Esa mañana llegué a la alberca para darme cuenta de que estaba lloviendo. Aún así, busqué un banquito para mis cosas y salí a deleitarme. Me recosté en el pasto mojado que sirvió como un suave tapete para ejercitarme y después de unos minutos, la lluvia amainó.
-Debe ser Tláloc, mi dios amigo —pensé.
Me quedé boca arriba y medité enfocándome en la conexión con el centro de la galaxia. Entonces empecé a sentir que mi cuerpo era abierto con un elemento filoso, separando la piel como un cuero seco y flexible desde los pies hacia la cintura. El desollamiento dejaba ver una masa ennegrecida del contenido humano de mi esencia. Por su parte, el instrumento filoso seguía subiendo hacia mi cabeza y el compuesto ennegrecido explotó en luminiscencia hasta dejar sólo una marca en el pasto, como la huella de alguien que estuvo ahí.
En ese momento, justo cuando la energía radiante de mi alma se elevó sobre la estratósfera —lo que considero su lugar de poder y teniendo a la Tierra a miles de kilómetros debajo de mi pie izquierdo— empecé a brillar como una estrella que contactó a cada espasmo de mi corazón con el de mis hijos.
La experiencia cósmica debía terminar, me coloqué boca abajo para abrazar a la Tierra, la besé con ternura, especialmente en las hojas de su alfombra verde, y pegué mis genitales esperando escuchar sus gemidos. Mi rutina había terminado y solo quedaba hacerle una reverencia a Tláloc.
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