¿Sobre qué me sostengo, sobre quién? ¿Quién soy? Supongo que hubo un día en que ya no era válido ser yo y empecé a ser otro. Recuerdo los anchos pasillos de mi colegio de curas por los que estaba prohibido correr y por los que alegres esprintábamos como si no tuvieran fin. Resbalábamos, caíamos, rodábamos, gritábamos. Ese soy. Ese niño sí soy yo, pero me dijeron que no, que no se podía correr, ni jugar, ni mucho menos elevar la voz. Además, había que santiguarse al pasar frente a la virgen dolorosa.
Pienso en esto ahora que tenemos que estar encerrados en casa, pues ni trabajo en un supermercado, ni soy policía, ni enfermero… En fin, yo excribo, cuando puedo, cuando no me da miedo atreverme a ver que yo era ese niño al que podían regañar, al que le costaba ponerse a hacer los deberes y se le hacían interminables, como a cualquiera; ese que podía ser cruel con alguien más débil, ese que podía asustarse y agarrarse a su padre cuando la Alameda de Colón se llenó de carreras, gritos, humo, miedo y un disparo. Al menos uno, el que acabó con una de aquellas vidas. Nosotros vivíamos en Pasaje de Valencia, o sea, al ladito de la Policía Armada y muy cerquita de donde mataron a ese muchacho. Yo pasé por ahí ese día a esa hora cuando tenía siete años. Yo de verdad, aunque solo fuera un niño. Yo de mentira quiero ser de verdad y con estas palabras confinadas que sacaré a pasear online trato de recuperarlo.
Y no sé qué día fue el que tuve que negar quién era yo, porque debía empezar a construir un chico firme, disciplinado, serio, cortés, cumplidor y bien parecido. De pronto, tenía que construir una barrera y dejar al otro lado la frustración, la queja, la rabia, el odio, el miedo…
¿Sobre qué me sostengo? ¿Sobre mi entidad de profesor, el que sabe, el que decide, el que manda, el que no se equivoca? ¿Me sostengo sobre mi entidad de persona amable, cívica y responsable?
Hay un yo que no es “un yo”, que soy yo, que tiene miedo, que, ahora que no se puede circular por la calle, excepto en los casos conocidos, le asusta que lo detengan, que lo lleven a una prisión y que nadie pueda hacer nada, porque ahora pueden volver esos que no me dejaban correr por el pasillo, esos que no querían que todas y todos tuviéramos voz. Esos que eran cualquiera, o casi cualquiera, porque cualquiera te miraba inquisitivamente si te salías del tiesto, porque cualquiera era un vigilante de cualquiera.
Y ahora que nos hemos confinado, ahora que circula la solidaridad, ahora que tenemos confianza en que las autoridades no harán mal uso del poder que tienen para cuidarnos, ahora miro al que soy, que soy yo pero que lo veo ajeno, y me cae una catarata de lágrimas confinadas durante años y décadas. Porque aquello sobre lo que me sostengo es una imagen fría, como el cuadro de alguien honorable y respetado. Sin embargo, soy aquel que tiene miedo, aquel a quien le cuesta ponerse a trabajar en un caos virtual y atender a su hija entre unas paredes que se nos vienen encima, aquel que tiene que esperar a que esté atendida y acostada para sacar un rato propio sin continuas interrupciones, aquel a quien le cuesta tener paciencia con su pareja, aunque la disimule.
Mi tristeza es infinita, como el universo, porque no me di cuenta de que abandonaba a ese niño que corría por el pasillo del colegio San Estanislao y me quedaba con ese otro de cara angelical que hacía la comunión y miraba a la cámara representando el patrón universal de bondad. Así pues, ahora que sé sobre quién me sostengo y que creo que ese yo está partido, quiero desabandonar a ese niño y devolverlo a mi seno. Quiero ser excritor y que el criterio principal de calidad de mis textos sea la sinceridad conmigo mismo. Sostenerme sobre la verdad, que es imperfecta.
Málaga, 2020.