Concepción Arenal

Arenal no fue pobre, como se la ha presentado en ocasiones, procedía de la nobleza rural y vivió de las rentas. Los que la rodearon eran de esa misma clase y bien situados en puestos relevantes de la vida pública así fueran políticos, escritores o militares, y muchos de ellos, como se estilaba, con título aristocrático. De tal forma que el trazado de su biografía va dibujando el mapa del convulso siglo XIX, desde Fernando VII a Leopoldo Alas, Castelar y Cánovas, Pi y Margall, Prim, Espartero, O’Donnell, Gertrudis Gómez de Avellaneda, la reina Isabel II, Carolina Coronado, Lázaro Galdiano, Menéndez Pelayo, Díaz Porlier, Espoz y Mina, Giner de los Ríos, en fin, para qué seguir, el callejero entero de cualquier ciudad grande. Y todos ellos subidos a una montaña rusa en la que caían reyes, se sublevaban generales, guerreaban carlistas y liberales, se promulgaban constituciones y se perdían colonias. Difícil caldo para consolidar las teorías ilustradas. En eso andaba Arenal, tocando todos los palos, pero con dos obsesiones: la miserable vida en las prisiones así como el inclemente código penal y la asistencia de los menesterosos. La misma mujer que exigía caridad privada a los pudientes pedía a los Gobiernos derechos sociales, la puritana de alta moral reclamaba el sacerdocio femenino y hacía ascos de la resignación cristiana. Ella era, sobre todo, una mujer de ciencia. Y así funcionaba su mente. Sus errores es de justicia leerlos a la luz de su siglo e inevitable ensalzar sus reflexiones y actitudes tan adelantados a aquel.