Es la hora de ver. A mi alrededor existe un mundo y no lo veía, lo clasificaba: el museo de mi vida. Mi familia, mi trabajo, mi ciudad, mi planeta han sido para mí un museo... lo que no significa que sean mentira. Son una verdad radiante y rabiosa, pero no la veía, la clasificaba.
Cuando recibía una pieza equivocada, temía que todas las salas se cayeran en pedazos. El edificio temblaba. Sabía que el repartidor no volvería a por ella. Nadie aceptaría mi devolución. No se trataba de productos comprados por Internet. Lo peor de todo era entrar en el almacén y pensar dónde colocarla, porque normalmente se acumulaban más cajas de las deseadas. Eran obras que no pertenecían a mi centro de arte y costumbres contemporáneas y yo no me explicaba por qué terminaban llegándome. Y me martirizaba con la sinrazón de la procedencia de esas obras.
Me pasaba horas en ese almacén reordenándolo y acumulando cajas junto a la puerta de los vehículos para que algún camión viniera a recogerlas y se las llevara. Pero esos camiones nunca venían. El museo no existía aunque fuera verdad. Lo que sí existía era la vida, aunque me sobresaltaba como un pequeño infierno, o como una pesadilla, o como un cortometraje surrealista, o como una herida incómoda de la que finalmente tendrás que ocuparte.
Ese museo era mármol pesado, la carga de Sísifo. Yo no sabía verlo como lo que era, una piedra que hay que llevar hasta la cima de la montaña una y otra vez. No sabía el significado de la palabra transformar, porque no me lo creía (cuestión de fe). Sin embargo, la palabra milagro era como la palabra museo, llena de peso y verdad en mi percepción de la realidad. Una y otra vez.
Las heridas se transforman y la vida bulle en ellas. A veces ganan los buenos y todo termina con una postilla que se irá cayendo a trocitos. En otras ocasiones ganan los malos y hay que operar, o amputar, o morir. No obstante, la vida y la muerte bullen en ellas. Aspiro la herida del cielo, del monte y de los árboles. Trago las heridas de los edificios llenos de personas. Bebo el humo de los vehículos y el asfalto. Oigo el estruendo de los motores y de los pájaros. Oigo el estrés de las voces y las voces del amor, o de la ira, o de la alegría. Transformo mi museo en pasado y piso el presente. Me quemo, me enfrío, me despierto.
Pienso en la vida de ahora de mi hija, de mis alumnas y de mis alumnos, de las niñas y de los niños, de las chicas y chicos adolescentes, de las muchachas y muchachos jóvenes. Hay millones de personas ahí. No están incluidas en este ERTE de la existencia por la enfermedad mundial. Pienso en ellas y en ellos, no en el museo de las plataformas, aplicaciones y cadenas de televisión con millones de salas y de actividades que rellenar para ganarse el derecho imaginario a ver una serie o a chatear por la red. Miro a mi vida de profesor y me veo en una tormenta inacabable, la creatividad frente al huracán de la masificación y los resultados, la comunicación frente la inundación de la burocracia. Me veo y nos veo mirando sin comprender la catástrofe de la naturaleza, pero inmersos en los contenedores de basura de los mercados: el tsunami de los estándares de aprendizaje evaluables, el seísmo de la promoción, la alucinación de la atención a la diversidad, la explotación infantil de las editoriales, esos beneficios a cambio de espaldas también cargadas con la roca de Sísifo cada día, una y otra vez.
El saber no está en los libros, aunque su clasificación sea útil allí registrarla, el saber es una transformación de los libros en la interacción con la realidad. Es la investigación. Pero la investigación es placentera y ninguna empresa la puede explotar a corto plazo. Además, el placer gratis es pecado. El verdadero castigo no es la expulsión de clase, sino la reclusión de la creatividad, la comunicación, la investigación y las diferencias; era necesario para el mantenimiento del museo de las editoriales y del sistema academicista. Los niños de museo lucen esplendorosos en brillantes salas justificando el trabajo de los docentes pulcros. Los que no lo son, corretean en un almacén especial, preparándose para las adicciones y la delincuencia, mientras salvamos nuestra supuesta dignidad con los decretos sobre atención a la diversidad, esas medidas para “malitos”.
Yo os maldigo, profesoras y profesores que estáis en la enseñanza para justificar un sueldo. Yo os maldigo, políticos y técnicos de la administración que habéis acumulado una ley educativa sobre otra hasta tener un castillo kafkiano lleno de contradicciones. Yo os maldigo, madres y padres que apoyáis el sistema memorístico y de exámenes. Maldigo a aquellos que denigran otras formas de evaluación y de aprender. A todos vosotros os maldigo por apoyar que en las escuelas de nuestros menores de edad haya una especialización en materias y profesorado más allá de lo necesario para aprender con sentido, repito, a cambio de espaldas cargadas con los libros y las libretas de Sísifo cada día, una y otra vez.
Maldigo vuestra resistencia y vuestro pánico a que se aprenda a trabajar cooperativamente y con respeto, vuestro convencimiento de que las notas importantes sean las de los exámenes, cuando todos sabemos que los adultos titulados no aprobaríamos la mayoría de las pruebas escritas de ESO a no ser que nos las volviéramos a estudiar. ¿De qué nos sirvió empollar la célula o las moléculas y vomitar el rollo para superar el examen correspondiente, si cuando hemos visto en febrero a los chinos en sus tiendas con mascarillas hasta terminar cerrándolas nos hemos creído que estaban exagerando?
Maldigo vuestra indignación por el hecho de que alguien se copie en los exámenes, maldigo el dogma occidental de la posesión de un título universitario que sirve para fomentar el sistema de la injusticia mundial, maldigo vuestro nuevo museo del coronavirus con un nuevo almacén para niños, para todos los niños, enchufados como en Matrix a los dispositivos. Maldigo vuestra indolencia y que no exijamos una solución para la salud mental y la educación de la infancia y la adolescencia en esta situación, al igual que sí se han creado los equipos de expertos y directrices únicas en virología. Para todo lo demás (empleo, etc.), se está haciendo todo lo posible. MALDIGO VUESTRO DESPRECIO POR LA PALABRA APRENDER. La infancia, al museo. Os maldigo y espero que os pudráis en un museo del infierno.
Sigue siendo la hora de aprehender y transformar.
Málaga, 2020.