No tengo palabras, no tengo hilo, me digo. Mentira. Sí las tengo, aunque sienta que me hayan sustraído mi libertad, mis movimientos, mis relaciones. Aunque por ese motivo y por momentos sienta que estoy acabado. Aquí dentro, dentro de mí, lo que sea que soy, hay palabras, hay historia y hay futuro. De chaval corría en bicicleta. A mi padre le hacía una ilusión tremenda y cada fin de semana me llevaba a competir. Recuerdo su pasión por la parafernalia de la bici de carreras, las piezas, el engrasado, las equipaciones, las pastillas de glucosa, la fruta, los dulces, los entrenamientos, las rutas, el calendario de alimentación… Todo ello para mí a veces se hacía tedioso. La ilusión de llegar a ser Induráin era la meta inalcanzable que me hacía acumular cansancio y embotar el pensamiento; y no llegar a seguir las tácticas ni acertar en dónde tenía que redoblar el esfuerzo y dónde debía guardar mis fuerzas. Un objetivo ideal e inexistente, corrosivo, embaucador, dañino y destructivo.
Ser Indurían, ser García Márquez, ser un ídolo. La vigencia y el vigor de esa idea era tan poderosa que las millones de posibilidades intermedias perdían su valor. El valor de disfrutar del paisaje, la carretera y el aire libre. El valor de dar un sentido y una forma a aquello que soy y dejarlo fijado por escrito, y aunque errático, existente. Soy un ser humano, como tantos, fallido. Pero me hago preguntas.
Solo hay una manera de salir de esta crisis que supone el encierro de la ciudadanía occidental y el miedo en las ciudades y pueblos de Occidente. No me olvido de que la medida de lavarse las manos no se puede llevar a cabo en cientos de lugares donde los grifos agua corriente no existen en cada “hogar”. Esta manera de salir de la depresión colectiva no es rápida, te lo digo por si no quieres seguir leyendo. Es la cultura y la ciencia. Transformar la dictadura del número y la comunicación de sentido único y de tipo masivo. La ciencia no se puede transmitir en una noticia de un periódico o de un telediario. No se puede transmitir en un debate partidista con personas disfrazadas de expertos o de periodistas que defienden objetivos concretos basados en intereses económicos de pequeños sectores de la población.
Es una de las realidades que intenté reflejar en mi novela Dentro. La perversión de los mass media y la prostitución del significante: prostituimos el significante, que recibe dinero (cada clic y cada dedo, dígito, es el dinero) a cambio del placer del significado, hasta llevar el significado de la palabra “significado” a la acepción de sedante. Entonces, se erradica en la mayoría de los casos el sufrimiento de la posibilidad de significado y cuando ocurre una desgracia inevitable y la verdad no se puede evadir, el sufrimiento es pánico y no se puede construir nada desde él.
La ciencia no se puede transmitir bajo el dictado de lo novedoso y lo rápido. Se necesita formación, conocer postulados, hay métodos, se siguen pasos y se atiende a la complejidad. La materia y la no-materia son complejas. La sociedad necesita porcentajes, no cifras totales, sin embargo, el segundo y el tercer grado de abstracción son un esfuerzo. Nos dan migajas de porcentajes y nos quedamos con las cifras totales que rellenan el bollo como crema de chocolate. La transformación está en atender a los detalles. ¿Pero cómo hacer que varias generaciones estimuladas principalmente por la necesidad de las satisfacciones inmediatas vayamos por otro camino distinto a la vía fácil, rápida y placentera. Odiamos la paciencia, la espera, el esfuerzo. Además, hay un sentido bastante aceptado, pero equívoco, que asimila el esfuerzo al sufrimiento gratuito. No, tampoco ese esfuerzo: el esfuerzo para la transformación, la investigación y las preguntas adecuadas. Buscamos respuestas, pero hay que esforzarse con las preguntas.
Investigar en una sociedad que exige datos parciales con rapidez y que se entiendan hasta el último votante es difícil. La cultura es la que nos sacó de las cuevas, además de la ciencia, antes que la ciencia. Para establecer un contexto idóneo a la ciencia hace falta antes una cultura viva, estar insertados activamente en la cadena de la Historia, la Sociología, la Antropología, el Arte, la Filosofía.
Esta última es la primera, la que movió al ser humano a establecer un tejido cultural como base para priorizar la ciencia. La filosofía es el amor al saber, el único motor válido del científico. El mundo desde el que tendremos que transformarnos está lleno de motores financieros y de motores de poder social y político. La política era el arte de vivir en sociedad (en las ciudades), no la disciplina del poder. La cultura lleva implícita la solidaridad.
La ciencia es una cultura. Por eso digo que la cultura está antes que la ciencia. La cultura es la asociación de los seres humanos, su principio es el entendimiento, la participación y el disfrute común, en multitud de aspectos. Sin solidaridad no hay cultura, sino que algunas tribus casi invisibles en la fantasmagoría de un mundo globalizado someten a otras tribus en su alucinación de una vida individual poderosa, eso sí, con el móvil en la mano o cerca. ¿Dónde lo tienes ahora?
Para que hubiera un movimiento común, como el aplauso de cada tarde a los sanitarios, pero de origen científico, hacen falta generaciones educadas desde principios como los derechos humanos y desde la práctica de la reflexión ética. Nuestras jóvenes generaciones están educadas desde el principio del consumo ilimitado. Los títulos académicos conseguidos con ese sufrimiento inútil, equívoco y evitable son un precio a pagar para ello. Si te lees la Declaración Universal de los Derechos Humanos, te das cuenta de que es papel mojado. Podemos no mirar durante décadas a los lugares donde el sufrimiento es a vida o muerte cada día. Montados en nuestros vehículos civilizados hemos llevado una vida a todo tren. Y ahí estamos ahora, confinados por algo que no podemos ver pero que podemos respirar. Y no tenemos ni idea. Como sociedad, no tenemos la más remota idea de en qué consiste la prueba del coronavirus, o las pruebas, ni tampoco de qué es lo que respiramos.
Vamos con las preguntas:
1. ¿Hay una prueba para detectar el coronavirus o es para detectar la COVID-19?
2. ¿Es lo mismo coronavirus que COVID-19? Si no es lo mismo, ¿por qué se usan a menudo como sinónimos, como si no tuviera importancia?
3. ¿Hay un único coronavirus o hay varios? Si hay varios, si hay innumerables tipos, ¿por qué decimos, o los medios dicen: “fulanito tienen el coronavirus”? ¿Qué coronavirus tiene? ¿Cómo se llama el nuevo coronavirus y por qué?
No nos da igual decir que fulanito tiene un Galaxy, sino que lo que importa es si tiene el A50 o el A40, o el A51. Y con los Audi, igual.
4. ¿Desde cuándo se conocen los coronavirus? ¿Alguno tiene ya vacuna?
5. ¿Por qué no estábamos preparados para la pandemia de este coronavirus y sí para un ataque militar de algún país musulmán? ¿Qué era más probable si el ancestro conocido más antiguo de coronavirus tiene 10.000 años y los países musulmanes son mucho más modernos? ¿Por qué en el futuro volveremos a no estar preparados?
6. ¿Se están mezclando los datos de muertes por gripe, y cuál de las gripes, con los datos de muerte por COVID19?
7. ¿Cuánto se tarda en abril de 2020 en adquirir un teléfono móvil o un coche y cuánto se tarda en conseguir una mascarilla fiable? ¿O es necesario todo un equipo de protección NBQ?
Se trata de formular las preguntas adecuadas (yo quizá sea un poco torpe, pero le echo ganas), no de buscar respuestas que nos anuncien la vuelta al consumo ilimitado y al placer atemporal posible. Quizá alguna respuesta cierta pero compleja nos llegue, porque nos llevará a otra pregunta. Es un esfuerzo, una investigación, una transformación. No renunciemos nunca a una pregunta, como el Principito, de eso trata la con-ciencia. Veamos con la conciencia, además de con los ojos, porque lo que respiramos no se ve. Presento mi renuncia a la ignorancia y al placer de la in-consciencia. Me pongo en marcha para buscar el placer del pensamiento crítico.
Málaga, 2020.