Textos UD 2. Grècia i Roma

Antiga Grècia

Y, sin embargo, este contraste entre la libertad griega y el despotismo asiático era en gran medida ilusorio. Como ha dicho Momigliano: «Para los griegos en general la libertad no estuvo nunca ligada al respeto de la libertad ajena». La imagen tópica de una «polis» habitada por ciudadanos libres que participaban colectivamente en el gobierno no es más que un espejismo que oculta el peso de la esclavitud, la marginación del campesino (enmascarada por una falsa contraposición entre la ciudad y el campo la subordinación de las mujeres (consideradas inferiores hasta el punto que Aristóteles, que estaba convencido de que tenían menos dientes que los hombres, les asignaba un papel meramente pasivo en la concepción como “incubadoras” del poder reproductor del varón), así como la división real entre ciudadanos ricos y pobres.

La “democracia” ateniense jamás pretendió ser igualitaria. Solón se había preocupado de «dejar como antes, todas las magistraturas en manos de los ricos», y no le dio al pueblo más poder que el mínimo estrictamente necesario. La “democracia” por la que los atenienses luchaban significaba poco más que el privilegio que permitía a un pequeño grupo de ciudadanos con plenos derechos políticos -tal vez 1a décima parte de la población del Ática- «deliberar en asamblea los asuntos de estado y elegir por sorteo los magistrados, con el de que cada uno tuviese, en su momento, una parte del poder» (el propio Heródoto era en Atenas un extranjero carente de tales derechos). Palabras como “libertad” y “democracia” no tenían para los griegos el mismo sentido que para nosotros.

Josep Fontana. Europa ante el espejo. Ed. Crítica, 1ª ed. 2013, Barcelona. ISBN: 978-84-08-11424-6. 206 pàgs. Pàg. 12.

ROMA

En l’escriptura i en la lectura no iniciaràs a altre abans de ser tu l’iniciat. Això passa molt més a la vida.

Marc Aureli (anys 121-180)

[Traducció de l’original: “ En la escritura y en la lectura no iniciarás a otro antes de ser tú el iniciado. Esto ocurre mucho más en la vida.” Marco Aurelio. Meditaciones. Ed. Gredos, Madrid 2010, ISBN: 978-84-249-0640-5. 252 p. P. 230.]

Per a l’alumnat

els col·legues

el Centre tot

les ciutats de Santa Coloma de Gramenet

i Barcelona

Per als veritables creadors

d’aquesta vella i bella parla

catalana

comuna de països, d’estats i encara sense Estat

i per a tothom que s’estima estimant-la:

llibertat!

Extraordinària l'obra filosòfica d'aquest autor.

LOS ORÍGENES DE ATENAS

El comercio marítimo propició el auge de Atenas, la cuna del pensamiento occidental y la polis más dinámica del antiguo mundo griego.

JUAN CARLOS LOSADA, DOCTOR EN HISTORIA

De todas las polis griegas clá­sicas, Atenas fue la más desta­cada. Allí aparecieron los prin­cipales pensadores, filósofos y autores que darían origen a nuestra cultura. Aunque los atenienses no solo cambiaron la historia con pala­bras: también se convirtieron en un fac­tor decisivo para Occidente mediante la guerra, con su decisiva contribución a la hora de detener el avance de los persas. Sin embargo, la evolución de la ciudad hasta convertirse en una potencia econó­mica, cultural y militar de primer orden no fue un proceso rápido ni sencillo.

Una creciente economía

En la Grecia arcaica, la orografía monta­ñosa de la región, junto con lo complica­do de las comunicaciones, determinó que los diversos núcleos de población helena permaneciesen aislados entre sí. Este aislamiento les llevó a constituirse posteriormente como ciudades-estado independientes, si bien compartían mu­chos elementos culturales.

Aunque se desconoce el origen de los aqueos, que ya habitaban en el Pelopo­neso hacia el siglo xtv a. C., los registros arqueológicos demuestran que Atenas fue una de sus poblaciones importantes un siglo más tarde. De hecho, dominaron la región durante algún tiempo, hasta la llegada de los dorios. Éstos, procedentes de Epiro y Macedonia, migraron paulati­namente hacia el sur y terminaron por desplazar a los aqueos de la zona. La ocu­pación doria de Atenas no fue intensiva a causa de la pobreza de sus tierras, pero continuó siendo un núcleo habitado por la importancia defensiva de su Acrópolis, su situación central en la península helé­nica y su proximidad al mar.

Tras una época oscura, entre los siglos IX y VIII a. C. Atenas alcanza el auge econó­mico y somete poco a poco a las poblacio­nes de la zona, la península del Ática (de 2.400 km2). Los terrenos no eran aptos para el cultivo del trigo, pero sí para el de la vid y, sobre todo, el olivo. Los atenien­ses exportaron con éxito su preciado acei­te, que intercambiaban por cereal. El incremento vertiginoso de la actividad comercial conllevó la fabricación masiva de cerámica, de gran calidad, que se co­nocería por todo el Egeo. Algunas fuentes escritas refieren que la ciudad se convir­tió también en un importante centro me­talúrgico, aunque apenas se han hallado restos de metales que lo confirmen.

Pero a comienzos del siglo VII a. C. otro factor revolucionó por completo el co­mercio y la economía: en Lidia, un reino costero de Anatolia, se acuñaron las pri­meras monedas. Esto impulsó de forma significativa el intercambio de mercan­cías en el Mediterráneo. Atenas ensegui­da se adaptó a la utilización del dinero, y supo sacar partido a aquel nuevo concep­to explotando sus minas de plata en el monte Laurión. En menos de cien años, la polis se convirtió en un polo de atrac­ción para el resto de la población griega. Su pujanza hizo innecesaria la fundación de colonias en las costas mediterráneas, algo a lo que sí recurrieron muchas otras polis, acuciadas por la escasez de recur­sos y por el exceso demográfico.

Cómo eludir las revueltas

Estos cambios propiciaron la aparición de una potente clase comercial y naviera, que basaba su éxito en la abundante ma­no de obra. Pero la masiva afluencia de trabajadores y las duras condiciones que se les imponían no tardaron en dar pie a revueltas, que obligaron a las clases más poderosas a suavizar su actuación. Así, desde el siglo vttt a. C., Atenas evolucio­nó políticamente desde la monarquía a una aristocracia de terratenientes (y en parte de mercaderes), pero ya en el siglo siguiente se instauró un nuevo sistema, basado en leyes que limitaban el poder de la elite y permitían ejercer ciertos de­rechos a parte de los atenienses.

El primer paso hacia la democratiza­ción lo dio Dracón, que hacia 621 a. C. redactó el primer código legal de la ciu­dad (hasta ese momento, las leyes se transmitían oralmente). Ponerlas por escrito, aunque fuesen leyes con casti­gos muy duros (de lo que procede el ad­jetivo draconiano), permitió darlas a conocer a la población. De este modo se acababa con la arbitrariedad con que la aristocracia las interpretaba. Sin em­bargo, el código de Dracón no supuso la paz social, ya que la nueva clase pujan­te -pero también artesanos, pequeños mercaderes y campesinos con propie­dades menores- ansiaba su parcela de poder político, hasta ese momento mo­nopolizado por la aristocracia.

En este clima caldeado surgió Solón, que hizo de mediador entre ambas partes. En 594 a. C. inició una reforma legal que, entre otras cosas, suprimió la esclavitud por deuda y eliminó o suavizó el débito de los campesinos pobres. Se ponía fin a la esclavitud entre los ciudadanos de Ate­nas, limitándola a los extranjeros sin de­rechos. Solón dividió en cuatro grupos a los ciudadanos, según su riqueza. Así, to­dos los atenienses tenían derechos políti­cos y obligaciones militares de acuerdo con su nivel de renta. En el ámbito eco­nómico, la reforma legal estimuló el aprendizaje de oficios, las roturaciones de tierras y el empleo de pozos. También se prohibió el gasto suntuario excesivo en sacrificios, funerales y sepulcros. Asi­mismo, a los extranjeros que se instala­sen con sus negocios en Atenas se les per­mitiría que solicitaran la ciudadanía. Con todas estas reformas se logró un pacto político que amplió la base social de la polis, reduciendo el riesgo de una guerra civil. La clasificación de los atenienses por criterios de cuna pasó a otra basada en su nivel económico, pero los ciudada­nos más pobres también podían votar.

Pese a todo, las reformas de Solón tam­poco trajeron la paz. La nueva clase pu­jante (grandes comerciantes y armado­res, sobre todo) ansiaba más poder, y ello acabó desembocando en la aparición de tiranías. Uno de estos tiranos, Pisístrato, tomó el gobierno mediante un golpe de Estado en 561 a. C. Su gobierno fue be­nevolente, y supo ganarse el favor del pueblo con grandes fiestas y la construc­ción de templos y obras públicas. También estimuló las artes y los mitos religio­sos, lo que elevó el orgullo ateniense. Su política populista incrementó la grande­za de Atenas como potencia económica y como polo de atracción en el Egeo, y la flota ateniense alcanzó su máximo esplendor. Los hijos de Pisístrato, Hipias e Hiparco, le sucedieron en 527 a. C., pero no supieron actuar con la sutileza de su padre. No tardaron en caer en desgracia.

Fueron derrocados por la aristocracia con la ayuda de Esparta.

Clístenes, en 508 a. C., culminó las refor­mas democráticas que, aunque con vai­venes, rigieron la vida de Atenas hasta la llegada de los romanos. Si Solón había impuesto los conceptos económicos so­bre los de cuna, ahora se introducía la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

Para-buscar una mayor cohesión. Clístenes redistribuyó la población del Ática rndiez tribus, asegurándose que en cada una se mezclasen diferentes sectores sociales y políticos. Sus reformas incluyeron el sorteo de los cargos entre buena parte de los ciudadanos, así como la rotación de los mismos. Estos políticos debían rendir cuentas del trabajo realizado, y se les remuneraba con dinero proce­dente de las arcas públicas. Además, los castigos se suavizaron (apareció el ostra­cismo, un destierro temporal).

En el fondo, el paquete de reformas, que supuso una disminución de las diferen­cias sociales, fue posible porque los más ricos no opusieron resistencia. Se per­cataron de que, cediendo ciertos privile­gios, evitarían perderlo todo en un esta­llido social. Pero persistieron las tensiones entre los aristócratas, cuya fuente de ri­queza estaba en la tierra, y los mercade­res, cuya prosperidad venía por mar. La política de Clístenes anticipó muchos conceptos de nuestros sistemas políticos actuales, aunque distaba mucho de lo que hoy entendemos por democracia. En su sistema legal, por ejemplo, no tenían derechos las mujeres, ni los extranjeros ni los esclavos. A finales del siglo vi a. C., la población ateniense rondaba las tres­cientas mil personas, pero solo un 15% de ellas tenía la categoría de ciudadano (y con ella, la capacidad de actuar políti­camente). Era la polis con más habitan­tes de Grecia, seguida de lejos por Corin­to (con unos cien mil), pero su concepto de igualdad era muy limitado. En todo caso, el sistema democrático ateniense fue el más avanzado de la Antigüedad.

La ciudad más cosmopolita

En el siglo vi a. C., el dinamismo econó­mico y político de Atenas fue atrayendo a los mejores artesanos y a los comer­ciantes más activos, pero también a des­tacados sabios y artistas. Así, la polis se convirtió en un importante punto de encuentro cultural, un lugar abierto a la mezcla de ideas y conceptos, proceden­tes tanto de Oriente como de Occidente. La urbe despuntó como la ciudad con mayor capacidad de integración y asimi­lación de lo nuevo. Por ello, y a pesar de que la religiosidad y el cultivo de los mi­tos la cohesionaron en torno a una orgu­llosa identidad de polis, el pensamiento crítico y racional también se abrió paso con fuerza. El comercio, la navegación y la artesanía ponían a Atenas en contacto con nuevas y lejanas fronteras, que apor­taban nuevos conocimientos y materias de estudio a sus habitantes.

Los años de la tiranía de Pisístrato no fue­ron un freno a este proceso, sino todo lo contrario. El tirano fue un exponente po­sitivo de la nueva burguesía mercantil. Tenía una mentalidad abierta y toleran­te, con lo que consiguió que su autoridad no fuera cuestionada. Su estímulo a las obras públicas y al mecenazgo artístico, junto con la estabilidad política que im­puso, permitió progresar a la ciudad.

La constitución de la urbe como potencia económica y comercial, así como su do­minio del Egeo y la progresiva demo­cratización de la vida política, creó una mentalidad cosmopolita y emprendedo­ra. Las reformas habían expresado una fe ciega en la capacidad política del ciu­dadano. Se asumía que los atenienses sabían ejercer sus derechos y eran cons­cientes de sus deberes. A través de la discusión con los demás en la Asamblea, los ciudadanos eran capaces de afrontar juntos los problemas de la polis. Y tam­bién se cimentó la idea, como nunca antes en otras sociedades, de que el ejer­cicio de derechos y libertades era funda­mental para lograr la paz social. De he­cho, esta paz era a su vez la expresión de un orden justo y beneficioso, tanto para el individuo como para la colectividad.

A llegar el siglo v a. C., el de Pericles, la urbe alcanzó su esplendor. Las guerras médicas cimentaron aún más el orgullo y la identidad atenienses. Pero su deca­dencia llegó a finales de aquel mismo si­glo, a raíz de los devastadores enfren­tamientos civiles del Peloponeso contra Esparta. Con todo, el legado que la ciu­dad iba a dejar a la posteridad sería eter­no, y mucho más variado, profundo y ri­co que el de ninguna otra polis griega.

(HISTORIA Y VIDA núm. 517, abril 2011, págs. 32-35.)

CICERÓ

15 DE MARÇ DE 44 AC

El més assenyat que pot fer un home llest i no gaire va­lent quan topa amb un de més fort que ell és esquivar-lo i, sense avergonyir-se'n, esperar un canvi, fins que el camí torni a quedar lliure. Marc Tul·li Ciceró, el primer huma­nista de l'imperi romà, el mestre de l'oratòria, defensor de la justícia, va treballar durant tres dècades per servir la llei heretada dels seus avantpassats i per conservar la re­pública. Els seus discursos han quedat gravats en els an­nals de la història; la seva obra literària, en els carreus de la llengua llatina. Va combatre l'anarquia en la persona de Catilina; la corrupció, en la de Verres, i l'amenaça de la dictadura, en els generals victoriosos. l el seu llibre De republica va considerar-se a la seva època el codi ètic de l'Estat ideal. Però ara n'arriba un de més fort. Amb les se­ves legions gal·les, Juli Cèsar, que inicialment Ciceró ha promogut per la seva fama i veterania, es converteix de la nit al dia en l'amo i senyor d'Itàlia. Com a cap absolut del poder militar, només ha d'allargar la mà per agafar la co­rona imperial que Antoni li ha ofert davant del poble con­gregat. És inútil que Ciceró s'enfronti al poder absolut de Cèsar en el moment que infringeix la llei quan travessa el Rubicó. És inútil que intenti mobilitzar els últims defen­sors de la llibertat contra el tirà. Com sempre, les cohorts demostren que són més poderoses que les paraules. Cè­sar, home d'esperit i d'acció al mateix temps, ha aconse­guit un triomf absolut. l si hagués estat venjatiu com la majoria de dictadors, després de la seva victòria clamoro­sa, hauria pogut eliminar sense contemplacions aquest obstinat defensor de la llei o, si més no, desterrar-lo. Mal­grat això, més que tots els triomfs militars, allò que honra Juli Cèsar és la seva magnanimitat després de la victòria. Sense ànim d'humiliar-lo, regala la vida a Ciceró, el seu contrincant, ara abatut, i únicament li insinua que aban­doni l'escena política, que ara li pertany a ell i en la qual a qualsevol altre només li correspon el paper de figurant mut i obedient.

Res no pot fer més feliç un home d'esperit que l'exclu­sió de la vida pública i política. Treu el pensador, l'artista, de l'òrbita indigna que només es pot dominar amb bruta­litat o amb hipocresia, i el fa tornar a la seva òrbita natural, íntima, intangible i indestructible. Per a un home (l'esperit, tota forma d'exili suposa un estímul per al reco­lliment interior, i a Ciceró aquest beneït infortuni li so­brevé en el millor moment, el més oportú. El gran dialèc­tic s'acosta a poc a poc a la vellesa després d'una vida que, amb sobresalts i tensions continus, li ha deixat poc temps per a la reflexió creadora. Sí que n'ha viscut, de coses, i molt contradictòries, el sexagenari en el breu espai de la seva vida! Avançant i obrint-se pas amb perseverança, agilitat i superioritat espiritual, aquest homo novus ha aconseguit un per un tots els càrrecs públics i els honors que fins ara eren prohibits per a un insignificant home de províncies i que es reservaven amb gelosia a la camarilla de la noblesa hereditària. Ha conegut els favors públics en el seu grau més alt i en el més baix. Després de la der­rota de Catilina ha pujat triomfalment els esglaons del Ca­pitoli, ha estat coronat pel poble i honrat pel senat amb el gloriós títol de pater patriae, pare de la pàtria. I, d'altra banda, de la nit al dia ha hagut de fugir a l'exili, condem­nat per aquest mateix senat i abandonat per aquest ma­teix poble. No hi ha hagut cap càrrec en el qual no hagi exceHit, cap rang que no hagi assolit gràcies al seu caràc­ter infatigable. S'ha encarregat de dirigir processos en el fòrum. Com a soldat, ha comandat legions al camp de batalla. Com a cònsol, ha administrat la república i, com a procònsol, províncies senceres. Milions de sestercis han passat per les seves mans i s'han convertit en deutes. Ha posseït la casa més bonica del Palatí i l'ha vista en runes, cremada i devastada pels seus enemics. Ha escrit tractats memorables i ha fet discursos que s'han convertit en clàs­sics. Ha engendrat fills i els ha perdut. Ha estat valent i fe­ble, estricte i de nou esclau de l'elogi, molt admirat i molt odiat. Un caràcter inconstant, ple de fragilitat i d'esplen­dor. En resum, la personalitat més atractiva i més provo­cadora de la seva època, perquè uneix de manera indisso­luble aquests quaranta anys plens d'esdeveniments que van de Maurici fins a Cèsar. Ciceró va viure i va patir com ningú més la història de l'època, la història universal. No­més per a una cosa, per a la més important, no va tenir mai temps: per donar una ullada a la seva pròpia vida. En la seva ambició desbordada, aquest home incansable no va trobar mai temps per reflexionar tranquil·lament i recopi­lar el seu saber, el seu pensament.

Però ara, gràcies al cop d'estat de Cèsar que l'ha ex­clòs de la res publica, dels assumptes d'Estat, per fi té l'o­portunitat de cultivar de manera productiva la res privata, els assumptes particulars, la cosa més important del món. Resignat, Ciceró deixa el fòrum, el senat i l'imperi a la dictadura de Juli Cèsar. Una repugnància per tot allò pú­blic comença a envair-lo. Que d'altres defensin els drets del poble, al qualles lluites de gladiadors i els jocs impor­ten més que la llibertat. Ara l'únic que vol és buscar i tro­bar la pròpia llibertat interior i donar-li forma. Així doncs, Marc Tul·li Ciceró, per primera vegada en els seus seixan­ta anys de vida, mira dins seu amb calma, reflexionant, per demostrar al món allò per què ha obrat i ha viscut.

Com a artista nat que és, que del món dels llibres va anar a parar al fràgil món de la política només per equivocació, Marc Tul·li Ciceró intenta ordenar la seva vida serenament, d'acord amb la seva edat i amb les seves in­clinacions més íntimes. Deixa Roma, la sorollosa metrò­poli, i es retira a Túsculum, l'actual Frascati, i així s'en­volta d'un dels paisatges més bells d'Itàlia. Els turons inunden la plana en onades suaus, cobertes de boscos es­pessos, i la música argentada de les fonts ressona en el si­lenci d'aquest paratge allunyat. Per fi, després de tots els anys passats al mercat, al fòrum, a la tenda de campanya al front o de viatge, a aquest pensador i creador se li ha obert l'ànima de bat a bat. La ciutat, atraient i aclapara­dora, queda lluny, com un simple fum a l'horitzó, i, això no obstant, és prou a prop perquè els amics hi vagin amb freqüència a mantenir converses intel·lectualment estimu­lants. Àtic, l'amic íntim i de confiança, el jove Brut o el jo­ve Cassi i una vegada fins i tot - un hoste perillós! - el dictador mateix, el gran Juli Cèsar. Però si els amics de Roma fallen, sempre queden els magnífics companys, que no deceben mai, a punt tant per a la conversa com per al silenci: els llibres. A la seva casa de camp, Marc Tul·li Ci­ceró es construeix una meravellosa biblioteca, un pou de saviesa veritablement inesgotable. Les obres dels savis grecs s'arrengleren al costat de les cròniques romanes i dels compendis de lleis. Amb amics com aquests, provinents de tots els temps i de totes les llengües, no hi haurà cap més vespre solitari. El matí el dedica a treballar. Un esclau instruït s'espera, obedient, per al dictat. A l'hora dels àpats, la seva estimada filla Túl·lia li fa més curtes les hores. l l'educació del fill dóna varietat i nous estímuls als dies. I, a més a més, darrera saviesa, el sexagenari comet la més tendra bogeria de la vellesa: es casa amb una dona jove, més jove que la seva filla, per gaudir com a artista de la bellesa de la vida, no només en el marbre o en els versos sinó també en la seva forma més sensual i captivadora.

Sembla, doncs, que a seixanta anys, Marc Tul·li Ciceró ha tornat per fi a si mateix: filòsof més que no pas dema­gog, escriptor i no mestre de retòrica, amo del seu temps lliure més que sol·lícit servidor del favor popular. En comptes de perorar davant de jutges venals als mercats, prefereix plasmar l'essència de l'art de l'oratòria en el seu De oratore, un model per a tots els seus imitadors, i alho­ra intenta instruirse a si mateix en el seu tractat De se­nectute (Cato maior de senectute) sobre el fet que un home realment savi ha d'aprendre que la veritable dignitat de la vellesa i de la vida és la resignació. Les cartes més boni­ques i harmonioses són d'aquesta època de recolliment in­terior. I fins i tot quan l'abat la més pertorbadora de les desgràcies, la mort de la seva estimada filla Túl·lia, el seu art l'ajuda a assolir la dignitat filosòfica: escriu les Conso­lationes, que encara avui, al cap dels segles, consolen mi­lers de persones amb el mateix destí. La posteritat ha d'a­grair a l'exili que de l'orador sol·lícit d'abans sorgís el gran escriptor. En aquest tres anys de tranquil·litat fa més per a la seva obra i per a la seva fama pòstuma que en els trenta anys anteriors, malgastats en la res publica.

Ciutadà de l'eterna república de l'esperit més que no pas de la república de Roma, castrada per la dictadura de Cèsar, la seva vida ja sembla la d'un filòsof. Per fi, el pro­fessor de la justícia terrenal ha après l'amarg secret que qualsevol home dedicat als afers públics al capdavall aca­ba sabent: que a la llarga no es pot defensar la llibertat de les masses sinó només la pròpia, la llibertat interior.

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Així doncs, Marc Tul·li Ciceró, cosmopolita, humanista i filòsof, passa un estiu feliç, una tardor creativa i un hivern italià, apartat -i ell creu que per sempre- de l'engranat­ge polític de l'època. Gairebé no para atenció a les notí­cies i a les cartes que diàriament arriben de Roma, indiferent a un joc que ja no necessita la seva participació. Sim­ple ciutadà de la república invisible de les idees i no de la corrompuda i vexada, que se sotmet al terror sense opo­sar resistència, ja sembla estar curat del vanitós desig de reconeixement públic dels literats quan, de cop i volta, un migdia de març, un missatger, cobert de pols i panteixant, irromp a casa seva. Tot just li queden forces per comuni­car-li la notícia que Juli Cèsar, el dictador, ha estat assas­sinat al fòrum de Roma. Després cau a terra.

Ciceró empal·lideix. Tan sols fa unes quantes setma­nes va estar assegut a la mateixa taula del magnànim ven­cedor i, tot i l'antagonisme que sentia contra aquell home superior i perillós, tot i la desconfiança amb què contem­plava els seus èxits militars, íntimament i en secret honra­va l'esperit sobirà, el geni organitzador i la humanitat d’aquell enemic únic i respectable. Però, malgrat la repulsió que sent envers el vulgar argument de l'assassinat comès pel poble, aquest home, Juli Cèsar, amb tots els seus mè­rits i les seves gestes, ¿no ha comès el tipus d'homicidi més detestable, el parricidium patriae, l'assassinat de la . pàtria? ¿No va ser precisament el seu geni el perill més gran per a la llibertat de Roma? Tot i que la mort d'aquest home és lamentable des del punt de vista humà, afavoreix el triomf de la causa més sagrada, perquè, ara que Cèsar és mort, la república pot ressorgir: gràcies a aquesta mort, pot triomfar la idea més sublim, la de la llibertat.

Ciceró es recupera del primer ensurt. Ell no desitjava aquest acte de traïdoria, potser ni tan sols ha gosat desit­jar-lo en els seus somnis més íntims. Brut i Cassi no li han explicat la conspiració, tot i que Brut, mentre arrenca el punyal sangonós del pit de Cèsar, ha cridat el nom de Ci­ceró, i d'aquesta manera ha posat com a testimoni del seu crim el mestre de la idea republicana. Però ara que el crim ha estat consumat de forma irrevocable, com a mínim cal aprofitar-lo a favor de la república. Ciceró s'adona que el camí cap a l'antiga llibertat romana passa per damunt d'a­quest cadàver imperial, i que té el deure de mostrar als al­tres aquest camí. No es pot deixar passar un moment únic com aquest. Aquest mateix dia, Marc Tul·li Ciceró deixa els llibres, els escrits i el sagrat otium de l'artista, la con­templació. Amb el cor bategant fort, corre cap a Roma per salvar la república, la vertadera herència de Cèsar, tant dels seus assassins com dels seus venjadors.

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A Roma, Ciceró troba una ciutat confusa, perplexa i des­orientada. Des del mateix moment en què s'ha produït, l'assassinat de Juli Cèsar ha resultat ser més gran que els seus autors. El grup heterogeni dels conspiradors no ha sabut fer res més que assassinar, eliminar aquest home su­perior a tots ells. Però ara que toca treure profit d’aquesta acció, es troben desemparats i sense saber què fer. Els senadors dubten de si han d'aprovar o han de condemnar l'assassinat. El poble, que des de fa temps està acostumat a una manipulació brutal, no s'atreveix a opinar. Antoni i els altres amics de Cèsar tenen por dels conspiradors i te­men per la seva vida. Els conspiradors, per la seva banda, tenen por dels amics de Cèsar i de la seva venjança.

Enmig de la confusió general, Ciceró és l'únic que de­mostra determinació. En altres ocasions vacil·lant i temo­rós, com tots els homes d'esperit i nervi, ara, sense pensar-s'ho, respon del crim en què no ha participat. Amb el cap alt, trepitja les rajoles encara humides per la sang de l'ho­me assassinat i, davant del senat reunit, exalça la supres­sió del dictador com una victòria de la idea republicana. «Oh, poble meu, has recuperat la llibertat!», exclama. «Vosaltres, Brut i Cassi, heu acomplert aquesta gran ges­ta, no només per Roma, sinó pel món sencer.» Però alho­ra exigeix que a aquest acte en si mateix ja tan terrible, se li doni el sentit més elevat. Els conspiradors han de fer seu enèrgicament el poder, que ha quedat desert després de la mort de Cèsar, i utilitzar-lo, sense perdre temps, per salvar la república i per restablir la vella constitució ro­mana. Antoni s'ha d'encarregar del consolat, i a Brut i Cassi se'ls ha de transmetre el poder executiu. Per prime­ra vegada, aquest home de lleis ha d'infringir, per un breu instant en la història universal, la rígida llei, i ha d'impo­sar per sempre més la dictadura de la llibertat.

Però en aquest moment es fa palesa la debilitat dels conspiradors. Només han estat capaços d'ordir una cons­piració, de cometre un assassinat. Només han tingut for­ça per enfonsar el punyal cinc polzades dins del cos d'un home indefens i amb això ha acabat la determinació. En comptes de quedar-se amb el poder i utilitzar-lo per res­tablir la república, s'escarrassen per aconseguir una am­nistia barata i negocien amb Antoni. Permeten que els amics de Cèsar es reuneixin i d'aquesta manera perden un temps molt valuós. Ciceró, amb la seva clarividència, in­tueix el perill. S'adona que Antoni prepara un contracop, que liquidarà no només els conspiradors, sinó també les idees republicanes. Adverteix, s'exalta, s'agita i fa discur­sos per obligar els conspiradors, per obligar el poble a ac­tuar amb decisió. Però - error històric!- ell mateix no ho fa. Té tots els recursos a les mans. El senat està disposat a recolzar-lo i, en el fons, el poble només espera que algú prengui amb coratge i decisió les regnes que s'han escapat de les fortes mans de Cèsar. Ningú no s'hi oposaria, to­thom respiraria alleujat si ara Ciceró fes seu el govern i posés ordre en el caos.

Aquest moment històric, aquest moment universal que Marc Tul·li Ciceró espera ferventment des de les seves catilinàries, ha arribat per fi amb aquest idus de març. l si hagués sabut aprofitar-lo, la història que tots nosaltres hauríem après a l'escola hauria estat ben diferent. El nom de Ciceró no hauria passat als annals de Livi i de Plutarc com el d'un simple escriptor notable, sinó com el del sal­vador de la república, com el del veritable geni de la lli­bertat romana. Seva seria la glòria immortal d'haver tin­gut a les mans el poder d'un dictador i d'haver-lo tornat voluntàriament al poble.

Però en la història es repeteix contínuament la tragè­dia de l'home d'esperit que, afeixugat per la responsabili­tat interior, en el moment decisiu rares vegades es con­verteix en un home d'acció. Una vegada més es renova l~ mateixa escissió en l'home d'esperit, en l'home creatiu: com que s'adona de les estupideses de la seva època, es veu obligat a intervenir, i en un moment d'entusiasme es llança apassionadament a la lluita política, però al mateix temps també vacil·la a respondre a la violència amb més violència. La seva consciència recula davant la idea de sembrar el terror i de vessar sang, i aquests dubtes i con­sideracions, precisament en l'únic moment que no només permet la falta d'escrúpols sinó que fins i tot l'exigeix, pa­ralitzen les seves forces. Després del primer brot d'entu­siasme, Ciceró contempla la situació amb una clarividèn­cia perillosa. Observa els conspiradors, que tot just ahir lloava com a herois, i s'adona que no són sinó homes fe­bles que fugen de les ombres del seu crim. Observa el po­ble i s'adona que ja fa temps que no és el vell populus ro­manus, aquell poble heroic que ell havia somniat, sinó una plebs degenerada que només pensa en els seus inte­ressos i en la diversió, en menjar i en el joc, panem et cir­censes, que un dia aclama Brut i Cassi, els assassins, el se­güent Antoni, que crida venjança contra ells, i el tercer Dolabel·la, que fa destruir tots els retrats de Cèsar. S'ado­na que, en aquesta ciutat decadent, ningú ja no serveix de manera honrada la idea de la llibertat. Tothom vol el poder o el seu benestar. Ha estat en va desfer-se de Cèsar, perquè tots lluiten només per la seva herència, pels seus diners, per les seves legions, només aspiren al seu poder. Tan sols busquen el profit i els guanys per a ells mateixos, no per a l'única causa sagrada, la causa de Roma.

En aquestes dues setmanes, després de l'entusiasme precipitat, Ciceró està cada vegada més cansat i es torna més escèptic. Ningú a part d'ell no es preocupa de resta­blir la república. El sentiment nacional s'ha esvaït i l'inte­rès per la llibertat s'ha perdut completament. Al final sent repugnància per aquest tèrbol enrenou. Ja no es pot en­ganyar més quant a la impotència de les seves paraules. En vista del fracàs, ha d'acceptar que el seu paper conci­liador s'ha acabat, que ha estat massa dèbil o massa co­vard per salvar la seva pàtria de l'amenaça de la guerra ci­vil. Així doncs, l'abandona al seu destí. A principis d'abril se'n va de Roma, per tornar - de nou decebut, de nou vençut- als seus llibres, a la vil·la solitària de Pozzuoli, al golf de Nàpols.

Per segona vegada, Marc Tul·li Ciceró s'aïlla del món i es refugia en la seva soledat. S'adona definitivament que, en una esfera en què el poder equival a justícia i en què es fo­menta més la manca d'escrúpols que la saviesa i l'esperit conciliador, ell, com a savi, com a humanista, com a de­fensor de la justícia, des de bon principi ha estat en un lloc que no li corresponia. Ha hagut de constatar commo­gut que, en aquesta època efeminada, la república ideal que havia somniat per a la seva pàtria, el ressorgiment dels vells costums romans, ja no és possible. Però, com que ell mateix no ha pogut acomplir la gesta salvadora en la realitat, aquesta matèria rebel, almenys vol salvar el seu somni per a una posteritat més sàvia. Els esforços i els co­neixements de seixanta anys de vida no es poden perdre completament sense tenir cap efecte. Així, aquest home humiliat recorda quina és la seva veritable força i en aquests dies solitaris escriu l'última obra, la més gran, com a llegat per a altres generacions, De officiis, l'ense­nyament dels deures que l'home independent, l'home moral, ha de complir envers ell mateix i envers l'Estat. La tardor de l'any 44 a C, també la tardor de la seva vida, Marc Tul·li Ciceró escriu a Pozzuoli el seu testament polí­tic i moral.

Que aquest tractat sobre la relació de l'individu amb l'Estat és un testament, l'última paraula d'un home que ha dimitit i que ha renunciat a totes les passions públi­ques, ho demostra l’al·locució inicial. De officiis està adreçat al seu fill. Ciceró li confessa amb tota sinceritat que no s'ha retirat de la vida pública per indiferència, si­nó perquè, com a esperit lliure, com a republicà romà, considera que servir una dictadura està per sota de la se­va dignitat i del seu honor. «Mentre l'Estat encara era go­vernat per homes que ell mateix havia escollit, jo vaig de­dicar les meves forces i les meves idees a la res publica. Però des que tot va anar a parar a la dominatio unius, al domini d'un sol home, no va quedar espai per al servei públic o per exercir l'autoritat.» Des que es va abolir el senat i es van tancar els tribunals, ¿què pot fer-hi, al se­nat o al fòrum, sense perdre el respecte envers si mateix? Fins ara, l'activitat pública i política ja li ha robat prou temps. “Scribendi otium non erat”, al qui escrivia no li quedava temps lliure. l ell no va poder formular mai de manera completa la seva visió del món. Però ara que està obligat a romandre inactiu, vol aprofitar-ho almenys en el sentit de les grans paraules d'Escipió, que va dir d'ell mateix que «mai no va estar tan actiu com quan no tenia res per fer, i que mai no es va sentir menys sol com quan estava sol amb si mateix».

Aquestes idees sobre la relació de l'individu amb l’Estat, que Marc Tul·li Ciceró exposa al seu fill, no són gens noves ni originals. Uneix el que ha llegit amb allò gene­ralment acceptat: a seixanta anys, un orador no es con­verteix de cop i volta en un escriptor ni un compilador en un creador original. Però aquesta vegada les opinions de Ciceró inclouen un matís de tristesa i d'amargura que els dóna una nova càrrega emocional. Enmig de sagnants guerres civils i en una època en què les hordes de preto­rians i els canalles dels partits lluiten pel poder, un espe­rit veritablement humà torna a somniar -com sempre fan els homes solitaris en moments com aquests- l'eterna utopia de la pacificació del món mitjançant el coneixe­ment dels costums i la conciliació. La justícia i la llei han de ser els pilars fonamentals de l'Estat. Són els homes real­ment honrats i no els demagogs, els que han d'assolir el poder i, al mateix temps, la justícia dins de l'Estat. Ningú no pot imposar al poble la seva voluntat i els interessos personals, i s'ha de negar l'obediència a aquests homes ambiciosos que arrabassen el poder al poble, «hoc omne genus pestiferum acque impium». Exasperat, Ciceró, un independent irreductible, rebutja col·laborar amb un dic­tador i estar al seu servei. «Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est.»

La tirania viola qualsevol dret, argumenta Ciceró. En una col·lectivitat, només es pot crear una veritable har­monia si l'individu, en comptes d'intentar beneficiar-se del seu càrrec públic, anteposa els interessos de la comu­nitat als privats. Només si no es malgasta la riquesa en lu­xes i en despeses excessives, sinó que s'administra i es transforma en cultura espiritual i artística, només si l'aris­tocràcia renuncia a la seva supèrbia i el poble, en comptes de deixar-se subornar per demagogs i de vendre l'Estat a un partit, exigeix els seus drets naturals, es podrà salvar la república. Ciceró, un encomiasta del centre, com tots els humanistes, demana la conciliació de les forces oposades. Roma no necessita ni un Sul·la, ni un Cèsar, ni els Grac. La dictadura és perillosa, com també ho és la revolució.

Moltes de les coses que diu Ciceró ja apareixien en la idea d'Estat de Plató i les reprendran Jean-Jacques Rous­seau i tots els idealistes utòpics. Però el que fa que aquest testament sobresurti de manera sorprenent en la seva època és el nou sentiment que mig segle abans del cristia­nisme s'expressa aquí per primer cop: l'humanitarisme. En una època en què es cometen les atrocitats més bru­tals, en què fins i tot Cèsar, quan conquereix una ciutat, fa tallar les mans a dos mil presoners, en què les tortures i les lluites de gladiadors, les crucifixions i les execucions són esdeveniments quotidians i naturals, Ciceró és el pri­mer i l'únic que protesta contra qualsevol abús de poder. Condemna la guerra com a mètode dels beluarum, de les bèsties, condemna el militarisme i l'imperialisme del seu propi poble, l'explotació de les províncies, i demana que l'annexió d'altres terres a l'imperi romà només es dugui a terme per mitjà de la cultura i de la tradició, mai amb l'es­pasa. Critica el saqueig de les ciutats i - petició absurda en la Roma d'aquell temps- demana clemència per als ciutadans que estan més desemparats davant la llei, per als esclaus (adversus infirmus justitia esse servandum). Amb una mirada profètica, prediu la caiguda de Roma a causa de la rapidesa excessiva de les seves victòries i d'unes con­questes malsanes, perquè només són militars. Des que, amb Sul·la, la nació va emprendre guerres només per quedar-se amb un botí, es va perdre la justícia dins de l'imperi ma­teix. l sempre que un poble pren per la força la llibertat a d'altres pobles, ell mateix perd, per una misteriosa ven­jança, la meravellosa força de la soledat.

Mentre les legions, sota el comandament dels ambiciosos capitosts, marxen cap a Pàrtia i Pèrsia, cap a Germà­nia i Britània, cap a Hispània i Macedònia, per servir el deliri fugaç d'un imperi, una veu solitària s'alça en pro­testa contra aquest triomf perillós, perquè ha vist com de la llavor sagnant de les guerres de conquesta en creix la collita encara més sagnant de les guerres civils. I aquest impotent defensor de la humanitat suplica solemnement al seu fill que honri la adiumenta hominum,la unió dels homes, com un dels ideals més transcendents i elevats. Aquell que durant massa temps ha estat orador, advocat i polític, que pels diners i per la fama ha defensat qualsevol causa, bona o dolenta, amb la mateixa valentia, que ha as­pirat a qualsevol càrrec, que ha volgut riqueses, el respec­te públic i l'aplaudiment del poble, per fi, a la tardor de la seva vida, ha arribat a una clara intuïció. Poc abans del fi­nal, Marc Tul·li Ciceró, fins ara tan sols humanista, es con­verteix en el primer defensor de la humanitat.

Mentre Ciceró, tranquil i serè en el seu aïllament, pensa en el sentit i la forma d'una constitució moral, a l'imperi romà el neguit augmenta. Ni el senat ni el poble encara no han decidit si han de lloar els assassins de Cèsar o dester­rar-los. Antoni ja es prepara per a la guerra contra Brut i Cassi quan, de sobte, apareix un nou pretendent, Octavi, que Cèsar va nomenar hereu i que ara vol prendre posses­sió d'aquesta herència. Tan bon punt arriba a Itàlia, escriu a Ciceró per obtenir-ne el suport, però al mateix temps Antoni li demana que vagi a Roma i Brut i Cassi també el criden des del front. Tots intenten que el gran defensor defensi la seva causa, tots reclamen el cèlebre home de lleis perquè converteixi la seva injustícia en justícia. Amb bon instint, busquen el recolzament de l'home d'esperit, que després deixaran de banda amb menyspreu, tal com sempre fan els polítics que volen el poder quan encara no el tenen. I si Ciceró encara fos el polític frívol i ambiciós d'abans, s'hauria deixat seduir.

Però Ciceró està més cansat i és més savi, dos sentiments que sovint tenen una semblança perillosa. Sap que allò que ara realment necessita és acabar la seva obra i po­sar ordre a la seva vida i als seus pensaments. Com Ulisses davant del cant de les sirenes, es tapa les orelles per no sentir els crits seductors dels poderosos. No fa cas del crit d'Antoni, ni del d'Octavi, ni del de Brut i de Cassi, ni tan sols del crit del senat ni del dels seus amics, sinó que con­tinua escrivint el seu llibre, convençut de ser més fort amb les paraules que amb l'acció i més llest en soledat que enmig d'un grup, amb la intuïció que seran les seves pa­raules de comiat d'aquest món.

Un cop acabat el testament, alça la vista. El desvetlla­ment és terrible: el país, la seva pàtria, es troba a les por­tes de la guerra civil. Antoni ha saquejat les caixes de Cè­sar i del temple i, amb els diners robats, ha aconseguit reclutar mercenaris. Però té tres exèrcits en contra, i tots tres armats: el d'Octavi, el de Lèpid i el de Brut i Cassi. Ja no hi ha temps per a la reconciliació ni per a la mediació. Ara s'ha de decidir si es vol per a Roma un nou cesarisme amb Antoni o si s'ha de recuperar la república. En un mo­ment com aquest tothom s'ha de pronunciar. Fins i tot Marc Tul·li Ciceró, el més prudent i caut de tots, el que ha estat per damunt dels partits o ha oscil·lat indecís de l'un a l'altre, buscant sempre l'equilibri, ha de prendre una de­cisió definitiva.

I ara succeeix una cosa extraordinària. Des que Cice­ró ha fet arribar De officzïs, el seu testament, al seu fill, és com si, a partir del menyspreu que sent per la vida, ha­gués recobrat el coratge. Sap que la seva carrera política i literària s'ha acabat. Ja ha dit tot el que havia de dir i ja no li queda gaire per viure. És vell, ha acabat la seva obra, ¿cal defensar aquestes restes miserables? De la mateixa manera que una bèstia cansada, que ja sent els gossos lla­drar molt a prop seu, de sobte es gira i, per accelerar la fi, es precipita contra els gossos que el persegueixen, Ciceró, desafiant la mort, també es llança de nou enmig del com­bat i des d'una posició perillosa. El qui durant mesos i anys només a fet servir el càlam silenciós, torna a agafar la dura pedra de la paraula i la llança contra els enemics de la república.

Un espectacle colpidor: el desembre, aquest home de cabells grisos torna a ser al fòrum de Roma per animar de nou el poble romà a ser digne de l'herència dels seus avantpassats, ille mos virtusque maiorum. Completament conscient del perill que suposa presentar-se desarmat da­vant d'un dictador que ja té les legions a punt de marxa i disposades a matar, llança catorze filípiques contra Anto­ni, l'usurpador del poder, que s'ha negat a obeir el senat i el poble. Però aquell que vol encoratjar els altres només té poder de convicció si ell mateix demostra de manera exemplar el seu coratge. Ciceró sap que no lluita inútil­ment amb paraules, tal com feia antigament en aquest ma­teix fòrum, sinó que, per convèncer, aquest cop ha d'ar­riscar la vida. Des de la rostra, la tribuna dels oradors, confessa decidit: «Quan era jove vaig defensar la repúbli­ca, i ara que m'he fet vell no li giraré l'esquena. Estic dis­posat a sacrificar la meva vida, si és que la meva mort per­met a aquesta ciutat recuperar la llibertat. El meu únic desig és, en morir, deixar enrere un poble de Roma lliure. El déus immortals no em podrien concedir favor més gran.» No hi ha temps, insisteix, per negociar amb Anto­ni. Han de recolzar Octavi que, tot i ser parent de sang i hereu de Cèsar, defensa la causa de la república. Ja no és qüestió de persones sinó d'una causa, la més sagrada. Res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur, s'ha arribat a la decisió última i extrema: en depèn la lli­bertat. Però si el bé inviolable està amenaçat, qualsevol dubte menarà a la perdició. Així doncs, el pacifista Cice­ró reclama que els exèrcits de la república s'enfrontin als de la dictadura. l ell que, com més endavant el seu deixe­ble Erasme, per sobre de totes les coses odia el tumultus la guerra civil, sol·licita l'estat d'excepció per al país i l’exili de l'usurpador.

Ja no com a advocat de processos dubtosos sinó con­vertit en defensor d'una causa noble, Ciceró pronuncia, en aquests catorze discursos, unes paraules veritablement grandioses i fervents. «Que d'altres pobles visquin en l'es­clavitud», exclama davant dels seus conciutadans. «Nos­altres els romans no ho volem. Si no podem conquerir la llibertat, deixeu-nos morir.» Si realment l'Estat ha arribat a la més extrema de les humiliacions, a un poble que do­mina el món sencer - nos principes orbium terrarum gen­tiusque omnium - li correspon actuar tal com ho farien els gladiadors a l'arena. Val més morir plantant cara a l'ene­mic que deixar-se matar. Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus, millor morir amb honor que servir amb ignomínia.

El senat, el poble reunit, escolten aquestes filípiques amb admiració. Alguns potser intueixen que aquesta és l'última vegada en molts segles que al mercat es podran pronunciar lliurement paraules similars. Allà, aviat tot­hom s'haurà d'agenollar com un esclau davant de les està­tues de marbre dels emperadors i, en comptes dels dis­cursos lliures que es feien abans en l'imperi del Cèsar, només s'autoritzarà un xiuxiueig dissimulat als aduladors i als delators. Els oients s'estremeixen, de por i d'admira­ció per aquest home vell que, sol, amb el valor d'un des­esperat, d'una desesperança íntima, defensa la inde­pendència de l'home d'esperit i el dret de la república. Encara que vacil·len, tots hi estan d'acord. Però ni el foc roent de les paraules no pot encendre la soca podrida de l'orgull romà. I mentre al mercat aquest idealista solitari predica el sacrifici, a la seva esquena els caps de les le­gions conclouen sense escrúpols el pacte més deshonrós de la història de Roma.

Octavi, que Ciceró ha lloat com a defensor de la repú­blica, Lèpid, per a qui Ciceró va demanar al poble de Ro­ma una estàtua pels seus mèrits, tots dos retirats per eli­minar Antoni, l'usurpador, ara prefereixen negociar. Com que cap de tots tres dirigents, ni Octavi, ni Antoni, ni Lè­pid, és prou fort per apoderar-se tot sol de l'imperi romà com si fos un botí personal, els tres enemics mortals estan d'acord a repartir-se l'herència de Cèsar en privat. En comptes del gran Cèsar, Roma té de la nit al dia tres petits cèsars.

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En aquest moment decisiu per a la història universal, els tres generals, en comptes d'obeir el senat i de respectar les lleis del poble romà, s'uneixen per formar un triumvirat i per repartir-se un imperi enorme, que abraça tres conti­nents, com si fos un botí de guerra qualsevol. En una ille­ta a prop de Bolonya, on conflueixen el Reno i el Lavino, s’instal·la una tenda on s'han de trobar tots tres bandits. Evidentment, cap d'aquests grans herois militars es refia dels altres. S'han tractat tan sovint de mentiders, de bri­valls, d'usurpadors, d'enemics de l'Estat, de bandits i de lladres en les proclames respectives, que coneixen perfec­tament el cinisme dels altres. Però als homes amb afany de poder no els importen les conviccions sinó només el po­der, no l'honor sinó el botí. Prenent totes les precaucions possibles, els tres interlocutors s'acosten un rere l'altre al lloc convingut. Tan sols després que els futurs amos del món s'han assegurat que cap d'ells no porta armes per assassinar uns aliats massa recents, es dirigeixen un somriu­re amable i entren junts a la tenda on s'acordarà i es cons­tituirà el futur triumvirat.

Tres dies s'estan Antoni, Octavi i Lèpid, sense testi­monis, en aquesta tenda. Han de debatre tres qüestions. Sobre la primera - com s'han de repartir el món- es po­sen d'acord ràpidament. Octavi es quedarà Àfrica i Nu­mídia; Antoni, la Gàl·lia i Lèpid, Hispània. La segona qüestió tampoc no els representa gaires preocupacions: com reunir els diners per pagar els sous que fa mesos que deuen a les seves legions i als cràpules del partit. Aquest problema es resol fàcilment mitjançant un sistema que des de llavors s'ha imitat sovint. Només cal prendre la fortuna als homes més rics del país i, al mateix temps, per­què no es puguin queixar amb veu massa alta, se'ls treu del mig. Còmodament asseguts a taula, els tres homes ela­boren una llista, un comunicat oficial amb els noms dels proscrits, els dos mil homes més rics d'Itàlia, inclosos dos-cents senadors. Cadascun anomena els que ell coneix, i hi afegeix els enemics personals i els adversaris. Amb quatre ratlles, el nou triumvirat ha liquidat la qüestió ter­ritorial i l'econòmica.

Ara toca discutir el tercer punt. Qui vulgui instaurar una dictadura, per estar segur del seu domini, ha de fer callar per sobre de tot els eterns enemics de qualsevol tirania: els homes independents, els defensors de la utopia inextirpable que és la llibertat intel·lectual. Antoni exi­geix que el nom de Marc Tul·li Ciceró encapçali aquesta última llista. Aquest home ha identificat la seva autèntica naturalesa i l'ha anomenada pel seu veritable nom. Ell és el més perillós de tots perquè té força d'esperit i voluntat d'independència. Se n'han de desfer.

Octavi, espantat, s'hi nega. Jove i encara no del tot en­durit ni enverinat per la perfídia de la política, no vol començar el seu mandat eliminant l'escriptor més cèlebre d'Itàlia. Ciceró ha estat el seu defensor més fidel, l'ha lloat davant del poble i del senat. Fa tot just pocs mesos que Octavi li demanava humilment ajuda i consell i que, amb tot el respecte, anomenava l'ancià el seu «veritable pare». Octavi s'avergonyeix i no abandona la seva posició. Mo­gut per un bon instint, que l'honra, no vol lliurar l’il·lustre mestre de la llengua llatina a l'ignominiós punyal d'uns assassins a sou. Però Antoni continua dient que entre l'es­perit i el poder hi ha una rivalitat eterna i que no hi ha enemic més perillós per a la dictadura que el mestre de la paraula. Tres dies dura la lluita pel cap de Ciceró. Final­ment Octavi cedeix i, d'aquesta manera, el nom de Ciceró conclou el document potser més vergonyós de la història de Roma. Aquesta sola proscripció és la que en realitat se­gella la sentència de mort de la república.

En el moment que Ciceró s'assabenta de l'acord al qual han arribat els que abans eren enemics mortals, és cons­cient que està perdut. Sap molt bé que al filibuster Anto­ni, que Shakespeare, sense motiu, ennoblirà i farà espiri­tual, l'ha marcat de manera massa dolorosa amb el ferro roent de la paraula en atribuir-li els més baixos instints de la cobdícia, de la vanitat, de la crueltat i de la manca d'es­crúpols, i ara no pot esperar d'aquest home brutal i vio­lent la magnanimitat d'un Cèsar. Si hagués volgut salvar la vida, l'única cosa lògica que hauria pogut fer és fugir rà­pidament. Ciceró hauria d'haver anat a Grècia a trobar-se amb Brut, Cassi o Cató a l'últim campament de la llibertat republicana. Allà com a mínim hauria estat protegit dels assassins que ja havien enviat. I, de fet, dues o tres vega­des el proscrit sembla decidit a fugir. Ho prepara tot, ho fa saber als seus amics, s'embarca en un vaixell i es posa en camí. Però a l'últim moment Ciceró sempre s'atura.

Aquell qui ha viscut alguna vegada la desolació de l'exili sent, fins i tot en el perill, la voluptuositat de la terra na­tal i la indignitat d'una vida en fugida constant. Una vo­luntat misteriosa, més enllà de la raó i fins i tot contra ella, l'obliga a plantar cara al destí que l'espera. Aquest home, cansat de la seva existència ja finida, només anhela uns dies més de repòs. Només vol pensar una mica amb cal­ma, escriure unes quantes cartes i llegir uns quants lli­bres, i després que vingui el que hagi de venir. En aquests últims mesos, Ciceró s'amaga ara en una de les seves hi­sendes ara en una altra, marxant-ne sempre que un perill l'amenaça, però sense defugir-lo mai del tot. Com un ma­lalt amb febre canvia el coixí, ell canvia aquesta mena d'a­magatalls, sense estar del tot decidit a afrontar el seu des­tí, ni tampoc decidit a evitar-lo, com si estant preparat per morir, inconscientment volgués complir la màxima que havia escrit en el tractat De senectute, segons la qual un home vell no ha de buscar la mort ni tampoc retardar-la. Quan li arribi la mort, l'ha de rebre amb serenitat. Neque turpis mors forti viro potest accedere, per a les ànimes for­tes no hi ha cap mort ignominiosa.

Així doncs, Ciceró, que ja és de camí cap a Sicília, de sobte ordena a la seva gent que orienti de nou la quilla cap a la Itàlia hostil i atraqui a Caieta, l'actual Gaeta, on té una petita propietat. L'ha envaït un cansament no només dels membres i dels nervis, sinó un cansament de la vida i una misteriosa enyorança del final, de la terra. Tan sols vol reposar una altra vegada. Vol respirar una altra vega­da l'aire dolç de la pàtria i acomiadar-se. Acomiadar-se del món, però aturar-se i descansar, encara que només si­gui un dia o una hora!

Així que arriba, saluda amb veneració els lars de la casa, els esperits protectors. L'home de seixanta-quatre anys està cansat. El viatge per mar l'ha deixat exhaust, i per això s'estira al cubiculum, al dormitori o, més ben dit, a la cambra funerària, i tanca els ulls per gaudir en un dolç son del plaer del repòs etern.

Però quan tot just s'ha estirat, entra precipitadament un dels seus fidels esclaus. A la vora, hi ha homes armats que semblen sospitosos. Un empleat de la casa, al qual Ci­ceró ha fet molts favors al llarg de tota la vida, n'ha reve­lat l'amagatall als assassins per obtenir la recompensa. Ha de fugir immediatament. Ja tenen una llitera a punt i ells mateixos, els esclaus de la casa, agafaran les armes i el pro­tegiran en el breu trajecte fins al vaixell, on estarà segur. El vell, exhaust, s'hi nega. «¿Per què?», pregunta. «Estic cansat de fugir i cansat de viure. Deixeu-me morir en aquesta terra, la terra que jo he salvat.» Però el vell i fidel criat acaba convencent-lo. Fent una volta pel bosquet, els esclaus armats porten la llitera fins a la barca salvadora.

Però l'home que l'ha traït a casa seva no vol quedar-se sense els seus vergonyosos diners. Ràpidament crida un centurió i uns quants homes armats. Comencen a córrer darrere de la comitiva a través del bosc i arriben a temps d'aconseguir el botí.

A l'acte, els servents armats s'agrupen al voltant de la llitera disposats a lluitar, però Ciceró els ordena que abai­xin les armes. La seva vida ha arribat a la fi, ¿per què sa­crificar altres vides, més joves? En aquest últim moment, aquest home sempre indecís, insegur i rares vegades va­lent, perd tota la por. Sent que només pot acreditar-se com a romà en aquesta última prova si va a l'encontre de la mort amb dignitat, sapientissimus quisque aequissimo ani­mo moritur. Els servents obeeixen la seva ordre i s'aparten. Desarmat i sense oposar resistència, ofereix als assassins el seu cap d'ancià amb aquestes grandioses i sàvies parau­les: «Non ignoravi me mortalem genuisse», sempre he sa­but que sóc mortal. Però els assassins no volen filosofia sinó el seu sou. No dubten ni un segon. Amb un cop fort, el centurió abat l'home indefens.

Així mor Marc Tul·li Ciceró, l'últim defensor de la lli­bertat de Roma, més heroic, viril i decidit en la seva últi­ma hora que en molts milers al llarg de tota la seva vida.

Un sagnant drama satíric segueix la tragèdia. La urgència amb la qual Antoni ha ordenat aquesta mort fa sospitar els assassins que aquest cap en concret ha de tenir un va­lor extraordinari. Evidentment no s'imaginen el seu valor en el context espiritual del món i de la posteritat, però sí la importància que té per a qui ha encarregat aquest crim sagnant. A fi que no els puguin disputar el premi, deci­deixen lliurar a Antoni en persona el cap de l'home assas­sinat com a prova de l'ordre acomplerta. El capitost dels bandits talla el cap i les mans del cadàver, ho fica tot en un sac i, amb el paquet que encara regalima de sang a l'es­quena, se'n va ràpidament cap a Roma per alegrar el dic­tador amb la bona nova que el millor defensor de la repú­blica de Roma ha estat eliminat de la manera habitual.

I el criminal menor, el cap dels bandits, no s'equivo­cava. El gran criminal, que ha ordenat l'assassinat, con­verteix l'alegria pel crim comès en una recompensa digna d'un príncep. Antoni, ara que ha fet saquejar i matar els dos mil homes més rics d'Itàlia, per fi pot mostrar-se ge­nerós. Paga un milió just de sestercis al centurió pel sac sagnant que conté les mans tallades i el cap ultratjat de Ciceró. Però això encara no sadolla la seva set de venjan­ça. L'odi estúpid d'aquest home sanguinari encara inven­ta una especial ignomínia per al mort, sense adonar-se que això l'envilirà a ell mateix per sempre. Antoni ordena cla­var el cap i les mans de Ciceró a la rostra, a la mateixa tri­buna dels oradors des de la qual Ciceró va enardir el po­ble contra ell per defensar la llibertat de Roma.

L'endemà, un espectacle vergonyós espera els romans. A la tribuna dels oradors; la mateixa en què Ciceró va fer els seus discursos immortals, penja, lívid, el cap tallat de l'últim defensor de la llibertat. Un imponent clau rovellat travessa el front pel qual han passat milers de pensa­ments. Els llavis que han pronunciat de manera més bella que els de ningú més les metàl·liques paraules de la llen­gua llatina, estan rígids i amargament pàl·lids. Les parpe­lles blavoses cobreixen els ulls que durant seixanta anys han vetllat per la república. Les mans que han escrit les més esplèndides cartes de l'època s'obren impotents.

Tot i això, no hi ha cap acusació pronunciada pel gran orador des d'aquesta tribuna contra la brutalitat, contra el deliri de poder o contra la il·legalitat que parli d'una manera tan eloqüent contra l'eterna injustícia de la vio­lència com ara el cap mut d'un home assassinat. El poble s'aglomera tímidament al voltant de la rostra humiliada. Abatut, avergonyit, s'aparta de nou. Ningú no gosa pro­testar - és una dictadura!-, però una convulsió els opri­meix el cor i, commoguts, abaixen els ulls davant d’aquesta tràgica al·legoria de la seva república crucificada.

Stefan Zweig. Moments estel·lars de la humanitat. Catorze miniatrures històriques. Ed. Quaderns Crema, Barcelona, 1ª ed. 2004, 288 pàgs. ISBN: 84-7724-421-5. Pàgs. 11-34.

EL PODER Y LA GLORIA DEL IMPERIO ROMANO

LA FORMACIÓN DE UN IMPERIO

En primer lugar, vamos a deter­minar que se designa con la palabra «romano». El transcurso com­pleto de la historia romana, desde la legendaria fecha de la fundación de la ciudad, en el siglo VIII a.C., hasta la derrota del último emperador en Constantinopla en 1453, abarca más de 2.200 años. Por lo general, sin embargo, el período posterior al 500 d.C. -cuando el poder imperial se había trasladado de Italia a la nueva capital en Constantinopla, la antigua colonia griega de Bizancio- se conoce como Imperio bizantino o Imperio roma­no de Oriente. La era que suele considerarse propiamente romana abarca desde cinco o seis siglos antes de Cristo hasta cinco o seis siglos después.

Como ocurre en otros muchos aspectos de la vida, si hoy podemos medir con exactitud estos períodos de tiempo es gracias a los romanos. En el siglo I a.C., dos cesares -Julio y Augusto- establecieron nuestro ca­lendario de 12 meses y 365 días, con un año bisiesto cada cuatro. Este calendario es una típica muestra del genio romano: el cálculo es tan preciso que cada ciclo anual apenas difiere once minutos con el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol.

Para el cómputo del tiempo, los romanos, además de servirse del año juliano, emplea­ban la fórmula AUC o ab urbe condita, es decir, «desde la fundación de la ciudad». Según la tradición, Roma fue fundada en 753 a.C., una fecha tan buena como cual­quier otra para marcar el momento en que los pastores y los labriegos de las bajas y soleadas colinas que enmarcaban una ribera fluvial pantanosa forjaron una nueva comunidad llamada en lo sucesivo, y por siempre jamás, Roma.

Los cronistas romanos decían que el nombre de su ciudad provean de Rómulo y Remo, los gemelos huérfanos a los que amamantó una loba en las orillas del Tíber. No obstante, algunos eruditos modernos dicen que el nombre deriva probablemente del etrusco o el griego, quizá de rhome, palabra griega que significa «fuerte».

Quienes más han contribuido a nuestra comprensión del mundo antiguo son unos especialistas que dedican sus vidas a exca­var en busca de información: los arqueólogos. Para estos historiadores manchados de barro, los emplazamientos romanos -carac­terizados por esquemas ordenados, cimien­tos sólidos e innumerables inscripciones en las bellas y angulares letras romanas- han supuesto unos inapreciables laboratorios de experimentación.

Tal vez la más preciada joya de la arqueología clásica sea la antigua ciudad portuaria de Pompeya, arracimada en un luminoso valle entre el intenso azul de la bahía de Nápoles y las suaves y verdeantes laderas del Vesubio. En el siglo I d.C., Pompeya era un prospero centro de recreo. Tenía unos 12.000 habitantes permanentes y acogía a centenares de personas que viajaban cada verano desde Roma para descansar en sus villas junto al mar.

Un caluroso dic de estío, alrededor de las doce -era el 24 de agosto del 79 d.C.-, las gentes de Pompeya vieron formarse una nube inmensa sobre la montaña que se erguía al norte de la ciudad. Fue el ultimo mediodía que conocería Pompeya, porque aquella nube de deyecciones volcánicas era el comienzo de una erupción a gran escala que hizo volar por los aires el cráter del Vesubio, sepultando ala población bajo casi cuatro metros de rocas y cenizas, y desenca­denando una ráfaga de gases tóxicos. Miles de personas murieron en sus casas, en las calles, en los comercios y en los burdeles. Otros miles huyeron despavoridas en dirección al mar.

Quienes corrían para salvar la vida debie­ron de sorprenderse al ver una singular figu­ra que, en lugar de alejarse, avanzaba hacia el volcán. Era el insigne naturalista romano Plínio el Viejo. Tras divisar el inicio de la erupción desde una distancia segura en su hogar aledaño a Nápoles, el reputado observador científico no pudo quedarse al mar­gen. Se armó con su cuaderno y un estilo, y se trasladó raudo a Pompeya para recoger información de primera mano sobre el pro­digioso fenómeno. La curiosidad de Plinio le costo la vida, pero le convirtió en el santo patrón de los reporteros como yo, pegados al bloc de notas.

Durante diecisiete siglos, la silenciosa Pompeya yació intacta, enclaustrada en su tumba de cenizas endurecidas. Al fin, unos campesinos empezaron a cavar al pie del Vesubio en torno a los pertinaces afloramientos pétreos de sus campos, y en lugar de rocas encontraron los tejados de una ciudad romana. Fue el nacimiento de la arqueologíaa moderna.

Aún se continua excavando en Pompeya, en algunos puntos con palas mecánicas y retroexcavadoras, en otros con unas delicadas palas de arqueólogo más diminutas que dedales. Un día apacible del pasado invier­no me acerqué a ver que encontraban.

«¡Basura! ¡Desechos y basura! ¡Eso es lo que esperamos encontrar aquí! -exclamó Andrew Wallace-Hadrill, un efusivo histo­riador que dirige la British School en Roma-. Créame, no hay nada como los des­perdicios ajenos para penetrar en la histo­ria.» El profesor Wallace-Hadrill y yo nos encontrábamos en el patio bien conservado de una taberna, en una de las amplias calles comerciales de Pompeya. Sabía que era una taberna por haber hallado una bodega repleta de esbeltas ánforas, los recipientes de barro rojizo que usaban los antiguos para transportar el vino de un confin a otro del Imperio.

Mediante el estudio del estado de aquellas ánforas y de las enigmáticas marcas que presentaban, Wallace-Hadrill había llegado a la conclusión de que la taberna acababa de recibir un cargamento de vino de Creta. «Debía de ser una cosecha reciente, el vino más joven de la temporada del 79 -me comentó con aire nostálgico-. Es una lásti­ma que no llegasen a probarlo.»

Wallace-Hadrill señaló un pequeño agujero en el suelo donde habla descubierto «lo que resultó ser un hallazgo muy interesante”. Consistía en un tesoro de desechos, un montículo de huesos de pollo de 1.917 años de antigüedad. Basándose en aquel descu­brimiento, la configuración del patio y los mosaicos encontrados en la misma calle, el profesor dedujo que había desenterrado una de las populares arenas de Pompeya desti­nadas a las peleas de gallos.

«Enriquece nuestra imagen de lo que había en las poblaciones romanas -me explicó-. Hay diversos arqueólogos traba­jando en toda la superficie de Pompeya. Cada uno redacta sus propios análisis de lo que observa. Y cuando encajemos todas las piezas, sabremos un poco más sobre cómo se las arreglaban los romanos, que eran unos gobernantes habilísimos, para organizar una ciudad.»

Los arqueólogos se sirven del ances­tral ingenio y de los más modernos aparatos de alta tecnología para ampliar los conocimientos que tene­mos sobre los romanos, de manera que, a su vez, nosotros también aprendamos del ejemplo de Roma. Son especialmente dies­tros en clasificar fragmentos de cerámica, determinando el horno en el que fue cocida y, con frecuencia, identificando al alfarero que la moldeó. Saber cuando y dónde se fabricó la pieza puede ayudar a datar el res­to de los hallazgos en un nivel concreto de la excavación. Pero la arqueología moderna no se detiene en unas cuantas vasijas.

Cierto investigador ha publicado un volu­men de quinientas paginas sobre los árboles y la madera en el antiguo mundo mediterráneoo. Algunos expertos clasifican con suma precisión las semillas y el polen, lo que, además de indicarnos que comían aquellas gen­tes, ayuda a los conservadores de Pompeya en la replantación de los jardines de la ciu­dad tal y como eran en el ano 79. Otros pue­den identificar los minerales en la pintura y los tintes vegetales en jirones de tela. Todos estos elementos nos revelan un sinfín de datos sobre los detalles de las actividades comerciales en la época.

Muy oportunamente, un equipo de espe­cialistas japoneses se desplazaron a Pompe­ya con el objeto de efectuar un estudio exhaustivo sobre el tráfico urbano. Examinando las roderas dejadas por los carros en el empedrado, estos investigadores de la hora punta han llegado a la conclusión de que los romanos tenían calles de un solo sen­tido de circulación y cruces donde estaba prohibido el giro a la izquierda.

En una espaciosa casa de una de las ave­nidas principales de Pompeya, el arqueólogo Antonio Varone me enseñó su colección de 5.000 pedacitos de yeso procedentes de un techo desplomado. «Pensamos seguir buscando restos hasta que podamos recons­truir toda la cubierta», dijo.«¡Dios mío! -exclamé, perplejo-. ¡Quizá tarden cien años más!»

«Eso sería una suerte, realmente -repuso Varone-. Es posible que tengamos por de­lante otro milenio de arqueología antes de terminar con Pompeya.»

Gracias a los descubrimientos de estos eruditos y al ingente legado documental que nos dejaron los propios romanos, los histo­riadores han recompuesto un cuadro com­pleto de Roma que se remonta a la mítica fecha de la fundaci6n de la ciudad.

Sabemos que, en sus inicios, los romanos estaban sometidos a los etruscos, un podero­so pueblo del centro de Italia que llegó a dominar una buena parte de la peninsula. Hastiados de una monarquía a menudo bru­tal, las familias prominentes de Roma aca­baron derrocando a los reyes etruscos.

En 509 a.C., es decir, 244 años después de la fundación de Roma, las familias patricias instauraron una forma de gobierno casi representativa, encabezada, según la tradi­ción, por dos cónsules elegidos para un mandato de un año. Aquello marcó el principio de la República, un sistema de gobierno que se prolongaría hasta que Augusto fue proclamado emperador 482 años más tarde.

Aquellos cinco siglos estuvieron marca­dos por una creciente prosperidad y una cierta democracia. La Roma republicana presentaba esencialmente tres estratos sociales: los esclavos, que prácticamente no tenían derechos; el pueblo llano o plebeyos, una categoría que englobaba a muchos libertos o ex esclavos; y los patricios, que descendían de las antiguas familias domi­nantes y servían por derecho de cuna en una de las instituciones de gobierno más ilustres del mundo antiguo: el Senado romano, al que paulatinamente irían accediendo también los plebeyos ricos.

En las campañas militares, las legiones romanas portaban grandes estandartes con las célebres iniciales SPQR: Senatus popu­lusque Romanus (“el Senado y el pueblo de Roma”). Pero, en buena medida, la historia de la República fue la historia de las rivali­dades entre senadores (los patricios) y ple­beyos, una confrontación en la que estos últimos fueron adquiriendo gradualmente mayor poder político.

Una parte significativa de los episodios de esta «lucha de clases» se libraba en las pla­zas, al pie de los arcos triunfales y en los majestuosos templos porticados del Foro romano, el concurrido centro cívico que constituyó el alma de la ciudad durante más de mil años. Aquí pronunció Cicerón sus celebres discursos con los que los estudian­tes se han tenido que enfrentar durante muchos siglos. Aquí vino Marco Antonio “para enterrar a Cesar, no para alabarlo» en 44 a.C. La curia o cámara rectangular del Senado, todavía se eleva hoy en el Foro, justo enfrente del comitium donde se reunían los plebeyos para expresar su volun­tad mediante el plebiscitum «la decisión de la plebe».

En el siglo II a.C., el derecho al voto esta­ba tan firmemente arraigado entre los plebe­yos, que Roma desarrolló un vigoroso siste­ma político que sin duda podría reconocer cualquier ciudadano de una democracia actual. Había partidos y facciones, «peces gordos» para patrocinarlos, banderolas, car­teles, propaganda negativa y los resabiados detractores de siempre.

En mis tiempos de estudiante, cuando cursaba historia de Roma, mi político favorito era un tal Marco Licinio Craso. Sus intereses comer­ciales iban desde las minas de plata hasta la trata de esclavos, aunque posiblemente su empresa más lucrativa fuese un cuerpo pri­vado de bomberos. Cuando se incendiaba una casa, su bomba de agua tirada por ca­ballos atravesaba con estruendo las calles empedradas. Entonces Craso empezaba a negociar el precio de sus servicios, mientras el desdichado cliente veía propagarse las lla­mas. El desenlace más frecuente era que Craso compraba el inmueble, obligando de este modo al anterior propietario a pagarle un alquiler vitalicio.

Craso, probablemente el más importante propietario de inmuebles de Roma, codicia­ba el poder político. Para granjearse el favor público, gastaba su dinero a manos llenas. Cuando, en 71 a.C., fue sofocada la rebelión de los esclavos capitaneada por Espartaco (las hileras de crucificados flanqueaban la Vía Apia a lo largo de un centenar y medio de kilómetros), Craso lo celebró montando en el foro diez mil mesas de banquete y ali­mentando a toda la ciudad de Roma duran­te varios días. También invertía en los políticos. Uno de sus beneficiarios fue un joven muy promete­dor llamado Julio Cesar. Conforme ascendía la estrella de Cesar, Craso se arrimaba más a su estela. En 60 a.C. alcanzó la cúspide de su carrera como uno de los triunviros que controlaban el aparato estatal. Ahora, lo único que le quedaba por conquistar era la gloria militar, de manera que contrató un ejercito propio. Cesar, servicialmente, le envió a Siria para combatir a los traicione­ros partos.

Mucho después de la época estudiantil, en mis tiempos de reportero político, coincidí varias veces en Washington con Marco Lici­nio Craso, bajo la forma de esos prósperos hombres de negocios que empiezan apor­tando sumas sustanciales a un partido político y acaban por ocupar altos cargos en la administración. Sin embargo, la compara­ción no puede llevarse más allá. Al influyen­te americano actual lo peor que suele ocu­rrirle es sufrir una derrota en las elecciones siguientes. En cambio, el pobre Craso tuvo un final más dramático, abatido en la bata­lla de Carres en 53 a.C. Según una antigua leyenda, cuando los partos se enteraron de que habían matado al romano más opulento de la época, vertieron en la garganta de Cra­so oro fundido, para que su insaciable sed de riquezas quedara póstumamente satisfecha.

Es improbable que Julio Cesar derramara muchas lagrimas por la muerte de su bene­factor. El desastre de Craso no sólo eliminaba a un rival en potencia, sino que también realzaba, por contraste, el brillante historial de sus propios triunfos militares. En un tiempo en que la noción misma de virtud se asociaba con la bravura en el campo de ba­talla, la creciente popularidad política de Cesar se basaba en su pericia como coman­dante en las campañas militares.

A mediados del siglo I a.C., Roma era un hervidero de intrigas políticas y de agitación ciudadana. Al parecer, las únicas noticias buenas eran las que llegaban de los lejanos campos de batalla, y la población esperaba con ansiedad cada nuevo informe de aque­llas latitudes. Cesar, tan hábil escritor como soldado, convirtió la redacción de los despa­chos y los mensajes militares en una forma de arte. La culminación del genero fue su inmortal y sucinto mensaje a Roma después de aplastar al ejercito del Ponto en la batalla de Zela, en 47 a. C.: « Veni, vidi, vici» (“Lle­gué, vi y vencí”). Cuando en 49 a.C. Cesar cruzó con su ejercito el río Rubicón, desafiando las órdenes del Senado, parecía evidente que se haría con el poder absoluto. Los conspirado­res que le asesinaron en los idus de marzo del año 44 a.C. creían probablemente que estaban salvando la democracia.

En realidad, lo único que consiguieron fue que se desatase una larga guerra civil. Finalmente, Marco Antonio, antiguo cama­rada de Cesar, se alió con la ex amante de este, Cleopatra, y fue derrotado en la batalla de Actium en 31 a.C. El vencedor, Octavio, regresó a Roma, adoptó el nombre de Augusto (Augustus) e implantó de forma definitiva el gobierno personal, en el que el otrora altanero Senado se limitaba a dar el visto bueno a sus dictados. La corte imperial que creó Cesar Augusto perviviría cuatro siglos en Roma, y diez más después de su traslado a Constantinopla.

Muchas naciones antiguas -y también algunas modernas- experimentaron la mis­ma transición turbulenta de la democracia a la dictadura, o viceversa. En lo único que difirió Roma, en los anales de Occidente, fue en que los pueblos periféricos de su inmenso Imperio permanecieron inmunes a los tras­tornos internos de la urbe.

En las lejanas tierras de Oriente, los chi­nos levantaron un fabuloso imperio conti­nental durante los siglos previos a la era cristiana. Pero las tierras de Occidente, des­de los albores de la historia escrita, habían sido un mundo de ciudades estado, de pequeñas entidades políticas independientes. Aunque se saqueaban y pillaban unas a otras con cierta regularidad, no perseguían una amplia hegemonía. Hubo alianzas, no imperios, hasta que Alejandro Magno conquistó Asia occidental en el siglo IV a.C. El imperio de Alejandro fue un logro perso­nal sin precedentes, pero no sobrevivió a su fundador. Los romanos, por el contrario, demostraron ser unos magistrales construc­tores de imperios.

Los historiadores han debatido des­de tiempo inmemorial cómo llegó Roma a dominar el mundo occiden­tal. En el siglo II a.C., el autor griego Polibio dedicó a la cuestión cuarenta volúmenes, y dictaminó que Roma estaba movi­da por un afán compulsivo de dominar. Por su parte, los romanos aseveraban que el suyo era un imperio accidental, creado durante el proceso de defenderse ante sus invasores.

Cuando menos el inicio del Imperio romano se produjo de manera fortuita. Las incesantes escaramuzas contra los estados rivales ensancharon paulatinamente su territorio, y en el siglo III a.C. la mayor parte de Italia estaba ya bajo el yugo de Roma, una expansión que seguramente sorprendió tanto a los propios romanos como a las más afianzadas ciudades estado de la región mediterránea.

«Si uno pudiera plantarse en mitad del siglo IV antes de Cristo y preguntarse quien iba a conquistar el mundo, con toda seguri­dad no hubiera apostado por Roma -me comentó el profesor Wallace-Hadrill, histo­riador británico-. En aquel tiempo, las grandes potencias eran las celebres ciudades estado: Alejandría, Atenas, Siracusa, Carta­go. Todas ellas tenían una espléndida arma­da de la que Roma carecía. Pero los roma­nos, además de un ejercito, poseían una tenacidad fuera de lo común. Se enzarzaron en un sinfín de guerras fronterizas, que ganaban casi siempre. Y cuando se hubie­ron adueñado del mundo, resultaron ser más inteligentes que nadie para articular y mantener un imperio.»

Impulsada por las presiones políticas y las necesidades económicas -de grano, de escla­vos, de metales, de tejidos-, la expansión romana se aceleró de forma espectacular a partir del 260 a.C. Uno tras otro, los grandes estados del Mediterráneo sucumbieron ante la firme y constante embestida de las legio­nes romanas, con sus catapultas, sus torres de asalto y unos valientes y disciplinados soldados de infantería que avanzaban de forma inexorable.

En apenas doscientos años Roma extendió su dominio desde Siria hasta España, desde el sur de Francia hasta el Sahara. Mucho antes de que Augusto se convirtiera en el primer emperador romano, el Imperio estaba prácticamente asentado. Posterior­mente se anexionaran algunas provincias en los márgenes: Británia, Dacia (Rumania occidental), Armenia. Pero el autentico reto al que debían enfrentarse Augusto y sus sucesores no era formar un imperio, sino gobernarlo.

Y en el gobierno es precisamente donde los romanos mostraron sus mejores dotes. Aunque produjeron una poesía y una prosa magníficas e imperecederas, unas pinturas sublimes y unos mosaicos tan perfectos que todavía causan asombro, los romanos siem­pre experimentaron un sentimiento colecti­vo de inferioridad ante Grecia en materia de arte, literatura y ciencia. Pero gobernar era algo diferente, un arte en el que los romanos podían descollar.

En uno de los más sublimes pasajes de la Eneida, Virgilio, haciendo referencia a los griegos pero sin nombrarlos, puntualiza:

preciado

Fundiran otros [los griegos} en metal

imágenes de industria y labor rara;

otros esculpirán en mármol pario

mil vivos bultos de artificio vario;

tal en orar tendrá más elocuencia

y tal de cualquier cielo el movimiento

describirá por infalible ciencia

con radio, matematico instrumento;

tal pondrá en astros suma diligencia

y dirá de cada uno el nacimiento;

mas tu profesión, ínclito romano,

será en gobierno de hombres tener mano.

Tu oficio, mientras te tendrá la Tierra,

será poner pacíficos preceptos:

a soberbios bajar con cruda guerra

y perdonar a humildes y sujetos.

El derecho fue un elemento cru­cial en la unificación del dilatado mundo romano. Pero nunca constituyó un instrumento rígido, lo cual fue un factor clave para el éxito de Roma. Dentro de su amplio círculo de uniformidad, en el ámbito local la administración romana era flexible, tolerante y abierta.

Los romanos podían ser sumamente crue­les, capaces de clavar a alguien en una cruz sin pestañear. Pero preferían la colabora­ción a la crucifixión, porque resultaba más eficaz. Cuando Roma conquistaba una nue­va provincia, al general vencido y a su ejér­cito se les cargaba de cadenas, pero casi todos los demás salían ganando. A la elite local se le concedía cargos en la jerarquía romana. Los negocios se beneficiaban de las calzadas, los sistemas hidráulicos, las leyes mercantiles y los tribunales de Roma. Los soldados romanos custodiaban las ciudades contra piratas y salteadores. Y en un plazo relativamente corto, muchos residentes pro­vinciales eran nombrados ciudadanos de Roma con todas las obligaciones y derechos inherentes a esa condición.

El imperio de Alejandro Magno se hundió, en parte, porque trató a los habitantes de sus provincias como enemigos derrotados. Los romanos trataban a sus súbditos como romanos: no eran extraños, sino cola­boradores. Hispania, Britania, Arabia, Ger­mania y Egipto dieron autores, legisladores, maestros, médicos, ingenieros y soldados que contribuyeron al engrandecimiento y la gloria del Imperio. El Estado romano era un crisol multicultural.

Cualquier puesto de responsabilidad en el Imperio era accesible a un candidato mas­culino, independientemente de su origen. Un general norteafricano llamado Septimio Severo llegó a emperador de Roma, y permaneció dieciocho pacíficos años en el tro­no. Trajano, uno de los emperadores más insignes, nació en Hispania.

Roma ejecutó a Jesucristo y arrojó a los leones a los primeros cristianos. Pero, por lo general, los romanos hacían gala de una tolerancia ilimitada en materia religiosa. Tenían sus ritos tradicionales, complemen­tados, después de Augusto, por el culto a los divinos emperadores. Sin embargo, los sazo­naban intensamente con la especia ecléctica de las religiones foráneas. En Bath, Inglate­rra, visité el templo de una divinidad que era una amalgama de una diosa celta y de Minerva, la diosa romana de la sabiduría. En casi todos los destacamentos y puestos avanzados del ejercito había un templo de­dicado a Mitra, dios persa de la luz, uno de los más venerados entre los soldados roma­nos. Cuando se descubrió Pompeya hace un par de siglos, uno de los primeros edificios que se desenterraron fue un fastuoso templo de Isis, la diosa egipcia de la fertilidad. Así era el variopinto Imperio que heredó Cesar Augusto de sus predecesores republi­canos. El primer emperador romano fue también uno de los más preclaros. Roma había consagrado la mayor parte de los tres siglos anteriores a las conquistas militares. Augusto puso freno a la expansión imperial. Se concentró en las mejoras cívicas y en la construcción de calzadas, puentes, acueduc­tos o murallas y nuevos templos por doquier para recordar a los romanos que eran un pueblo con principios morales. La paz de Augusto promovió una edad de oro de la literatura latina, en la que Horacio, Virgilio, Ovidio y Tito Livio produjeron obras que todavía se leen en la actualidad .

Augusto aprovechó todos los recursos al alcance de un gobernante. Así, preocupado por el descenso de la natalidad, decretó una penalización del aborto e incentivos fiscales para las familias numerosas.

También embelleció su capital. Al morir, en el ano 14 d.C., dejó un mensaje al pueblo romano: «Nací en una ciudad de ladrillo -señalaba exactamente Augusto-, y os lego una ciudad de mármol».

De vez en cuando, en los siglos posterio­res, el Imperio fue gobernado por otros dig­natarios de la talla de Cesar Augusto, sobre todo los denominados «cinco emperadores buenos»: Nerva, Trajano, Adriano, Antoni­no Pío y Marco Aurelio, que reinaron en el apogeo del Imperio romano y lo mantuvie­ron unificado y en paz.

No obstante, a finales del siglo III, las fuerzas históricas que debían llevar a Roma a la ruina se vislumbraban ya en el hori­zonte cercano: la economía, los enemigos exteriores del Imperio y, en mi opinión, una especie de entropía moral.

El historiador Paul Kennedy acunó el ter­mino «sobredilatación imperial» para expli­car por qué se desmoronan las grandes potencias. Roma bien podría considerarse el paradigma. Defender las fronteras de su gigantesco Imperio y preservar la paz den­tro de las mismas exigía un presupuesto militar astronómico, difícil además de recor­tar porque los territorios provinciales se resistían a perder la protección y los beneficios económicos de­rivados de los destaca­mentos locales.

Entretanto, el arte de evadir impuestos alcanzó unas cotas tan altas entre las clases pudientes que había que sangrar a los ganaderos y a los agricul­tores, particularmente en Italia, para mantener el flujo de ingresos. Y dado que todo el Imperio era una zona de libre comer­cio, las provincias apren­dieron gradualmente a negociar entre sí, dando de lado a Roma y a sus intermediarios. Un impe­rio cuyos gastos iban en aumento devengaba a la capital unos divi­dendos cada vez más exiguos.

Con todos estos problemas minando sus entrañas, un gran proceso histórico se ini­ciaba fuera de las fronteras imperiales: las migraciones masivas desde Asia central hacia Europa. Al principio Roma desdeñó a los visigodos, los ostrogodos y los hunos, considerándolos un hatajo de bárbaros. En el siglo V, aquellos bárbaros derribaban sus muros. El huno Atila saqueó buena parte de Italia y la Galia. Según la leyenda, sus tropas estaban a un día de marcha de Roma cuando murió repentinamente en el trans­curso de una de sus frecuentes orgías «nup­ciales». También desempeñaron un papel destacado los vándalos, una tribu germana que invadió la península Ibérica y el norte de África en el siglo V, cortando así el sumi­nistro de grano a Italia.

La roma de la era republicana y del Alto Imperio seguramente hubie­ra podido presentar batalla. En el Bajo Imperio, sin embargo, los roma­nos fueron perdiendo su voluntad de acción. Los descendientes de un pueblo que había conquistado el mundo se reunían ahora en el foro reclamando «panem et circenses» (“pan y circo”).

Los emperadores les complacieron. Du­rante la República, el gobierno convocaba juegos gladiatorios de tres o cuatro semanas al año. En el siglo II, aquellos espectáculos sangrientos podían durar varios meses seguidos. Los juegos más notables del empe­rador Trajano, que se prolongaron 123 días sin interrupción, ofrecieron el triste espectáculo de 5.000 seres humanos y 11.000 ani­males muertos a sangre fría. Y la muche­dumbre pedía más. A tono con esta funesta fiebre de excesos, las calles se llenaron de imponentes y ame­nazadoras estatuas de mármol. La desco­munal estatua de Nerón en el foro tenía más o menos veinte veces el tamaño de un hom­bre, es decir, similar altura que un edificio de trece plantas.

Cuando se entregaban a tales excesos, los ciudadanos de Roma no hacían más que seguir a sus líderes. En el transcurso de los siglos, el trono imperial paso por algunas de las manos más viles de la historia, dentro de un proceso que se había iniciado al morir el primer emperador. De los diez sucesores inmediatos de Augusto, ocho perdieron la corona de forma violenta.

Calígula (37-41 d.C.) eliminó incluso a miembros de su familia, pero amaba tanto a los animales que nombró cónsul a su ca­ballo; más o menos como si el presidente Bill Clinton propusiera a su gato como miembro del ­Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Cómodo (177-192), hijo del eximio Marco Aurelio, tenía pretensiones de gla­diador. Pero tomó la precaución de que todos sus contrincantes fueran armados con unas espa­das elaboradas con plomo blando, de tal modo que los filos se doblaban cada vez que el emperador re­cibía un mandoble. No es de extrañar que acumula­se un nutrido record de victorias en la arena. Pero la fortuna le volvió la espalda una víspera de Año Nuevo, en que fue estrangulado por' un lu­chador reclutado por un grupo de conspiradores.

El sucesor de Acomodo, Pertinax (193), reinó 86 días justos antes de ser asesinado. Tras el suceso, el ejército subastó la púrpura imperial al mejor postor. La adquirió un tal Didio Juliano (193), que fue decapitado al cabo de dos meses.

Una relación de malos emperadores esta­ría incompleta sin el infame Nerón (54-68). Era un hombre endiabladamente perverso, aunque la erudición más reciente le ha absuelto de algunos cargos más conocidos que pesaban en su contra. Lo descubrí mientras paseaba por el Foro romano con Ida Sciortino, arqueóloga del Ministerio del Patrimonio Cultural. Al pasar junto al lugar donde se erigió su gigantesca estatua, hice una broma sobre Nerón.

«No debe creer a pies juntillas todo lo que se ha dicho sobre él -me advirtió-. Recuer­de que muchos de esos relatos fueron escri­tos por sus adversarios políticos.»

Según la leyenda, Nerón tañía la lira mientras ardía Roma en el ano 64 d.C. Pero Ida Sciortino afirma que el emperador paso los nueve días que duro el incendio redac­tando unas normas más severas para prevenir este tipo de catástrofes, y planeando una ciudad nueva. La reconstrucción comenzó veinticuatro horas después de que se extinguiesen los últimos rescoldos.

De todos modos, incluso Ida Sciortino admite que Nerón se había ganado a pulso su pésima reputación en otros aspectos. Para garantizar la asistencia de publico a sus deplorables recitales de lira, se dice que encerraba a los oyentes en el teatro, sin dejarles salir bajo ningún pretexto. Algunas mujeres dieron a luz en plena actuación mientras el emperador, impertérrito, pulsa­ba las cuerdas de su instrumento.

Moderado en su juventud, con el tiempo se convirtió en un asesino insaciable. Mató a diversos parientes, entre ellos a su hermano adoptivo, a su esposa encinta y a su astuta madre, Agripina, a quien finalmente ejecutó tras cinco intentos fallidos. Envió a innumerables mártires cristianos a una muerte atroz en la arena.

En un Imperio en el que a la vida huma­na se le otorgaba tan escaso valor, quizá no debería asombrarnos el rápido arraigo de un nuevo culto en torno a un hombre que había sido ajusticiado como un criminal en una provincia insignificante. Cuando Jesús de Nazaret y Poncio Pilatos, procurador ro­mana de Judea, se encontraron cara a cara en el templo de Jerusalén, todo el poder estaba en manos de Pilatos. Pero Jesús tenía el poder de una idea. Su mensaje de que cada vida era preciosa apelaba a una necesi­dad intrínseca del individuo que los cesares no podían satisfacer.

Favorecidos en gran medida por la facili­dad de movimientos y la tolerancia genera­lizada con las nuevas religiones dentro del Imperio, los primeros cristianos convirtie­ron poco a poco a la totalidad del mundo romano.

El historiador Eusebio relata la guerra civil del 312 d.C., en que dos dirigentes romanos, Constantino y Majencio, lucharon por el control del Imperio. Al alzar la mira­da hacia el cielo del mediodía, Constantino vió brillar sobre el sol una llameante cruz en la que aparecía grabada la frase «In hoc signovinces» (“Con este signa vencerás”) .

A1 salir victorioso de la contienda, Cons­tantino publicó su celebérrimo Edicto de Milán, que establecía la tolerancia religiosa. Mucho después, ya en su lecho de muerte, fue bautizado, convirtiéndose así en el primer emperador cristiano de Roma. Cons­tantino trasladó su trono a Oriente, a la nue­va y flameante capital de Constantinopla, la actual Estambul, en Turquía. En Roma continuarían residiendo los augustos de forma ocasional durante más o menos un siglo, más para entonces el poder había cambiado. Eran la Iglesia cristiana y su prelado roma­no, el papa, los que terminarían dominando el mundo occidental.

No obstante, aunque el Imperio romano quedase reducido a cenizas, sobrevivieron muchos vestigios de su espléndido legado: la lengua, el derecho, la literatura, la arquitec­tura y la ingeniería.

T.R. Reid. Art. Rev. National Geographic, núm. 1, oct. 1997. Pp. 2-43.