde de niño había vivido con sus padres y que ahora habitaba, pues ellos se habían mudado al sector nuevo del pueblo.
Precisamente el 24 por la mañana te encontraste con Amarillas. Habías salido a caminar un poco, en esas horas frescas en que el tráfico en las calles era escaso. Él pasó conduciendo un pick-up, con una niña a su lado, de pie en el asiento.
–¡Alejandro! –te gritó y se estacionó al otro lado de la calle.
Cruzaste hasta él y le extendiste la mano.
–¡Amarillas! ¿Cómo le va?
–Muy bien, gracias a Dios. ¿Andas de vacaciones? ¿Cuándo llegaste?
–Hace tres días apenas... Supe que está aquí el Armando.
–Sí, se vino a vivir aquí. Su mamá ha estado enferma y vino a ayudarme a cuidarla.
Tú mirabas con curiosidad a la niña. Amarillas la abrazó y te la presentó:
–Es mi nieta, la niña del Armando. Se llama Beatriz, tiene cinco años. –La pequeña sonrió con timidez, su mano derecha en la boca–. Durmió con nosotros anoche y quiso venir conmigo a la tienda… ¿Quieres que te lleve a algún lado?
–Sí, gracias. Ya voy de regreso con mis papás.
En el corto trayecto Amarillas te puso al tanto: el Armando estaba trabajando en la minera, en el área de recursos humanos. Su esposa, socióloga también, impartía clases en la preparatoria.
–Le voy a decir que te busque, para que se saluden –te ofreció, ya a la puerta de tu casa.
Horas más tarde recibiste la llamada de tu amigo. La misma voz efusiva, arrebatada, llena de vida. Y en pocos momentos tú y él eran todo risas, carcajadas, recordando algunas de las anécdotas que compartían de sus tiempos adolescentes. Sentada a tu lado, tu madre reía también mientras escuchaba la plática.
El 26 por la tarde el Armando pasó a recogerte. Te había invitado a cenar a su casa esa noche. Quería presentarte a su esposa, Amanda.
–¿De modo que tú eres Alex? –te dijo ella al recibirte–. Armando me ha platicado mucho de ti. Tenía ganas de conocerte.
La abrazaste con gusto. De inmediato te sentiste acogido por su sonrisa y su brillante mirada.
Pasaron a la sala. La pequeña Beatriz coloreaba un libro, en el piso. Ocupaste un sillón individual y ellos se sentaron juntos frente a ti.
Se sucedió entonces un afectuoso y ameno intercambio de recuerdos, un compartir de vivencias que permitió que los años de separación fueran develándose. Les contaste de tu trabajo publicitario en Mexicali, casi desarrollado a la par que tus estudios de comunicación en la UABC. No te iba mal económicamente, incluso ya gozabas de prestigio en tu ramo, pero no te atrevías a dar el paso definitivo para fundar tu propia empresa.
Ellos, por su parte, te narraron sus experiencias en las aulas de la UDG, donde se conocieron y poco a poco su amistad evolucionó hasta el noviazgo. Desde los inicios del tercer semestre. Amanda vivía en un departamento con dos de sus primas, mientras el Armando rentaba un pequeño cuarto. Ella lo atrajo hacia su religión: alguna denominación cristiana que ya no recuerdas. En el templo al que acudían se celebró la boda y al año siguiente recibieron a su hija.
La última parte de la conversación ocurrió cuando ya se encontraban sentados a la mesa. Amanda se disculpó por el platillo poco elaborado que te ofrecía, pero tú le dijiste que lo importante era disfrutar esos momentos juntos; que recuperar lazos era el verdadero banquete.
El Armando dirigió la oración, antes de cenar. Con el rostro inclinado, agradeció a Dios por el alimento que les permitía tener en su mesa y por tu compañía en esa noche –al pronunciar tu nombre te oprimió el brazo, con afecto–. Amanda oraba en silencio, los ojos cerrados. Tú observabas la escena, respetuoso; finalmente ya no tenías relación con ninguna iglesia, aunque te considerabas cristiano a secas.
El reloj continuó su marcha sin que se dieran cuenta, inmersos en ese ambiente confortante de reencuentro, en esa calidez que contrastaba con el frío invernal.
A Beatriz le pesaban los ojitos y Amanda decidió cargarla hasta su cama. El Armando te sirvió un poco más de café y te contó que, ya de vuelta en el pueblo, llevaba a cabo actividades de trabajo social en la colonia de los mineros, donde pasaste tu infancia.
–Estamos poniendo en práctica una serie de programas para elevar el nivel de vida de la población en lo posible.
–Me alegra mucho que la compañía se preocupe por eso. Finalmente, si los mineros viven bien, rendirán más para la propia empresa.
–Retomamos un programa diseñado por nuestro coordinador de servicio social en la universidad.
–¡De los mejores maestros que tuvimos! –intervino Amanda, ya de regreso a la mesa–. Me hubiera gustado que nos apadrinara cuando terminamos la carrera.
–Igual a mí. Pero de cualquier manera mantuvimos la comunicación y hasta hoy somos muy buenos amigos. –El Armando tomó la mano de su esposa y ambos sonrieron con orgullo, ante el recuerdo de su antiguo maestro.
–Él también pertenece a nuestra congregación... Nos acompañaba por las noches cuando recorríamos las calles del centro y las colonias populares –comentó Amanda.
–¿Sí? ¿Para qué, qué hacían?
–Nuestro proyecto de servicio social consistía en recuperar a los niños de la calle –te explicó el Armando–, para que se reintegraran con sus familias o se dejaran recoger por centros asistenciales, y continuaran o iniciaran sus estudios.
–¡Qué bien! –exclamaste, conmovido–. ¡Muy buena labor, aunque supongo que no era para nada fácil!
–¡Para nada, para nada! –coincidió contigo Amanda–. El ambiente en que vivían esos niños era muy difícil, muy violento. Primero había que ganarse su confianza, y eso tomaba a veces semanas.
–Eran necesarias muchas visitas –prosiguió el Armando–, hasta que por fin aceptaban volver con su familia. Nosotros los acompañábamos, para que sus padres no los rechazaran. Y luego seguía la labor con la familia completa.
–Si no tenían familia, o no los aceptaban de regreso, entonces los llevábamos a alguno de los centros de asistencia social que teníamos registrados en el programa. Y les dábamos seguimiento a su comportamiento y su desempeño en la escuela. –Los ojos de Amanda adquirieron un brillo especial; su voz era dulce y enérgica a la vez, mientras relataba la extenuante pero bella labor de trabajar en beneficio de los niños necesitados.
Esto último se lo dijiste a ambos, emocionado por la conversación.
Quisiste agregar que se te venían a la mente las experiencias que conocías, por terceras personas y amplias lecturas, de los esfuerzos realizados por las comunidades eclesiales de base en toda Latinoamérica. Quisiste expresarles tu admiración por esa entrega completa e incondicional al prójimo. Quisiste manifestarles los deseos que no te abandonaban de acercarte a los grupos religiosos de algunas parroquias de tu ciudad, para ofrecerles apoyo en lo que fuera.
Pero la rápida intervención del Armando te lo impidió:
–Sí era una labor extenuante, muy pesada. Y es que son muchos. ¡Son como cucarachas! ¡Salen por todos lados!
La comparación te sorprendió y la consideraste denigrante, excesiva. Pero, acostumbrado como estabas a las bromas de tu amigo, solo atinaste a sonreír.
Amanda escuchaba en silencio, mirando a su esposo.
–¿Has sabido de los escuadrones de la muerte de Brasil? –te preguntó él.
–Cómo no. He leído sobre ellos: los grupos paramilitares que acudían de noche a las favelas y las calles de las ciudades a masacrar a los niños que dormían en las banquetas y en los parques.
–¡Esa es la solución! ¡Es que son como una plaga!
En ese instante te pareció percibir también en los ojos del Armando el mismo brillo especial. Te pareció escuchar que su voz enronquecía. De reojo viste que Amanda seguía en silencio, la mirada fija en su esposo. Tú no comentaste nada, no acertabas a encontrar las palabras adecuadas para ese momento.
–De poco sirve llevarlos con las familias o a centros asistenciales –habló por fin ella–. Porque se van a seguir reproduciendo.
–Mientras no tengamos escuadrones aquí, el problema no se va a solucionar. ¡Son como cucarachas, y a las cucarachas se les extermina! –La voz fuerte del Armando te retumbó en la cabeza.
Abriste la boca, pero no salió de ella palabra alguna. Ningún sonido. Lo viste a él: sus ojos brillantes y su rostro ahora muy serio. La viste a ella: la mirada fija en ti, sus ojos brillantes clavados en los tuyos, su rostro adusto.
¿Cuánto tiempo permaneciste boquiabierto, mudo, mirando a uno y a la otra, sin creer ni entender la metamorfosis que acababa de ocurrir en aquel matrimonio dulce y entrañable?
Ellos tampoco decían nada. El silencio empezó a pesar más y más en ese comedor.
Fue Amanda quien reaccionó primero:
–Ya van a ser las once.
–Se fue rápido el tiempo –comentaste, forzando una sonrisa, aún turbado.
–Si quieres te llevo a tu casa –te ofreció el Armando, esquivando tu mirada.
Te despediste de Amanda con un abrazo y un beso en la mejilla. La sentiste fría, distante. Aunque quizá la frialdad estaba en ti.
El Armando condujo enmudecido. Por tu parte, tampoco pretendiste iniciar ninguna plática.
Te despidió con un apresurado apretón de manos. Esperaste a que las luces de su auto se perdieron en la calle y entraste a la casa de tus padres. Ellos dormían.
Años más tarde te enteraste de que tu amigo se había mudado a Ensenada con su familia. Jamás volviste a verlos.
(2018)
http://bit.ly/El-brillo-de-sus-ojos