Textos UD 2. Grècia i Roma
Antiga Grècia
Y, sin embargo, este contraste entre la libertad griega y el despotismo asiático era en gran medida ilusorio. Como ha dicho Momigliano: «Para los griegos en general la libertad no estuvo nunca ligada al respeto de la libertad ajena». La imagen tópica de una «polis» habitada por ciudadanos libres que participaban colectivamente en el gobierno no es más que un espejismo que oculta el peso de la esclavitud, la marginación del campesino (enmascarada por una falsa contraposición entre la ciudad y el campo la subordinación de las mujeres (consideradas inferiores hasta el punto que Aristóteles, que estaba convencido de que tenían menos dientes que los hombres, les asignaba un papel meramente pasivo en la concepción como “incubadoras” del poder reproductor del varón), así como la división real entre ciudadanos ricos y pobres.
La “democracia” ateniense jamás pretendió ser igualitaria. Solón se había preocupado de «dejar como antes, todas las magistraturas en manos de los ricos», y no le dio al pueblo más poder que el mínimo estrictamente necesario. La “democracia” por la que los atenienses luchaban significaba poco más que el privilegio que permitía a un pequeño grupo de ciudadanos con plenos derechos políticos -tal vez 1a décima parte de la población del Ática- «deliberar en asamblea los asuntos de estado y elegir por sorteo los magistrados, con el de que cada uno tuviese, en su momento, una parte del poder» (el propio Heródoto era en Atenas un extranjero carente de tales derechos). Palabras como “libertad” y “democracia” no tenían para los griegos el mismo sentido que para nosotros.
Josep Fontana. Europa ante el espejo. Ed. Crítica, 1ª ed. 2013, Barcelona. ISBN: 978-84-08-11424-6. 206 pàgs. Pàg. 12.
ROMA
En l’escriptura i en la lectura no iniciaràs a altre abans de ser tu l’iniciat. Això passa molt més a la vida.
[Traducció de l’original: “ En la escritura y en la lectura no iniciarás a otro antes de ser tú el iniciado. Esto ocurre mucho más en la vida.” Marco Aurelio. Meditaciones. Ed. Gredos, Madrid 2010, ISBN: 978-84-249-0640-5. 252 p. P. 230.]
Per a l’alumnat
els col·legues
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i Barcelona
Per als veritables creadors
d’aquesta vella i bella parla
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comuna de països, d’estats i encara sense Estat
i per a tothom que s’estima estimant-la:
llibertat!
Extraordinària l'obra filosòfica d'aquest autor.
LOS ORÍGENES DE ATENAS
El comercio marítimo propició el auge de Atenas, la cuna del pensamiento occidental y la polis más dinámica del antiguo mundo griego.
JUAN CARLOS LOSADA, DOCTOR EN HISTORIA
De todas las polis griegas clásicas, Atenas fue la más destacada. Allí aparecieron los principales pensadores, filósofos y autores que darían origen a nuestra cultura. Aunque los atenienses no solo cambiaron la historia con palabras: también se convirtieron en un factor decisivo para Occidente mediante la guerra, con su decisiva contribución a la hora de detener el avance de los persas. Sin embargo, la evolución de la ciudad hasta convertirse en una potencia económica, cultural y militar de primer orden no fue un proceso rápido ni sencillo.
Una creciente economía
En la Grecia arcaica, la orografía montañosa de la región, junto con lo complicado de las comunicaciones, determinó que los diversos núcleos de población helena permaneciesen aislados entre sí. Este aislamiento les llevó a constituirse posteriormente como ciudades-estado independientes, si bien compartían muchos elementos culturales.
Aunque se desconoce el origen de los aqueos, que ya habitaban en el Peloponeso hacia el siglo xtv a. C., los registros arqueológicos demuestran que Atenas fue una de sus poblaciones importantes un siglo más tarde. De hecho, dominaron la región durante algún tiempo, hasta la llegada de los dorios. Éstos, procedentes de Epiro y Macedonia, migraron paulatinamente hacia el sur y terminaron por desplazar a los aqueos de la zona. La ocupación doria de Atenas no fue intensiva a causa de la pobreza de sus tierras, pero continuó siendo un núcleo habitado por la importancia defensiva de su Acrópolis, su situación central en la península helénica y su proximidad al mar.
Tras una época oscura, entre los siglos IX y VIII a. C. Atenas alcanza el auge económico y somete poco a poco a las poblaciones de la zona, la península del Ática (de 2.400 km2). Los terrenos no eran aptos para el cultivo del trigo, pero sí para el de la vid y, sobre todo, el olivo. Los atenienses exportaron con éxito su preciado aceite, que intercambiaban por cereal. El incremento vertiginoso de la actividad comercial conllevó la fabricación masiva de cerámica, de gran calidad, que se conocería por todo el Egeo. Algunas fuentes escritas refieren que la ciudad se convirtió también en un importante centro metalúrgico, aunque apenas se han hallado restos de metales que lo confirmen.
Pero a comienzos del siglo VII a. C. otro factor revolucionó por completo el comercio y la economía: en Lidia, un reino costero de Anatolia, se acuñaron las primeras monedas. Esto impulsó de forma significativa el intercambio de mercancías en el Mediterráneo. Atenas enseguida se adaptó a la utilización del dinero, y supo sacar partido a aquel nuevo concepto explotando sus minas de plata en el monte Laurión. En menos de cien años, la polis se convirtió en un polo de atracción para el resto de la población griega. Su pujanza hizo innecesaria la fundación de colonias en las costas mediterráneas, algo a lo que sí recurrieron muchas otras polis, acuciadas por la escasez de recursos y por el exceso demográfico.
Cómo eludir las revueltas
Estos cambios propiciaron la aparición de una potente clase comercial y naviera, que basaba su éxito en la abundante mano de obra. Pero la masiva afluencia de trabajadores y las duras condiciones que se les imponían no tardaron en dar pie a revueltas, que obligaron a las clases más poderosas a suavizar su actuación. Así, desde el siglo vttt a. C., Atenas evolucionó políticamente desde la monarquía a una aristocracia de terratenientes (y en parte de mercaderes), pero ya en el siglo siguiente se instauró un nuevo sistema, basado en leyes que limitaban el poder de la elite y permitían ejercer ciertos derechos a parte de los atenienses.
El primer paso hacia la democratización lo dio Dracón, que hacia 621 a. C. redactó el primer código legal de la ciudad (hasta ese momento, las leyes se transmitían oralmente). Ponerlas por escrito, aunque fuesen leyes con castigos muy duros (de lo que procede el adjetivo draconiano), permitió darlas a conocer a la población. De este modo se acababa con la arbitrariedad con que la aristocracia las interpretaba. Sin embargo, el código de Dracón no supuso la paz social, ya que la nueva clase pujante -pero también artesanos, pequeños mercaderes y campesinos con propiedades menores- ansiaba su parcela de poder político, hasta ese momento monopolizado por la aristocracia.
En este clima caldeado surgió Solón, que hizo de mediador entre ambas partes. En 594 a. C. inició una reforma legal que, entre otras cosas, suprimió la esclavitud por deuda y eliminó o suavizó el débito de los campesinos pobres. Se ponía fin a la esclavitud entre los ciudadanos de Atenas, limitándola a los extranjeros sin derechos. Solón dividió en cuatro grupos a los ciudadanos, según su riqueza. Así, todos los atenienses tenían derechos políticos y obligaciones militares de acuerdo con su nivel de renta. En el ámbito económico, la reforma legal estimuló el aprendizaje de oficios, las roturaciones de tierras y el empleo de pozos. También se prohibió el gasto suntuario excesivo en sacrificios, funerales y sepulcros. Asimismo, a los extranjeros que se instalasen con sus negocios en Atenas se les permitiría que solicitaran la ciudadanía. Con todas estas reformas se logró un pacto político que amplió la base social de la polis, reduciendo el riesgo de una guerra civil. La clasificación de los atenienses por criterios de cuna pasó a otra basada en su nivel económico, pero los ciudadanos más pobres también podían votar.
Pese a todo, las reformas de Solón tampoco trajeron la paz. La nueva clase pujante (grandes comerciantes y armadores, sobre todo) ansiaba más poder, y ello acabó desembocando en la aparición de tiranías. Uno de estos tiranos, Pisístrato, tomó el gobierno mediante un golpe de Estado en 561 a. C. Su gobierno fue benevolente, y supo ganarse el favor del pueblo con grandes fiestas y la construcción de templos y obras públicas. También estimuló las artes y los mitos religiosos, lo que elevó el orgullo ateniense. Su política populista incrementó la grandeza de Atenas como potencia económica y como polo de atracción en el Egeo, y la flota ateniense alcanzó su máximo esplendor. Los hijos de Pisístrato, Hipias e Hiparco, le sucedieron en 527 a. C., pero no supieron actuar con la sutileza de su padre. No tardaron en caer en desgracia.
Fueron derrocados por la aristocracia con la ayuda de Esparta.
Clístenes, en 508 a. C., culminó las reformas democráticas que, aunque con vaivenes, rigieron la vida de Atenas hasta la llegada de los romanos. Si Solón había impuesto los conceptos económicos sobre los de cuna, ahora se introducía la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Para-buscar una mayor cohesión. Clístenes redistribuyó la población del Ática rndiez tribus, asegurándose que en cada una se mezclasen diferentes sectores sociales y políticos. Sus reformas incluyeron el sorteo de los cargos entre buena parte de los ciudadanos, así como la rotación de los mismos. Estos políticos debían rendir cuentas del trabajo realizado, y se les remuneraba con dinero procedente de las arcas públicas. Además, los castigos se suavizaron (apareció el ostracismo, un destierro temporal).
En el fondo, el paquete de reformas, que supuso una disminución de las diferencias sociales, fue posible porque los más ricos no opusieron resistencia. Se percataron de que, cediendo ciertos privilegios, evitarían perderlo todo en un estallido social. Pero persistieron las tensiones entre los aristócratas, cuya fuente de riqueza estaba en la tierra, y los mercaderes, cuya prosperidad venía por mar. La política de Clístenes anticipó muchos conceptos de nuestros sistemas políticos actuales, aunque distaba mucho de lo que hoy entendemos por democracia. En su sistema legal, por ejemplo, no tenían derechos las mujeres, ni los extranjeros ni los esclavos. A finales del siglo vi a. C., la población ateniense rondaba las trescientas mil personas, pero solo un 15% de ellas tenía la categoría de ciudadano (y con ella, la capacidad de actuar políticamente). Era la polis con más habitantes de Grecia, seguida de lejos por Corinto (con unos cien mil), pero su concepto de igualdad era muy limitado. En todo caso, el sistema democrático ateniense fue el más avanzado de la Antigüedad.
La ciudad más cosmopolita
En el siglo vi a. C., el dinamismo económico y político de Atenas fue atrayendo a los mejores artesanos y a los comerciantes más activos, pero también a destacados sabios y artistas. Así, la polis se convirtió en un importante punto de encuentro cultural, un lugar abierto a la mezcla de ideas y conceptos, procedentes tanto de Oriente como de Occidente. La urbe despuntó como la ciudad con mayor capacidad de integración y asimilación de lo nuevo. Por ello, y a pesar de que la religiosidad y el cultivo de los mitos la cohesionaron en torno a una orgullosa identidad de polis, el pensamiento crítico y racional también se abrió paso con fuerza. El comercio, la navegación y la artesanía ponían a Atenas en contacto con nuevas y lejanas fronteras, que aportaban nuevos conocimientos y materias de estudio a sus habitantes.
Los años de la tiranía de Pisístrato no fueron un freno a este proceso, sino todo lo contrario. El tirano fue un exponente positivo de la nueva burguesía mercantil. Tenía una mentalidad abierta y tolerante, con lo que consiguió que su autoridad no fuera cuestionada. Su estímulo a las obras públicas y al mecenazgo artístico, junto con la estabilidad política que impuso, permitió progresar a la ciudad.
La constitución de la urbe como potencia económica y comercial, así como su dominio del Egeo y la progresiva democratización de la vida política, creó una mentalidad cosmopolita y emprendedora. Las reformas habían expresado una fe ciega en la capacidad política del ciudadano. Se asumía que los atenienses sabían ejercer sus derechos y eran conscientes de sus deberes. A través de la discusión con los demás en la Asamblea, los ciudadanos eran capaces de afrontar juntos los problemas de la polis. Y también se cimentó la idea, como nunca antes en otras sociedades, de que el ejercicio de derechos y libertades era fundamental para lograr la paz social. De hecho, esta paz era a su vez la expresión de un orden justo y beneficioso, tanto para el individuo como para la colectividad.
A llegar el siglo v a. C., el de Pericles, la urbe alcanzó su esplendor. Las guerras médicas cimentaron aún más el orgullo y la identidad atenienses. Pero su decadencia llegó a finales de aquel mismo siglo, a raíz de los devastadores enfrentamientos civiles del Peloponeso contra Esparta. Con todo, el legado que la ciudad iba a dejar a la posteridad sería eterno, y mucho más variado, profundo y rico que el de ninguna otra polis griega.
(HISTORIA Y VIDA núm. 517, abril 2011, págs. 32-35.)
15 DE MARÇ DE 44 AC
El més assenyat que pot fer un home llest i no gaire valent quan topa amb un de més fort que ell és esquivar-lo i, sense avergonyir-se'n, esperar un canvi, fins que el camí torni a quedar lliure. Marc Tul·li Ciceró, el primer humanista de l'imperi romà, el mestre de l'oratòria, defensor de la justícia, va treballar durant tres dècades per servir la llei heretada dels seus avantpassats i per conservar la república. Els seus discursos han quedat gravats en els annals de la història; la seva obra literària, en els carreus de la llengua llatina. Va combatre l'anarquia en la persona de Catilina; la corrupció, en la de Verres, i l'amenaça de la dictadura, en els generals victoriosos. l el seu llibre De republica va considerar-se a la seva època el codi ètic de l'Estat ideal. Però ara n'arriba un de més fort. Amb les seves legions gal·les, Juli Cèsar, que inicialment Ciceró ha promogut per la seva fama i veterania, es converteix de la nit al dia en l'amo i senyor d'Itàlia. Com a cap absolut del poder militar, només ha d'allargar la mà per agafar la corona imperial que Antoni li ha ofert davant del poble congregat. És inútil que Ciceró s'enfronti al poder absolut de Cèsar en el moment que infringeix la llei quan travessa el Rubicó. És inútil que intenti mobilitzar els últims defensors de la llibertat contra el tirà. Com sempre, les cohorts demostren que són més poderoses que les paraules. Cèsar, home d'esperit i d'acció al mateix temps, ha aconseguit un triomf absolut. l si hagués estat venjatiu com la majoria de dictadors, després de la seva victòria clamorosa, hauria pogut eliminar sense contemplacions aquest obstinat defensor de la llei o, si més no, desterrar-lo. Malgrat això, més que tots els triomfs militars, allò que honra Juli Cèsar és la seva magnanimitat després de la victòria. Sense ànim d'humiliar-lo, regala la vida a Ciceró, el seu contrincant, ara abatut, i únicament li insinua que abandoni l'escena política, que ara li pertany a ell i en la qual a qualsevol altre només li correspon el paper de figurant mut i obedient.
Res no pot fer més feliç un home d'esperit que l'exclusió de la vida pública i política. Treu el pensador, l'artista, de l'òrbita indigna que només es pot dominar amb brutalitat o amb hipocresia, i el fa tornar a la seva òrbita natural, íntima, intangible i indestructible. Per a un home (l'esperit, tota forma d'exili suposa un estímul per al recolliment interior, i a Ciceró aquest beneït infortuni li sobrevé en el millor moment, el més oportú. El gran dialèctic s'acosta a poc a poc a la vellesa després d'una vida que, amb sobresalts i tensions continus, li ha deixat poc temps per a la reflexió creadora. Sí que n'ha viscut, de coses, i molt contradictòries, el sexagenari en el breu espai de la seva vida! Avançant i obrint-se pas amb perseverança, agilitat i superioritat espiritual, aquest homo novus ha aconseguit un per un tots els càrrecs públics i els honors que fins ara eren prohibits per a un insignificant home de províncies i que es reservaven amb gelosia a la camarilla de la noblesa hereditària. Ha conegut els favors públics en el seu grau més alt i en el més baix. Després de la derrota de Catilina ha pujat triomfalment els esglaons del Capitoli, ha estat coronat pel poble i honrat pel senat amb el gloriós títol de pater patriae, pare de la pàtria. I, d'altra banda, de la nit al dia ha hagut de fugir a l'exili, condemnat per aquest mateix senat i abandonat per aquest mateix poble. No hi ha hagut cap càrrec en el qual no hagi exceHit, cap rang que no hagi assolit gràcies al seu caràcter infatigable. S'ha encarregat de dirigir processos en el fòrum. Com a soldat, ha comandat legions al camp de batalla. Com a cònsol, ha administrat la república i, com a procònsol, províncies senceres. Milions de sestercis han passat per les seves mans i s'han convertit en deutes. Ha posseït la casa més bonica del Palatí i l'ha vista en runes, cremada i devastada pels seus enemics. Ha escrit tractats memorables i ha fet discursos que s'han convertit en clàssics. Ha engendrat fills i els ha perdut. Ha estat valent i feble, estricte i de nou esclau de l'elogi, molt admirat i molt odiat. Un caràcter inconstant, ple de fragilitat i d'esplendor. En resum, la personalitat més atractiva i més provocadora de la seva època, perquè uneix de manera indissoluble aquests quaranta anys plens d'esdeveniments que van de Maurici fins a Cèsar. Ciceró va viure i va patir com ningú més la història de l'època, la història universal. Només per a una cosa, per a la més important, no va tenir mai temps: per donar una ullada a la seva pròpia vida. En la seva ambició desbordada, aquest home incansable no va trobar mai temps per reflexionar tranquil·lament i recopilar el seu saber, el seu pensament.
Però ara, gràcies al cop d'estat de Cèsar que l'ha exclòs de la res publica, dels assumptes d'Estat, per fi té l'oportunitat de cultivar de manera productiva la res privata, els assumptes particulars, la cosa més important del món. Resignat, Ciceró deixa el fòrum, el senat i l'imperi a la dictadura de Juli Cèsar. Una repugnància per tot allò públic comença a envair-lo. Que d'altres defensin els drets del poble, al qualles lluites de gladiadors i els jocs importen més que la llibertat. Ara l'únic que vol és buscar i trobar la pròpia llibertat interior i donar-li forma. Així doncs, Marc Tul·li Ciceró, per primera vegada en els seus seixanta anys de vida, mira dins seu amb calma, reflexionant, per demostrar al món allò per què ha obrat i ha viscut.
Com a artista nat que és, que del món dels llibres va anar a parar al fràgil món de la política només per equivocació, Marc Tul·li Ciceró intenta ordenar la seva vida serenament, d'acord amb la seva edat i amb les seves inclinacions més íntimes. Deixa Roma, la sorollosa metròpoli, i es retira a Túsculum, l'actual Frascati, i així s'envolta d'un dels paisatges més bells d'Itàlia. Els turons inunden la plana en onades suaus, cobertes de boscos espessos, i la música argentada de les fonts ressona en el silenci d'aquest paratge allunyat. Per fi, després de tots els anys passats al mercat, al fòrum, a la tenda de campanya al front o de viatge, a aquest pensador i creador se li ha obert l'ànima de bat a bat. La ciutat, atraient i aclaparadora, queda lluny, com un simple fum a l'horitzó, i, això no obstant, és prou a prop perquè els amics hi vagin amb freqüència a mantenir converses intel·lectualment estimulants. Àtic, l'amic íntim i de confiança, el jove Brut o el jove Cassi i una vegada fins i tot - un hoste perillós! - el dictador mateix, el gran Juli Cèsar. Però si els amics de Roma fallen, sempre queden els magnífics companys, que no deceben mai, a punt tant per a la conversa com per al silenci: els llibres. A la seva casa de camp, Marc Tul·li Ciceró es construeix una meravellosa biblioteca, un pou de saviesa veritablement inesgotable. Les obres dels savis grecs s'arrengleren al costat de les cròniques romanes i dels compendis de lleis. Amb amics com aquests, provinents de tots els temps i de totes les llengües, no hi haurà cap més vespre solitari. El matí el dedica a treballar. Un esclau instruït s'espera, obedient, per al dictat. A l'hora dels àpats, la seva estimada filla Túl·lia li fa més curtes les hores. l l'educació del fill dóna varietat i nous estímuls als dies. I, a més a més, darrera saviesa, el sexagenari comet la més tendra bogeria de la vellesa: es casa amb una dona jove, més jove que la seva filla, per gaudir com a artista de la bellesa de la vida, no només en el marbre o en els versos sinó també en la seva forma més sensual i captivadora.
Sembla, doncs, que a seixanta anys, Marc Tul·li Ciceró ha tornat per fi a si mateix: filòsof més que no pas demagog, escriptor i no mestre de retòrica, amo del seu temps lliure més que sol·lícit servidor del favor popular. En comptes de perorar davant de jutges venals als mercats, prefereix plasmar l'essència de l'art de l'oratòria en el seu De oratore, un model per a tots els seus imitadors, i alhora intenta instruirse a si mateix en el seu tractat De senectute (Cato maior de senectute) sobre el fet que un home realment savi ha d'aprendre que la veritable dignitat de la vellesa i de la vida és la resignació. Les cartes més boniques i harmonioses són d'aquesta època de recolliment interior. I fins i tot quan l'abat la més pertorbadora de les desgràcies, la mort de la seva estimada filla Túl·lia, el seu art l'ajuda a assolir la dignitat filosòfica: escriu les Consolationes, que encara avui, al cap dels segles, consolen milers de persones amb el mateix destí. La posteritat ha d'agrair a l'exili que de l'orador sol·lícit d'abans sorgís el gran escriptor. En aquest tres anys de tranquil·litat fa més per a la seva obra i per a la seva fama pòstuma que en els trenta anys anteriors, malgastats en la res publica.
Ciutadà de l'eterna república de l'esperit més que no pas de la república de Roma, castrada per la dictadura de Cèsar, la seva vida ja sembla la d'un filòsof. Per fi, el professor de la justícia terrenal ha après l'amarg secret que qualsevol home dedicat als afers públics al capdavall acaba sabent: que a la llarga no es pot defensar la llibertat de les masses sinó només la pròpia, la llibertat interior.
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Així doncs, Marc Tul·li Ciceró, cosmopolita, humanista i filòsof, passa un estiu feliç, una tardor creativa i un hivern italià, apartat -i ell creu que per sempre- de l'engranatge polític de l'època. Gairebé no para atenció a les notícies i a les cartes que diàriament arriben de Roma, indiferent a un joc que ja no necessita la seva participació. Simple ciutadà de la república invisible de les idees i no de la corrompuda i vexada, que se sotmet al terror sense oposar resistència, ja sembla estar curat del vanitós desig de reconeixement públic dels literats quan, de cop i volta, un migdia de març, un missatger, cobert de pols i panteixant, irromp a casa seva. Tot just li queden forces per comunicar-li la notícia que Juli Cèsar, el dictador, ha estat assassinat al fòrum de Roma. Després cau a terra.
Ciceró empal·lideix. Tan sols fa unes quantes setmanes va estar assegut a la mateixa taula del magnànim vencedor i, tot i l'antagonisme que sentia contra aquell home superior i perillós, tot i la desconfiança amb què contemplava els seus èxits militars, íntimament i en secret honrava l'esperit sobirà, el geni organitzador i la humanitat d’aquell enemic únic i respectable. Però, malgrat la repulsió que sent envers el vulgar argument de l'assassinat comès pel poble, aquest home, Juli Cèsar, amb tots els seus mèrits i les seves gestes, ¿no ha comès el tipus d'homicidi més detestable, el parricidium patriae, l'assassinat de la . pàtria? ¿No va ser precisament el seu geni el perill més gran per a la llibertat de Roma? Tot i que la mort d'aquest home és lamentable des del punt de vista humà, afavoreix el triomf de la causa més sagrada, perquè, ara que Cèsar és mort, la república pot ressorgir: gràcies a aquesta mort, pot triomfar la idea més sublim, la de la llibertat.
Ciceró es recupera del primer ensurt. Ell no desitjava aquest acte de traïdoria, potser ni tan sols ha gosat desitjar-lo en els seus somnis més íntims. Brut i Cassi no li han explicat la conspiració, tot i que Brut, mentre arrenca el punyal sangonós del pit de Cèsar, ha cridat el nom de Ciceró, i d'aquesta manera ha posat com a testimoni del seu crim el mestre de la idea republicana. Però ara que el crim ha estat consumat de forma irrevocable, com a mínim cal aprofitar-lo a favor de la república. Ciceró s'adona que el camí cap a l'antiga llibertat romana passa per damunt d'aquest cadàver imperial, i que té el deure de mostrar als altres aquest camí. No es pot deixar passar un moment únic com aquest. Aquest mateix dia, Marc Tul·li Ciceró deixa els llibres, els escrits i el sagrat otium de l'artista, la contemplació. Amb el cor bategant fort, corre cap a Roma per salvar la república, la vertadera herència de Cèsar, tant dels seus assassins com dels seus venjadors.
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A Roma, Ciceró troba una ciutat confusa, perplexa i desorientada. Des del mateix moment en què s'ha produït, l'assassinat de Juli Cèsar ha resultat ser més gran que els seus autors. El grup heterogeni dels conspiradors no ha sabut fer res més que assassinar, eliminar aquest home superior a tots ells. Però ara que toca treure profit d’aquesta acció, es troben desemparats i sense saber què fer. Els senadors dubten de si han d'aprovar o han de condemnar l'assassinat. El poble, que des de fa temps està acostumat a una manipulació brutal, no s'atreveix a opinar. Antoni i els altres amics de Cèsar tenen por dels conspiradors i temen per la seva vida. Els conspiradors, per la seva banda, tenen por dels amics de Cèsar i de la seva venjança.
Enmig de la confusió general, Ciceró és l'únic que demostra determinació. En altres ocasions vacil·lant i temorós, com tots els homes d'esperit i nervi, ara, sense pensar-s'ho, respon del crim en què no ha participat. Amb el cap alt, trepitja les rajoles encara humides per la sang de l'home assassinat i, davant del senat reunit, exalça la supressió del dictador com una victòria de la idea republicana. «Oh, poble meu, has recuperat la llibertat!», exclama. «Vosaltres, Brut i Cassi, heu acomplert aquesta gran gesta, no només per Roma, sinó pel món sencer.» Però alhora exigeix que a aquest acte en si mateix ja tan terrible, se li doni el sentit més elevat. Els conspiradors han de fer seu enèrgicament el poder, que ha quedat desert després de la mort de Cèsar, i utilitzar-lo, sense perdre temps, per salvar la república i per restablir la vella constitució romana. Antoni s'ha d'encarregar del consolat, i a Brut i Cassi se'ls ha de transmetre el poder executiu. Per primera vegada, aquest home de lleis ha d'infringir, per un breu instant en la història universal, la rígida llei, i ha d'imposar per sempre més la dictadura de la llibertat.
Però en aquest moment es fa palesa la debilitat dels conspiradors. Només han estat capaços d'ordir una conspiració, de cometre un assassinat. Només han tingut força per enfonsar el punyal cinc polzades dins del cos d'un home indefens i amb això ha acabat la determinació. En comptes de quedar-se amb el poder i utilitzar-lo per restablir la república, s'escarrassen per aconseguir una amnistia barata i negocien amb Antoni. Permeten que els amics de Cèsar es reuneixin i d'aquesta manera perden un temps molt valuós. Ciceró, amb la seva clarividència, intueix el perill. S'adona que Antoni prepara un contracop, que liquidarà no només els conspiradors, sinó també les idees republicanes. Adverteix, s'exalta, s'agita i fa discursos per obligar els conspiradors, per obligar el poble a actuar amb decisió. Però - error històric!- ell mateix no ho fa. Té tots els recursos a les mans. El senat està disposat a recolzar-lo i, en el fons, el poble només espera que algú prengui amb coratge i decisió les regnes que s'han escapat de les fortes mans de Cèsar. Ningú no s'hi oposaria, tothom respiraria alleujat si ara Ciceró fes seu el govern i posés ordre en el caos.
Aquest moment històric, aquest moment universal que Marc Tul·li Ciceró espera ferventment des de les seves catilinàries, ha arribat per fi amb aquest idus de març. l si hagués sabut aprofitar-lo, la història que tots nosaltres hauríem après a l'escola hauria estat ben diferent. El nom de Ciceró no hauria passat als annals de Livi i de Plutarc com el d'un simple escriptor notable, sinó com el del salvador de la república, com el del veritable geni de la llibertat romana. Seva seria la glòria immortal d'haver tingut a les mans el poder d'un dictador i d'haver-lo tornat voluntàriament al poble.
Però en la història es repeteix contínuament la tragèdia de l'home d'esperit que, afeixugat per la responsabilitat interior, en el moment decisiu rares vegades es converteix en un home d'acció. Una vegada més es renova l~ mateixa escissió en l'home d'esperit, en l'home creatiu: com que s'adona de les estupideses de la seva època, es veu obligat a intervenir, i en un moment d'entusiasme es llança apassionadament a la lluita política, però al mateix temps també vacil·la a respondre a la violència amb més violència. La seva consciència recula davant la idea de sembrar el terror i de vessar sang, i aquests dubtes i consideracions, precisament en l'únic moment que no només permet la falta d'escrúpols sinó que fins i tot l'exigeix, paralitzen les seves forces. Després del primer brot d'entusiasme, Ciceró contempla la situació amb una clarividència perillosa. Observa els conspiradors, que tot just ahir lloava com a herois, i s'adona que no són sinó homes febles que fugen de les ombres del seu crim. Observa el poble i s'adona que ja fa temps que no és el vell populus romanus, aquell poble heroic que ell havia somniat, sinó una plebs degenerada que només pensa en els seus interessos i en la diversió, en menjar i en el joc, panem et circenses, que un dia aclama Brut i Cassi, els assassins, el següent Antoni, que crida venjança contra ells, i el tercer Dolabel·la, que fa destruir tots els retrats de Cèsar. S'adona que, en aquesta ciutat decadent, ningú ja no serveix de manera honrada la idea de la llibertat. Tothom vol el poder o el seu benestar. Ha estat en va desfer-se de Cèsar, perquè tots lluiten només per la seva herència, pels seus diners, per les seves legions, només aspiren al seu poder. Tan sols busquen el profit i els guanys per a ells mateixos, no per a l'única causa sagrada, la causa de Roma.
En aquestes dues setmanes, després de l'entusiasme precipitat, Ciceró està cada vegada més cansat i es torna més escèptic. Ningú a part d'ell no es preocupa de restablir la república. El sentiment nacional s'ha esvaït i l'interès per la llibertat s'ha perdut completament. Al final sent repugnància per aquest tèrbol enrenou. Ja no es pot enganyar més quant a la impotència de les seves paraules. En vista del fracàs, ha d'acceptar que el seu paper conciliador s'ha acabat, que ha estat massa dèbil o massa covard per salvar la seva pàtria de l'amenaça de la guerra civil. Així doncs, l'abandona al seu destí. A principis d'abril se'n va de Roma, per tornar - de nou decebut, de nou vençut- als seus llibres, a la vil·la solitària de Pozzuoli, al golf de Nàpols.
Per segona vegada, Marc Tul·li Ciceró s'aïlla del món i es refugia en la seva soledat. S'adona definitivament que, en una esfera en què el poder equival a justícia i en què es fomenta més la manca d'escrúpols que la saviesa i l'esperit conciliador, ell, com a savi, com a humanista, com a defensor de la justícia, des de bon principi ha estat en un lloc que no li corresponia. Ha hagut de constatar commogut que, en aquesta època efeminada, la república ideal que havia somniat per a la seva pàtria, el ressorgiment dels vells costums romans, ja no és possible. Però, com que ell mateix no ha pogut acomplir la gesta salvadora en la realitat, aquesta matèria rebel, almenys vol salvar el seu somni per a una posteritat més sàvia. Els esforços i els coneixements de seixanta anys de vida no es poden perdre completament sense tenir cap efecte. Així, aquest home humiliat recorda quina és la seva veritable força i en aquests dies solitaris escriu l'última obra, la més gran, com a llegat per a altres generacions, De officiis, l'ensenyament dels deures que l'home independent, l'home moral, ha de complir envers ell mateix i envers l'Estat. La tardor de l'any 44 a C, també la tardor de la seva vida, Marc Tul·li Ciceró escriu a Pozzuoli el seu testament polític i moral.
Que aquest tractat sobre la relació de l'individu amb l'Estat és un testament, l'última paraula d'un home que ha dimitit i que ha renunciat a totes les passions públiques, ho demostra l’al·locució inicial. De officiis està adreçat al seu fill. Ciceró li confessa amb tota sinceritat que no s'ha retirat de la vida pública per indiferència, sinó perquè, com a esperit lliure, com a republicà romà, considera que servir una dictadura està per sota de la seva dignitat i del seu honor. «Mentre l'Estat encara era governat per homes que ell mateix havia escollit, jo vaig dedicar les meves forces i les meves idees a la res publica. Però des que tot va anar a parar a la dominatio unius, al domini d'un sol home, no va quedar espai per al servei públic o per exercir l'autoritat.» Des que es va abolir el senat i es van tancar els tribunals, ¿què pot fer-hi, al senat o al fòrum, sense perdre el respecte envers si mateix? Fins ara, l'activitat pública i política ja li ha robat prou temps. “Scribendi otium non erat”, al qui escrivia no li quedava temps lliure. l ell no va poder formular mai de manera completa la seva visió del món. Però ara que està obligat a romandre inactiu, vol aprofitar-ho almenys en el sentit de les grans paraules d'Escipió, que va dir d'ell mateix que «mai no va estar tan actiu com quan no tenia res per fer, i que mai no es va sentir menys sol com quan estava sol amb si mateix».
Aquestes idees sobre la relació de l'individu amb l’Estat, que Marc Tul·li Ciceró exposa al seu fill, no són gens noves ni originals. Uneix el que ha llegit amb allò generalment acceptat: a seixanta anys, un orador no es converteix de cop i volta en un escriptor ni un compilador en un creador original. Però aquesta vegada les opinions de Ciceró inclouen un matís de tristesa i d'amargura que els dóna una nova càrrega emocional. Enmig de sagnants guerres civils i en una època en què les hordes de pretorians i els canalles dels partits lluiten pel poder, un esperit veritablement humà torna a somniar -com sempre fan els homes solitaris en moments com aquests- l'eterna utopia de la pacificació del món mitjançant el coneixement dels costums i la conciliació. La justícia i la llei han de ser els pilars fonamentals de l'Estat. Són els homes realment honrats i no els demagogs, els que han d'assolir el poder i, al mateix temps, la justícia dins de l'Estat. Ningú no pot imposar al poble la seva voluntat i els interessos personals, i s'ha de negar l'obediència a aquests homes ambiciosos que arrabassen el poder al poble, «hoc omne genus pestiferum acque impium». Exasperat, Ciceró, un independent irreductible, rebutja col·laborar amb un dictador i estar al seu servei. «Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est.»
La tirania viola qualsevol dret, argumenta Ciceró. En una col·lectivitat, només es pot crear una veritable harmonia si l'individu, en comptes d'intentar beneficiar-se del seu càrrec públic, anteposa els interessos de la comunitat als privats. Només si no es malgasta la riquesa en luxes i en despeses excessives, sinó que s'administra i es transforma en cultura espiritual i artística, només si l'aristocràcia renuncia a la seva supèrbia i el poble, en comptes de deixar-se subornar per demagogs i de vendre l'Estat a un partit, exigeix els seus drets naturals, es podrà salvar la república. Ciceró, un encomiasta del centre, com tots els humanistes, demana la conciliació de les forces oposades. Roma no necessita ni un Sul·la, ni un Cèsar, ni els Grac. La dictadura és perillosa, com també ho és la revolució.
Moltes de les coses que diu Ciceró ja apareixien en la idea d'Estat de Plató i les reprendran Jean-Jacques Rousseau i tots els idealistes utòpics. Però el que fa que aquest testament sobresurti de manera sorprenent en la seva època és el nou sentiment que mig segle abans del cristianisme s'expressa aquí per primer cop: l'humanitarisme. En una època en què es cometen les atrocitats més brutals, en què fins i tot Cèsar, quan conquereix una ciutat, fa tallar les mans a dos mil presoners, en què les tortures i les lluites de gladiadors, les crucifixions i les execucions són esdeveniments quotidians i naturals, Ciceró és el primer i l'únic que protesta contra qualsevol abús de poder. Condemna la guerra com a mètode dels beluarum, de les bèsties, condemna el militarisme i l'imperialisme del seu propi poble, l'explotació de les províncies, i demana que l'annexió d'altres terres a l'imperi romà només es dugui a terme per mitjà de la cultura i de la tradició, mai amb l'espasa. Critica el saqueig de les ciutats i - petició absurda en la Roma d'aquell temps- demana clemència per als ciutadans que estan més desemparats davant la llei, per als esclaus (adversus infirmus justitia esse servandum). Amb una mirada profètica, prediu la caiguda de Roma a causa de la rapidesa excessiva de les seves victòries i d'unes conquestes malsanes, perquè només són militars. Des que, amb Sul·la, la nació va emprendre guerres només per quedar-se amb un botí, es va perdre la justícia dins de l'imperi mateix. l sempre que un poble pren per la força la llibertat a d'altres pobles, ell mateix perd, per una misteriosa venjança, la meravellosa força de la soledat.
Mentre les legions, sota el comandament dels ambiciosos capitosts, marxen cap a Pàrtia i Pèrsia, cap a Germània i Britània, cap a Hispània i Macedònia, per servir el deliri fugaç d'un imperi, una veu solitària s'alça en protesta contra aquest triomf perillós, perquè ha vist com de la llavor sagnant de les guerres de conquesta en creix la collita encara més sagnant de les guerres civils. I aquest impotent defensor de la humanitat suplica solemnement al seu fill que honri la adiumenta hominum,la unió dels homes, com un dels ideals més transcendents i elevats. Aquell que durant massa temps ha estat orador, advocat i polític, que pels diners i per la fama ha defensat qualsevol causa, bona o dolenta, amb la mateixa valentia, que ha aspirat a qualsevol càrrec, que ha volgut riqueses, el respecte públic i l'aplaudiment del poble, per fi, a la tardor de la seva vida, ha arribat a una clara intuïció. Poc abans del final, Marc Tul·li Ciceró, fins ara tan sols humanista, es converteix en el primer defensor de la humanitat.
Mentre Ciceró, tranquil i serè en el seu aïllament, pensa en el sentit i la forma d'una constitució moral, a l'imperi romà el neguit augmenta. Ni el senat ni el poble encara no han decidit si han de lloar els assassins de Cèsar o desterrar-los. Antoni ja es prepara per a la guerra contra Brut i Cassi quan, de sobte, apareix un nou pretendent, Octavi, que Cèsar va nomenar hereu i que ara vol prendre possessió d'aquesta herència. Tan bon punt arriba a Itàlia, escriu a Ciceró per obtenir-ne el suport, però al mateix temps Antoni li demana que vagi a Roma i Brut i Cassi també el criden des del front. Tots intenten que el gran defensor defensi la seva causa, tots reclamen el cèlebre home de lleis perquè converteixi la seva injustícia en justícia. Amb bon instint, busquen el recolzament de l'home d'esperit, que després deixaran de banda amb menyspreu, tal com sempre fan els polítics que volen el poder quan encara no el tenen. I si Ciceró encara fos el polític frívol i ambiciós d'abans, s'hauria deixat seduir.
Però Ciceró està més cansat i és més savi, dos sentiments que sovint tenen una semblança perillosa. Sap que allò que ara realment necessita és acabar la seva obra i posar ordre a la seva vida i als seus pensaments. Com Ulisses davant del cant de les sirenes, es tapa les orelles per no sentir els crits seductors dels poderosos. No fa cas del crit d'Antoni, ni del d'Octavi, ni del de Brut i de Cassi, ni tan sols del crit del senat ni del dels seus amics, sinó que continua escrivint el seu llibre, convençut de ser més fort amb les paraules que amb l'acció i més llest en soledat que enmig d'un grup, amb la intuïció que seran les seves paraules de comiat d'aquest món.
Un cop acabat el testament, alça la vista. El desvetllament és terrible: el país, la seva pàtria, es troba a les portes de la guerra civil. Antoni ha saquejat les caixes de Cèsar i del temple i, amb els diners robats, ha aconseguit reclutar mercenaris. Però té tres exèrcits en contra, i tots tres armats: el d'Octavi, el de Lèpid i el de Brut i Cassi. Ja no hi ha temps per a la reconciliació ni per a la mediació. Ara s'ha de decidir si es vol per a Roma un nou cesarisme amb Antoni o si s'ha de recuperar la república. En un moment com aquest tothom s'ha de pronunciar. Fins i tot Marc Tul·li Ciceró, el més prudent i caut de tots, el que ha estat per damunt dels partits o ha oscil·lat indecís de l'un a l'altre, buscant sempre l'equilibri, ha de prendre una decisió definitiva.
I ara succeeix una cosa extraordinària. Des que Ciceró ha fet arribar De officzïs, el seu testament, al seu fill, és com si, a partir del menyspreu que sent per la vida, hagués recobrat el coratge. Sap que la seva carrera política i literària s'ha acabat. Ja ha dit tot el que havia de dir i ja no li queda gaire per viure. És vell, ha acabat la seva obra, ¿cal defensar aquestes restes miserables? De la mateixa manera que una bèstia cansada, que ja sent els gossos lladrar molt a prop seu, de sobte es gira i, per accelerar la fi, es precipita contra els gossos que el persegueixen, Ciceró, desafiant la mort, també es llança de nou enmig del combat i des d'una posició perillosa. El qui durant mesos i anys només a fet servir el càlam silenciós, torna a agafar la dura pedra de la paraula i la llança contra els enemics de la república.
Un espectacle colpidor: el desembre, aquest home de cabells grisos torna a ser al fòrum de Roma per animar de nou el poble romà a ser digne de l'herència dels seus avantpassats, ille mos virtusque maiorum. Completament conscient del perill que suposa presentar-se desarmat davant d'un dictador que ja té les legions a punt de marxa i disposades a matar, llança catorze filípiques contra Antoni, l'usurpador del poder, que s'ha negat a obeir el senat i el poble. Però aquell que vol encoratjar els altres només té poder de convicció si ell mateix demostra de manera exemplar el seu coratge. Ciceró sap que no lluita inútilment amb paraules, tal com feia antigament en aquest mateix fòrum, sinó que, per convèncer, aquest cop ha d'arriscar la vida. Des de la rostra, la tribuna dels oradors, confessa decidit: «Quan era jove vaig defensar la república, i ara que m'he fet vell no li giraré l'esquena. Estic disposat a sacrificar la meva vida, si és que la meva mort permet a aquesta ciutat recuperar la llibertat. El meu únic desig és, en morir, deixar enrere un poble de Roma lliure. El déus immortals no em podrien concedir favor més gran.» No hi ha temps, insisteix, per negociar amb Antoni. Han de recolzar Octavi que, tot i ser parent de sang i hereu de Cèsar, defensa la causa de la república. Ja no és qüestió de persones sinó d'una causa, la més sagrada. Res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur, s'ha arribat a la decisió última i extrema: en depèn la llibertat. Però si el bé inviolable està amenaçat, qualsevol dubte menarà a la perdició. Així doncs, el pacifista Ciceró reclama que els exèrcits de la república s'enfrontin als de la dictadura. l ell que, com més endavant el seu deixeble Erasme, per sobre de totes les coses odia el tumultus la guerra civil, sol·licita l'estat d'excepció per al país i l’exili de l'usurpador.
Ja no com a advocat de processos dubtosos sinó convertit en defensor d'una causa noble, Ciceró pronuncia, en aquests catorze discursos, unes paraules veritablement grandioses i fervents. «Que d'altres pobles visquin en l'esclavitud», exclama davant dels seus conciutadans. «Nosaltres els romans no ho volem. Si no podem conquerir la llibertat, deixeu-nos morir.» Si realment l'Estat ha arribat a la més extrema de les humiliacions, a un poble que domina el món sencer - nos principes orbium terrarum gentiusque omnium - li correspon actuar tal com ho farien els gladiadors a l'arena. Val més morir plantant cara a l'enemic que deixar-se matar. Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus, millor morir amb honor que servir amb ignomínia.
El senat, el poble reunit, escolten aquestes filípiques amb admiració. Alguns potser intueixen que aquesta és l'última vegada en molts segles que al mercat es podran pronunciar lliurement paraules similars. Allà, aviat tothom s'haurà d'agenollar com un esclau davant de les estàtues de marbre dels emperadors i, en comptes dels discursos lliures que es feien abans en l'imperi del Cèsar, només s'autoritzarà un xiuxiueig dissimulat als aduladors i als delators. Els oients s'estremeixen, de por i d'admiració per aquest home vell que, sol, amb el valor d'un desesperat, d'una desesperança íntima, defensa la independència de l'home d'esperit i el dret de la república. Encara que vacil·len, tots hi estan d'acord. Però ni el foc roent de les paraules no pot encendre la soca podrida de l'orgull romà. I mentre al mercat aquest idealista solitari predica el sacrifici, a la seva esquena els caps de les legions conclouen sense escrúpols el pacte més deshonrós de la història de Roma.
Octavi, que Ciceró ha lloat com a defensor de la república, Lèpid, per a qui Ciceró va demanar al poble de Roma una estàtua pels seus mèrits, tots dos retirats per eliminar Antoni, l'usurpador, ara prefereixen negociar. Com que cap de tots tres dirigents, ni Octavi, ni Antoni, ni Lèpid, és prou fort per apoderar-se tot sol de l'imperi romà com si fos un botí personal, els tres enemics mortals estan d'acord a repartir-se l'herència de Cèsar en privat. En comptes del gran Cèsar, Roma té de la nit al dia tres petits cèsars.
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En aquest moment decisiu per a la història universal, els tres generals, en comptes d'obeir el senat i de respectar les lleis del poble romà, s'uneixen per formar un triumvirat i per repartir-se un imperi enorme, que abraça tres continents, com si fos un botí de guerra qualsevol. En una illeta a prop de Bolonya, on conflueixen el Reno i el Lavino, s’instal·la una tenda on s'han de trobar tots tres bandits. Evidentment, cap d'aquests grans herois militars es refia dels altres. S'han tractat tan sovint de mentiders, de brivalls, d'usurpadors, d'enemics de l'Estat, de bandits i de lladres en les proclames respectives, que coneixen perfectament el cinisme dels altres. Però als homes amb afany de poder no els importen les conviccions sinó només el poder, no l'honor sinó el botí. Prenent totes les precaucions possibles, els tres interlocutors s'acosten un rere l'altre al lloc convingut. Tan sols després que els futurs amos del món s'han assegurat que cap d'ells no porta armes per assassinar uns aliats massa recents, es dirigeixen un somriure amable i entren junts a la tenda on s'acordarà i es constituirà el futur triumvirat.
Tres dies s'estan Antoni, Octavi i Lèpid, sense testimonis, en aquesta tenda. Han de debatre tres qüestions. Sobre la primera - com s'han de repartir el món- es posen d'acord ràpidament. Octavi es quedarà Àfrica i Numídia; Antoni, la Gàl·lia i Lèpid, Hispània. La segona qüestió tampoc no els representa gaires preocupacions: com reunir els diners per pagar els sous que fa mesos que deuen a les seves legions i als cràpules del partit. Aquest problema es resol fàcilment mitjançant un sistema que des de llavors s'ha imitat sovint. Només cal prendre la fortuna als homes més rics del país i, al mateix temps, perquè no es puguin queixar amb veu massa alta, se'ls treu del mig. Còmodament asseguts a taula, els tres homes elaboren una llista, un comunicat oficial amb els noms dels proscrits, els dos mil homes més rics d'Itàlia, inclosos dos-cents senadors. Cadascun anomena els que ell coneix, i hi afegeix els enemics personals i els adversaris. Amb quatre ratlles, el nou triumvirat ha liquidat la qüestió territorial i l'econòmica.
Ara toca discutir el tercer punt. Qui vulgui instaurar una dictadura, per estar segur del seu domini, ha de fer callar per sobre de tot els eterns enemics de qualsevol tirania: els homes independents, els defensors de la utopia inextirpable que és la llibertat intel·lectual. Antoni exigeix que el nom de Marc Tul·li Ciceró encapçali aquesta última llista. Aquest home ha identificat la seva autèntica naturalesa i l'ha anomenada pel seu veritable nom. Ell és el més perillós de tots perquè té força d'esperit i voluntat d'independència. Se n'han de desfer.
Octavi, espantat, s'hi nega. Jove i encara no del tot endurit ni enverinat per la perfídia de la política, no vol començar el seu mandat eliminant l'escriptor més cèlebre d'Itàlia. Ciceró ha estat el seu defensor més fidel, l'ha lloat davant del poble i del senat. Fa tot just pocs mesos que Octavi li demanava humilment ajuda i consell i que, amb tot el respecte, anomenava l'ancià el seu «veritable pare». Octavi s'avergonyeix i no abandona la seva posició. Mogut per un bon instint, que l'honra, no vol lliurar l’il·lustre mestre de la llengua llatina a l'ignominiós punyal d'uns assassins a sou. Però Antoni continua dient que entre l'esperit i el poder hi ha una rivalitat eterna i que no hi ha enemic més perillós per a la dictadura que el mestre de la paraula. Tres dies dura la lluita pel cap de Ciceró. Finalment Octavi cedeix i, d'aquesta manera, el nom de Ciceró conclou el document potser més vergonyós de la història de Roma. Aquesta sola proscripció és la que en realitat segella la sentència de mort de la república.
En el moment que Ciceró s'assabenta de l'acord al qual han arribat els que abans eren enemics mortals, és conscient que està perdut. Sap molt bé que al filibuster Antoni, que Shakespeare, sense motiu, ennoblirà i farà espiritual, l'ha marcat de manera massa dolorosa amb el ferro roent de la paraula en atribuir-li els més baixos instints de la cobdícia, de la vanitat, de la crueltat i de la manca d'escrúpols, i ara no pot esperar d'aquest home brutal i violent la magnanimitat d'un Cèsar. Si hagués volgut salvar la vida, l'única cosa lògica que hauria pogut fer és fugir ràpidament. Ciceró hauria d'haver anat a Grècia a trobar-se amb Brut, Cassi o Cató a l'últim campament de la llibertat republicana. Allà com a mínim hauria estat protegit dels assassins que ja havien enviat. I, de fet, dues o tres vegades el proscrit sembla decidit a fugir. Ho prepara tot, ho fa saber als seus amics, s'embarca en un vaixell i es posa en camí. Però a l'últim moment Ciceró sempre s'atura.
Aquell qui ha viscut alguna vegada la desolació de l'exili sent, fins i tot en el perill, la voluptuositat de la terra natal i la indignitat d'una vida en fugida constant. Una voluntat misteriosa, més enllà de la raó i fins i tot contra ella, l'obliga a plantar cara al destí que l'espera. Aquest home, cansat de la seva existència ja finida, només anhela uns dies més de repòs. Només vol pensar una mica amb calma, escriure unes quantes cartes i llegir uns quants llibres, i després que vingui el que hagi de venir. En aquests últims mesos, Ciceró s'amaga ara en una de les seves hisendes ara en una altra, marxant-ne sempre que un perill l'amenaça, però sense defugir-lo mai del tot. Com un malalt amb febre canvia el coixí, ell canvia aquesta mena d'amagatalls, sense estar del tot decidit a afrontar el seu destí, ni tampoc decidit a evitar-lo, com si estant preparat per morir, inconscientment volgués complir la màxima que havia escrit en el tractat De senectute, segons la qual un home vell no ha de buscar la mort ni tampoc retardar-la. Quan li arribi la mort, l'ha de rebre amb serenitat. Neque turpis mors forti viro potest accedere, per a les ànimes fortes no hi ha cap mort ignominiosa.
Així doncs, Ciceró, que ja és de camí cap a Sicília, de sobte ordena a la seva gent que orienti de nou la quilla cap a la Itàlia hostil i atraqui a Caieta, l'actual Gaeta, on té una petita propietat. L'ha envaït un cansament no només dels membres i dels nervis, sinó un cansament de la vida i una misteriosa enyorança del final, de la terra. Tan sols vol reposar una altra vegada. Vol respirar una altra vegada l'aire dolç de la pàtria i acomiadar-se. Acomiadar-se del món, però aturar-se i descansar, encara que només sigui un dia o una hora!
Així que arriba, saluda amb veneració els lars de la casa, els esperits protectors. L'home de seixanta-quatre anys està cansat. El viatge per mar l'ha deixat exhaust, i per això s'estira al cubiculum, al dormitori o, més ben dit, a la cambra funerària, i tanca els ulls per gaudir en un dolç son del plaer del repòs etern.
Però quan tot just s'ha estirat, entra precipitadament un dels seus fidels esclaus. A la vora, hi ha homes armats que semblen sospitosos. Un empleat de la casa, al qual Ciceró ha fet molts favors al llarg de tota la vida, n'ha revelat l'amagatall als assassins per obtenir la recompensa. Ha de fugir immediatament. Ja tenen una llitera a punt i ells mateixos, els esclaus de la casa, agafaran les armes i el protegiran en el breu trajecte fins al vaixell, on estarà segur. El vell, exhaust, s'hi nega. «¿Per què?», pregunta. «Estic cansat de fugir i cansat de viure. Deixeu-me morir en aquesta terra, la terra que jo he salvat.» Però el vell i fidel criat acaba convencent-lo. Fent una volta pel bosquet, els esclaus armats porten la llitera fins a la barca salvadora.
Però l'home que l'ha traït a casa seva no vol quedar-se sense els seus vergonyosos diners. Ràpidament crida un centurió i uns quants homes armats. Comencen a córrer darrere de la comitiva a través del bosc i arriben a temps d'aconseguir el botí.
A l'acte, els servents armats s'agrupen al voltant de la llitera disposats a lluitar, però Ciceró els ordena que abaixin les armes. La seva vida ha arribat a la fi, ¿per què sacrificar altres vides, més joves? En aquest últim moment, aquest home sempre indecís, insegur i rares vegades valent, perd tota la por. Sent que només pot acreditar-se com a romà en aquesta última prova si va a l'encontre de la mort amb dignitat, sapientissimus quisque aequissimo animo moritur. Els servents obeeixen la seva ordre i s'aparten. Desarmat i sense oposar resistència, ofereix als assassins el seu cap d'ancià amb aquestes grandioses i sàvies paraules: «Non ignoravi me mortalem genuisse», sempre he sabut que sóc mortal. Però els assassins no volen filosofia sinó el seu sou. No dubten ni un segon. Amb un cop fort, el centurió abat l'home indefens.
Així mor Marc Tul·li Ciceró, l'últim defensor de la llibertat de Roma, més heroic, viril i decidit en la seva última hora que en molts milers al llarg de tota la seva vida.
Un sagnant drama satíric segueix la tragèdia. La urgència amb la qual Antoni ha ordenat aquesta mort fa sospitar els assassins que aquest cap en concret ha de tenir un valor extraordinari. Evidentment no s'imaginen el seu valor en el context espiritual del món i de la posteritat, però sí la importància que té per a qui ha encarregat aquest crim sagnant. A fi que no els puguin disputar el premi, decideixen lliurar a Antoni en persona el cap de l'home assassinat com a prova de l'ordre acomplerta. El capitost dels bandits talla el cap i les mans del cadàver, ho fica tot en un sac i, amb el paquet que encara regalima de sang a l'esquena, se'n va ràpidament cap a Roma per alegrar el dictador amb la bona nova que el millor defensor de la república de Roma ha estat eliminat de la manera habitual.
I el criminal menor, el cap dels bandits, no s'equivocava. El gran criminal, que ha ordenat l'assassinat, converteix l'alegria pel crim comès en una recompensa digna d'un príncep. Antoni, ara que ha fet saquejar i matar els dos mil homes més rics d'Itàlia, per fi pot mostrar-se generós. Paga un milió just de sestercis al centurió pel sac sagnant que conté les mans tallades i el cap ultratjat de Ciceró. Però això encara no sadolla la seva set de venjança. L'odi estúpid d'aquest home sanguinari encara inventa una especial ignomínia per al mort, sense adonar-se que això l'envilirà a ell mateix per sempre. Antoni ordena clavar el cap i les mans de Ciceró a la rostra, a la mateixa tribuna dels oradors des de la qual Ciceró va enardir el poble contra ell per defensar la llibertat de Roma.
L'endemà, un espectacle vergonyós espera els romans. A la tribuna dels oradors; la mateixa en què Ciceró va fer els seus discursos immortals, penja, lívid, el cap tallat de l'últim defensor de la llibertat. Un imponent clau rovellat travessa el front pel qual han passat milers de pensaments. Els llavis que han pronunciat de manera més bella que els de ningú més les metàl·liques paraules de la llengua llatina, estan rígids i amargament pàl·lids. Les parpelles blavoses cobreixen els ulls que durant seixanta anys han vetllat per la república. Les mans que han escrit les més esplèndides cartes de l'època s'obren impotents.
Tot i això, no hi ha cap acusació pronunciada pel gran orador des d'aquesta tribuna contra la brutalitat, contra el deliri de poder o contra la il·legalitat que parli d'una manera tan eloqüent contra l'eterna injustícia de la violència com ara el cap mut d'un home assassinat. El poble s'aglomera tímidament al voltant de la rostra humiliada. Abatut, avergonyit, s'aparta de nou. Ningú no gosa protestar - és una dictadura!-, però una convulsió els oprimeix el cor i, commoguts, abaixen els ulls davant d’aquesta tràgica al·legoria de la seva república crucificada.
Stefan Zweig. Moments estel·lars de la humanitat. Catorze miniatrures històriques. Ed. Quaderns Crema, Barcelona, 1ª ed. 2004, 288 pàgs. ISBN: 84-7724-421-5. Pàgs. 11-34.
EL PODER Y LA GLORIA DEL IMPERIO ROMANO
LA FORMACIÓN DE UN IMPERIO
En primer lugar, vamos a determinar que se designa con la palabra «romano». El transcurso completo de la historia romana, desde la legendaria fecha de la fundación de la ciudad, en el siglo VIII a.C., hasta la derrota del último emperador en Constantinopla en 1453, abarca más de 2.200 años. Por lo general, sin embargo, el período posterior al 500 d.C. -cuando el poder imperial se había trasladado de Italia a la nueva capital en Constantinopla, la antigua colonia griega de Bizancio- se conoce como Imperio bizantino o Imperio romano de Oriente. La era que suele considerarse propiamente romana abarca desde cinco o seis siglos antes de Cristo hasta cinco o seis siglos después.
Como ocurre en otros muchos aspectos de la vida, si hoy podemos medir con exactitud estos períodos de tiempo es gracias a los romanos. En el siglo I a.C., dos cesares -Julio y Augusto- establecieron nuestro calendario de 12 meses y 365 días, con un año bisiesto cada cuatro. Este calendario es una típica muestra del genio romano: el cálculo es tan preciso que cada ciclo anual apenas difiere once minutos con el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol.
Para el cómputo del tiempo, los romanos, además de servirse del año juliano, empleaban la fórmula AUC o ab urbe condita, es decir, «desde la fundación de la ciudad». Según la tradición, Roma fue fundada en 753 a.C., una fecha tan buena como cualquier otra para marcar el momento en que los pastores y los labriegos de las bajas y soleadas colinas que enmarcaban una ribera fluvial pantanosa forjaron una nueva comunidad llamada en lo sucesivo, y por siempre jamás, Roma.
Los cronistas romanos decían que el nombre de su ciudad provean de Rómulo y Remo, los gemelos huérfanos a los que amamantó una loba en las orillas del Tíber. No obstante, algunos eruditos modernos dicen que el nombre deriva probablemente del etrusco o el griego, quizá de rhome, palabra griega que significa «fuerte».
Quienes más han contribuido a nuestra comprensión del mundo antiguo son unos especialistas que dedican sus vidas a excavar en busca de información: los arqueólogos. Para estos historiadores manchados de barro, los emplazamientos romanos -caracterizados por esquemas ordenados, cimientos sólidos e innumerables inscripciones en las bellas y angulares letras romanas- han supuesto unos inapreciables laboratorios de experimentación.
Tal vez la más preciada joya de la arqueología clásica sea la antigua ciudad portuaria de Pompeya, arracimada en un luminoso valle entre el intenso azul de la bahía de Nápoles y las suaves y verdeantes laderas del Vesubio. En el siglo I d.C., Pompeya era un prospero centro de recreo. Tenía unos 12.000 habitantes permanentes y acogía a centenares de personas que viajaban cada verano desde Roma para descansar en sus villas junto al mar.
Un caluroso dic de estío, alrededor de las doce -era el 24 de agosto del 79 d.C.-, las gentes de Pompeya vieron formarse una nube inmensa sobre la montaña que se erguía al norte de la ciudad. Fue el ultimo mediodía que conocería Pompeya, porque aquella nube de deyecciones volcánicas era el comienzo de una erupción a gran escala que hizo volar por los aires el cráter del Vesubio, sepultando ala población bajo casi cuatro metros de rocas y cenizas, y desencadenando una ráfaga de gases tóxicos. Miles de personas murieron en sus casas, en las calles, en los comercios y en los burdeles. Otros miles huyeron despavoridas en dirección al mar.
Quienes corrían para salvar la vida debieron de sorprenderse al ver una singular figura que, en lugar de alejarse, avanzaba hacia el volcán. Era el insigne naturalista romano Plínio el Viejo. Tras divisar el inicio de la erupción desde una distancia segura en su hogar aledaño a Nápoles, el reputado observador científico no pudo quedarse al margen. Se armó con su cuaderno y un estilo, y se trasladó raudo a Pompeya para recoger información de primera mano sobre el prodigioso fenómeno. La curiosidad de Plinio le costo la vida, pero le convirtió en el santo patrón de los reporteros como yo, pegados al bloc de notas.
Durante diecisiete siglos, la silenciosa Pompeya yació intacta, enclaustrada en su tumba de cenizas endurecidas. Al fin, unos campesinos empezaron a cavar al pie del Vesubio en torno a los pertinaces afloramientos pétreos de sus campos, y en lugar de rocas encontraron los tejados de una ciudad romana. Fue el nacimiento de la arqueologíaa moderna.
Aún se continua excavando en Pompeya, en algunos puntos con palas mecánicas y retroexcavadoras, en otros con unas delicadas palas de arqueólogo más diminutas que dedales. Un día apacible del pasado invierno me acerqué a ver que encontraban.
«¡Basura! ¡Desechos y basura! ¡Eso es lo que esperamos encontrar aquí! -exclamó Andrew Wallace-Hadrill, un efusivo historiador que dirige la British School en Roma-. Créame, no hay nada como los desperdicios ajenos para penetrar en la historia.» El profesor Wallace-Hadrill y yo nos encontrábamos en el patio bien conservado de una taberna, en una de las amplias calles comerciales de Pompeya. Sabía que era una taberna por haber hallado una bodega repleta de esbeltas ánforas, los recipientes de barro rojizo que usaban los antiguos para transportar el vino de un confin a otro del Imperio.
Mediante el estudio del estado de aquellas ánforas y de las enigmáticas marcas que presentaban, Wallace-Hadrill había llegado a la conclusión de que la taberna acababa de recibir un cargamento de vino de Creta. «Debía de ser una cosecha reciente, el vino más joven de la temporada del 79 -me comentó con aire nostálgico-. Es una lástima que no llegasen a probarlo.»
Wallace-Hadrill señaló un pequeño agujero en el suelo donde habla descubierto «lo que resultó ser un hallazgo muy interesante”. Consistía en un tesoro de desechos, un montículo de huesos de pollo de 1.917 años de antigüedad. Basándose en aquel descubrimiento, la configuración del patio y los mosaicos encontrados en la misma calle, el profesor dedujo que había desenterrado una de las populares arenas de Pompeya destinadas a las peleas de gallos.
«Enriquece nuestra imagen de lo que había en las poblaciones romanas -me explicó-. Hay diversos arqueólogos trabajando en toda la superficie de Pompeya. Cada uno redacta sus propios análisis de lo que observa. Y cuando encajemos todas las piezas, sabremos un poco más sobre cómo se las arreglaban los romanos, que eran unos gobernantes habilísimos, para organizar una ciudad.»
Los arqueólogos se sirven del ancestral ingenio y de los más modernos aparatos de alta tecnología para ampliar los conocimientos que tenemos sobre los romanos, de manera que, a su vez, nosotros también aprendamos del ejemplo de Roma. Son especialmente diestros en clasificar fragmentos de cerámica, determinando el horno en el que fue cocida y, con frecuencia, identificando al alfarero que la moldeó. Saber cuando y dónde se fabricó la pieza puede ayudar a datar el resto de los hallazgos en un nivel concreto de la excavación. Pero la arqueología moderna no se detiene en unas cuantas vasijas.
Cierto investigador ha publicado un volumen de quinientas paginas sobre los árboles y la madera en el antiguo mundo mediterráneoo. Algunos expertos clasifican con suma precisión las semillas y el polen, lo que, además de indicarnos que comían aquellas gentes, ayuda a los conservadores de Pompeya en la replantación de los jardines de la ciudad tal y como eran en el ano 79. Otros pueden identificar los minerales en la pintura y los tintes vegetales en jirones de tela. Todos estos elementos nos revelan un sinfín de datos sobre los detalles de las actividades comerciales en la época.
Muy oportunamente, un equipo de especialistas japoneses se desplazaron a Pompeya con el objeto de efectuar un estudio exhaustivo sobre el tráfico urbano. Examinando las roderas dejadas por los carros en el empedrado, estos investigadores de la hora punta han llegado a la conclusión de que los romanos tenían calles de un solo sentido de circulación y cruces donde estaba prohibido el giro a la izquierda.
En una espaciosa casa de una de las avenidas principales de Pompeya, el arqueólogo Antonio Varone me enseñó su colección de 5.000 pedacitos de yeso procedentes de un techo desplomado. «Pensamos seguir buscando restos hasta que podamos reconstruir toda la cubierta», dijo.«¡Dios mío! -exclamé, perplejo-. ¡Quizá tarden cien años más!»
«Eso sería una suerte, realmente -repuso Varone-. Es posible que tengamos por delante otro milenio de arqueología antes de terminar con Pompeya.»
Gracias a los descubrimientos de estos eruditos y al ingente legado documental que nos dejaron los propios romanos, los historiadores han recompuesto un cuadro completo de Roma que se remonta a la mítica fecha de la fundaci6n de la ciudad.
Sabemos que, en sus inicios, los romanos estaban sometidos a los etruscos, un poderoso pueblo del centro de Italia que llegó a dominar una buena parte de la peninsula. Hastiados de una monarquía a menudo brutal, las familias prominentes de Roma acabaron derrocando a los reyes etruscos.
En 509 a.C., es decir, 244 años después de la fundación de Roma, las familias patricias instauraron una forma de gobierno casi representativa, encabezada, según la tradición, por dos cónsules elegidos para un mandato de un año. Aquello marcó el principio de la República, un sistema de gobierno que se prolongaría hasta que Augusto fue proclamado emperador 482 años más tarde.
Aquellos cinco siglos estuvieron marcados por una creciente prosperidad y una cierta democracia. La Roma republicana presentaba esencialmente tres estratos sociales: los esclavos, que prácticamente no tenían derechos; el pueblo llano o plebeyos, una categoría que englobaba a muchos libertos o ex esclavos; y los patricios, que descendían de las antiguas familias dominantes y servían por derecho de cuna en una de las instituciones de gobierno más ilustres del mundo antiguo: el Senado romano, al que paulatinamente irían accediendo también los plebeyos ricos.
En las campañas militares, las legiones romanas portaban grandes estandartes con las célebres iniciales SPQR: Senatus populusque Romanus (“el Senado y el pueblo de Roma”). Pero, en buena medida, la historia de la República fue la historia de las rivalidades entre senadores (los patricios) y plebeyos, una confrontación en la que estos últimos fueron adquiriendo gradualmente mayor poder político.
Una parte significativa de los episodios de esta «lucha de clases» se libraba en las plazas, al pie de los arcos triunfales y en los majestuosos templos porticados del Foro romano, el concurrido centro cívico que constituyó el alma de la ciudad durante más de mil años. Aquí pronunció Cicerón sus celebres discursos con los que los estudiantes se han tenido que enfrentar durante muchos siglos. Aquí vino Marco Antonio “para enterrar a Cesar, no para alabarlo» en 44 a.C. La curia o cámara rectangular del Senado, todavía se eleva hoy en el Foro, justo enfrente del comitium donde se reunían los plebeyos para expresar su voluntad mediante el plebiscitum «la decisión de la plebe».
En el siglo II a.C., el derecho al voto estaba tan firmemente arraigado entre los plebeyos, que Roma desarrolló un vigoroso sistema político que sin duda podría reconocer cualquier ciudadano de una democracia actual. Había partidos y facciones, «peces gordos» para patrocinarlos, banderolas, carteles, propaganda negativa y los resabiados detractores de siempre.
En mis tiempos de estudiante, cuando cursaba historia de Roma, mi político favorito era un tal Marco Licinio Craso. Sus intereses comerciales iban desde las minas de plata hasta la trata de esclavos, aunque posiblemente su empresa más lucrativa fuese un cuerpo privado de bomberos. Cuando se incendiaba una casa, su bomba de agua tirada por caballos atravesaba con estruendo las calles empedradas. Entonces Craso empezaba a negociar el precio de sus servicios, mientras el desdichado cliente veía propagarse las llamas. El desenlace más frecuente era que Craso compraba el inmueble, obligando de este modo al anterior propietario a pagarle un alquiler vitalicio.
Craso, probablemente el más importante propietario de inmuebles de Roma, codiciaba el poder político. Para granjearse el favor público, gastaba su dinero a manos llenas. Cuando, en 71 a.C., fue sofocada la rebelión de los esclavos capitaneada por Espartaco (las hileras de crucificados flanqueaban la Vía Apia a lo largo de un centenar y medio de kilómetros), Craso lo celebró montando en el foro diez mil mesas de banquete y alimentando a toda la ciudad de Roma durante varios días. También invertía en los políticos. Uno de sus beneficiarios fue un joven muy prometedor llamado Julio Cesar. Conforme ascendía la estrella de Cesar, Craso se arrimaba más a su estela. En 60 a.C. alcanzó la cúspide de su carrera como uno de los triunviros que controlaban el aparato estatal. Ahora, lo único que le quedaba por conquistar era la gloria militar, de manera que contrató un ejercito propio. Cesar, servicialmente, le envió a Siria para combatir a los traicioneros partos.
Mucho después de la época estudiantil, en mis tiempos de reportero político, coincidí varias veces en Washington con Marco Licinio Craso, bajo la forma de esos prósperos hombres de negocios que empiezan aportando sumas sustanciales a un partido político y acaban por ocupar altos cargos en la administración. Sin embargo, la comparación no puede llevarse más allá. Al influyente americano actual lo peor que suele ocurrirle es sufrir una derrota en las elecciones siguientes. En cambio, el pobre Craso tuvo un final más dramático, abatido en la batalla de Carres en 53 a.C. Según una antigua leyenda, cuando los partos se enteraron de que habían matado al romano más opulento de la época, vertieron en la garganta de Craso oro fundido, para que su insaciable sed de riquezas quedara póstumamente satisfecha.
Es improbable que Julio Cesar derramara muchas lagrimas por la muerte de su benefactor. El desastre de Craso no sólo eliminaba a un rival en potencia, sino que también realzaba, por contraste, el brillante historial de sus propios triunfos militares. En un tiempo en que la noción misma de virtud se asociaba con la bravura en el campo de batalla, la creciente popularidad política de Cesar se basaba en su pericia como comandante en las campañas militares.
A mediados del siglo I a.C., Roma era un hervidero de intrigas políticas y de agitación ciudadana. Al parecer, las únicas noticias buenas eran las que llegaban de los lejanos campos de batalla, y la población esperaba con ansiedad cada nuevo informe de aquellas latitudes. Cesar, tan hábil escritor como soldado, convirtió la redacción de los despachos y los mensajes militares en una forma de arte. La culminación del genero fue su inmortal y sucinto mensaje a Roma después de aplastar al ejercito del Ponto en la batalla de Zela, en 47 a. C.: « Veni, vidi, vici» (“Llegué, vi y vencí”). Cuando en 49 a.C. Cesar cruzó con su ejercito el río Rubicón, desafiando las órdenes del Senado, parecía evidente que se haría con el poder absoluto. Los conspiradores que le asesinaron en los idus de marzo del año 44 a.C. creían probablemente que estaban salvando la democracia.
En realidad, lo único que consiguieron fue que se desatase una larga guerra civil. Finalmente, Marco Antonio, antiguo camarada de Cesar, se alió con la ex amante de este, Cleopatra, y fue derrotado en la batalla de Actium en 31 a.C. El vencedor, Octavio, regresó a Roma, adoptó el nombre de Augusto (Augustus) e implantó de forma definitiva el gobierno personal, en el que el otrora altanero Senado se limitaba a dar el visto bueno a sus dictados. La corte imperial que creó Cesar Augusto perviviría cuatro siglos en Roma, y diez más después de su traslado a Constantinopla.
Muchas naciones antiguas -y también algunas modernas- experimentaron la misma transición turbulenta de la democracia a la dictadura, o viceversa. En lo único que difirió Roma, en los anales de Occidente, fue en que los pueblos periféricos de su inmenso Imperio permanecieron inmunes a los trastornos internos de la urbe.
En las lejanas tierras de Oriente, los chinos levantaron un fabuloso imperio continental durante los siglos previos a la era cristiana. Pero las tierras de Occidente, desde los albores de la historia escrita, habían sido un mundo de ciudades estado, de pequeñas entidades políticas independientes. Aunque se saqueaban y pillaban unas a otras con cierta regularidad, no perseguían una amplia hegemonía. Hubo alianzas, no imperios, hasta que Alejandro Magno conquistó Asia occidental en el siglo IV a.C. El imperio de Alejandro fue un logro personal sin precedentes, pero no sobrevivió a su fundador. Los romanos, por el contrario, demostraron ser unos magistrales constructores de imperios.
Los historiadores han debatido desde tiempo inmemorial cómo llegó Roma a dominar el mundo occidental. En el siglo II a.C., el autor griego Polibio dedicó a la cuestión cuarenta volúmenes, y dictaminó que Roma estaba movida por un afán compulsivo de dominar. Por su parte, los romanos aseveraban que el suyo era un imperio accidental, creado durante el proceso de defenderse ante sus invasores.
Cuando menos el inicio del Imperio romano se produjo de manera fortuita. Las incesantes escaramuzas contra los estados rivales ensancharon paulatinamente su territorio, y en el siglo III a.C. la mayor parte de Italia estaba ya bajo el yugo de Roma, una expansión que seguramente sorprendió tanto a los propios romanos como a las más afianzadas ciudades estado de la región mediterránea.
«Si uno pudiera plantarse en mitad del siglo IV antes de Cristo y preguntarse quien iba a conquistar el mundo, con toda seguridad no hubiera apostado por Roma -me comentó el profesor Wallace-Hadrill, historiador británico-. En aquel tiempo, las grandes potencias eran las celebres ciudades estado: Alejandría, Atenas, Siracusa, Cartago. Todas ellas tenían una espléndida armada de la que Roma carecía. Pero los romanos, además de un ejercito, poseían una tenacidad fuera de lo común. Se enzarzaron en un sinfín de guerras fronterizas, que ganaban casi siempre. Y cuando se hubieron adueñado del mundo, resultaron ser más inteligentes que nadie para articular y mantener un imperio.»
Impulsada por las presiones políticas y las necesidades económicas -de grano, de esclavos, de metales, de tejidos-, la expansión romana se aceleró de forma espectacular a partir del 260 a.C. Uno tras otro, los grandes estados del Mediterráneo sucumbieron ante la firme y constante embestida de las legiones romanas, con sus catapultas, sus torres de asalto y unos valientes y disciplinados soldados de infantería que avanzaban de forma inexorable.
En apenas doscientos años Roma extendió su dominio desde Siria hasta España, desde el sur de Francia hasta el Sahara. Mucho antes de que Augusto se convirtiera en el primer emperador romano, el Imperio estaba prácticamente asentado. Posteriormente se anexionaran algunas provincias en los márgenes: Británia, Dacia (Rumania occidental), Armenia. Pero el autentico reto al que debían enfrentarse Augusto y sus sucesores no era formar un imperio, sino gobernarlo.
Y en el gobierno es precisamente donde los romanos mostraron sus mejores dotes. Aunque produjeron una poesía y una prosa magníficas e imperecederas, unas pinturas sublimes y unos mosaicos tan perfectos que todavía causan asombro, los romanos siempre experimentaron un sentimiento colectivo de inferioridad ante Grecia en materia de arte, literatura y ciencia. Pero gobernar era algo diferente, un arte en el que los romanos podían descollar.
En uno de los más sublimes pasajes de la Eneida, Virgilio, haciendo referencia a los griegos pero sin nombrarlos, puntualiza:
preciado
Fundiran otros [los griegos} en metal
imágenes de industria y labor rara;
otros esculpirán en mármol pario
mil vivos bultos de artificio vario;
tal en orar tendrá más elocuencia
y tal de cualquier cielo el movimiento
describirá por infalible ciencia
con radio, matematico instrumento;
tal pondrá en astros suma diligencia
y dirá de cada uno el nacimiento;
mas tu profesión, ínclito romano,
será en gobierno de hombres tener mano.
Tu oficio, mientras te tendrá la Tierra,
será poner pacíficos preceptos:
a soberbios bajar con cruda guerra
y perdonar a humildes y sujetos.
El derecho fue un elemento crucial en la unificación del dilatado mundo romano. Pero nunca constituyó un instrumento rígido, lo cual fue un factor clave para el éxito de Roma. Dentro de su amplio círculo de uniformidad, en el ámbito local la administración romana era flexible, tolerante y abierta.
Los romanos podían ser sumamente crueles, capaces de clavar a alguien en una cruz sin pestañear. Pero preferían la colaboración a la crucifixión, porque resultaba más eficaz. Cuando Roma conquistaba una nueva provincia, al general vencido y a su ejército se les cargaba de cadenas, pero casi todos los demás salían ganando. A la elite local se le concedía cargos en la jerarquía romana. Los negocios se beneficiaban de las calzadas, los sistemas hidráulicos, las leyes mercantiles y los tribunales de Roma. Los soldados romanos custodiaban las ciudades contra piratas y salteadores. Y en un plazo relativamente corto, muchos residentes provinciales eran nombrados ciudadanos de Roma con todas las obligaciones y derechos inherentes a esa condición.
El imperio de Alejandro Magno se hundió, en parte, porque trató a los habitantes de sus provincias como enemigos derrotados. Los romanos trataban a sus súbditos como romanos: no eran extraños, sino colaboradores. Hispania, Britania, Arabia, Germania y Egipto dieron autores, legisladores, maestros, médicos, ingenieros y soldados que contribuyeron al engrandecimiento y la gloria del Imperio. El Estado romano era un crisol multicultural.
Cualquier puesto de responsabilidad en el Imperio era accesible a un candidato masculino, independientemente de su origen. Un general norteafricano llamado Septimio Severo llegó a emperador de Roma, y permaneció dieciocho pacíficos años en el trono. Trajano, uno de los emperadores más insignes, nació en Hispania.
Roma ejecutó a Jesucristo y arrojó a los leones a los primeros cristianos. Pero, por lo general, los romanos hacían gala de una tolerancia ilimitada en materia religiosa. Tenían sus ritos tradicionales, complementados, después de Augusto, por el culto a los divinos emperadores. Sin embargo, los sazonaban intensamente con la especia ecléctica de las religiones foráneas. En Bath, Inglaterra, visité el templo de una divinidad que era una amalgama de una diosa celta y de Minerva, la diosa romana de la sabiduría. En casi todos los destacamentos y puestos avanzados del ejercito había un templo dedicado a Mitra, dios persa de la luz, uno de los más venerados entre los soldados romanos. Cuando se descubrió Pompeya hace un par de siglos, uno de los primeros edificios que se desenterraron fue un fastuoso templo de Isis, la diosa egipcia de la fertilidad. Así era el variopinto Imperio que heredó Cesar Augusto de sus predecesores republicanos. El primer emperador romano fue también uno de los más preclaros. Roma había consagrado la mayor parte de los tres siglos anteriores a las conquistas militares. Augusto puso freno a la expansión imperial. Se concentró en las mejoras cívicas y en la construcción de calzadas, puentes, acueductos o murallas y nuevos templos por doquier para recordar a los romanos que eran un pueblo con principios morales. La paz de Augusto promovió una edad de oro de la literatura latina, en la que Horacio, Virgilio, Ovidio y Tito Livio produjeron obras que todavía se leen en la actualidad .
Augusto aprovechó todos los recursos al alcance de un gobernante. Así, preocupado por el descenso de la natalidad, decretó una penalización del aborto e incentivos fiscales para las familias numerosas.
También embelleció su capital. Al morir, en el ano 14 d.C., dejó un mensaje al pueblo romano: «Nací en una ciudad de ladrillo -señalaba exactamente Augusto-, y os lego una ciudad de mármol».
De vez en cuando, en los siglos posteriores, el Imperio fue gobernado por otros dignatarios de la talla de Cesar Augusto, sobre todo los denominados «cinco emperadores buenos»: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, que reinaron en el apogeo del Imperio romano y lo mantuvieron unificado y en paz.
No obstante, a finales del siglo III, las fuerzas históricas que debían llevar a Roma a la ruina se vislumbraban ya en el horizonte cercano: la economía, los enemigos exteriores del Imperio y, en mi opinión, una especie de entropía moral.
El historiador Paul Kennedy acunó el termino «sobredilatación imperial» para explicar por qué se desmoronan las grandes potencias. Roma bien podría considerarse el paradigma. Defender las fronteras de su gigantesco Imperio y preservar la paz dentro de las mismas exigía un presupuesto militar astronómico, difícil además de recortar porque los territorios provinciales se resistían a perder la protección y los beneficios económicos derivados de los destacamentos locales.
Entretanto, el arte de evadir impuestos alcanzó unas cotas tan altas entre las clases pudientes que había que sangrar a los ganaderos y a los agricultores, particularmente en Italia, para mantener el flujo de ingresos. Y dado que todo el Imperio era una zona de libre comercio, las provincias aprendieron gradualmente a negociar entre sí, dando de lado a Roma y a sus intermediarios. Un imperio cuyos gastos iban en aumento devengaba a la capital unos dividendos cada vez más exiguos.
Con todos estos problemas minando sus entrañas, un gran proceso histórico se iniciaba fuera de las fronteras imperiales: las migraciones masivas desde Asia central hacia Europa. Al principio Roma desdeñó a los visigodos, los ostrogodos y los hunos, considerándolos un hatajo de bárbaros. En el siglo V, aquellos bárbaros derribaban sus muros. El huno Atila saqueó buena parte de Italia y la Galia. Según la leyenda, sus tropas estaban a un día de marcha de Roma cuando murió repentinamente en el transcurso de una de sus frecuentes orgías «nupciales». También desempeñaron un papel destacado los vándalos, una tribu germana que invadió la península Ibérica y el norte de África en el siglo V, cortando así el suministro de grano a Italia.
La roma de la era republicana y del Alto Imperio seguramente hubiera podido presentar batalla. En el Bajo Imperio, sin embargo, los romanos fueron perdiendo su voluntad de acción. Los descendientes de un pueblo que había conquistado el mundo se reunían ahora en el foro reclamando «panem et circenses» (“pan y circo”).
Los emperadores les complacieron. Durante la República, el gobierno convocaba juegos gladiatorios de tres o cuatro semanas al año. En el siglo II, aquellos espectáculos sangrientos podían durar varios meses seguidos. Los juegos más notables del emperador Trajano, que se prolongaron 123 días sin interrupción, ofrecieron el triste espectáculo de 5.000 seres humanos y 11.000 animales muertos a sangre fría. Y la muchedumbre pedía más. A tono con esta funesta fiebre de excesos, las calles se llenaron de imponentes y amenazadoras estatuas de mármol. La descomunal estatua de Nerón en el foro tenía más o menos veinte veces el tamaño de un hombre, es decir, similar altura que un edificio de trece plantas.
Cuando se entregaban a tales excesos, los ciudadanos de Roma no hacían más que seguir a sus líderes. En el transcurso de los siglos, el trono imperial paso por algunas de las manos más viles de la historia, dentro de un proceso que se había iniciado al morir el primer emperador. De los diez sucesores inmediatos de Augusto, ocho perdieron la corona de forma violenta.
Calígula (37-41 d.C.) eliminó incluso a miembros de su familia, pero amaba tanto a los animales que nombró cónsul a su caballo; más o menos como si el presidente Bill Clinton propusiera a su gato como miembro del Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Cómodo (177-192), hijo del eximio Marco Aurelio, tenía pretensiones de gladiador. Pero tomó la precaución de que todos sus contrincantes fueran armados con unas espadas elaboradas con plomo blando, de tal modo que los filos se doblaban cada vez que el emperador recibía un mandoble. No es de extrañar que acumulase un nutrido record de victorias en la arena. Pero la fortuna le volvió la espalda una víspera de Año Nuevo, en que fue estrangulado por' un luchador reclutado por un grupo de conspiradores.
El sucesor de Acomodo, Pertinax (193), reinó 86 días justos antes de ser asesinado. Tras el suceso, el ejército subastó la púrpura imperial al mejor postor. La adquirió un tal Didio Juliano (193), que fue decapitado al cabo de dos meses.
Una relación de malos emperadores estaría incompleta sin el infame Nerón (54-68). Era un hombre endiabladamente perverso, aunque la erudición más reciente le ha absuelto de algunos cargos más conocidos que pesaban en su contra. Lo descubrí mientras paseaba por el Foro romano con Ida Sciortino, arqueóloga del Ministerio del Patrimonio Cultural. Al pasar junto al lugar donde se erigió su gigantesca estatua, hice una broma sobre Nerón.
«No debe creer a pies juntillas todo lo que se ha dicho sobre él -me advirtió-. Recuerde que muchos de esos relatos fueron escritos por sus adversarios políticos.»
Según la leyenda, Nerón tañía la lira mientras ardía Roma en el ano 64 d.C. Pero Ida Sciortino afirma que el emperador paso los nueve días que duro el incendio redactando unas normas más severas para prevenir este tipo de catástrofes, y planeando una ciudad nueva. La reconstrucción comenzó veinticuatro horas después de que se extinguiesen los últimos rescoldos.
De todos modos, incluso Ida Sciortino admite que Nerón se había ganado a pulso su pésima reputación en otros aspectos. Para garantizar la asistencia de publico a sus deplorables recitales de lira, se dice que encerraba a los oyentes en el teatro, sin dejarles salir bajo ningún pretexto. Algunas mujeres dieron a luz en plena actuación mientras el emperador, impertérrito, pulsaba las cuerdas de su instrumento.
Moderado en su juventud, con el tiempo se convirtió en un asesino insaciable. Mató a diversos parientes, entre ellos a su hermano adoptivo, a su esposa encinta y a su astuta madre, Agripina, a quien finalmente ejecutó tras cinco intentos fallidos. Envió a innumerables mártires cristianos a una muerte atroz en la arena.
En un Imperio en el que a la vida humana se le otorgaba tan escaso valor, quizá no debería asombrarnos el rápido arraigo de un nuevo culto en torno a un hombre que había sido ajusticiado como un criminal en una provincia insignificante. Cuando Jesús de Nazaret y Poncio Pilatos, procurador romana de Judea, se encontraron cara a cara en el templo de Jerusalén, todo el poder estaba en manos de Pilatos. Pero Jesús tenía el poder de una idea. Su mensaje de que cada vida era preciosa apelaba a una necesidad intrínseca del individuo que los cesares no podían satisfacer.
Favorecidos en gran medida por la facilidad de movimientos y la tolerancia generalizada con las nuevas religiones dentro del Imperio, los primeros cristianos convirtieron poco a poco a la totalidad del mundo romano.
El historiador Eusebio relata la guerra civil del 312 d.C., en que dos dirigentes romanos, Constantino y Majencio, lucharon por el control del Imperio. Al alzar la mirada hacia el cielo del mediodía, Constantino vió brillar sobre el sol una llameante cruz en la que aparecía grabada la frase «In hoc signovinces» (“Con este signa vencerás”) .
A1 salir victorioso de la contienda, Constantino publicó su celebérrimo Edicto de Milán, que establecía la tolerancia religiosa. Mucho después, ya en su lecho de muerte, fue bautizado, convirtiéndose así en el primer emperador cristiano de Roma. Constantino trasladó su trono a Oriente, a la nueva y flameante capital de Constantinopla, la actual Estambul, en Turquía. En Roma continuarían residiendo los augustos de forma ocasional durante más o menos un siglo, más para entonces el poder había cambiado. Eran la Iglesia cristiana y su prelado romano, el papa, los que terminarían dominando el mundo occidental.
No obstante, aunque el Imperio romano quedase reducido a cenizas, sobrevivieron muchos vestigios de su espléndido legado: la lengua, el derecho, la literatura, la arquitectura y la ingeniería.
T.R. Reid. Art. Rev. National Geographic, núm. 1, oct. 1997. Pp. 2-43.