Post date: 29-oct-2009 22:34:59
Artículo escrito por uno de nuestros socios, para una revista de retenes.
El sonido ensordecedor de las turbinas del helicóptero hace que nos refugiemos en nosotros mismos. Nuestras miradas traspasan las ventanillas del Bell-212 y se dejan llevar entre el paisaje sinuoso y enigmático que es ver lo conocido pero desde otra perspectiva. Tejados de pizarra dibujando caprichosas formas geométricas. Los colores de los campos y los bosques se mezclan formando un mosaico irregular. Por fin a lo lejos vemos una gran columna de humo negro que nace detrás de uno de los picos afilados del Lobo, es una columna grande e instintivamente empiezo a buscar alrededor marcas geográficas que me permitan reconocer el paraje donde se encuentra el incendio. El miedo de la incertidumbre empieza a ocupar ese espacio indefinido entre la boca del estomago y las costillas, ¿Por qué será que algo totalmente psicológico como es el miedo tiene una señal física inmediata?. ¿Cómo será de intenso el fuego?, ¿y el combustible?, ¿quién estaba de coordinador hoy?, las preguntas invaden la espera de poder ver el incendio de una maldita vez.
El helicóptero se tumba hacia su lado derecho y hace una pasada rodeando la montaña, permitiéndonos echar una ojeada al incendio. Podemos ver como este a empezado a media ladera y ahora está muy cerca de la cumbre, también vemos a un par de brigadas de bomberos forestales que ya están actuando. Ardo de ganas de estar ya allá abajo.
Nos dirigimos a lo alto del pico y el piloto nos informa que va a tomar tierra en una pequeña explanada cerca de unas rocas, las hélices levantan una mezcla de polvo y hierbas secas envolviendo el entorno. El desembarque es rápido y antes de darnos cuenta el helicóptero ya esta alejándose valle abajo.
Caminamos en fila entre brezos y piornos de más de dos metros de altura, nos vamos abriendo camino como podemos y ahora aquí abajo viendo la vegetación y allá a lo lejos unas llamas enormes me parece que nos hemos hecho un poco más pequeños mis cuatro compañeros y yo. El camino se hace penoso de verdad, nos vamos cayendo continuamente y parece que no vamos a llegar nunca. Por fin tras 40 minutos, llegamos al incendio. Es más grande de lo que parecía desde el cielo, las llamas alcanzan los cuatro metros de altura por lo menos y desde donde estamos no vemos ni de lejos el otro flanco. Los nervios se calman cuando empiezo a reconocer a los compañeros de otras brigadas, nos conocemos desde hace unos cuantos años y el respeto que me merecen hace que me sienta recogido entre ellos, nos saludamos, algún beso torpe entre los cascos y las gafas. Compañeros de dentro y fuera del trabajo nos juntamos para luchar contra estas llamas que quieren acabar con uno de los parajes más bonitos de nuestra sierra.
Esperamos mientras los jefes de extinción discuten el plan de ataque, uno dice una cosa otro se la rebate, el tiempo pasa y nosotros cada vez más impacientes. Tras un rato de discusión parece que se aclaran, empezamos una línea de defensa paralela al flanco izquierdo, desde ahí se quiere hacer un contrafuego que pare el incendio en este lado. Mis cuatro compañeros y yo comenzamos a cortar la vegetación, los polaskis demasiado gruesos rebotan a cada golpe sobre los piornos, al final acabamos arrancándolos a mano. Poco a poco la línea va estirándose y el frente de llamas se nos acerca. Me estiro para coger un poco de aire y me hipnotizo con los rayos del atardecer colándose entre las llamas, me doy cuenta que está anocheciendo y veo como el sol se empieza a ocultar detrás de la línea de la sierra, transformando con esa luz mágica que precede a la noche los picos en una línea azul dentada que parte el horizonte.
Llevamos casi una hora de duro trabajo en esta línea de defensa, las gotas de sudor corren por el cuello abajo, los brazos comienzan a pesar, de repente otro jefe de extinción viene a nosotros y nos dice que abandonemos la línea, que hay nuevas ordenes y que debemos empezar la línea cincuenta metros más allá. Retrocedemos indignados, las órdenes de los mandos no son precisas y unas se pisan con otras, permanecemos viendo desde la distancia la línea que acabamos de abandonar, trabajo inútil y cansancio.
Comenzamos otra línea de defensa, los brazos notan el esfuerzo pero la proximidad del frente hace que no les prestemos mucha atención, entre hachazo y hachazo levantamos la mirada y vemos como las llamas bailan por encima de los brezos, de vez en cuando agarran un matojo de madera seca y las llamas se elevan hasta ocho metros de altura.
Cuando comienza a anochecer se empieza a prender el contrafuego, pero no hay antorcha de extinción y el mechero es insuficiente para este combustible, nos retiramos a una distancia de seguridad para beber un poco de agua y recuperar del desgaste.
Anochece, la helitransportada del Serranillo se vuelve para base, mis cuatro compañeros y yo nos colocamos en la parte de arriba del flanco izquierdo, los compañeros de Montes Claros se colocan en la parte de abajo del mismo flanco y la Iglesuela se sube a lo alto de las peñas que han parado el incendio en la cabeza.
Por la noche la luz de las llamas ilumina la ladera, todo se tiñe de un vivo rojizo, más allá la noche cerrada oculta el resto. El incendio sigue activo, las llamas se levantan comiendo la oscuridad a la noche, corremos de un foco a otro, tropezando ya que los frontales no consiguen dar la suficiente luz para andar entre las raíces y las piedras.
Pasa la noche, los directores de extinción, coordinadores, encargados y la Brif se vuelven a casa. Miro la hora, llevamos siete horas trabando sin parar en el incendio, trece horas desde que entre esta mañana a trabajar, pienso en lo que aguanta el cuerpo cuando la adrenalina esta presente.
Son las tres de la mañana, sentado en una piedra junto a mi compañero comemos un bocadillo para recuperar fuerzas, nos cubrimos con unas mantas, estamos a dos mil metros de altura y la temperatura ha caído en picado. Vemos allá abajo como un foco coge fuerza y las llamas se levantan en la oscuridad. Una fila de lucecillas intermitentes acuden a su encuentro, los compañeros luchan por apagarlo y poco a poco la oscuridad vuelve a ganar la partida a las llamas. Nuestra brigada nos hemos dividido en parejas para abarcar más terreno, como somos cinco el agente forestal acompaña a uno de nosotros para que nadie se quede solo.
La noche se hace eterna, la batería de la emisora se acaba, la del agente forestal está casi descargada y la apagamos por si surge una urgencia ya que tampoco hay cobertura de móvil, no sabríamos salir a pie si ocurriese algo. La sensación de aislamiento se intensifica cuando los compañeros de Montesclaros nos dicen indignados que les han ordenado abandonar el incendio. Dejan un frente muy activo cerca del arroyo Berbellido, saben que nos dejan a cinco personas para todo el incendio y además con el cansancio de estar toda la noche trabajando deben encontrar el camino monte a través que le lleve hasta un collado donde tienen los coches (dos o tres horas tardaran en llegar). Nos despedimos entre abrazos y hasta luegos, nos quedamos viendo como las luces de sus frontales se pierden en lo alto del collado. La noche se queda un poco más oscura con su marcha.
Los primeros rayos de luz empiezan a asomarse a nuestras espaldas, la luz del amanecer empieza a dibujar el entorno de matorrales y peñas, de relieves y colores. El viento acompaña a la mañana y nos refugiamos un poco más entre las mantas. Se cumplen las doce horas de presencia en el incendio, nos comunican que aguantemos unas cuantas horas más en él. Nos juntamos toda la brigada, tras doce horas en el fuego, diecinueve desde que entre a trabajar la mañana del día anterior, las caras tintadas de humo muestran el agotamiento.
A las ocho comenzamos a subir al punto de encuentro con el helicóptero, subimos despacio, como sonámbulos dejándonos llevar por la inercia del compañero que nos precede. Echamos una última mirada al incendio, las llamas siguen vivas y el humo forma una silueta caprichosa en el cielo. Tras una eternidad llegamos a la explanada donde el helicóptero nos recogerá y nos tiramos desordenadamente en el suelo, el silencio entre nosotros es señal del cansancio.
Nos despertamos por un sonido conocido que viene del valle y a lo lejos vemos aparecer el helicóptero que sube desde Villares y nos llevará a casa.
A las diez de la mañana estamos en Tamajón, veintitrés horas antes empezábamos a trabajar en esta misma plaza, veintitrés horas después nos despedimos y marchamos cada uno al calor de su cama, satisfechos y literalmente destrozados.
Hoy, un año después, sentados entorno a la mesa del comedor de la base nos cuentan que la evaluación del incendio por parte de la empresa ha sido muy negativa. Echan la culpa a los trabajadores de las brigadas por no haber rematado bien el incendio, pero nada dicen del principal problema, el de la descoordinación de mandos, ni que algunas brigadas trabajaran veintitrés horas de continuo, ni que el alimento para más de catorce horas de trabajo en el incendio fuera un bocadillo de chopet y una coca cola. Tampoco dicen nada de tener a la gente sin comunicación, con un sueldo de miseria, con la misma herramienta sin filo después de tres días de incendio, la nula formación de la mayoría de mandos, nada dicen de lo realmente importante echan la culpa a los de abajo y se lavan las manos. Lo peor de todo no es que se escurra el bulto, lo peor es que así nada cambia para mejorar, lo peor de todo es que este año habrá otros fuegos con la misma descoordinación e ineficacia, lo peor es que nosotros estaremos en primera línea sufriendo los mismos problemas, con la misma inseguridad, igual de precarios y un poquito más desilusionados.
Esto ocurrió en el pico de la Cebosa, el 23-8-2008, durante el primer día de los tres que duro el incendio. Un abrazo calido a todos los que se mancharon de negro al intentar apagarlo.
Fendetestas