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o llevaban armadura, ni casco, ni siquiera la socorrida cota de malla, tan en boga en aquellos tiempos. Su equipo se limitaba a una lanza colgada al hombro, unos dardos o azconas –que lanzaban con tanta fuerza que eran capaces de atravesar los escudos del adversario– y un afilado chuzo, su arma más mortífera. Antes de entrar en combate golpeaban con fuerza el chuzo contra las piedras, hasta que saltaban chispas; entonces, cuando el sonido era ya ensordecedor, gritaban al unísono: "Desperta, ferro!", seguido de los más tradicionales "Aragó, Aragó!" o "Sant Jordi!", y se lanzaban sobre el enemigo como auténticos diablos. Estremecedor. A los enemigos, según veían de lejos el dantesco espectáculo, se les helaba la sangre en las venas. Su destino estaba sentenciado. Y no era para menos. Los almogávares no tomaban prisioneros ni hacían distingos; mataban a todos y se jactaban de que, durante la batalla, su chuzo había pasado más tiempo dentro del cuerpo del adversario que fuera. ¡¡Despierta Hierro!! El Almogávar frente a la Batalla Imaginemos por un momento la escena previa a una batalla almogávar. Estamos en el amanecer. Los Almogávares golpean sus armas entre sí y contra el suelo creando con ello un paisaje de multitud de chispas electrizadas. El Hierro Almogávar empieza su despertar. Son los momentos previos al choque brutal entre dos ejércitos decididos a exterminarse. Y el efecto psicológico es fundamental. La Marea Almogávar conoce su trabajo y se dispone al mismo con alegría y satisfacción. Las chispas de los golpes de sus Hierros iluminan una mañana que todavía está determinada por la oscuridad decadente de una noche que llega a su fin. "Sal de tu sueño frío, oh! Arma Almogávar. Es hora de calentarte de la sangre del enemigo". Los Almogávares son invencibles y lo saben. Para ellos combatir es una necesidad, una manera de alimentar una naturaleza nacida para la lucha. Bajo los pendones de Aragón y de San Jorge, miles de Almogávares esperan ansiosos la orden de atacar. Pero hasta que llegue ese gozoso momento, es preciso despertar el Hierro de sus Armas, pero más importante todavía es despertar el Hierro de sus Almas, porque el Alma del Almogávar es de Hierro Indestructible. El desasosiego y pavor que debía sentir el ejército enemigo queda perfectamente reflejado en la reacción que produjo este espectáculo de chispas y de gritos almogávares, previos a la batalla de la Plana de Gagliano (Sicilia), en el Conde de Brienne, jefe del ejército francés, que exclamó: "¡Dios mío! ¿Qué va a ser esto? Hemos tropezado con diablos, pues los que despiertan al hierro, parece que han de pelear con mucho valor"
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a fama que habían criado en Italia atravesaba las fronteras. Cuentan que, en cierta ocasión, un almogávar fue hecho prisionero por los franceses. El rey franco, intrigado por el romanticismo que envolvía a este cuerpo de españoles asilvestrados, lo mandó traer a su presencia. Para salvar su vida, le propuso una justa con su mejor caballero. Si salía vencedor podría volver con los suyos. El almogávar aceptó sin dudarlo. Sabía que iba a ganar. El francés se presentó sobre su caballo, armado hasta los dientes y protegido por una coraza primorosamente labrada. El español midió la distancia y, antes de que pudiese reaccionar el jinete, alanceó al caballo hasta matarlo. El francés cayó rodando al suelo, donde el almogávar le esperaba chuzo en ristre. Ahí terminó la justa: el rey pidió al vencedor que perdonase la vida al infeliz caballero y el almogávar regresó a casa tan pimpante.
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ras la caída de Atenas y la toma de Constantinopla por los turcos, en el siglo XV, la epopeya de los indomables almogávares fue cayendo en el olvido y su historia se transformó en leyenda. Habían luchado contra corriente, contra el signo de los tiempos, contra todo y contra todos, hasta contra sí mismos. Hoy nadie los reivindica; son, en cierto modo, incómodos recuerdos de una época de la que pocos quieren acordarse. Hasta en la muerte son temidos y respetados. Desperta, ferro!!