Los dedos de los pies de mi padre eran enormes desde mi mirada de explorador del mundo. La curiosidad me llevaba a cada rincón y en cada rincón se libraba una aventura: Ver el mundo como lo que es, algo enorme y apasionante. Cuidar el mundo, que, por enorme que sea, también necesita cuidado. Si dejo de ser lo que soy, estaré muerto. Si el mundo deja de ser lo que es, estará muerto. Si agredimos al mundo hasta deformarlo tanto que ya no se lo reconozca, el mundo dejará de ser lo que es, esos pies gigantes con esos dedos blandos y esas uñas duras que en el nacimiento de la conciencia aún no tenían significado.
La voz de mi madre me llama, pero mi madre no está aquí, o al menos yo no la veo. La voz del mundo se escucha lejos y entrecortada. No podremos cuidar del mundo online. No podremos cuidarnos al arrullo de los mercados bursátiles (bajo los gritos de los chatarreros confinados cuyos hijos pasan hambre y cuyas hijas son violadas), por más que los números sean el más racional y hermoso misterio siempre explorable hasta el infinito.
Veo el mundo encogido como un bebé enfermo. Y los padres están de fiesta ignorándolo. Pero la fiesta acaba mal, porque alguien está en la UCI casi sin aliento. ¿Qué nos confina, qué nos corta la respiración y nos ahoga? El aire no se puede atrapar, nunca se pudo, pero nos dijeron que sí, que lo habían atrapado con el 5G. Y que podíamos viajar por su espacio libremente, como si fuéramos más listos que los halcones.
Ya aquel día, cuando la calle estaba llena, un primer avión se estrelló contra una torre altísima que se elevaba por el aire hasta el cielo llena de personas. Minutos después del impacto ya todos entendían que eso no era un accidente, porque todos sabían de lo que somos capaces los seres humanos llevados de la destrucción y el odio hasta el último confín del planeta. Y mientras pensábamos que los doctores operarían a distancia y los coches conducirían solos, ignorábamos que la temperatura no dejaba de incrementarse (esa fiebre del planeta), los mares no dejaban de subir, el hielo no dejaba de deshacerse. Y esa palabra, ecosistema, nos llamaba, como me llamaba mi madre, pero el ecosistema ya no está aquí, o no se le ve, o está escondido como Ana Frank. Nos generó, nos cuidó y nos lo ofreció todo para que creciéramos. Y ahora que nos llama lo buscamos, pero no sabemos dónde.
Los niños que jugaban en un espacio seguro se han desplazado hacia el peligro, pero hemos seguido con la fiesta, y el baile, y las drogas, y las conversaciones sin oídos a todo volumen. Y los niños ahora vienen corriendo y avisan de que uno no vuelve con ellos, uno que ya no crecerá, que nunca se hará mayor, que ha dejado de ser lo que es. Uno que no podrá recordar jamás cómo tocaba los dedos blandos y las uñas duras de los pies de su papá. Lo recojo inerte del suelo. Ya no puedo regañarle por no ir a la escuela y quedarse en el roqueo pescando pulpos. Me quito los zapatos y contemplo mis pies. No sé por qué este niño está muerto. ¿O parece que está muerto? Supongo que se trata de una pesadilla. O quizá no, quizá son mis pies. ¿Serán demasiado blandos? Para sostenerme, necesito que sean firmes. No es una pesadilla. Las torres se derrumbaron y el odio calcinó un campo de centeno, incluido su guardián. Pero sí hay futuro y la tarea será la transformación. Siempre lo fue, transformar unos dedos blandos con unas uñas duras en garras singulares que supongan un significante más en la vida de los ecosistemas. Y no dejar de ser, no dejar de estar. Responder a las llamadas de amor o de tristeza. Contemplar la ira como hacha truncada de la frustración.
Málaga, 2020.