P
oco antes que llegasen a las faldas del monte Tauro, que divide la provincia de Cilicia de Armenia la menor, hicieron alto, y trataron de que primero se reconociesen las entradas y pasos peligrosos, sospechando siempre, como sucedió, que el enemigo no les aguardase. En tanto que esto se consultaba, nuestra caballería, que reconocía la campaña, descubrió el ejército enemigo, que aguardaba el nuestro entre los valles de las faldas del monte. Tocóse arma en ambos ejércitos; y los turcos, viéndose descubiertos y que su traza había salido vana y sin fruto, se resolvieron luego de salir a lo llano y acometer a los nuestros, que venían algo fatigados del camino, antes que pudiesen descansar ni mejorar de puesto. Había en el campo de los turcos veinte mil infantes y diez mil caballos, y la mayor parte dellos eran de los que habían escapado de las rotas pasadas. Tendióse su caballería por el lado izquierdo y la infantería por el derecho, la vuelta del campo cristiano. Opúsose Roger con su caballería a la del enemigo, que por la frente y costado cerró con la nuestra. Rocafort, con su infantería, y Marulli hizo lo mismo, habiendo primero los almugávares hecho su señal acostumbrada en los encuentros más arduos, que era dar con las puntas de las espadas y picas por el suelo, y decir: ¡Despierta, hierro!; y fue cosa notable lo que hicieron aquel día, que antes de vencer se daban unos a otros la enhorabuena, y se animaban con cierta confianza del buen suceso. Trabóse la batalla en puesto igual para todos, con grandes y varias voces, peleándose valerosamente, porque pendía la vida y libertad de entre ambas partes de la victoria de aquel día. Si los nuestros quedaran vencidos, por ser poco pláticos en la tierra y tener tan lejos la retirada, fuera cierta su muerte, o lo que se tuviera por peor, quedar cautivos en poder de aquellos bárbaros ofendidos. Los turcos tenían también igual peligro; porque los naturales de aquellas provincias cristianas adonde estaban, viéndoles rotos y vencidos, les acabaran sin duda, satisfaciendo en ellos una justa venganza.
En el primer encuentro, por la multitud y número infinito de los bárbaros, se corrió gran riesgo y estuvo la victoria muy dudosa; pero cobraron nuevo ánimo y vigor, porque los capitanes repitieron segunda vez el nombre de Aragón, y desde entonces parece que esta voz infundió en los enemigos temor y en los nuestros un esfuerzo nunca visto. Y como ya de una y otra parte se había llegado a los golpes de alfanjes y espadas, en que los nuestros tenían tanta ventaja por las armas defensivas, luego se comenzó a inclinar la victoria por nuestra parte. Los catalanes ejecutaban en los vencidos su rigor y furia acostumbrada en las guerras contra los infieles, que aquel día en los turcos todo fue desesperación, ofreciéndose a la muerte con tanta determinación y gallardía, que no se conoció en alguno de ellos muestras de quererse rendir, o fuese por estar resueltos de morir como gente de valor, o porque desesperaron de hallar en los vencedores piedad. En tanto que sus brazos pudieron herir, siempre hicieron lo que debían, y cuando desfallecían con el semblante y los ojos mostraban que el cuerpo era vencido, no el ánimo. Los nuestros, no contentos de haberlos hecho desamparar el campo, les siguieron con el mismo rigor que pelearon en la batalla. La noche y el cansancio de matar dio fin al alcance. Estuvieron hasta la mañana con las armas en la mano. Salido el sol, descubrieron la grandeza de la victoria; grande silencio en todas aquellas campañas, teñida la tierra en sangre, por todas partes montones de hombres y caballos muertos, que afirma Montaner que llegaron a número de seis mil caballos y doce mil infantes, y que aquel día se hicieron tantos y tan señalados hechos en armas, que apenas se pudieran ver mayores; y con encarecer esto no refiere alguno en particular, con grande injuria y agravio de nuestros tiempos, pues tales hazañas merecieran perpetua memoria. Quedó con tanto brío nuestra gente después de esta victoria, y tan perdido el miedo a las mayores dificultades, que pedían a voces que pasasen los montes y entrasen en la Armenia, porque querían llegar hasta los últimos fines del imperio romano, y recuperar en poco tiempo lo que en muchos siglos perdieron sus emperadores; pero los capitanes templaron esta determinación tan temeraria, midiendo como era justo sus fuerzas con la dificultad de la empresa.