Cómo se pierde un imperio
Un Gobierno inerte dejó en la indefensión a unos españoles que resistieron el asedio de Saigón.
La pérdida de un imperio no depende tanto de las derrotas militares o de las crisis económicas como del hecho mismo de que un país pierda la confianza en sí mismo. Por eso España, que lleva varios siglos desconfiando de sus posibilidades, ha perdido sucesivamente sus colonias americanas, sus colonias asiáticas y sus colonias africanas, hasta el punto de que incluso puede deshacerse a sí misma.
Si Fernando VII no logró enviar tropas a América por culpa del motín de Riego en Cabezas de San Juan, fue porque nadie quería morir en una causa lejana e injusta en la que el propio Rey era un felón capaz de traicionar sus juramentos, como hizo con la Constitución de Cádiz. Pero de igual manera ha sucedido desde entonces con diversas campañas exteriores que dieron lugar a éxitos militares, luego desperdiciados por nuestros dirigentes políticos.
A cuento viene hablar de la casi desconocida misión militar que llevaron a cabo nuestros ejércitos en la lejana Conchinchina, y actual Vietnam, y que dio lugar a la toma de Saigón por parte de los españoles que, después de triunfar, tuvieron que irse olvidados por su madre patria. Tuvieron lugar estos hechos en 1858 cuando desde Filipinas salió una expedición mandada por el comandante Palanca a través de un pacto realizado por el emperador Luis Bonaparte (Napoleón III) con el entonces jefe de nuestro Gobierno, General O’Donell para invadir el lejano reino de Annam.
El cuerpo expedicionario se abrió camino con la excusa de vengar la muerte del obispo de Tonkín, José María Díaz Sanjurjo, asesinado como un castigo del emperador Tu Duc por la predicación del cristianismo en sus tierras. Por supuesto, la expedición hispano-francesa tenía intereses económicos que se tapaban bajo la apariencia de una cruzada religiosa y se trataba ante todo de crear un contrapeso al gran imperio asiático que habían construido países como Inglaterra y Holanda, cuyos intereses comerciales se habían afianzado sólidamente en la India e Indonesia.
Con apenas 1.500 soldados, casi todos ellos filipinos, el contingente español consiguió desembarcar en la bahía de Turana e implantarse en Saigón, que fue ciudad española por unos pocos años, desde 1858 a 1862.
Dueño ya de Saigón y elevado al grado de coronel, Palanca intentó ponerse en contacto con el Gobierno español a través de mensajes enviados a Filipinas para que le suministrasen refuerzos, armas y medicamentos para las fiebres asiáticas, sin encontrar ninguna respuesta favorable desde Manila. No obstante, permaneció allí en una especie de virreinato desvinculado de Madrid.
Esta hazaña fue el motivo de una novela de Joan Perucho titulada La Guerra de la Conchinchina en donde el novelista fabula con prodigiosa imaginación las alternativas de esta aventura, tan fantasmagórica que parece soñada.
¿Qué sucedió después? Pues sencillamente que el coronel Palanca y su ejército fueron ignorados por el Ministerio de Ultramar. El Gobierno estaba demasiado preocupado por su asentamiento tras la guerra de Marruecos y por los intereses económicos del azúcar y el tabaco provenientes de las colonias americanas de Cuba y Puerto Rico. Un Gobierno totalmente inerte y sin pulso dejó en la absoluta indefensión a unos heroicos españoles que resistieron el asedio de Saigón durante seis meses hasta que tuvieron que abandonarlo.
Esta hazaña fue investigada por José Javier Esparza en su texto Héroes españoles de la A a la Z y nos explica cómo se produjo la crisis con los políticos: “Palanca se indigna porque el Gobierno no repone las bajas ni envía suministros ni dinero a la tropa española de la región. El militar no lo entiende: España tiene al alcance de la mano un Potosí y el Gobierno de Madrid le vuelve la espalda”.
El espíritu conquistador que había llevado a los españoles a recorrer el mundo de lo desconocido y volcar en él toda su capacidad de aventura y descubrimiento se había perdido ya para esas fechas, y los valientes militares españoles de aquella extraña conquista se habían desfondado en vano ante un Gobierno inútil.
Sólo quedó el heroísmo de un militar español como Palanca que tuvo que regresar a su país vencido por la inactividad de quienes debían haberlo apoyado, y ese heroísmo quedó expresado en las siguientes frases de su compañero, el teniente coronel Olagüe: “Durante todas las operaciones de toma de fuertes y asalto a la ciudadela, el entonces comandante Palanca, segundo jefe de la expedición, mandó la vanguardia española que verificó todos los ataques y desembarcos”.
La lección es bien sencilla: la guerra de Cuba no se perdió en Cuba sino en la Conchinchina. El déficit de credibilidad en nuestras posibilidades de mantener un imperio en ultramar llegó hasta el punto de abandonar Vietnam en manos de los franceses, que extendieron su imperio hasta Camboya logrando así asentarse durante casi cien años en Indochina hasta que también tuvieron que retirarse ellos de allí.
La fe conquista el mundo y la pereza y la corrupción pierden luego lo conquistado.
Tomemos ejemplo para no perder lo que nos queda dentro de nuestra propia casa, que se nos puede ir por el mismo agujero de la desidia y la confrontación.