Metáforas de la vida cotidiana: ¿Estamos en guerra?

"Ni el metro tiene boca ni las páginas tienen pies. Y, sin embargo, hablamos de la boca del metro y de pies de página. Son las metáforas: el mecanismo lingüístico por el que nos referimos a algo utilizando palabras que, en principio, usamos para denominar a otro objeto simplemente porque creemos ver entre ellos una cierta semejanza o paralelismo. Las aberturas en la acera para bajar al metro nos recuerdan a una boca y la parte inferior de una página está abajo, como los pies.

Cuando nos hablan de metáforas solemos pensar en poetas y figuras literarias, pero lo cierto es que nuestro día a día está cuajado de usos metafóricos. De hecho, la metáfora es uno de los mecanismos más prolíficos de producción de nuevos significados, tanto para denominar objetos tangibles como para hablar de conceptos abstractos: los relojes tienen manecillas, las revoluciones estallan, la ciencia avanza y el tiempo vuela".

Así abre la lingüista Elena Álvarez Mellado su artículo "Metáforas peligrosas: el cáncer como lucha", por el que recibió el XXII Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes. Veamos cómo sigue.

El pasado 19 de octubre se celebró el día mundial contra el cáncer de mama, y, a raíz de la conmemoración, fueron varias las voces críticas que se alzaron pidiendo abandonar de una vez la tan manida expresión de referirse al cáncer como si se tratase de una lucha:

El problema de hablar del cáncer en términos de lucha es, fundamentalmente, un problema de metáforas. Porque la metáfora de la batalla para hablar del cáncer (o de enfermedades graves y largas en general) no afecta solo a una palabra en concreto, sino que se extiende a todas las expresiones que se usan para referirse a la enfermedad: se lucha contra el cáncer, se gana la batalla contra la enfermedad, los pacientes son luchadores, son valientes, no se rinden. La metáfora bélica es ubicua e impregna todo el discurso en torno a la enfermedad.

Y es que el extraño poder de contagiarlo todo es una de las características de las metáforas. Los usos metáforicos no son elementos inconexos que van flotando por la lengua a la deriva: al contrario, las metáforas que se usan en una lengua para abordar un mismo tema tienden a ser coherentes entre sí y a conformar archipiélagos de significado que nos permiten atisbar cómo una comunidad de hablantes entiende el mundo. En español, por ejemplo, nos referimos al tiempo en términos muy parecidos a las palabras con las que nos referimos al dinero: el tiempo lo perdemos, lo malgastamos, lo desperdiciamos, lo ahorramos, lo invertimos. El tiempo es oro, o al menos se comporta como él en términos de combinatoria lingüística.

Paradójicamente, las palabras que utilizamos para hablar de dinero conforman a su vez otro florido ramillete de metáforas que nos sugiere que, de alguna manera, entendemos el dinero como algo líquido: decimos que el dinero fluye, que las familias no tienen liquidez, que hay que inyectar capital, que los salarios se congelan, que los bancos cierran el grifo, que las empresas se hunden, que la economía se estanca. Metáforas todas ellas que apuntan en la misma dirección: el dinero es agua.

Cuando una metáfora se ha apropiado de un tema, es difícil que lo deje ir y suele condicionar las futuras metáforas que surgen en torno a ese dominio. En los últimos años, hemos visto surgir una aún incipiente pero prometedora constelación de usos metafóricos constituida por las palabras que usamos para referirnos a internet: hablamos de internet como si estuviera físicamente arriba, y por eso subimos fotos a internet, nos bajamos música y guardamos nuestros archivos en la nube. Lo esperable es que las futuras metáforas sobre internet sigan esta senda y mantengan la idea de que internet es algo tangible que está encima de nuestras cabezas.

La belleza de las metáforas reside en que a través de ellas podemos observar cómo aflora la conceptualización que hacen del mundo los hablantes de una lengua. Pero las metáforas entrañan también un peligro: el de que nos atrapen, hasta tal punto que nos quedemos encadenados a la metáfora hasta que ya ni siquiera sepamos pensar fuera de ellas. Y esa es exactamente la crítica de quienes reclaman otras formas de hablar del cáncer más allá de la narrativa única que representa la enfermedad como si fuese una batalla. Hablar de la enfermedad en términos bélicos desencadena unas consecuencias semánticas sutiles pero poderosas: si el cáncer se vence, si los pacientes luchan, si hay una batalla que librar, si, en definitiva, el cáncer es una guerra, entonces envuelta en la metáfora se nos está colando subliminalmente la noción de que la muerte o la convalecencia son formas de fallar, de rendirse, de perder. De fracasar, al fin y al cabo.

Y es que creemos que somos amos y señores de nuestras metáforas. Pero, en realidad, son ellas quienes nos esclavizan a nosotros.

  • En el libro Metáforas de la vida cotidiana, George Lakoff y Mark Johnson, lingüista y filósofo respectivamente, explican cómo la metáfora no es solo un embellecimiento retórico, sino una parte del lenguaje cotidiano que afecta al modo en que percibi­mos, pensamos y actuamos.

          • Elena Álvarez Mellado se centra en metáforas referidas al ámbito del dinero, internet, o el cáncer. Copia las expresiones que recoge de cada uno de estos campos. ¿Puedes añadir alguna más?

          • ¿Por qué es peligroso, según la autora, utilizar la metáfora del cáncer como lucha? ¿Estás de acuerdo?

          • La conclusión del artículo -coicidente con la de Lakoff y Johnson es esta-: "La belleza de las metáforas reside en que a través de ellas podemos observar cómo aflora la conceptualización que hacen del mundo los hablantes de una lengua. Pero las metáforas entrañan también un peligro: el de que nos atrapen, hasta tal punto que nos quedemos encadenados a la metáfora hasta que ya ni siquiera sepamos pensar fuera de ellas". De esto va la actividad que te proponemos.


El Español, 17 de marzo
El Español, 12 de abril

"Hoy, hacemos frente a un enemigo formidable". "Cuando venzamos esta guerra, que la vamos a vencer, estoy convencido, necesitaremos todas las fuerzas del país para vencer la posguerra". El lenguaje bélico ha impregnado muchas de las comparecencias del Presidente Sánchez en torno a la pandemia. ¿Es acertda esta metáfora? ¿Qué implicaciones tiene? Os invitamos a leer dos artículos de opinión y a reflexionar sobre ellos.

Texto 1

El virus y el lenguaje militar

No hay trincheras, ni primera línea. Ni siquiera, enemigo. Solo es un virus


Ramón Lobo. El País. 3 de abril 2020

La Covid-19 no es el nombre en clave de un Ejército extranjero. Carece de armas y aviones. No tiene banderas ni ideología; tampoco habla idiomas. El virus desconoce el significado de una frontera, solo sabe que el cuerpo humano es un buen lugar para sobrevivir y propagarse. Es absurdo iniciar una rueda de prensa con un “sin novedad en el frente” porque no existe ese frente. Nada avanza sobre nuestras posiciones. No hay trincheras, ni primera línea. Ni siquiera, enemigo. Solo es un virus. El abuso del lenguaje militar desvía la atención sobre dos asuntos clave: nuestra responsabilidad en el estallido y la gestión de la pandemia.

Estamos ante una crisis monumental que desnuda las miserias de un sistema que se creía intocable. Las desgracias sucedían al otro lado de los muros y las concertinas, del Telediario y de nuestra conciencia. En toda situación extrema, y esta lo es, hay héroes y miserables. Es la condición humana.

No podemos decir que estamos en guerra con la nevera llena, reservas de papel higiénico para mil diarreas, agua caliente, calefacción, Internet de banda ancha, vídeollamadas, Netflix, HBO y otros. No es una guerra si un gran almacén o las tiendas del barrio te pueden llevar la compra a casa. Hasta es posible encargar cápsulas de Nespresso y pasear al perro.

Es un insulto para millones de personas que padecen la verdadera guerra, sea en Siria, Yemen, Libia, Nigeria o Somalia. Es una trivialización egocéntrica y primermundista. Hay otros millones que mueren de enfermedades olvidadas para las que no existen vacunas porque los pobres no son rentables. Cada día fallecen 8.500 niños sin nombre ni apellido a causa de la desnutrición. En 2017, murieron 6,3 millones de menores de 15 años por causas que se pueden prevenir. Son datos de la OMS, el Banco Mundial y Unicef.

Decimos que nuestro personal sanitario lucha contra un enemigo poderoso y desconocido, y que lo hace sin munición. Es una buena imagen que refleja la realidad, pero que nos distrae de exigir responsabilidad a los que consideraron la salud pública como un gasto, no como una inversión. Si no tenemos armas, por seguir el lenguaje en boga, es porque las privatizaron.

Sunsan Sontag escribe en El sida y sus metáforas que el abuso del lenguaje bélico es inevitable en una sociedad capitalista en la que no cotizan al alza las consideraciones éticas. El lenguaje guerrero permite reclamar los mayores sacrificios, incluso la pérdida de libertad individual.

Estamos ante el mayor desafío desde 1945, como dijo Angela Merkel. El problema es que no tenemos un Roosevelt o un Churchill, sino un Trump que da por buena la cifra de 100.000 muertos en EE UU para otorgarse un sobresaliente en la gestión de la crisis. Si superara los 150.000, tendría más fallecidos por coronavirus que estadounidenses muertos en la Primera Guerra Mundial. No parece la mejor publicidad en un año electoral.

  • Cuando vamos a leer un artículo de opinión conviene tener una idea de quién lo escribe. ¿Quién es Ramón Lobo? Este dato es importante para calibrar en qué medida quien escribe una artículo de opinión sabe de lo que habla. Después de haberte informado, ¿consideras al autor una persona preparada para hablar de lo que es y lo que no es una guerra?

  • La posición de Ramón Lobo es inequívoca: para él, esto NO es una guerra. Parafrasea con tus propias palabras al menos dos de los argumentos que utiliza.

  • Decir que estamos en guerra es, para el autor, un insulto, "una trivialización egocéntrica y primermundista". Explica qué significa esta expresión apoyándote en los ejemplos que da.

  • Si no es una guerra, ¿por qué se recurre a esta metáfora? Y aún más, ¿qué consecuencias tiene echar mano de este lenguaje, según el autor?

Texto 2

¿Estamos en guerra?

No es una guerra, es una catástrofe. Para esta batalla no se necesitan soldados sino ciudadanos; y esos aún están por hacer. La catástrofe es una oportunidad para ‘fabricarlos’


Santiago Alba Rico / Yayo Herrero. Ctxt. 22/03/2020


Se ha impuesto con inquietante espontaneidad la metáfora de la “guerra” como imagen y justificación de las radicales medidas tomadas contra el virus. Conte en Italia, Macron en Francia, Sánchez e Iglesias en España han declarado la “guerra” al virus o han hablado sin cesar de una “situación de guerra”. En nuestro país, al mismo tiempo que se desplegaba el Ejército en algunas ciudades, hemos visto al portavoz de Sanidad, Fernando Simón, escoltado en las ruedas de prensa por el JEMAD general Villarroya, cuyas intervenciones, por su parte, adoptan muchas veces el tono de una arenga de trinchera: habla de una “contienda bélica” y de una “guerra irregular” en la que todos “somos soldados”, invocando una “moral de combate” y reivindicando los “valores militares” para afrontar la amenaza colectiva.

Digámoslo con toda claridad: lo que estamos viviendo no es una guerra, es una catástrofe. En una catástrofe puede ser necesario movilizar todos los recursos disponibles para proteger a la sociedad civil, incluidos los equipos y la experiencia del Ejército, pero el hecho de que una catástrofe exija tomar medidas de excepción no autoriza sin peligro a emplear una metáfora que, como todas las metáforas, transforma la sensibilidad de los oyentes y moldea la recepción misma de los mensajes. Llamar a las cosas por otro nombre, si no estamos haciendo poesía, si estamos hablando además de cuidar, curar, repartir y proteger, puede resultar una pésima política sanitaria; una pésima política. Ahora que estamos afrontando la realidad –frente al mundo de ilimitada fantasía en que habíamos vivido en Europa las últimas décadas– no deberíamos deformarla con tropos extraídos del peor legado de nuestra tradición occidental. Como marco de apelación, interpretación y decisión, la metáfora de la guerra –salvo que la utilicen los médicos y los sanitarios abrumados por las muertes que no pueden evitar– nos debe suscitar una enorme preocupación.

Guerra, ¿contra quién? ¿Quién es el enemigo? En cuanto pronunciamos la palabra “guerra” comparece ante nuestros ojos un humano negativo que merece ser eliminado. Con esta metáfora de la guerra, en efecto, ocurre algo paradójico: se humaniza al virus, que adquiere de pronto personalidad y voluntad. Se le otorga agencia e intención y se deshumaniza y criminaliza a sus portadores, que en realidad son las víctimas1. El enemigo de este desafío sanitario, si se quiere, está potencialmente dentro de uno mismo, lo que excluye de entrada su transformación en objeto de persecución o agresión bélica.

Por eso, esta resbaladiza idea de “guerra” da razón sin querer a los que, llevados de un pánico medieval, acaban convirtiendo en enemigos a los portadores del virus, olvidándose de que ellos mismos –al menos potencialmente– también lo son. Sólo se puede hacer la guerra entre humanos y a otros humanos y, si hay que “guerrear” contra el virus, acabaremos haciendo la guerra contra los cuerpos que lo portan o, lo que es lo mismo, contra la propia humanidad que queremos bélicamente proteger. En estado de “catástrofe” es sin duda muy necesario “reprimir” severamente, como se hace con los transgresores del código de circulación, a quienes violan el confinamiento poniéndose en peligro a sí mismos, a sus vecinos y al sistema sanitario en general, pero ni siquiera esos pueden ser los “enemigos” de una “contienda bélica”, salvo que queramos confundir, en efecto, el virus con sus potenciales portadores, y generar, además, una “guerra” civil entre los potenciales portadores.

¿Vale el discurso del enemigo para atajar el efecto de un virus? Los seres humanos somos vulnerables y frágiles. Nuestra historia ha estado y está atravesada por la enfermedad y la exposición al hambre, los virus y el abandono. Hemos sobrevivido construyendo relaciones con la naturaleza y entre las personas para tratar de minimizar el riesgo y la inseguridad. El cuidado y la cautela, el apoyo mutuo, la cooperación, la sanidad y educación pública, las cajas de resistencia, el reparto de la riqueza han sido los inventos que han ido poniendo las sociedades en marcha –de forma marcadamente desigual e injusta en ocasiones– para asumir y bregar con el inconveniente de que la vida transcurra encarnada en cuerpos que son frágiles y vulnerables e incapaces de vivir en solitario.

Un virus no es un enemigo consciente y malvado, es inherente a la propia vida. Lo terrible es construir sociedades ajenas e ignorantes de que los virus, la enfermedad, la mala cosecha o la tempestad existen. Construir economías y políticas sobre la fantasía del ser humano, como un ser sin cuerpo y sin anclaje en la tierra que le sustenta es lo que genera una guerra contra la vida, contra los ciclos, contra los límites, los vínculos y las relaciones. En los momentos de bonanza se esconden e invisibilizan, restándoles valor y despreciando, precisamente las tareas, oficios y tiempos de cuidado que solo se hacen visibles en las catástrofes y en las guerras.

La guerra, violencia armada, es precisamente la negación del cuidado, masculinidad errada, justificación del sacrificio de vidas humanas en aras de una causa superior. Ahora bien, no debemos olvidar que aquí la “causa superior” es precisamente la salvación de todas y cada una de las vidas humanas en peligro. No se trata de dar virilmente la vida por la causa gritando viva la muerte, sino que la causa es el mantenimiento de la propia vida. No existirá una victoria final que dependerá de la disciplina y de la conversión en soldados, como señalaba en su comparecencia el General Villarroya. El sacrificio al que se apela, tanto en la catástrofe como en la retaguardia de cualquier guerra, no es más que la intensificación de la lógica del cuidado, de la precaución, del sostenimiento cotidiano e intencional de la vida en tiempos de catástrofe, que son los mismos esfuerzos que hay que hacer para sostenerla cotidianamente.

En toda guerra, decía Simone Weil, la humanidad se divide entre los que tienen armas y los que no tienen armas, y estos últimos están siempre completamente desprotegidos, con independencia del bando o la bandera. En el estado de catástrofe actual, los españoles, todos potencialmente víctimas del virus, se dividen, en cambio, entre los que no pueden hacer confinamiento y los que sí pueden hacer confinamiento o, si se prefiere, entre los que se exponen más o se exponen menos al virus. Los que se exponen más al virus –el personal médico, los transportistas, las cajeras de supermercado, las limpiadoras y cuidadoras, etc.– ni tienen armas ni se pelean entre sí con el propósito de proteger a los “suyos”. Al contrario de lo que ocurre en las guerras, este “anti-ejército desarmado” –provisto solo de microscopios, termómetros, bayetas, manos y sentido del deber– ni se hace la guerra ni se la hace a los que están encerrados en sus casas, menos expuestos y completamente desarmados. Es, como dice Leila Nachawati, exactamente lo contrario: se exponen para protegernos a todos, a sabiendas de que de esa forma también se protegen a sí mismos y al orden civilizado del que dependen y que depende de ellos. Por eso debemos admirarlos y apoyarlos; y por eso es una irresponsabilidad inmoral y suicida incumplir la normativa sanitaria. Pero si hay una situación distante de la guerra –en su temperatura ética, anti-identitaria y “universal”– es precisamente la catástrofe que estamos viviendo. En todo caso, lo que opera en contra de la “causa superior” –la salvación de todas y cada una de las vidas humanas en peligro– son las medidas económicas tomadas en la última década y las políticas que ahora es necesario corregir a toda prisa para proteger a los socialmente vulnerables. En este sentido, y allí donde la responsabilidad individual y la institucional, donde lo común y lo público, se cruzan, nuestros políticos y nuestras élites económicas son más responsables –pues conjugan ambas condiciones– que los ciudadanos privados.

No es una guerra, es una catástrofe. Es verdad que para dos generaciones de europeos (en otros sitios la verdadera guerra es su normalidad cotidiana) esta paliza de realidad es lo más parecido a un conflicto bélico que hemos vivido. Pero la crisis del coronavirus es en sustancia lo contrario de una guerra. Que sea “lo contrario” de la guerra también merece un análisis en profundidad. Lo real no se nos ha presentado como mala voluntad o identidad belicosa sino como contingencia impersonal adversa en un contexto capitalista que (aquí sí está justificada la metáfora) lleva años haciendo la guerra a la naturaleza, los cuerpos y las cosas. Es la “impersonalidad” no bélica de la catástrofe capitalista la que hay que revertir y transformar: por eso es tan importante esta convergencia trágica de responsabilidad individual e institucional que nos muestra ahora la importancia de los cuidados personales y colectivos. El fin del capitalismo puede estar acompañado de guerras pero no será una guerra: su anticipo y su metáfora, como colofón de su dinámica interna de ilimitación incivilizada, es este “virus” sin cara y replicante que aparecerá una y otra vez, y cada vez más, en forma de “catástrofe”. Para esta batalla no se necesitan soldados sino ciudadanos; y esos aún están por hacer. La catástrofe es una oportunidad para fabricarlos.

No es una guerra, es una catástrofe. La imagen del ejército en la calle –y hasta la de un general en una rueda de prensa– puede estar justificada pero también inquieta, política y antropológicamente. Para que dejen de inquietar –y hasta nos alegremos de su presencia, si es que es realmente necesaria– sería indispensable que nuestros políticos (todos hombres, por cierto) dejen de inscribir su intervención en el marco de una “guerra”, de una “contienda bélica”, de una recuperación de los “valores militares”. Sólo los médicos pueden hablar de “guerra” y, en cuanto al espíritu de “sacrificio”, citado por el general Villarroya, quizás deberían ser las “madres”, y no los militares, las que nos diesen lecciones. Un amigo muy inteligente nos dice que necesitamos ejemplos movilizadores y épica salvífica. Es verdad. Pero esto no es una guerra, es una catástrofe. Bastante duro es afrontar una “catástrofe” como para que, además de temer al virus, acabemos temiendo a nuestras co-víctimas y a los que están intentando protegernos. Los ejemplos ya los tenemos y son tan banales como los de la maldad arendtiana a la que se oponen; y la épica también existe y es igualmente de andar por casa: la de ese hombre o mujer que, en el balcón de enfrente, a cuatro metros de distancia, descubre de pronto en su odioso vecino (al que hasta ayer estrechaba la mano con indiferencia o desagrado) una existencia afín y casi amiga a la que no puede abrazar. No deja de ser hermosamente paradigmático que sea en una situación de aislamiento social impuesta, cuando los besos y los abrazo se proscriben, cuando de repente conocemos los nombres de quienes viven en nuestro bloque, nos preocupamos de si tienen alimento o necesitan medicinas.

Esto no es una guerra, es una catástrofe. Al contrario que en una guerra, no hay ninguna causa superior que la salvación de todas y cada una de las vidas humanas. Venceremos sólo si no hay víctimas humanas. O son las menos posibles.

Venceremos quizás esta vez. Pero habrá que prepararse para la siguiente y esta sacudida que reordena las prioridades puede ser un entrenamiento crucial.

Notas

1. De esta humanización bélica del virus da un espeluznante y paradójico ejemplo este titular de EFE:

“El gobierno de Nicaragua desafía al coronavirus con una marcha multitudinaria”. Ortega, es decir,

desafía al coronavirus facilitando su reproducción.

  • Cuando vamos a leer un artículo de opinión conviene tener una idea no solo de quién lo escribe sino también desde dónde lo escribe.

      • El artículo de Ramón Lobo se publicó en el diario El País, que probablemente te suene. ¿Conoces Ctxt, el medio que ha publicado este otro artículo? Infórmate acerca de él en su página web. ¿Cuál es su nombre completo? ¿Y su lema? ¿Qué querrán decir con ello? Sus secciones también nos orientan acerca de cuáles son los temas a los que dan prioridad. ¿Cuáles son en este caso?

      • ¿Quiénes son Yayo Herrero y Santiago Alba Rico? Aparece en el pie de página.

  • La tesis del artículo aparece enunciada al comienzo del segundo párrafo: "Digámoslo con toda claridad: lo que estamos viviendo no es una guerra, es una catástrofe". La tesis la encontramos repeida varias veces a lo largo del texto. Localiza en qué momentos. ¿A qué crees que se debe esta insistencia? La repetición es un recurso retórico que hemos visto a menudo en la poesía -la anáfora-. ¿Qué efecto tiene aquí?

  • En los párrafos siguentes encontramos los argumentos. ¿Por qué no es una guerra? ¿Por qué es una catástrofe? Explícalo con tus palabras dedicando un párrafo a cada una de las preguntas.

  • Dicen los autores que si concebimos la actual pandemia como una guerra, corremos el riesgo de criminalizar -de ver como enemigos- a los posibles portadores del virus. ¿Conoces algún ejemplo de que esto haya ocurrido?

  • Concluyen apelando a un cambio de prioridades -de lo que consideramos más importante en nuestra vida personal y, sobre todo, social- para cuando acabe esta situación. ¿Qué cosas crees que deberíamos replanteranos como sociedad, cosas a las que no dábamos valor y han resultado ser determinantes?