Selección de pasajes de la crítica de la razón pura.

Extraída de aquí

[Sección de lectura obligatoria]

Prólogo

La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de

verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la

naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan

las facultades de la razón humana.

En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en

el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente

garantizado por ésta. Con ello elévase (como lo lleva consigo su naturaleza) siempre

más arriba, a condiciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea

ha de permanecer siempre inacabada porque las cuestiones nunca cesan; se ve pues

obligada a refugiarse en principios que exceden todo posible uso de la experiencia y

que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana

ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en obscuridades y

contradicciones; de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos

errores, sin poder empero descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen

de los límites de toda experiencia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la

experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase Metafísica.

Hubo un tiempo en que esta ciencia era llamada la reina de todas las ciencias y, si se

toma el deseo por la realidad, ciertamente merecía tan honroso nombre, por la

importancia preferente de su objeto. La moda es ahora mostrarle el mayor desprecio y la

matrona gime, abandonada y maltrecha, como Hecuba: modo maxima rerum, tot generis

natisque potens - nunc trahor exul, inops. (Ovidio, Metamorfosis).

Su dominio empezó siendo despótico, bajo la administración de los dogmáticos. Pero

como la legislación llevaba aún en sí la traza de la antigua barbarie, deshízose poco a

poco, por guerra interior, en completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas

que repugnan a toda construcción duradera, despedazaron cada vez más la ciudadana

unión. Mas eran pocos, por fortuna, y no pudieron impedir que aquellos dogmáticos

trataran de reconstruirla de nuevo, aunque sin concordar en plan alguno. En los tiempos

modernos pareció como si todas esas disputas fueran a acabarse; creyóse que la

legitimidad de aquellas pretensiones iba a ser decidida por medio de cierta Fisiología

del entendimiento (del célebre Locke). El origen de aquella supuesta reina fue hallado

en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser

sospechosa, con razón. Pero como resultó sin embargo que esa genealogía, en realidad,

había sido imaginada falsamente, siguió la metafísica afirmando sus pretensiones, por lo

que vino todo de nuevo a caer en el dogmatismo anticuado y carcomido y, por ende, en

el desprestigio de donde se había querido sacar a la ciencia. Ahora, después de haber

ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo

indiferentísimo, madre del Caos y de la Noche en las ciencias, pero también al mismo

tiempo origen, o por lo menos preludio de una próxima transformación e iluminación, si

las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado.

Es inútil en efecto querer fingir indiferencia ante semejantes investigaciones, cuyo

objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Esos supuestos indiferentistas,

en cuanto piensan algo, caen de nuevo inevitablemente en aquellas afirmaciones

metafísicas, por las cuales ostentaban tanto desprecio, aun cuando piensen ocultarlas

trocando el lenguaje de la escuela por el habla popular. Esa indiferencia empero, que se

produce en medio de la prosperidad de todas las ciencias y que ataca precisamente

aquella, a cuyos conocimientos -si pudiéramos adquirirlos- renunciaríamos menos

fácilmente que a ningunos otros, es un fenómeno que merece atención y reflexión. Es

evidentemente el efecto no de la ligereza, sino del Juicio maduro de la época, que no se

deja seducir por un saber aparente; es una intimación a la razón, para que emprenda de

nuevo la más difícil de sus tareas, la del propio conocimiento, y establezca un tribunal

que la asegure en sus pretensiones legitimas y que en cambio acabe con todas las

arrogancias infundadas, y no por medio de afirmaciones arbitrarias, sino según sus

eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura

misma.

Por tal no entiendo una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la

razón en general, respecto de todos los conocimientos a que esta puede aspirar

independientemente de toda experiencia; por lo tanto, la crítica resuelve la posibilidad o

imposibilidad de una metafísica en general, y determina, no solo las fuentes, sino

también la extensión y límites de la misma; todo ello, empero, por principios.

Ese camino, el único que quedaba libre, lo he emprendido yo hoy y me precio de

haber conseguido así apartar todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón,

oponiéndola a sí misma, cuando actuaba sin basarse en la experiencia. Y no es que haya

eludido sus cuestiones, disculpándome con la incapacidad de la razón humana, sino que

las he especificado todas por principios y, después de haber descubierto el punto de

desavenencia de la razón consigo misma, las he resuelto a su entera satisfacción. Cierto

que la contestación a esas cuestiones no ha recaído como pudiera esperarlo el exaltado

afán dogmático de saber; pues este afán no podría satisfacerse más que con artes de

magia, de que yo no entiendo. Pero tampoco es ese el destino natural de nuestra razón; y

el deber de la filosofía era disipar la ilusión nacida de una mala inteligencia, aunque por

ello hubiera que aniquilar tan preciada y amada ilusión. En este trabajo, ha sido mi

designio el hacer una exposición detalladísima y me atrevo a afirmar que no ha de haber

un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se

dé aquí la clave. Y, en realidad, es la razón pura una unidad tan perfecta, que si su

principio fuera insuficiente para solo una de las cuestiones que le son propuestas por su

propia naturaleza, habría desde luego que desecharlo, porque entonces no sería

adecuado para resolver, con completa seguridad, ninguna otra.

Al decir esto, creo percibir en el rostro del lector una indignación mezclada con

desprecio, por pretensiones al parecer tan vanidosas e inmodestas; y sin embargo, son

ellas sin comparación más moderadas que las de cualquier autor del programa más

ordinario, que se jacta de demostrar en él quizá la naturaleza simple del alma o la

necesidad de un primer comienzo del mundo. Tal autor se compromete en efecto a

extender el conocimiento humano más allá de todos los límites de la experiencia

posible, cosa que, lo confieso, supera totalmente a mi facultad. En vez de eso, he de

ocuparme solo de la razón misma y de su pensar puro, y no he de buscar muy lejos su

conocimiento detallado, pues lo encuentro en mí mismo, y ya la lógica ordinaria me da

un ejemplo de que todas sus acciones simples pueden enumerarse completa y

sistemáticamente; solo que aquí se plantea la cuestión de cuanto puedo esperar alcanzar

con ella, si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia.

Esto es lo que tenía que decir sobre la integridad en la consecución de cada uno de

los fines y la exposición detallada en la consecución de todos juntos; que no constituyen

un propósito arbitrario, sino que la naturaleza del conocimiento mismo nos los propone

como materia de nuestra investigación crítica.

[...]

No conozco ningunas investigaciones que sean más importantes para desentrañar la

facultad que llamamos entendimiento y, al mismo tiempo, para determinar las reglas y

límites de su uso, que las que, en el segundo capítulo de la Analítica trascendental, he

puesto bajo el título de Deducción de los conceptos puros del entendimiento; también

me han costado más trabajo que ningunas otras, aunque no en balde, según creo. Ese

estudio, dispuesto con alguna profundidad, tiene empero dos partes. Una se refiere a los

objetos del entendimiento puro y debe exponer y hacer concebible la validez objetiva de

sus conceptos a priori, por eso justamente es esencial para mis fines. La otra va

enderezada a considerar el entendimiento puro mismo, según su posibilidad y las

facultades cognoscitivas en que descansa, por lo tanto en sentido subjetivo; y aunque

este desarrollo es de gran importancia para mi fin principal, no pertenece, sin embargo,

esencialmente a él; porque la cuestión principal sigue siendo: ¿qué y cuánto pueden

conocer el entendimiento y la razón, independientemente de toda experiencia? y no es:

¿cómo es posible la facultad de pensar misma?

[...]

Prólogo a la segunda edición

Si la elaboración de los conocimientos que pertenecen a la obra de la razón,

lleva o no la marcha segura de una ciencia, es cosa que puede pronto juzgarse por el

éxito. Cuando tras de numerosos preparativos y arreglos, la razón tropieza, en el

momento mismo de llegar a su fin; o cuando para alcanzar éste, tiene que volver atrás

una y otra vez y emprender un nuevo camino; así mismo, cuando no es posible poner

de acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de perseguir el

propósito común; entonces puede tenerse siempre la convicción de que un estudio

semejante está muy lejos de haber emprendido la marcha segura de una ciencia y de

que, por el contrario, es más bien un mero tanteo. Y es ya un mérito de la razón el

descubrir, en lo posible, ese camino, aunque haya que renunciar, por vano, a mucho de

lo que estaba contenido en el fin que se había tomado antes sin reflexión.

Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos más remotos,

puede colegirse, por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha tenido que dar un paso

atrás [...].

Si la lógica ha tenido tan buen éxito, debe esta ventaja sólo a su carácter

limitado, que la autoriza y hasta la obliga a hacer abstracción de todos los objetos del

conocimiento y su diferencia. En ella, por tanto, el entendimiento no tiene que

habérselas más que consigo mismo y su forma. Mucho más difícil tenía que ser,

naturalmente, para la razón, el emprender el camino seguro de la ciencia, habiendo de

ocuparse no sólo de sí misma sino de objetos. Por eso la lógica, como propedéutica,

constituye solo por decirlo así el vestíbulo de las ciencias y cuando se habla de

conocimientos, se supone ciertamente una lógica para el juicio de los mismos, pero su

adquisición ha de buscarse en las propias y objetivamente llamadas ciencias.

Ahora bien, por cuanto en estas ha de haber razón, es preciso que en ellas algo

sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al objeto de dos maneras: o

bien para determinar simplemente el objeto y su concepto (que tiene que ser dado por

otra parte) o también para hacerlo real. El primero es conocimiento teórico, el segundo

conocimiento práctico de la razón. La parte pura de ambos, contenga mucho o contenga

poco, es decir, la parte en donde la razón determina su objeto completamente a priori,

tiene que ser primero expuesta sola, sin mezclarle lo que procede de otras fuentes; pues

administra mal quien gasta ciegamente los ingresos, sin poder distinguir luego, en los

apuros, qué parte de los ingresos puede soportar el gasto y qué otra parte hay que librar

de él.

La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos de la razón que

deben determinar sus objetos a priori; la primera con entera pureza, la segunda con

pureza al menos parcial, pero entonces según la medida de otras fuentes cognoscitivas

que las de la razón.

La matemática ha marchado por el camino seguro de una ciencia, desde los

tiempos más remotos que alcanza la historia de la razón humana, en el admirable pueblo

griego. Mas no hay que pensar que le haya sido tan fácil como a la lógica, en donde la

razón no tiene que habérselas más que consigo misma, encontrar o mejor dicho abrirse

ese camino real; más bien creo que ha permanecido durante largo tiempo en meros

anteos (sobre todo entre los egipcios) y que ese cambio es de atribuir a una revolución,

que la feliz ocurrencia de un sólo hombre llevó a cabo, en un ensayo, a partir del

cual, el carril que había de tornarse ya no podía fallar y la marcha segura de una ciencia

quedaba para todo tiempo y en infinita lejanía, emprendida y señalada [...].

La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la ciencia; pues

no hace más que siglo y medio que la propuesta del judicioso Bacon de Verulam

ocasionó en parte -o quizá más bien dio vida, pues ya se andaba tras él- el

descubrimiento, que puede igualmente explicarse por una rápida revolución antecedente

en el pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda sobre

principios empíricos.

Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él

mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que de antemano

había pensado igual al de una determinada columna de agua; cuando más tarde Stahl

transformó metales en cal y ésta a su vez en metal, sustrayéndoles y devolviéndoles

algo, entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón

no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse

con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a

contestar a sus preguntas, no empero dejarse conducir como con andadores; pues de

otro modo, las observaciones contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de

antemano, no pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es sin embargo lo que

la razón busca y necesita. La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano

sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el

valor de leyes, y en la otra el experimento, pensado según aquellos principios; así

conseguirá ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha

todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga a los testigos a

contestar a las preguntas que les hace. Y así la misma física debe tan provechosa

evolución de su pensamiento, a la ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza,

conformemente a lo que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella

de lo cual por si misma no sabría nada.

Solo así ha logrado la física entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando

durante tantos siglos no había sido más que un mero tanteo.

La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, enteramente aislado, que

se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia, mediante meros conceptos (no

como la matemática mediante aplicación de los mismos a la intuición), y en donde por

tanto la razón debe ser su propio discípulo, no ha tenido hasta ahora la fortuna de

emprender la marcha segura de una ciencia; a pesar de ser más vieja que todas las

demás y a pesar de que subsistiría aunque todas las demás tuvieran que desaparecer

enteramente, sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en ella tropieza la

razón continuamente, incluso cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas

leyes que la experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces el

camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo que se refiere a

la unanimidad de sus partidarios, tan lejos está aún de ella, que más bien es un terreno

que parece propiamente destinado a que ellos ejerciten sus fuerzas en un torneo, en

donde ningún campeón ha podido nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre

su victoria una duradera posesión. No hay pues duda alguna de que su método, hasta

aquí, ha sido un mero tanteo y, lo que es peor, un tanteo entre meros conceptos.

Ahora bien ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar aquí un

camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por qué la naturaleza ha

introducido en nuestra razón la incansable tendencia a buscarlo como uno de sus más

importantes asuntos? Y aún más ¡cuán poco motivo tenemos para confiar en nuestra

razón, si, en una de las partes más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos

abandona, sino que nos entretiene con ilusiones, para acabar engañándonos! O bien, si

solo es que hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué señales nos permiten esperar que

en una nueva investigación seremos más felices que lo han sido otros antes?

Introducción

- I -

De la distinción del conocimiento puro y el empírico

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la

experiencia. Pues ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio,

como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos y ora provocan por sí

mismos representaciones, ora ponen en movimiento nuestra capacidad intelectual para

compararlos, enlazarlos, o separarlos y elaborar así, con la materia bruta de las

impresiones sensibles, un conocimiento de los objetos llamado experiencia? Según el

tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia y todo

conocimiento comienza con ella.

Mas si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por

eso origínase todo él en la experiencia. Pues bien podría ser que nuestro conocimiento

de experiencia fuera compuesto de lo que recibimos por medio de impresiones y de lo

que nuestra propia facultad de conocer (con ocasión tan sólo de las impresiones

sensibles) proporciona por sí misma, sin que distingamos este añadido de aquella

materia fundamental hasta que un largo ejercicio nos ha hecho atentos a ello y hábiles

en separar ambas cosas.

Es pues por lo menos una cuestión que necesita de una detenida investigación

y que no ha de resolverse enseguida a primera vista, la de si hay un conocimiento

semejante, independiente de la experiencia y aún de toda impresión de los sentidos.

Esos conocimientos llámanse a priori y distínguense de los empíricos, que tienen sus

fuentes a posteriori, a saber, en la experiencia.

Aquella expresión, empero, no es bastante determinada para señalar

adecuadamente el sentido todo de la cuestión propuesta. Pues hay algunos

conocimientos derivados de fuentes de experiencia, de los que suele decirse que

nosotros somos a priori partícipes o capaces, de ellos, porque no los derivamos

inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal, la cual, sin embargo,

hemos sacado de la experiencia. Así, de uno que socavare el fundamento de su casa,

diríase que pudo saber a priori que la casa se vendría abajo, es decir, que no necesitaba

esperar la experiencia de su caída real. Mas totalmente a priori no podía saberlo. Pues

tenía que saber de antemano por experiencia que los cuerpos son pesados y por tanto

que cuando se les quita el sostén, caen.

En lo que sigue, pues, entenderemos por conocimientos a priori no los que tienen lugar

independientemente de esta o aquella experiencia, sino absolutamente de toda

experiencia. A estos opónense los conocimientos empíricos o sea los que no son

posibles más que a posteriori, es decir por experiencia. De entre los conocimientos a

priori llámanse puros aquellos en los cuales no se mezcla nada empírico. Así por

ejemplo, la proposición: todo cambio tiene su causa, es una proposición a priori, mas no

es pura, porque el cambio es un concepto que no puede ser sacado más que de la

experiencia.

- II -

Estamos en posesión de ciertos conocimientos a priori y aun el entendimiento

común no está nunca sin conocimientos de esa clase.

Trátase aquí de buscar una característica por la que podamos distinguir un

conocimiento puro de uno empírico. Cierto es que la experiencia nos enseña que algo

está constituido de este u otro modo, pero no que ello no pueda ser de otra manera. Así

pues, primero: si se encuentra una proposición que sea pensada al mismo tiempo con su

necesidad, es entonces un juicio a priori; si además no está derivada de ninguna otra que

no sea a su vez valedera como proposición necesaria, es entonces absolutamente a

priori. Segundo: la experiencia no da jamás a sus juicios universalidad verdadera o

estricta, sino sólo admitida y comparativa (por inducción), de tal modo que se debe

propiamente decir: en lo que hasta ahora hemos percibido no se encuentra excepción

alguna a esta o aquella regla.

Así pues si un juicio es pensado con estricta universalidad, de suerte que no se

permita como posible ninguna excepción, entonces no es derivado de la experiencia,

sino absolutamente a priori. La universalidad empírica es pues solo un arbitrario

aumento de la validez: que, de valer para la mayoría de los casos, pasa a valer para

todos ellos, por ejemplo en la proposición: todos los cuerpos pesados. Pero en cambio

cuando un juicio tiene universalidad estricta, ésta señala una fuente particular de

conocimiento para aquel juicio, una facultad del conocimiento a priori. Necesidad y

universalidad estrictas son pues, señales seguras de un conocimiento a priori y están

inseparablemente unidas. Mas como, en el uso, es a veces más fácil mostrar la

contingencia que la limitación empírica de los juicios, o a veces también es más claro

mostrar la universalidad ilimitada, atribuida por nosotros a un juicio, que su necesidad,

es de aconsejar el uso separado de ambos criterios, cada uno de los cuales por sí es

infalible.

Es fácil mostrar ahora que hay realmente en el conocimiento humano juicios necesarios

y universales, en el más estricto sentido, juicios por tanto puros a priori. Si se quiere un

ejemplo sacado de las ciencias, no hay más que fijarse en todas las proposiciones de la

matemática. Si se quiere un ejemplo del uso más ordinario del entendimiento, puede

servir la proposición: todo cambio tiene que tener una causa. Y aun en este último

ejemplo, encierra el concepto de causa tan manifiestamente el concepto de necesidad

del enlace con un efecto y de universalidad estricta de la regla, que se perdería

completamente, si se le quisiera derivar, como hizo Hume, de una conjunción frecuente

entre lo que ocurre y lo que precede y de una costumbre nacida de ahí (por tanto de una

necesidad meramente subjetiva) de enlazar representaciones. Y también, sin necesidad

de semejantes ejemplos para demostrar la realidad de principios puros a priori en

nuestro conocimiento, podría mostrarse lo indispensable que son éstos para la

posibilidad de la experiencia misma y por tanto exponerlos a priori. Pues ¿de dónde iba

a sacar la experiencia su certeza si todas las reglas, por las cuales progresa, fueran

empíricas y por ende contingentes? Por eso no se puede fácilmente dar a

éstas el valor de primeros principios. Podemos empero contentarnos aquí con haber

expuesto el uso puro de nuestra facultad de conocer, como un hecho, con todas sus

señales. Pero no sólo en juicios, sino también en conceptos muéstrase que algunos

tienen un origen a priori. Prescindid poco a poco, en el concepto que la experiencia os

da de un cuerpo, de todo lo que es en él empírico: color, dureza o blandura, peso,

impenetrabilidad; siempre queda el espacio que aquel cuerpo (que ahora ha

desaparecido por completo) ocupaba; de este no podéis prescindir. De igual modo, si en

vuestro concepto empírico de todo objeto, corporal o incorporal, prescindís de todas las

propiedades que os enseña la experiencia, no podréis sin embargo suprimirle aquella por

la cual lo pensáis como substancia o como adherente a una substancia (aunque este

concepto encierra más determinación que el de un objeto en general). Así pues, tenéis

que confesar, empujados por la necesidad conque se os impone ese concepto, que tiene

un lugar en vuestra facultad de conocer a priori.

[...]

- IV -

De la distinción de los juicios analíticos y sintéticos

En todos los juicios en donde se piensa la relación de un sujeto con el

predicado (refiriéndome sólo a los afirmativos, pues la aplicación a los negativos es

luego fácil), es esa relación posible de dos maneras. O bien el predicado B pertenece al

sujeto A como algo contenido (ocultamente) en ese concepto A; o bien B está

enteramente fuera del concepto A, si bien en enlace con el mismo. En el primer caso

llamo el juicio analítico; en el otro sintético. Los juicios analíticos (los afirmativos) son

pues aquellos en los cuales el enlace del predicado con el sujeto es pensado mediante

identidad.

Aquéllos, empero, en que este enlace es pensado sin identidad, deben llamarse

juicios sintéticos. Los primeros pudieran también llamarse juicios de explicación, los

segundos juicios de ampliación, porque aquéllos no añaden nada con el predicado al

concepto del sujeto, sino que lo dividen tan sólo, por medio de análisis, en sus

conceptos-partes, pensados ya (aunque confusamente) en él; los últimos en cambio

añaden al concepto del sujeto un predicado que no estaba pensado en él y no hubiera

podido sacarse por análisis alguno. Por ejemplo, si yo digo: todos los cuerpos son

extensos, es éste un juicio analítico. Pues no he de salir fuera del concepto que uno al

cuerpo, para hallar la extensión como enlazada con él, sino que tan sólo tengo que

analizar aquel concepto, es decir, tomar conciencia de la multiplicidad que siempre

pienso en él, para encontrar en esa multiplicidad dicho predicado; es pues un juicio

analítico. En cambio si yo digo: todos los cuerpos son pesados, entonces el predicado es

algo enteramente distinto de lo que pienso en el mero concepto de un cuerpo en

general. La adición de un predicado semejante da pues un juicio sintético.

Los juicios de experiencia, como tales, son todos sintéticos. Sería

efectivamente absurdo fundamentar en la experiencia un juicio analítico, pues no he de

salir de mi concepto para formular el juicio y no necesito para ello, por lo tanto,

testimonio alguno de la experiencia. La proposición: un cuerpo es extenso, es una

proposición que subsiste a priori y no es juicio alguno de experiencia.

Pues antes de ir a la experiencia, tengo ya en el concepto todas las condiciones

para mi juicio, y del concepto puedo sacar el predicado por medio del principio de

contradicción, pudiendo asimismo tomar conciencia al mismo tiempo, de la necesidad

del juicio, cosa que la experiencia no podría enseñarme. En cambio, aunque yo no

incluya en el concepto de un cuerpo en general el predicado de a pesantez, aquel

concepto sin embargo señala un objeto de la experiencia por medio de una

parte de la misma, a la cual puedo yo añadir aún otras partes de esa misma experiencia

como pertenecientes a la primera. Puedo conocer antes analíticamente el concepto de

cuerpo, mediante los caracteres de la extensión, de la impenetrabilidad, de la figura,

etc... que todos son pensados en ese concepto. Ahora bien, si amplifico mi conocimiento

y me vuelvo hacia la experiencia, de donde había separado ese concepto de cuerpo,

encuentro, unida siempre con los anteriores caracteres, también la pesantez, y la añado,

pues, como predicado, sintéticamente a aquel concepto. Es pues en la experiencia en

donde se funda la posibilidad de la síntesis del predicado de la pesantez con el

concepto de cuerpo, porque ambos conceptos, aun cuando el uno no está contenido en el

otro, sin embargo, como partes de un todo (a saber, la experiencia que es ella misma una

unión sintética de las intuiciones) pertenecen uno a otro, si bien sólo por modo

contingente.

Pero en los juicios sintéticos a priori falta enteramente esa ayuda. Si he de salir

del concepto A para conocer otro B, como enlazado con él, ¿en qué me apoyo?

¿Mediante qué es posible la síntesis, ya que aquí no tengo la ventaja de volverme hacia

el campo de la experiencia para buscarlo? Tómese esta proposición: todo lo que sucede

tiene una causa. En el concepto de algo que sucede pienso ciertamente una existencia,

antes de la cual precede un tiempo, etc..., y de aquí pueden sacarse juicios

analíticos. Pero el concepto de una causa [está enteramente fuera de aquel concepto y]

me ofrece algo distinto del concepto de lo que sucede y no está por tanto contenido en

esta última representación. ¿Cómo llego a decir de lo que sucede en general algo

enteramente distinto y a conocer como perteneciente a ello [y hasta necesariamente] el

concepto de causa, aún cuando no se halle contenido en ello? ¿Cuál es aquí la incógnita

x, sobre la cual se apoya el entendimiento cuando cree encontrar fuera del concepto A

un predicado B extraño a aquel concepto y lo considera, sin embargo, enlazado con él?

La experiencia no puede ser, porque el principio citado añade esta segunda

representación a la primera, no sólo con más universalidad de la que la experiencia

puede proporcionar, sino también con la expresión de la necesidad y, por tanto,

enteramente a priori y por meros conceptos. Ahora bien, en semejantes principios

sintéticos, es decir, de amplificación, descansa todo el propósito último de nuestro

conocimiento especulativo a priori; pues los analíticos, si bien altamente importantes y

necesarios, lo son tan sólo para alcanzar aquella claridad de los conceptos, que se exige

para una síntesis segura y extensa, que sea una adquisición verdaderamente nueva.

- V -

En todas las ciencias teóricas de la razón están contenidos juicios sintéticos a

priori como principios.

Los juicios matemáticos son todos ellos sintéticos.- Esta proposición parece haber

escapado hasta ahora a los analíticos de la razón humana y hasta hallarse en directa

oposición a todas sus sospechas, aunque es cierta irrefutablemente y muy importante en

sus consecuencias. Pues habiendo encontrado que las conclusiones de los matemáticos

se hacen todas según el principio de contradicción (cosa que exige la naturaleza de toda

certeza apodíctica), persuadiéronse de que también los principios eran conocidos por el

principio de contradicción; en lo cual anduvieron errados, pues una proposición

sintética, si bien puede ser conocida por medio del principio de contradicción, no lo es

nunca en sí misma, sino sólo presuponiendo otra proposición sintética de la cual pueda

ser deducida.

Hay que notar, ante todo, que las proposiciones propiamente matemáticas son

siempre juicios a priori y no empíricos, pues llevan consigo necesidad, la cual no puede

ser derivada de la experiencia.

Mas si no se quiere admitir esto, ¡muy bien!, entonces limito mi proposición a la

matemática pura, cuyo concepto lleva ya consigo el contener no un conocimiento

empírico, sino tan sólo un conocimiento puro a priori.

Podría pensarse al principio que la proposición: 7 + 5 = 12, es una proposición

meramente analítica, que se sigue del concepto de una suma de siete y de cinco, según

el principio de contradicción. Pero, cuando se considera más de cerca, se encuentra que

el concepto de la suma de 7 y 5 no encierra nada más que la reunión de ambos números

en uno sólo, con lo cual no se piensa de ningún modo cuál sea ese número único que

comprende los otros dos. El concepto de doce no es, en modo alguno, pensado ya en el

pensamiento de aquella reunión de siete y cinco, y por mucho que analice mi concepto

de una suma semejante posible, no encontraré en él el número doce. Hay que salir de

esos conceptos, ayudándose con la intuición que corresponde a uno de ellos, por

ejemplo, los cinco dedos o bien (como Segner en su Aritmética) cinco puntos, y así

poco a poco añadir las unidades del cinco, dado en la intuición, al concepto del siete.

Pues tomo primero el número 7 y, ayudándome como intuición de los dedos de mi

mano para el concepto del 5, añado las unidades, que antes había recogido para

constituir el número 5, poco a poco al número 7, siguiendo mi imagen,

y así veo surgir el número 12. Que 5 ha de añadirse a 7, es cierto que lo he pensado en

el concepto de una suma = 7 + 5; pero no que esa suma sea igual al número 12. La

proposición aritmética es, por tanto, siempre sintética y de esto se convence uno con

tanta mayor claridad cuanto mayores son los números que se toman, pues entonces se

advierte claramente que por muchas vueltas que le demos a nuestros conceptos, no

podemos nunca encontrar la suma por medio del mero análisis de nuestros

conceptos y sin ayuda de la intuición.

De igual modo, ningún principio de la geometría pura es analítico. Que la línea

recta es la más corta entre dos puntos, es una proposición sintética. Pues mi concepto de

recta no encierra nada de magnitud, sino sólo una cualidad. El concepto de lo más corto

es enteramente añadido y no puede sacarse, por medio de ningún análisis, del concepto

de línea recta; la intuición tiene pues que venir aquí a ayudarnos y por medio de ella tan

sólo es posible la síntesis.

Algunos pocos principios, que los geómetras presuponen, son ciertamente

analíticos y descansan en el principio de contradicción; pero, como las proposiciones

idénticas, tampoco sirven más que como cadena del método y no como principios, por

ejemplo, a = a, el todo es igual a sí mismo, o bien (a + b) > a, el todo es mayor que la

parte. Y aun estos mismos, aunque valen según meros conceptos, no son admitidos en la

matemática más que porque pueden ser expuestos en la intuición.

Lo que comúnmente nos hace creer aquí que el predicado de esos juicios

apodícticos está ya en nuestro concepto y que el juicio es, por tanto, analítico, es tan

sólo la ambigüedad de la expresión.

 

 

¿Cómo es posible la matemática pura?

¿Cómo es posible la física pura?

Como estas ciencias están realmente dadas, puede preguntarse sobre ellas:

¿cómo son posibles?

Pues que tienen que ser posibles queda demostrado por su realidad. Pero en lo que se

refiere a la metafísica, su marcha, hasta ahora defectuosa, puede hacer dudar a

cualquiera, con razón, de su posibilidad; porque, además, no se puede decir de ninguna

de las presentadas hasta ahora que, en lo que toca a su fin esencial, se halle realmente

dada ante nosotros.

Ahora bien; esa especie de conocimiento ha de considerarse también como

dada en cierto sentido, y la metafísica es real, sí bien no como ciencia, como disposición

natural al menos (metaphysica naturalis).

Pues la razón humana va irresistiblemente, sin que a ello la mueva la mera

vanidad del saber mucho, impulsada por necesidad propia, a cuestiones tales que no

pueden ser contestadas por ningún uso empírico de la razón, ni por principios sacados

de la experiencia; y así realmente, por cuanto la razón en los hombres se extiende hasta

la especulación, ha habido siempre alguna metafísica y la habrá siempre. Acerca de ésta

se plantea pues la cuestión: ¿Cómo es posible la metafísica, en el sentido de una

disposición natural?, es decir, ¿cómo las preguntas que se hace la razón pura a sí

misma y a las que se siente impulsada, por propia necesidad, a contestar de la mejor

manera que pueda, surgen de la naturaleza de la razón humana universal?

Mas como en todos los ensayos hechos hasta ahora para contestar a esas

preguntas naturales (v. g. si el mundo tiene un comienzo o existe desde toda eternidad,

etc.), se han encontrado siempre contradicciones inevitables, no podemos atenernos a la

mera disposición natural a la metafísica, es decir, a la facultad pura misma de la razón,

de donde siempre nace alguna metafísica (sea cual sea), sino que ha de ser posible llegar

sobre ello a alguna certidumbre o sobre el saber o sobre el no saber de los objetos, es

decir, a una decisión sobre los objetos de sus preguntas o sobre la capacidad e

incapacidad de la razón de juzgar acerca de esos objetos. Así pues, o bien a extender

con confianza nuestra razón pura, o bien a ponerle determinadas y seguras limitaciones.

Esta última pregunta, emanada del problema universal anterior, sería con razón la

siguiente: ¿cómo es posible la metafísica como ciencia?

La crítica de la razón conduce pues, en último término, necesariamente a la

ciencia; el uso dogmático de la misma, sin crítica, conduce, en cambio, a afirmaciones

que carecen de fundamento, frente a las cuales se pueden oponer otras igualmente

ilusorias y, por tanto, al escepticismo.