Textos UD 4. L'Edat Moderna

LA CONQUESTA DE BIZANCI, 29 DE MAIG DE 1453. MINIATURA HISTÒRIA D'STEFAN ZWEIG, DEL LLIBRE MOMENTS ESTEL·LARS DE LA HUMANITAT. Sternstunden der Mensccheit, Ed. Quaderns Crema, Barcelona, 2004, 286 pàgs. Pàg. 35-62.

A PEU DE PÀGINA, A Fitxers adjunts es pot consultar el text.

FUGIDA CAP A LA IMMORTALITAT. EL DESCOBRIMENT DE L'OCEÀ PACÍFIC, 25 DE SETEMBRE DE 1513. MINIATURA HISTÒRIA D'STEFAN ZWEIG, DEL LLIBRE MOMENTS ESTEL·LARS DE LA HUMANITAT. Sternstunden der Mensccheit, Ed. Quaderns Crema, Barcelona, 2004, 286 pàgs. Pàg. 63-87.

A PEU DE PÀGINA, A Fitxers adjunts es pot consultar el text.

Vasco Núñez de Balboa

LA IMPREMTA

La nueva técnica no debió nada al estimulo de China, donde ya se practicaba de forma distinta, salvo de modo muy indirecto, a través de la disponibilidad de papel. A partir del siglo XIV se utilizaron en Europa trapos para fabricar papel de buena calidad, y este fue uno de los elementos que contribuyeron a la revolución de la imprenta. Otros fueron el principio de la imprenta misma (la impresión de imágenes en tejidos se había practicado en la Italia del siglo XII), el uso de metal fundido en vez de madera para los tipos (ya utilizado para fabricar las planchas de naipes, calendarios e imágenes religiosas), la disponibilidad de tinta de base oleosa y, sobre todo, el uso del tipo metálico móvil. Fue esta ultima invención la que resultó decisiva. Aunque los detalles no se conocen con certeza, y aunque a comienzos del siglo XV se realizaban en Haarlem (Países Bajos) experimentos con letras de madera, no parece que existan razones fundadas para no atribuir el merito al hombre cuyo nombre se ha asociado tradicionalmente con el, Johannes Gutenberg, el pulidor de diamantes de Maguncia. Hacia 1450, Gutenberg y sus colegas reunieron los elementos de la imprenta moderna, y en 1455 se publicó el que se coincide en catalogar como primer libro autentico impreso en Europa, la Biblia de Gutenberg.

La carrera profesional de Gutenberg era por aquellas fechas un fracaso; un elemento profético de una nueva época del comercio aparece en el hecho

de que probablemente estaba infracapitalizado. La acumulación de equipos y tipos era un negocio costoso, y un colega que le había prestado dinero le llevó ante los tribunales para reclamar sus deudas. La sentencia fue contra­ria a Gutenberg, que perdió su imprenta, por lo que la Biblia, cuando se publicó, no era propiedad suya. (Afortunadamente, la historia no termina así; Gutenberg fue ennoblecido al final por el arzobispo de Maguncia, en reconocimiento de su obra.) Pero lo cierto es que puso en marcha una revolución. Se ha calculado que hacia el ano 1500 ya se habían publicado unas 5.000 ediciones distintas de libros (incunables se los llama entonces). Esto significa probablemente entre 15 y 20 millones de ejemplares; es muy posi­ble que en esa fecha hubiese ya menos ejemplares de libros manuscritos en todo el mundo. En el siglo siguiente había entre 150.000 y 200.000 ediciones distintas y quizá un numero diez veces superior de ejemplares. Este cambio cuantitativo se une a otro de carácter cualitativo; la cultura resultante de la llegada de la imprenta con tipos móviles era tan diferente de cualquier otra cultura de épocas anteriores como lo es de la que da por supuesta la existen­cia de la radio y la televisión. La edad moderna fue la edad de la imprenta.

Es interesante, aunque natural, que el primer libro impreso en Europa fuese la Biblia, el texto sagrado que constituía el centro de la civilización medieval. Mediante el proceso de impresión, su conocimiento se difundiría como en ninguna otra época anterior y con unos resultados incalculables. En el año 1450 debía de ser muy poco frecuente que un párroco tuviera en su poder una Biblia, o incluso que tuviese un fácil acceso a ella. Un siglo después, comenzaba a ser probable que tuviese un ejemplar, y en 1650 habría sido un hecho extraordinario el no tenerla. La primera Biblia alemana se imprimió en 1466; las traducciones italiana y francesa le siguieron antes de terminar el siglo. En la difusión de los textos sagrados -de los cuales la Biblia sólo era el más importante-, laicos piadosos y eclesiásticos por igual invirtieron gran­des cantidades de recursos durante 50 o 60 anos; las imprentas se instalaron incluso en los monasterios. Mientras tanto, las gramáticas, las historias y, sobre todo, los autores clásicos que ahora eran editados por los humanistas también se publicaban en numero creciente. Otra innovación procedente de Italia fue la introducción de unos tipos mas sencillos y claros inspirados en la caligrafía de los estudiosos florentinos que eran a su vez una copia de la minúscula caro­lingia. Las repercusiones no pudieron contenerse. La dominación de la con­ciencia europea por los medios impresos seria el resultado. Con cierta pres­ciencia, el Papa sugirió a los obispos en 1501 que el control de la imprenta podría ser la clave para conservar la pureza de la Fe. Pero había algo mas que una amenaza especifica a la doctrina, por importante que esta fuera. La naturaleza. Del libro también comenzó a cambiar. Lo que había sido una rara obra de arte, cuyos conocimientos misteriosos solo eran accesibles a unos pocos, se convirtió en un instrumento y un artefacto para la mayoría. La imprenta pro­porcionó nuevos cauces de comunicación a los gobiernos y un nuevo medio a los artistas (la difusión del estilo pictórico y arquitectónico fue mucho mas rápida y generalizada en el siglo XVI que en épocas anteriores debido a la cre­ciente disponibilidad de las estampas grabadas) y proporcionaría un nuevo impulso a la difusión de la tecnología. Estimularía una inmensa demanda de alfabetización y, por lo tanto, de enseñanza. Ningún otro cambio señala con tal claridad el final de una época y el comienzo de otra.

J.M Roberts, Historia Universal. II. Del nacimiento del Islam a la Europa Moderna. Ed. RBA, Barcelona, 2009. 298 pp. Págs. 268-270.

Imprempta s. XV

UN REGALO DE LOS CONQUISTADORES

En la segunda década del siglo XVI, los aztecas empezaron a perci­bir extraños presagios: se vio una misteriosa lengua de fuego ardiendo en el cielo, un altar sagrado se incendió súbitamente, un cometa cruzó el firmamento, y, en un día de calma chicha, el lago Texoco, situado en las inmediaciones de la legendaria capital de su isla, Tenochtithín, empezó a hervir. En la propia ciudad de Tenochtitlan, que se alzaba más o meno en lo que hoy es México DF, el emperador Moctezuma, hombre supersticioso, estaba muy inquieto: le habían llegado informes des de el territorio de los mayas, en Yucatan, sobre una raza de hombres blancos que llegaban del otro lado del mar, a bordo de unas "torres con alas" y con armas que escupían un fuego mortal. Como muchos aztecas, Moctezuma ­creía que, muchos años atrás, la serpiente emplumada Quetzalcó había aparecido en la tierra disfrazada de profeta, con barba y la blanca, y que iba a regresar alguna vez.

Lo que no sabía el emperador es que esos hombres blancos traían una arma invisible mucho más mortal que sus pistolas de fuego: la viruela. Esta enfermedad ya había causado en 1507 una epidemia terrible entre los indios de La Española (la isla que hoy comparten Haití y la República Dominicana), y otra más en 1519, que había causado la muerte a la tercera parte de la población, antes de extenderse hacia Puerto Rico, Jamaica y Cuba.

Esto sucedía más o menos en la misma época en que el español Hernán ­Cortés llegaba a lo que hoy es Veracruz, acompañado de quinientos cincuenta hombres. Cortés quemó allí sus barcos para que ningún miembro de su expedición abrigara la idea de salir huyendo, y a continuación, ­el 16 de agosto, emprendió la exploración del interior de la isla. Moctezuma le envió ricos regalos de oro y joyas, prometiéndole más si no se acercaba a ellos, pero con ello sólo consiguió excitar la codicia de los españoles; el 8 de noviembre, Hernán Cortés llegó a Tenochtitlan.

Moctezuma bajó a recibirlo por una de las pasarelas que comunicaban la isla con tierra firme y, delante de sus súbditos, saludó al español como al dios, largamente esperada, que volvía a la tierra para reinar sobre ellos. Instaló a sus huéspedes en un palacio lleno de tesoros y les enseñó sus ciudades más espectaculares, donde vivían unas trescientas mil personas; los mercados estallaban de abundancia, pero en los templos se veía correr la sangre de los sacrificios humanos.

Pronto los dos hombres empezaron a desconfiar mutuamente. A pesar de la hospitalidad de Moctezuma, Cortés se daba cuenta de que el pueblo les odiaba, y por otra parte el emperador empezó a pensar que quizá, a fin de cuentas, Hernán Cortés no fuera Quetzalcóatl: le gustaba demasiado el oro y sentía repugnancia hacia los sacrificios humanos. Finalmente, el conquistador tomó a Moctezuma como rehén y le hizo entregarle todos los tesoros del palacio de su padre, lo que indignó aún más a los aztecas.

Cortés se había extralimitada ya mucho en la misión; de ahí que el ejército español enviara otra destacamento a Veracruz con la orden de controlarlo. Pero con estos refuerzos llegaran todavía más virus de la viruela, ­Hernán Cortés, astutamente, dejó a uno de sus hombres, Pedro de Alvarado, a cargo de Tenochtitlan, para dirigirse a toda prisa hacia Veracruz donde enseguida se puso al mando de las nuevas tropas. Pero, al regresar a la capital azteca, se encontró con que Alvarado había ordenado una matanza horrible y absurda, asesinando a cientos de nobles aztecas desarmados. El hermano de Moctezuma, Cuitlahuac, hombre de más determinación que el emperador, tenía a los españoles presos en el palacio y ­parecía capaz de derrotarlos por la fuerza. Moctezuma se subió entonces ­al techo de su palacio y lanzó un discurso en el que pedía paz; pero su propio pueblo le respondió arrojándole piedras y lanzas. Murió tres días más tarde, quizá a causa de este ataque, o quizá a manos de los españoles. El 30 de junio de 1520, los conquistadores trataron de huir del palacio, pero iban tan cargados de tesoros que no podían correr mucho, y parte de ellos se ahogaron en el lago Texoco, a otros les dieron alcance los aztecas, y todavía algunos más fueran sacrificados. Y aquí fue donde los azte­cas entraron en contacto con el virus de la viruela, mientras desnudaban los cuerpos de los españoles para recuperar el botín.

La viruela es una de las enfermedades que más fácilmente se conta­gian en localidades pobladas, y los nativos no tardaran ni dos semanas en empezar a enfermar. La dolencia, a la que denominaron "el sarpullido", les sorprendió completamente indefensos: "nos salían pústulas en la cara, en el pecho, en el estómago, y estábamos cubiertos de llagas dolorosas de la cabeza a los pies [ ... ] Los enfermos no podían sino yacer en un lecho como cadáveres, incapaces de moverse". Cuitlahuac y su hijo fueron dos de las víctimas de una enfermedad que prendió como reguero de pólvora. Veinte años más tarde, el misionera fray Toribio escribió una historia de los indios en la que afirmaba que las víctimas de la viruela habían "muerto a cientos, como chinches. Muchos fallecieron de hambre, porque, al enfermar todos a la vez, no pudieran cuidarse entre sí". Resultó imposible enterrar a todos los muertos, de forma que, cuando una familia entera desaparecía, "se hacía caer la casa sobre ellos convirtiendo su vivienda en su tumba".

En 1521, Cortés regresó a Tenochtitlan con un gran ejército: unos pocos cientos de españoles y muchos miles de indios, los enemigos de la tira­nía de los aztecas. Estos, a pesar de verse terriblemente diezmados por la viruela, organizaron una heroica defensa de su ciudad, que resistió tres meses antes de caer. Al entrar, los españoles se encontraron con que no se podía ni andar por las calles sin tropezarse con los cadáveres de las víctimas. Según se cree, la dolencia mató a más de la mitad de la población, y ninguna localidad de los alrededores se libró de correr una suerte similar. Los españoles destruyeron Tenochtitlan tras su toma, y así quedó aniquilado el imperio azteca.

En los mismos días en que sucedía esta catástrofe en México, más al sur los incas seguían expandiendo su imperio a las órdenes de su poderoso ­emperador, Huayna Capac Inca. Ochenta años más tarde, el historiad­or peruano Guaman Poma escribiría: "Tras haber leído los relatos e diversos reyes y emperadores del mundo, estoy seguro de que ninguno tuvo la majestad ni el poder del Inca [ ... ] ninguno de ellos disfrutó de tal estima, ni se ciñó una corona más noble". En 1527, los ejércitos de Huayna Capac estaban rematando victoriosamente diez años de guerra con Ecuador, pero al mismo tiempo la viruela se iba extendiendo por la costa del Caribe y cruzaba los valles de Colombia y Venezuela, con la ayuda del excelente sistema de carreteras inca. Cuando la misteriosa enfermedad se hizo presente en su capital, Cuzco, se enviaron mensajes que recorrieron a toda velocidad más de mil seiscientos kilómetros a pie, hasta Quito, para avisar al emperador de lo que estaba sucediendo.

A principios de 1528, supo Huayna Capac que habían muerto ­miembros de su familia, su general favorito y el gobernador de Cuzco, y que los curanderos que aplicaban la medicina tradicional de su pueblo afirmaban que su ciencia no servía de nada. El emperador emprendió entonces el largo viaje de vuelta a casa, pero la enfermedad lo alcanzó cuando llevaba recorridos doscientos cincuenta kilómetros, y diezmó a sus hombres cobrándose la vida de sus generales de confianza, “cuyos rostros quedaron cubiertos de costras que ardían". El emperador, angustiado, ordenó entonces, según el relato de un cronista peruano del siglo XVII, que le construyeran una vivienda de piedra donde aislarse. “Y allí ­murió".

Por desgracia, Huayna Cápac no dejó un testamento claro en el que indicara quién habría de ser su sucesor, así que sus dos hijos se enfrentaron, iniciando una guerra civil. Fue entonces cuando llegó otro con­quistador, Francisco Pizarro, que capturó al joven rey Atahualpa, que había vencido a su hermano, y le obligó a entregarle como rescate una habitación llena de oro más el doble de esa cantidad en plata.

Pero, una vez conseguido el botín, Pizarro organizó un juicio lleno de falsedades en el que se acusó al rey cautivo de varios delitos, como el de idolatría, y lo sentenció a morir en la hoguera. Atahualpa se quedó horrorizado, ya que creía que su alma no conseguiría alcanzar el más ­allá si quemaban su cuerpo. Un fraile dominico llamado Vicente de Valverde le hizo entonces una oferta que el emperador no pudo rechazar: debía convertirse al cristianismo, y entonces moriría por garrote vil. Atahualpa accedió, y tras su muerte le sucedieron varios gobernantes títere, el último de los cuales murió decapitado en 1571. Para en­tonces, los incas habían padecido tres epidemias de viruela más, y otras nuevas enfermedades, como el sarampión y las paperas, habían causado estragos. En 1576, la población, que había sido de siete millones ­de personas, había quedado reducida a sólo un millón.

El sarampión mató todavía a dos millones de nativos mexicanos en el siglo XVII, y tuvo efectos devastadores también entre los indios no norteamericanos. En total, se cree que esas enfermedades importadas causa­ron la muerte de unos cuarenta y cinco millones de personas en todo el continente americano entre 1500 y 1650; cifra que probablemente repre­sente el noventa por ciento de la población nativa.

John Withington. Historia mundial de los desastres. Ed. Turner, Madrid, 2009. 440 pp. Pàgs. 155-158.

Marcas de viruela. El holandés se estremeció de miedo. La peor maldición que había traído el hombre blanco a América era la enfer­medad. Gripe, paperas, varicela ... enfermedades frecuentes en el Viejo Mundo frente a las cuales los indios no tenían resistencia al­guna. A causa de ellas habían perecido pueblos enteros. La mitad de la población autóctona de la región probablemente había desapareci­do de ese modo. La malaria había llegado con los barcos de los blan­cos, y también la sífilis, pero la dolencia de importación mas temible fue la viruela. El año anterior, sin ir más lejos, aquel terrible azote había exterminado a una tribu que vivía al sur de los Nuevos País es Bajos, y después se había declarado incluso en Nueva Amsterdam. ¿ Sería viruela?

Edward Rutherfurd. Nueva York. New York. Ed. Roca, Barcelona, 1ª ed., 2010. 942 pgs. ISBN: 978-84-9918-185-1. Pg. 41.

La guerra dels Segadors

Les claus de la revolta catalana de 1640 Arnau Cònsul, amb l’assessorament d’Antoni Simon El 7 de juny de 1640 s'esdevenen els fets del Corpus de Sang a Barcelona, que marquen l'inici de la guerra dels Segadors. El conflicte s'allargarà fins al 1659, amb la firma del tractat dels Pirineus, pel qual una part de Catalunya —l'antic comtat del Rosselló i la meitat nord de la Cerdanya— quedaria sota la sobirania francesa. Precisament, la guerra havia començat pel malestar que va generar la presència de tropes castellanes durant el conflicte que mantenien francesos i hispans, en el marc de la guerra dels Trenta Anys. En ocasió de l'efemèride recuperem el reportatge 'Mori el mal govern!' publicat en el dossier especial del número 72 de la revista Sàpiens dedicat a la guerra dels Segadors.

L'inici de la contesa

El clima d’insurrecció social que catalunya arrossegava des de feia mesos, va esclatar definitivament a Barcelona el 7 de junt de 1640. La revolta va representar la ruptura entre el Principat i la monarquis hisopànica, i l’inici d’una guerra que va dur el Govern català a cercar suport a França. La contesa va convertir Catalunya en un gran camp de batalla.

El detonant de la guerra dels Segadors va ser la presència dels terços castellans allotjats a Catalunya. Ara bé, hi va haver altres factors molt importants per explicar un conflicte complex que inclou revoltes socials al camp i a la ciutat, revoltes polítiques, ambicions personals, venjances i fidelitats trencades. Una guerra en què el Principat va passar a domini francès per decisió pròpia, tot i que, curiosament, mai no va plantejar-se una ruptura definitiva amb el rei castellà, Felip IV (III de Catalunya). Un capítol històric en què també va intervenir l’atzar, fatalment combinat amb enemistats conreades molt abans que comencessin les trifulgues amb els soldats.

Els antecedents del Corpus de Sang

Una incomprensió mútua Abans que la matinada del 7 de juny del 1640, dijous de Corpus, els segadors entressin a Barcelona disposats a matar el virrei comte de Santa Coloma i a saquejar les cases dels jutges de l’Audiència i dels nobles considerats traïdors, un clima de crispació i violència ja regnava a Catalunya des de feia mesos. La tensió social havia anat en augment des de l’inici de la guerra amb França, i cal explicar-ho tant per la presència dels soldats de Castella com per la constant pressió exercida pel govern de Madrid, a través dels jutges de l’Audiència i dels homes del virrei, per reclutar tropes entre els catalans. I és que les lleis i constitucions del Principat atorgaven als catalans una barrera per no veure’s involucrats en les guerres endegades pel monarca espanyol.

Només en cas de defensa del propi territori podien ser mobilitzats. Aquest havia estat l’impediment per al gran projecte d’Unió d’Armes que tenia en ment el celebèrrim comte duc d’Olivares, el privat del rei, és a dir qui feia i desfeia a la Cort. Després de la derrota de Leucata (setembre del 1637) i el llarg setge de Salses (setembre del 1639 – gener del 1641), on van morir molts catalans i en van desertar molts més, el ressentiment acumulat entre els governs de Barcelona i Madrid, i entre els terços i la població semblava arribar al clímax. Però el pitjor era que l’hivern tot just començava i les tropes havien de quedar allotjades a Catalunya mentre esperaven la represa de les hostilitats. D’escaramusses entre població i Exèrcit, feia molts anys que n’hi havia, però cal emmarcar els actes vandàlics dels soldats: molts d’ells eren mercenaris estrangers, mal pagats i alimentats, mal vistos per la gent del país tot i que combatien els francesos.

L’hivern va ser llarg i cru i les decisions següents d’una Cort massa llunyana, tant de les tropes com de la població, no van ajudar gaire a calmar l’ambient: segons un edicte del mes de març, Catalunya havia d’aportar sis mil homes més per lluitar fora del Principat i s’havia de fer càrrec de tots els costos. Mai en tota la història de Catalunya s’havia produït tal demanda: ni els mateixos jutges de l’Audiència —oficials del rei!— no ho veien gens clar. De fet, estaven entre l’espasa i la paret: devien obediència a Felip IV, però havien jurat guardar les Constitucions catalanes. Per acabar-ho d’adobar, des de la Cort de Madrid s’ordenà l’arrest de les dues màximes autoritats del país: Francesc de Tamarit, diputat militar, i Pau Claris, diputat eclesiàstic. El propòsit era apoderar-se dels impostos de la Generalitat, atemorir la classe dirigent del país i acabar d’una vegada per totes amb les reticències catalanes a prestar ajut monetari i militar a la monarquia. Ras i curt, tot tenia un denominador comú: per Madrid, el rei estava per davant de la llei; mentre que els diputats no estaven disposats a permetre que les lleis i constitucions jurades per Felip IV poguessin quedar relegades.

Reivindicar l’esplendor perduda de la Generalitat

Atzar i enemistats personals Tot i que en el passat ja s’havien produït detencions de diputats per part dels oficials reials, en aquell moment les tensions polítiques eren enverinades per enemistats personals. D’una banda, Dalmau de Queralt, comte de Santa Coloma, nomenat virrei després de la dimissió del duc de Cardona arran de la derrota a Leucata. De l’altra, Pau Claris i Francesc de Tamarit, escollits pel procés d’insaculació com a representants dels braços eclesiàstic i militar, respectivament, el juliol de l’any 1638. Junts feien un “tàndem formidable”, en paraules de l’historiador J. H. Elliott, i ja la primera setmana de mandat van deixar clar que les farien passar magres al virrei. I això era nou perquè, des de feia moltes dècades, els únics que s’havien oposat amb fermesa a les decisions reials o virregnals eren els consellers de Barcelona. Ells estaven disposats a reviure l’esplendor perduda de la Generalitat, plantar cara a Madrid denunciant els atacs perpetrats per les tropes contra la població i defensar amb fermesa el sistema constitucional català.

Amb aquest panorama de rerefons, els conflictes entre terços i població civil es van agreujar. Hi havia hagut incidents i morts a Palafrugell, avalots a Granollers, Lloret, Blanes, Sitges, Vilanova... I fins i tot dins dels campaments del Rosselló hi havia picabaralles entre soldats castellans i tropes catalanes. La tensió augmentava arreu, però el més important és que el poble s’adonava que era capaç d’oposar-se a qui fos. Existia una xarxa rural de sometents i avisos entre pobles —a través dels campanars— que seria de gran importància en la revolta pagesa que era a punt de començar. El 27 d’abril del 1640, Santa Coloma de Farners va negar l’allotjament a les tropes, com tants altres municipis. En aquesta ocasió, però, a la negativa va seguir la visita de l’agutzil reial Miquel Monrodon, home arrogant i de mala fama que, entre altres accions, havia executat a mitjan març la detenció del diputat Tamarit. La causa que provocà el motí de la gent no és clara, però el cert és que la població acabà acorralant Monrodon i el seu seguici a l’hostal. La multitud, furiosa, va incendiar l’edifici i hi van morir tots. Quan la notícia va córrer, els habitants de Santa Coloma van fer sonar les campanes per evitar les represàlies de les tropes que hi havia aquarterades prop de la vila. Gent de tota la contrada, fins a quatre mil homes armats segons algunes fonts, van acudir a la crida i l’Exèrcit va escampar la boira; això sí, abans de marxar van incendiar l’església de Riudarenes. La setmana següent el que havia estat una resistència hostil de la població va convertir-se en una insurrecció temible en què els civils, majoritàriament pagesos armats, anaven a l’encalç de les tropes. Eren una força de pagesos i vilatans, però estava ben organitzada: Catalunya tenia una llarga tradició de moviments camperols que es remuntava a les guerres remences del segle XV.

La revolta es va aguditzar més encara quan, com a càstig exemplar, el virrei va ordenar que Santa Coloma de Farners fos arrasada pels terços. Era el 14 de maig i els soldats van trobar el poble desert, però ple de provisions. Només van deixar dues cases dempeus i, de camí cap a Girona, també van derruir Riudarenes. Mentrestant, la insurrecció popular s’escampava pel Principat i prenia caires místics i venjatius: d’una banda, el bisbe de Girona excomunicava les tropes que havien incendiat esglésies i cada vegada eren més les històries sobre imatges de marededéus que ploraven; de l’altra, els revoltats ampliaven el cercle de perseguits: a més dels soldats, ministres reials, nobles i tots aquells a qui consideraven traïdors. El fet més sorprenent tingué lloc a Barcelona el 22 de maig: més de dos mil homes entraren a la ciutat fortament armats i, amb el vistiplau dels habitants, van obrir la presó reial i van alliberar Francesc de Tamarit i els altres presos, sense vessar ni una gota de sang.

Així i tot, no cal ni dir que el 7 de juny, dia de Corpus, era esperat amb molta recança a la capital catalana. L’arribada dels segadors, treballadors temporers rudes i fàcilment excitables, no feia presagiar res de bo. En una carta a Olivares, el virrei comte de Santa Coloma va escriure el vespre anterior: “Muy amenazada está mi vida el día de mañana. Dios se sirva ayudarme para que pueda hacer relación a V. E. del suceso”.

Una revolució doble

Barcelona a mercè dels insurrectes Els fets li van donar la raó. Però el que no sabia el virrei és que en aquell moment, en una mena de gabinet de crisi convocat arran de l’alliberament de Tamarit, els ministres meditaven la seva destitució. El comte de Santa Coloma s’havia guanyat moltes enemistats al Principat i no era la persona indicada per al càrrec: era preferible que el duc de Cardona tornés a ser virrei. Calia reconduir la violència cap a l’enemic exterior. És clar que, quan finalment van prendre la decisió, Dalmau de Queralt, comte de Santa Coloma, feia quatre dies que era mort.

Des del 7 de juny, Barcelona havia passat tres dies a mercè dels insurrectes, que havien entrat mesclats amb els quatre-cents o cinc-cents segadors que el dia de Corpus van presentar-se a la ciutat, i que van sumar-se a la revolta, juntament amb gent de les classes més baixes de la capital, incloent-hi la participació de moltes dones. La connivència de bona part de la població barcelonina, que anomenava germans els camperols revoltats, va fer la resta. Només el primer dia, i quan estaven a punt de calar foc al palau del virrei, alguns consellers, diputats i els bisbes de Barcelona, Vic i Urgell van aturar la massa popular convencent-los que la màxima autoritat de Catalunya havia fugit.

Decebuts, els camperols van encaminar-se a les cases dels jutges: les van saquejar i incendiar, i van sembrar el caos arreu. El virrei va tenir una darrera oportunitat d’embarcar-se en una galera que s’acostava, però els amotinats no van permetre que hi atraqués. Això va obligar el dignatari reial a una accidentada fuga Montjuïc amunt, a la qual van apuntar-se uns quants insurrectes, divertits de veure un home gras coixejant per la muntanya. Els primers que van atrapar-lo no el van reconèixer i s’explica que el seu criat no el va delatar. Però poc després va arribar un mariner i, només de veure’l, va enfonsar-li una daga al ventre. La resta s’hi va acarnissar.

El Corpus de Sang va comptar uns vint morts, les cròniques són confuses en aquest punt, però totes coincideixen que al poble ras, comptant-hi els camperols, aquells quatre dies de juny va donar-li una moral de victòria: es respirava l’aire d’haver foragitat els soldats i els oficials del rei per sempre, la revolta semblava haver triomfat gairebé abans que comencés la guerra de debò. El dia 11, les autoritats municipals, que havien organitzat companyies per patrullar per la ciutat, van enganyar els segadors dient-los que Girona estava a punt de ser atacada i els insurrectes van abandonar el cap i casal. A aquestes altures, tot plegat havia pres les dimensions d’una gran venjança d’oprimits contra opressors i, si entre els primers hi havia pagesos, jornalers i ciutadans pobres, els perseguits aquesta vegada eren oligarques i aristòcrates. I darrere de la insurrecció, la Catalunya amb una forta empremta religiosa: un autoanomenat Exèrcit cristià, amb la divisa “Visca la Santa Fe Catòlica i el Rei d’Espanya i muira el mal govern!” que tenia al capdavant un capità general —la identitat exacta del qual és un misteri— que enviava cartes amenaçadores a les autoritats.

Així doncs, per més que el duc de Cardona intentés pacificar la situació, la revolta pagesa i popular va engrandir l’abisme que separava Catalunya del Govern de Madrid. I, a més, el nou virrei va morir un mes i mig després de ser nomenat, víctima d’una llarga malaltia. L’Administració reial s’havia enfonsat i els diputats tenien una delicada decisió per prendre: dirigir la rebel·lió o pactar amb Olivares. Atès que la segona opció queia pel seu propi pes, a Claris, Tamarit i altres dirigents catalans els tocava la difícil missió d’evitar que els enfrontaments entre els catalans es continuessin escampant i, també, d’aturar l’Exèrcit repressor que es preparava a Castella.

Quan els van arribar els rumors que la cort volia reprimir manu militari l’aixecament català, Pau Claris va creure que la millor solució era buscar l’aliança francesa. És la segona revolta, la política. Més enllà de l’aversió que molts catalans sentien pels veïns del nord, els lligams eren tan o més forts: el comerç entre ambdós països era ric i pròsper, la major part dels immigrants a Catalunya eren d’origen francès i, sobretot, el país necessitava defensar-se de les tropes espanyoles. A més, al cardenal Richelieu, mà dreta del rei Lluís XIII, li interessava prou debilitar els espanyols. És possible, per tant, que els contactes amb la corona francesa ja haguessin començat abans del Corpus de Sang, arran de l’alliberament de Tamarit, que devia fer pensar als dirigents catalans que a Madrid reaccionarien de la pitjor manera. Finalment l’ajut va signar-se en el pacte de Ceret, el 7 de setembre.

Protecció o domini francès?

El nefast Tractat dels Pirineus A la tardor del 1640, un Exèrcit espanyol de trenta mil homes, comandat pel marquès de Los Vélez, va entrar a Catalunya pel sud i va fustigar durament Cambrils, on sis-cents dels seus defensors van ser degollats després de rendir-se, i va prendre Tarragona sense combatre, ja que la ciutat va ser lliurada pel baró d’Espenan, en un acte considerat com una traïció per molts catalans. La batalla següent fou a Martorell, el 22 gener del 1641, i la victòria espanyola no feia presagiar res de bo; l’objectiu següent, estava cantat, era Barcelona. Això va unir el poble de la capital catalana en una actitud resistent.

La pressió francesa perquè el compromís amb Lluís XIII fos més ferm va obligar els diputats a declarar la seva submissió a França i el seu monarca, comte de Barcelona. El resultat immediat: una sonora victòria en la batalla de Montjuïc, el dia 26. A la llarga, va significar sortir del foc per caure a les brases. Amb la intervenció francesa, el Principat es convertia en un escenari actiu de la guerra dels Trenta Anys i les batalles van multiplicar-se a partir d’aquella primavera. Abans, però, una notícia luctuosa canviaria l’esdevenir del país: Pau Claris va morir el 27 de febrer, probablement emmetzinat amb aigua tofana [vegeu Sàpiens núm. 45]. Sense aquesta figura cabdal, els governants catalans van perdre més que un líder: era l’home clau en la negociació amb França, potser l’únic capaç de mantenir a ratlla els francesos per tal que Catalunya no fos presa d’una depredació similar a la comesa anys enrere pels terços.

Dues morts més van produir-se poc temps després: la de Richelieu a la darreria del 1642 i la del mateix rei francès al mes de maig següent. Els seus substituts respectius, el cardenal Mazzarino i Lluís XIV, que només tenia cinc anys. Tot i això, les autoritats franceses van continuar la seva política destinada a desgastar la monarquia espanyola amb el front militar obert a Catalunya. Però l’esclat de la revolta de la Fronda a França va obligar-los a retirar molts efectius del Principat. El 1651 l’Exèrcit espanyol va recuperar Tortosa (conquerida pels francesos tres anys abans) i va iniciar el setge de Barcelona. La capital va estar aïllada un any i només un enemic pitjor que els terços va poder colar-se muralles endins: la pesta. Alguns càlculs estiren fins a vuit mil el nombre de morts a la Ciutat Comtal durant aquell any, víctimes tant del terrible bacil, com de la fam i la guerra. Joan Josep d’Àustria, el fill bastard de Felip IV, va entrar a Barcelona l’octubre del 1652 i gran part de les viles i ciutats del Principat tornaren a la sobirania espanyola. La guerra i les rapinyes dels soldats, tant dels francesos com dels espanyols, però, van continuar.

El 1659, Mazzarino per part francesa i Luis de Haro per part espanyola van posar fi a aquella llarga guerra entre ambdues corones en el nefast tractat dels Pirineus, pel qual es trossejava Catalunya, tot establint la serralada com a frontera, “tal com antigament passava entre gals i hispànics”, segons l’argument dels hàbils negociadors que va enviar-hi Mazzarino. Els espanyols, en canvi, no van jugar fort per defensar els interessos catalans i es va produir la segregació del territoris de la Catalunya del Nord. A partir del 1700 va prohibir-se l’ús del català en la documentació oficial dels territoris nord-catalans i, a diferència d’altres territoris (Gibraltar), mai cap Govern espanyol no ha reclamat la restitució del Conflent, el Vallespir, el Rosselló i l’Alta Cerdanya.

Els protagonistes de la guerra

Líders i botxins

Pau Claris Casademunt (1586–1641). El líder carismàtic.

Tot i haver nascut a Barcelona, fill d’una família d’orígens bergadans, es va doctorar en dret civil i canònic a la Universitat de Lleida i va desenvolupar bona part de la seva carrera a la Seu d’Urgell, on va ser ordenat canonge el 1612. Les cròniques el defineixen com un personatge del morro fort, un agitador nat en una seu episcopal tradicionalment conflictiva. Tenia un intens sentit del deure envers els avantpassats de Catalunya i la seva missió personal era defensar el llegat rebut davant qualsevol agressió externa. A partir del 1630 va formar part dels juristes que assessoraven la Generalitat. Tenia un compte pendent amb el virrei comte de Santa Coloma, que li havia guanyat la possessió de la baronia de Ponts anys enrere després d’un llarg procés legal.

Francesc de Tamarit i de Rifà (c. 1600–1653). El presoner alliberat.

Aristòcrata barceloní, fill d’un antic conseller en cap de la Generalitat, Pere de Tamarit, amb mala fama política, que havia estat arrestat i expulsat de Barcelona. Durant anys el seu propòsit va ser recuperar la hisenda familiar i netejar-ne el nom. Després de ser escollit representant del braç militar, va anar-se’n a Salses per participar en el setge (1639) i, caiguda la plaça, va ser rebut a la capital amb gran entusiasme. La seva negativa a allotjar tropes espanyoles i a prestar més soldats a la causa espanyola motivà el seu arrest per part del virrei —enemic acèrrim d’un dels amics íntims de Tamarit. El seu famós alliberament per part de la població (22 de maig del 1640) és el pròleg del Corpus de Sang, però després de ser un artífex del pacte de Ceret i la batalla de Montjuïc, va retirar-se en veure el caire que prenia la guerra i el paper de França.

Dalmau de Queralt i de Codina (?–1640). El virrei ambiciós

Home ambiciós i de gran influència entre la noblesa catalana, el seu comportament en les Corts del 1626, contra les propostes monàrquiques, no semblava designar-lo com un bon aliat de Madrid. El 1637 era vist com un possible agitador perillós i van suggerir-li d’acceptar un càrrec a l’estranger: ambaixador a Venècia. Va refusar-lo i, poc després, el duc de Cardona li va oferir ser capità general de Catalunya, és a dir la mà dreta del virrei. La seva dimissió va posar-li el nomenament en safata, tot i que no li van faltar amics que li aconsellessin que no ho acceptés. Però el seu afany per aconseguir el títol de marquès va convertir-lo en el més fervent servidor del rei i la causa espanyola, convertint-lo per a la història en la figura del traïdor a la pàtria.

Gaspar de Guzmán y de Fonseca, comte duc d’Olivares (1587–1645). L’enemic dels catalansNascut a Roma, fill de l’ambaixador espanyol, relacionat amb la noblíssima casa de Medina Sidonia, va viure entre Sicília i Nàpols fins als dotze anys. Va estudiar Dret canònic a la Universitat de Salamanca i fou cridat com a gentilhome del príncep Felip. A la Cort va saber maniobrar de manera intel·ligent fins a guanyar-se la confiança del futur monarca, per davant d’altres nobles de més llinatge. Cobert d’honors i càrrecs, va fer i desfer a gust, tot i que el seu gran projecte, la Unió d’Armes, que pretenia abolir “los odiosos derechos y privilegios provinciales” no va rutllar mai. De resultes de la revolta catalana, va perdre el favor reial el 1642 i va retirar-se a Loeches i a Toro, on es diu que va perdre la raó, va ser jutjat per la Inquisició (1644) i va morir en l’ostracisme total.

El capità general de l’Exèrcit cristià...

... és un dels enigmes per resoldre de la guerra dels Segadors. Va existir tal personatge? O es tracta només d’una signatura per confondre els receptors? I així i tot, qui van ser els cabdills de la revolta social que va agitar el Principat a partir del 1640? Malauradament, els documents de

El Comte-Duc d'Olivares retratat perVelázquez

l’època només ens n’han deixat dos noms: Rafael Goday, “que salió de la cárcel cuando libraron de ella al diputado” i Sebastià Estralau, “cabeza de los amotinados del Ampurdán”. La resta de segadors continuen sent anònims.

(La guerra dels Segadors / Les claus de la revolta catalana de 1640 / Arnau Cònsul, amb l’assessorament d’Antoni Simon / Revista Sapiens núm. 72, octubre 2008)