La practica del amor
cap. 4. de Erich Fromm
de su libro El arte de amar
Lectura asignada en el Curso Bibliotecas Escolares, Lic. Bibliotecologia, FFyL, UANL
Monterrey, Nuevo Leon, Mexico, 26 octubre 2008
Fuente bibliografica:
Fromm, E. (2000). “Capítulo 4: La práctica del amor.” En: El arte de amar: Una investigación sobre la naturaleza del amor. Tr. Noemi Rosenblatt. México: Paidós, pp.105-128.
En linea al libro completo (NB: la paginación del impreso no concuerda con la electronica, para efectos de citación textual se debe basar en el impreso, pero para citación de paráfrasis si se puede usar la electronica):
Tambien se encuentran varios ejemplares en la Biblioteca Jose Alvarado de la FFyL, UANL, vease:
Has Buscado -- Título: arte de amar : una investigación sobre la naturaleza del amor / Erich Fromm.
1
3
5
7
2
4
6
8
IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR
Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos
enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de la
práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la
práctica de un arte, excepto practicándolo?
La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la
mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los
lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo «cómo debe
usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a
amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con
tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una
experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros
mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya
tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria,
cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica
del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar,
los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas
premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede
darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso
decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede
resultar útil para el dominio del arte -por lo menos para quienes han
dejado de esperar «recetas»-.
La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales,
independientes por completo de que el arte en cuestión sea la
carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica
de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de
una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy
en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir un «hobby»
agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese
arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa
a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días
durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida.
Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de
aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de
manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una
estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es
excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando
82
no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra
más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en
gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida.
Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas
diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son
propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su
rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo
mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a
desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad
irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa
disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.
El que la concentración es condición indispensable para el dominio
de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel
que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en
nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la
autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de
vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se
hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla,
se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca
siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas,
bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta
claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros
mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es
imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e
inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es
uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la
boca, los ojos y la nariz.)
Un tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado
alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria
para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados
rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin
embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la
concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente
lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas
para lograr rapidez: el coche y el aeroplano nos llevan rápidamente a
destino -y cuanto más rápido mejor-. La máquina que puede producir
la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más
P s i K o l i b r o
antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones
económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores
humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es
bueno para las máquinas debe serlo para el hombre -así dice la
lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando
no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo
que gana -salvo matarlo
Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una
preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo
de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá
siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un
maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como
para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de
aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las
otras artes.
Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones
generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte
directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe
aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener
aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el
arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a
cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza
por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería
empieza haciendo ejercicios respiratorios (Para un cuadro de la
concentración, la disciplina, la paciencia y la preocupación necesarias
para el aprendizaje de un arte, recomiendo al lector Zen the Art of
Archery, de E. Herrigel, Nueva York, Pantheon Books, Inc., 1953.). Si
se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar
dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona
se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe
mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas
que deba realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa
que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por
practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de
todas las fases de su vida.
¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en
mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban
84
levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar
mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y
autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el
ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a
tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de
cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa
complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que
equilibraba la forma rutinizada de vida impuesta durante ocho horas
de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular
durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar
música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites,
actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no
comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias.
Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una
regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión
de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno
se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a
extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de
nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es
que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa
es «buena». El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que
es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su almatambién
debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar
algunas resistencias.
La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra
cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de
concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es
aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio,
fumar o beber. Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder
estar solo con uno mismo -y esa habilidad es precisamente una
condición para la capacidad de amar-. Si estoy ligado a otra persona
porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo
así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación.
Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición
indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo
consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse
molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se
inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa
práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva
demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan
a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se
encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o
sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que
hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes
que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos
ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición
relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver
una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las
imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la
propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla -y, al
hacerlo, percibirla-; tratar además de lograr una sensación de «yo»;
yo = «mí mismo», como centro de mis poderes, como creador de mi
mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo
menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible,
más tiempo) y todas las noches antes de acostarse2.( Si bien existe
abundante cantidad de teoría y práctica sobre ese tema en las
culturas orientales, especialmente en la India, también se han hecho
en los últimos años intentos similares en Occidente. El más
importante, en mi opinión, es la escuela de Gindler, cuyo fin es la
percepción del propio cuerpo. Para la comprensión del método de
Gindler, véase el trabajo de Charlotte Selver, en sus cursos y
conferencias en la New School de Nueva York.)
Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo
lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una
persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe
ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por
completo. Si uno está concentrado, poco importa qué está haciendo;
las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una
nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia
atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo
posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no
es genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un árbol
que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de comer
juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación
puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y
no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado,
una conversación puede referirse a cuestiones religiosas o políticas y
ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan
86
en clisés, cuando no sienten lo que dicen. Debo agregar aquí que, así
como importa evitar la conversación trivial, importa también evitar las
malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo la gente viciosa
y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero
también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está muerta,
aunque su cuerpo siga vivo; a individuos cuyos pensamientos y
conversación son triviales; que parlotean en lugar de hablar, y que
afirman opiniones que son clisés en lugar de pensar. Pero no siempre
es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no
reacciona en la forma esperada -es decir, con clisés y trivialidadessino
directa y humanamente, descubrirá con frecuencia que esa
gente modifica su conducta, muchas veces con la ayuda de la
sorpresa producida por el choque de lo inesperado.
Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente
poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da
consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de
la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias
respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa.
Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aún más cansados si
escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario.
Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto
estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y
benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa
somnolencia, y al mismo tiempo hace difícil conciliar el sueño al final
del día.
Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el
aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy
realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser
sobre todo practicada por personas que se aman mutuamente.
Deben aprender a estar el uno cerca del otro, sin escapar de las
múltiples formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la
concentración es difícil; se tiene la impresión de que jamás se logrará
la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la necesidad de
tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y quiere
forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará
concentrarse -tampoco en el arte de amar-. Para tener una idea de lo
que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a
caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue
ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué no
P s
podría lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su
concentración en los fines que son importantes para él!
Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno
mismo. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar continuamente en
uno mismo, «analizarse», o qué? Si habláramos de ser sensible a
una máquina, no habría dificultad para explicar lo que eso significa.
Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él.
Advierte hasta un pequeño ruido inusual, o un insignificante cambio
de la aceleración del motor. De la misma forma, el conductor es
sensible a las irregularidades en la superficie del camino, a los
movimientos de los coches que van detrás y delante de él. Sin
embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se encuentra
en estado de serenidad vigilante, abierta a todos los cambios
relacionados con la situación en la que está concentrado: manejar el
coche sin peligro.
Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano,
encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y
correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos
cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los
manifieste abiertamente. Se despierta porque su hijo llora, si bien otro
sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso
significa que es sensible a las manifestaciones de la vida del niño; no
está ansiosa ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta,
receptivo de cualquier comunicación significativa proveniente del
niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo.
Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o
depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de
pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse
«¿qué ocurre?» «¿Por qué estoy deprimido?» Lo mismo sucede al
observar que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los ensueños
u otras actividades escapistas. En cada uno de esos casos, lo
que importa es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las
mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra
voz interior, que nos dice -por lo general inmediatamente- por qué
estamos angustiados, deprimidos, irritados.
La persona media es sensible a sus procesos corporales; advierte los
cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad
88
corporal es relativamente fácil de experimentar, porque la mayoría de
las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una
sensibilidad semejante para con los procesos mentales es más difícil,
porque muchísima gente no ha conocido nunca a alguien que
funcione óptimamente. Toman el funcionamiento psíquico de sus
padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como
norma, y, mientras no difieren de ésta, se sienten normales y no
tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que
jamás ha conocido a una persona amante, o a una persona con
integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible
con respecto a uno mismo, hay que tener una imagen del
funcionamiento humano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible
adquirir experiencia si no se la ha tenido en la propia infancia o en la
vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta sencilla a tal
pregunta; pero ésta señala un factor muy crítico de nuestro sistema
educativo.
Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza
más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede
impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante.
En épocas anteriores de nuestra cultura, o en la China y la India, el
hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales
sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una
fuente de información, sino que su función consistía en transmitir
ciertas actitudes humanas. En la sociedad capitalista contemporánea
-así como en el comunismo ruso- los hombres propuestos para la
admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de
cualidades espirituales significativas. Los que el público admira
esencialmente son los que dan al hombre corriente una sensación de
satisfacción substitutiva. Estrellas cinematográficas, animadores
radiales, periodistas, importantes figuras del comercio o el gobierno,
tales son los modelos de emulación. A menudo su principal
calificación para esa función es que han logrado aparecer en letras
de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente
irremediable. Si se contempla el hecho de que un hombre como
Albert Schweitzer se haya hecho famoso en los Estados Unidos, si se
tienen en cuenta las múltiples posibilidades de familiarizar a nuestra
juventud con personalidades históricas y contemporáneas que
demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no
como anfitriones (en el sentido más amplio de la palabra), si se
P s i K o l i b r o
piensa en las grandes obras de la literatura y el arte de todas las
épocas, parece que existe la posibilidad de crear una visión de un
buen funcionamiento humano, y por lo tanto una sensibilidad al mal
funcionamiento. Si no lográramos mantener viva una visión de la vida
madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la
probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa
tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de cierto
tipo de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos.
Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se derrumbará
una cultura de cinco mil años, aunque su conocimiento se transmita y
se siga desarrollando.
Hasta aquí me he referido a las condiciones para la práctica de
cualquier arte. Examinaré ahora las cualidades de particular
importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho
sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro
del amor es la superación del propio narcisismo. En la orientación
narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro
interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de
realidad de por sí y se experimentan sólo desde el punto de vista de
su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo
es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal
como son, objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la
imagen formada por los propios deseos y temores. En todas las
formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser objetivo.
Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de
él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos
de su mundo interior, como su creación. Y todos procedemos de
idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos,
ponemos dramas en escena, que constituyen la expresión de
nuestros anhelos y temores (aunque algunas veces también de
nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos
convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como
la realidad que percibimos en el estado de vigilia.
El insano o el soñador carecen completamente de una visión objetiva
del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos
insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos
una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra
orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede
90
encontrarlos fácilmente observándose a sí mismo, a sus vecinos y
leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación
narcisista de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico,
diciendo que quiere visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico
responde que no tiene tiempo ese día, pero que puede atenderla al
día siguiente. La respuesta de la mujer es: «Pero, doctor, vivo sólo a
cinco minutos de su consultorio.» No puede entender la explicación
del médico de que a él no le ahorra tiempo que la distancia sea tan
corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente: puesto que ella
ahorra tiempo, él ahorra tiempo; para ella, la única realidad es ella
misma.
Menos extremas -tal vez menos evidentes- son las deformaciones tan
comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres
experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de
que los complazca, les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en
lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí
mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras
porque su propia relación con sus madres les hace interpretar
cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas
esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque
no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron
en su infancia?
En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es
más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser
considerada totalmente depravada y perversa, al tiempo que la propia
nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del
enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra.
Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se consideran
signos de una perversidad particular con las que se propone engañar
a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son
necesarias y encuentran justificación en las nobles finalidades que
sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las
naciones, tanto como entre los individuos, llegamos a la conclusión
de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deformación
narcisista en mayor o menor grado.
La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional
que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la
P s
propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de
humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y
omnipotencia de la infancia.
En los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello
significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del
narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, objetividad y razón.
Toda la vida debe estar dedicada a esa finalidad. La humildad y la
objetividad son indivisibles, tal como lo es el amor. No puedo ser
verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no puedo serlo
con un extraño, y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo
esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme
sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de
ver la diferencia entre mi imagen de una persona y de su conducta,
tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa
persona tal como existe independientemente de mis intereses,
necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser
objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia el
dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en
contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su objetividad para la
persona amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el
resto del mundo, pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.
La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar
el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de
nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación
productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos.
Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita de
una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de
amar requiere la práctica de la fe.
¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en
Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está inevitablemente en contraste u
oposición con la razón y el pensamiento racional? Aun para empezar
a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe
racional de la irracional. Al hablar de fe irracional me refiero a la
creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a
una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una
convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe
racional no es primariamente una creencia en algo, sino la cualidad
92
de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe es un
rasgo caracterológico que penetra toda la personalidad, y no una
creencia específica.
La fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y
emocional. Constituye un importante componente del pensar racional,
en el que se supone que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un
científico, por ejemplo, a un nuevo descubrimiento? ¿Comienza
haciendo experimento tras experimento, reuniendo los hechos uno
después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar? Es
excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya
hecho de esa manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la
gente arribe a conclusiones significativas cuando se limita a perseguir
una fantasía. El proceso del pensamiento creador en cualquier campo
del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar
una «visión racional», que constituye a su vez el resultado de
considerables estudios previos, pensamiento reflexivo y observación.
Cuando un científico logra reunir suficientes datos, o elaborar una
fórmula matemática que hace altamente plausible su visión original,
puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un
cuidadoso análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus
consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una
hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en
una teoría de amplio alcance.
La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en
las visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton
estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno
murió quemado en la hoguera y Spinoza sufrió la excomunión. A
cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta la
formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una
finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como
una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos
hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez. Esa
fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el
propio poder de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la
fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así
lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en
una convicción independiente basada en el propio pensamiento y
observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.
P s i K o l i b r o
El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la
experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las
relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de cualquier
amistad o amor significativos. «Tener fe» en otra persona significa
estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes
fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor. No me
refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones,
sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que,
por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte
de ella, no algo tornadizo.
En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos
conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra
personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra
vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia
de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese
núcleo constituye la realidad que sustenta a la palabra «yo», la
realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia
identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo,
nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos
dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces
en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que
tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede
estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo
tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en
uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y
puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su
capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la
existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe
en el propio amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y
en su confianza.
Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos
en las potencialidades de los otros. La forma más rudimentaria en
que se manifiesta es la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido:
en que vivirá, crecerá, caminará y hablará. Sin embargo, el desarrollo
del niño en ese sentido se produce con tal regularidad que parecería
que no es necesaria la fe para estar seguro de él. Algo distinto ocurre
con las potencialidades que pueden no desarrollarse: las de amar,
ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, el talento artístico,
94
por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan
las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden
ahogarse cuando éstas faltan.
De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona
de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas
potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la
diferencia entre educación y manipulación. Educación significa
ayudar al niño a realizar sus potencialidades.(La raíz de la palabra
educación es e-ducere, literalmente, conducir desde, o extraer algo
que existía potencialmente.) Lo contrario de la educación es la
manipulación, que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de
las potencialidades y en la convicción de que un niño será como
corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es deseable y
suprimen lo que parece indeseable. No hay necesidad de tener fe en
el robot, puesto que tampoco hay vida en él.
La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo
occidental, esa fe se expresa en términos religiosos en la religión
judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más
poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos
ciento cincuenta años. Al igual que la fe en el niño, se basa en la idea
de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las
condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado
por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha
logrado aún construir ese orden, y, por lo tanto, la convicción de que
puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa
es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia
de los logros del pasado de la raza humana y en la experiencia
interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el
amor.
Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se
considera avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente,
y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa
en la experiencia opuesta. Tenemos fe en una idea porque es el
resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento.
Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y
en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos
experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la
P s i K o l i b r o
realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro
propio poder y del amor. La base de la fe racional es la productividad;
vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productivamente. Se
deduce de ello que la creencia en el poder (en el sentido de
dominación) y en el uso del poder constituye el reverso de la fe.
Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el desarrollo
de las potencialidades aún no realizadas. Es una predicción del futuro
basada únicamente en el presente manifiesto; pero resulta ser un
grave error de cálculo, profundamente irracional en su descuido de
las potencialidades y el crecimiento humanos. No hay una fe racional
en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen,
el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real
de todas las cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el
más inestable de todos los logros humanos. Debido a que la fe y el
poder se excluyen mutuamente, todos los sistemas religiosos y
políticos que se construyeron originariamente sobre una fe racional,
se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda
quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.
Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la
disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en
la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida
no puede tener fe; quien se encierra en un sistema de defensa,
donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan
seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar, requiere
coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental
importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores-.
Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso
fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema «vivir peligrosamente». Su
tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud
destructiva hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque
uno es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo
contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder es lo opuesto
de la. fe en la vida.
¿Hay algo que deba practicarse en relación con la fe y el valor?
Indudablemente, la fe puede practicarse a cada momento. Requiere
fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar
cualquier tarea. Pero todos estamos acostumbrados a tener ese tipo
96
de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su
insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier trabajo
productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es
hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la
propia opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o
algunos hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las
propias convicciones aunque éstas no sean populares: todo eso
requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la
vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no
como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros,
requiere fe y coraje.
La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de
la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se
pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar
esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo
se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y
cómo la mayor debilidad nos lleva a una nueva traición, y así en
adelante, en un círculo vicioso. Entonces reconoceremos también
que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor
real, aunque habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar
significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la
esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto
de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor. ¿Es posible
decir algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás otro podría
hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría intentarlo. Pero puesto
que no soy ni lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir algo
más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera
realmente interesado puede aprender a tener fe como un niño
aprende a caminar.
Una actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que
hasta ahora sólo hemos mencionado de modo implícito, debe
examinarse explícitamente ahora, pues es funda mental: la actividad.
He dicho antes que actividad no significa «hacer algo», sino una
actividad interior, el uso productivo de los propios poderes. El amor
es una actividad; si amo, estoy en un constante estado de
preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella.
Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona
amada si soy perezoso, si no estoy en un constante estado de
P s i K o l i b r o
conciencia, alerta y actividad. El dormir es la única situación
apropiada para la inactividad; en el estado de vigilia no debe haber
lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy
en día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos
cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar plenamente
despierto es la condición para no aburrirnos o aburrir a los demás -y
sin duda no estar o no ser aburrido es una de las condiciones fundamentales
para amar-. Ser activo en el pensamiento, en el
sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la
pereza interior, sea que ésta signifique mantenerse receptivo,
acumular o meramente perder el tiempo, es condición indispensable
para la práctica del arte de amar. Es una ilusión creer que se puede
dividir la vida en forma tal que uno sea productivo en la esfera del
amor e improductivo en las demás. La productividad no permite una
tal división del trabajo. La capacidad de amar exige un estado de
intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo
puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en
muchas otras esferas de la vida. Si no se es productivo en otros
aspectos, tampoco se es productivo en el amor.
El examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de
la adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que
hemos descrito en este capítulo. Está inseparablemente relacionado
con el dominio social. Si amar significa tener una actitud de amor
hacia todos, si el amor es un rasgo caracterológico, necesariamente
debe existir no sólo en las relaciones con la propia familia y los
amigos, sino también para con los que están en contacto con
nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una
«división del trabajo» entre el amor a los nuestros y el amor a los
ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es
la existencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda implica
un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones
sociales acostumbradas. Si bien se habla mucho del ideal religioso
del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho
determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de equidad.
Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de
artículos y servicios, o en el intercambio de sentimientos. «Te doy
tanto como tú me das», así en los bienes materiales como en el
amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista.
98
Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es
la contribución ética particular de la sociedad capitalista.
Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la
sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio
de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la
tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el
capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el
mercado. Se trate del mercado de productos, del laboral o del de
servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que
quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la
fuerza o al fraude.
La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la
Regla Dorada. La máxima «haz a los demás lo que quisieras que te
hicieran a ti» puede interpretarse como «sé equitativo en tu
intercambio con los demás». Pero, en realidad, se formuló
originalmente como una versión popular del «Ama a tu prójimo como
a ti mismo» bíblico. Por cierto, la norma judeocristiana de amor
fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa
amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él,
mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y
unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del
prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada
se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas
actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos
de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos
a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la
diferencia entre equidad y amor.
Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra
organización social y económica está basada en el hecho de que
cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida
por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de
equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la
estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el
amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones
seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes
cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone
Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros
P s i K o l i b r o
(Cf. el artículo de Herbert Marcuse, «The Social Implications of Psychoanalytic
Revisionism», Dissent, Nueva York, verano de 1956.)
comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una
incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan
a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa
participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco
puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del
amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista
se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad,
es implícitamente compartido por la persona corriente que siente:
«me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morirme de
hambre si lo tomara en serio». Este radicalismo resulta un nihilismo
moral. Tanto los «pensadores radicales» como la persona corriente
son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos
consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras
que los primeros conocen y reconocen la «necesidad histórica» de
ese hecho.
Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad
del amor y la vida «normal» sólo es correcta en un
sentido abstracto. El principio sobre el que se basa la sociedad
capitalista y el principio del amor son incompatibles. Pero la sociedad
moderna en su aspecto concreto es un fenómeno complejo. El
vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar
económicamente sin mentir; un obrero especializado, un químico o un
médico pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero,
un maestro y muchos tipos de hombres de negocios pueden tratar de
practicar el amor sin dejar de funcionar económicamente. Aun si
aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el
principio del amor, debemos admitir que el «capitalismo» es, en si
mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que incluso
permite una buena medida de disconformidad y libertad
personal.
Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos
esperar que el sistema social actual continúe indefinidamente, y, al
mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia
nuestros hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual,
constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un
fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea. No
tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud
100
amorosa, sino porque el espíritu de una sociedad dedicada a la
producción y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista
puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan
seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de
la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que
para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una
excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita
cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro,
sólo podemos sugerir la dirección de tales cambios. (En mi libro
Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, Fondo de
Cultura Económica, 1956, procuré examinar detalladamente ese problema.)
Nuestra sociedad está regida por una burocracia administrativa,
por políticos profesionales; los individuos son motivados por
sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más,
como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están
subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en
fines; el hombre es un autómata -bien alimentado, bien vestido, pero
sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y
función peculiarmente humana-.
Si el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar
supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él
quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la
experiencia, el trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos,
sus beneficios. La sociedad debe organizarse en tal forma que la
naturaleza social y amorosa del hombre no esté separada de su
existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he
tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria
al problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que
excluya, relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece a
causa de su propia contradicción con las necesidades básicas de la
naturaleza del hombre. Hablar del amor no es «predicar», por la
sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y
real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida no
significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir
su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales
responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor
como un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener
una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del
hombre.
P s i K o l i b r o