El futuro de Cordoba Cap 12..pdf

Capítulo 12:
El poder de la gente

Yo sé que decir esto incomoda. Pero no estamos para ser condescendientes: si ponemos a la par la eficacia en su tarea de transformación de un agente del estado respecto de la de un voluntario de la sociedad civil, comprometido con su causa, es claro que será el segundo el que le sacará varios cuerpos de ventaja.

Puede que haya excepciones. Pero la regla es esa: puede más un misionero de la parroquia que dedica un sábado para visitar un barrio humilde o para hacer apoyo escolar a chicos marginados, que un plantel de trabajadoras sociales del Ministerio de Desarrollo. Puede más una familia comprometida con un chico huérfano, que un batallón de la SENAF. Y alimentan mejor los comedores gestionados por el Banco de Alimentos de Córdoba o de Cáritas que el Paicor.

Quiero llegar al corazón de la propuesta de este libro. Lo he venido anticipando en los capítulos anteriores, pero aquí quiero dejar la convocatoria al desnudo.

El futuro de Córdoba no será el fruto de la visión o la gestión de un gobierno y ni siquiera del Estado. Será el resultado de la gente -de los cordobeses-, empujando sus propios proyectos en libertad.

El Estado de Córdoba, no importa el color político del gobierno de turno, ha demostrado en los últimos 30 años de democracia que es ineficiente para lograr la transformación social. No deberíamos arrepentirnos de haberlo intentado. Pero no podemos permanecer indiferentes haciendo lo mismo, cuando los resultados están a la vista.

Como ya advertimos, no deberíamos quedarnos con el consuelo mediocre de que nuestro Estado provincial no es tan malo como en otras provincias, donde el ejercicio del poder es escandaloso. Eso no basta. Es posible que hayamos incluso contenido el estallido social, en muchas oportunidades de la historia reciente, a base de políticas populistas y distribución de bolsones, chapas y dádivas. Pero el entramado social de Córdoba se va deteriorando, año a año, pareciéndonos cada vez más al del Gran Buenos Aires.

En este capítulo quiero explorar hasta dónde podemos confiar -aquí, en Córdoba- en el poder de la gente, y hasta dónde llevar los límites de la desestatización de nuestra sociedad, para que ciertas funciones importantes sean gestionadas por la propia comunidad.

Es el sano principio de subsidiariedad, que indica que no haga el nivel superior lo que puede hacer el nivel inferior, como ya se indicó. Y que no haga el Estado lo que puede hacer la sociedad civil, ni ésta lo que puede hacer la familia y el privado. Es una apuesta por recuperar el protagonismo de las personas, que requiere -como contracara- un proceso de desestatización de nuestra sociedad.

Recién terminamos el capítulo en que insistimos con el rol fundante que tiene la seguridad para cualquier intento de mejora social que queramos hacer. Agrego -en el marco de este capítulo- que ninguna política de seguridad será efectiva si no parte de la base del involucramiento de la ciudadanía, como aliados a la hora de instrumentarla.

¿Qué puede ser más potente que millones de ciudadanos comprometidos con la seguridad, denunciando todo lo que ven y lo que advierten extraño, configurando un mapa del delito online que te permita acciones inmediatas? No proponemos que los ciudadanos realicen acciones directas de seguridad. Pero ¿qué mejor que tener a toda la sociedad en modo vigilante en contra de los que quieren robarnos?

Durante la campaña provincial, invitamos a Córdoba a los creadores de “Ojos en Alerta”. Se trata de un sistema de seguridad, implementado en la ciudad de San Miguel, Provincia de Buenos Aires, que les permite a los ciudadanos comunicarse online con la policía vía whats app, para informar cualquier cuestión que adviertan sospechosa. El mecanismo es tan simple como revolucionario. Ha permitido bajar los índices delictuales en forma sorprendente, por el solo hecho de que ya la seguridad no depende solo de la policía ni de la justicia, sino que está involucrada la gente.

En mi caso tuve la oportunidad de comprobar este poder con una experiencia concreta. Siendo un dirigente político joven, líder de nuestro partido recientemente creado “Primero la Gente”, advertimos en las recorridas que hacíamos por los barrios cómo la gente nos insistía con la problemática de la droga y las consecuencias que generaba. Era el 2001 y ya el flagelo del narcotráfico crecía por toda la ciudad. Decidimos, con mis compañeros del partido, contratar una vía pública que invitaba a la gente a denunciar dónde se vendía droga en su barrio, a través de un canal anónimo en nuestra página web.

Solo colocamos 100 carteles, porque no teníamos más dinero. Sin embargo, el resultado fue impactante: en una semana recibimos 600 denuncias con puntos exactos de dónde se vendía droga en toda la ciudad. Lo acercamos a la Justicia Federal, aunque la reacción del fiscal Senestrari -que recibió nuestras denuncias- fue deprimente. Me dijo, cuando se las entregué, que esa cantidad de denuncias era la que él procesaba a lo largo de todo un año. Me estaba anticipando que no tendría la capacidad de procesarlas en forma rápida y mucho menos reaccionar con celeridad. ¡Qué curioso que no fuera ni la Justicia ni la Policía la que pusiera esos carteles y fuéramos nosotros que éramos apenas un puñado de jóvenes bien intencionados! Más allá de la reacción de la Justicia, en aquella pequeña anécdota quedó demostrado el poder de la gente, cuando se la convoca con una causa justa.

Cuando fui Secretario de Lucha contra el Narcotráfico en el año 2009, en los primeros días de mi gestión compartí en los medios de comunicación el número de mi celular personal, para que todo el que se quisiera comunicar conmigo, lo pudiera hacer.

Los viejos políticos y funcionarios de gobierno me dijeron que estaba completamente loco. Que me iban a llamar día y noche y que no iba a poder dar respuesta a tanta demanda. Es cierto que casi me vuelvo loco, por el volumen de llamados que recibí, pero eso me permitió tener un rápido mapa de lo que estaba pasando en Córdoba, no solo en lo que se refiere a venta de drogas, sino también en lo que se refiere a asistencia y prevención del consumo de droga y alcohol.

Lamentablemente, el flamante ministro de Seguridad designado en la nueva gestión del gobernador Llaryora no convocó a la gente en su nuevo “plan” de seguridad. Y por eso lo más probable es que fracase. Porque en el marco de la complejidad del delito que se ha propagado en Córdoba (y que describimos en el capítulo pasado) no hay policía que alcance, si no está acompañada por la acción de los ciudadanos que -además- son los principales interesados en que la tendencia se revierta y rápido.

Pero como anticipé, quiero llevar la participación de la gente hasta el extremo de sus posibilidades. Ya propusimos en el ámbito de la educación de Córdoba que abramos las puertas a nuevos profesores que provengan de la sociedad civil y del mundo privado y a nuevos protagonistas que quieran gestionar la educación pública e interactuar con ella desde la comunidad y desde las empresas, seguramente con mucho más compromiso y eficiencia que el pesado Estado cordobés.

Pero aquí quiero dejar sobre la mesa la tesis más fuerte: el cambio social y la lucha contra la pobreza y la marginación que queremos promover, no deben pasar por el Estado, sino que también deben ser gestionados por la Sociedad Civil, sus instituciones y sus voluntarios.

Para ser bien claro: la disminución de la pobreza en Córdoba no es una responsabilidad exclusiva del Estado, ni siquiera principal, sino que es una tarea de la sociedad.

 

I.     Una tesis polémica

 

Yo sé que decir esto incomoda. Pero no estamos para ser condescendientes: si ponemos a la par la eficacia en su tarea de transformación de un agente del estado respecto de la de un voluntario de la sociedad civil, comprometido con su causa, es claro que será el segundo el que le sacará varios cuerpos de ventaja.

Puede que haya excepciones. Pero la regla es esa: puede más un misionero de la parroquia que dedica un sábado para visitar un barrio humilde o para hacer apoyo escolar a chicos marginados, que un plantel de trabajadoras sociales del Ministerio de Desarrollo. Puede más una familia comprometida con un chico huérfano, que un batallón de la SENAF. Y alimentan mejor los comedores gestionados por el Banco de Alimentos de Córdoba o de Cáritas que el Paicor.

No hay maldad y probablemente en muchos casos no hay desidia. Hacen su trabajo los empleados y funcionarios públicos dedicados a lo social. Pero no pueden igualar la pasión de los que lo hacen, acostumbrados a lograrlo sin recursos, en muchos casos en forma voluntaria y con la picardía de involucrar a amigos, vecinos y familiares que aportan lo que pueden pero que -en la suma- logran una inmensidad.

Aquí nos tenemos que enfrentar a un cambio de paradigma muy profundo en nuestra cultura, que seguramente será doloroso por ser disruptivo. Nos obligará a sacarnos de nuestra zona de confort.

Los recursos que todos los cordobeses destinamos para que lo social mejore en Córdoba no son pocos. Es la mitad del presupuesto provincial desde hace muchos años. Y sin embargo los resultados son pobres (¡valga el calificativo!). ¿No vale la pena probar otro camino, para ver si no es más eficaz?

Mi propuesta es que el Estado provincial no gestione la ayuda social, de ningún tipo. Ni trabaje en forma directa los problemas sociales, con personal del Estado. En su lugar que financie y audite el accionar comunitario de la sociedad civil e incluso de la iniciativa privada.

El cambio es mayúsculo. Requerirá un cambio cultural, eso está claro. Porque tanto ha avanzado el Estado en la intervención de la sociedad cordobesa, que hoy cualquiera que haga algo por los más pobres y desamparados, no deja de advertir cuando la cosa se pone difícil que “están haciendo lo que el Estado debería hacer”. Yo mismo he participado de reuniones de la Iglesia Católica, donde se habla de dejar de hacer asistencia social “que es responsabilidad del Estado” para pasar a preocuparnos por la tarea pastoral.

La realidad es que nuestro tejido social está en condiciones de hacerse cargo de todas las tareas sociales y de hacerlo bien. El problema o el desafío es el financiamiento. Allí sí tenemos una minusvalía con respecto a otras sociedades, en las que no solo hay personas que hacen por sí mismas, sin esperar nada del Estado, sino que también hay miles de personas, empresas e instituciones dispuestas a donar fondos, para que aquellos puedan desplegar su tarea. En esos contextos es donde el poder de la gente funciona a pleno, sin necesitar nada del burócrata de turno.

En nuestro caso tenemos esa grave falencia: los impuestos ya nos parecen demasiado (¡y lo son!). Y el costo de los servicios. Y somos amarretes a la hora de financiar causas benéficas. No se enojen conmigo, porque lo sabemos: los cordobeses somos amarretes. Incluso en las iglesias, donde el compromiso es nada más ni nada menos que con Dios, los aportes que se hacen en las canastitas que pasan por los costados son escuálidas, comparados con la regla del “diezmo”. Los evangélicos son un poco más disciplinados en esta obligación moral que se han autoimpuesto por la fe. Pero en términos generales nos falta generosidad.

Esta actitud la tendremos que mejorar y también es un gran desafío hacia el futuro (nuestro futuro), pero no me voy a detener aquí a lograrlo. La pregunta es: ¿qué sucedería si combinamos los recursos del Estado con la capacidad de hacer de la Sociedad Civil?

No hay nada nuevo en lo que estoy proponiendo. Ya se hace con algunas organizaciones. Pero no se hace bien. Todo es precario: hay varias fundaciones y asociaciones que son inventos creados para trasladar plata a través de ellas y que -en general- tienen vinculaciones con lo político, en el peor de los sentidos. En otros casos, las convocatorias están teñidas de amiguismo y de informalidad en los procesos.

Si vamos a probar una profunda descentralización de la gestión social hacia la sociedad civil, tendremos que hacerlo bien. Una convocatoria formal a cubrir las necesidades de alimentación, asistencia a menores, asistencia a ancianos, a discapacitados, asistencia en emergencias y catástrofes, prevención, apoyo escolar, cuidado de enfermos, cuidado de niños huérfanos, de personas en situación de calle, protección de mujeres maltratadas, asistencia a adictos, etc.

Ni qué hablar de otras acciones más “blandas” en las que también se involucra el Estado sin razón: cultura y deporte, por ejemplo. ¿Por qué dejamos que un Estado, que ni siquiera es capaz de gestionar bien la seguridad, se encargue de gestionar dos herramientas de transformación social, que son patrimonio de la propia comunidad?

Durante muchos años, junto a Carmen Álvarez Rivero y nuestro equipo de dirigentes, hemos propuesto una prueba piloto en la línea de estos párrafos: que el Gobierno Provincial permita que los contribuyentes, cuando pagamos nuestros impuestos provinciales, elijamos como destino del 5% de los mismos a una institución de la sociedad civil. No importa cuál, con tal de que tenga todos los papeles en orden y al día: puede ser una iglesia, un club, una ONG, una cooperativa, una biblioteca popular, una fundación. Incluso podrían ser varias.

En su momento sacábamos la cifra de la inyección de recursos que supondría este financiamiento a la sociedad civil, elegido por la propia gente según su criterio y predilección y el aporte era muy extraordinario.

Además, estábamos convencidos (y los seguimos estando) de que esto cambiaría la dinámica de estas organizaciones, que hoy se la pasan mirando todo el tiempo hacia el Estado, para ver si consiguen algún tipo de financiamiento y, en cambio, con este poder delegado a la gente, todas las organizaciones deberían esforzarse por convencer a sus seguidores de que son dignas de ser elegidas para canalizar este porcentaje de impuestos a través de ellos.

¡Lleven esta experiencia exploratoria del 5% a un umbral donde la mitad del presupuesto de la provincia de Córdoba, pudiera ser asignado por los propios cordobeses a las organizaciones, o al menos un porcentaje importante (la mitad de la mitad)! Hoy, ese enorme presupuesto (que para que nos demos una idea es de 2 billones de pesos, es decir millones de millones) destinado a lo social, se pierde en los vericuetos de ministerios, secretarias, dependencias, organismos, miles de empleados, edificios, cafés y criollitos, y burocracia sin fin (además de la siempre mano negra de la desviación de fondos y la corrupción).

 

II.   Una sociedad estatizada

 

Insisto en que el cambio requerirá un profundo debate ideológico. Si hoy alguien asevera en Córdoba que el PAICOR es una gran distorsión, en lugar de ser una gran solución, posiblemente será tildado de extremo. El programa tiene su prestigio y en el momento en que fue creado fue una gran innovación. Pero la distorsión es pensar que el Estado, a través de un mecanismo complejo -que, además, habilita corrupción en su ejecución- puede ser capaz de dar a los chicos y chicas en el colegio la comida que no reciben en sus hogares, por parte de sus padres. El esfuerzo no es sustentable, sobre todo porque no es natural y va en contra de la esencia misma de una familia, que es comer juntos.

Pero en Córdoba nos hemos acostumbrado a la estatalización de todo. Festejamos que el APROSS obligue a 500.000 personas a ser miembros de esa obra social del Estado en forma compulsiva. Eso compite, en forma injusta, con las obras sociales y sistemas de medicina prepaga privadas ¡Pero eso a quién le importa!

El Banco de Córdoba, que es un banco estatal en el que las personas que trabajan son nombradas por los políticos de turno, lanza su “tarjeta cordobesa” compitiéndole a otras tarjetas que se esfuerzan por crecer sin apoyo estatal. Es una competencia desleal porque la primera tiene el apoyo de un banco estatal ¡pero eso a quién le importa!

Fíjense que estatizados que estamos de mente, que nos parece aceptable que se autorice el juego en casinos y el juego online, con la excusa de que una parte de esa plata vaya a la Lotería de Córdoba, organismo estatal (atestados de personal y nombramientos políticos, así como de corrupción) para que este organismo supuestamente derive fondos a la ayuda social estatal. No pensamos que el juego provoca problemas sociales. En su lugar nos gusta pensar que detrás de esa práctica oscura hay un último fundamento de ayuda social. Reviso los números de Lotería de Córdoba y veo que hay 1.100 empleados y que por mes entrega 680 millones de pesos a los pobres, pero paga sueldos por 1.400 millones.

El estatismo se propaga como un virus y entonces no nos preocupamos demasiado de que los impuestos que pagamos todos, incluidos los más pobres, vayan a pagar el déficit de una Caja de Jubilaciones donde, en su gran mayoría, pagan jubilaciones a empleados provinciales, que no son ni pobres ni indigentes. No es poca plata: todos los meses son millones de pesos. Para ser exactos son 100.000 millones al año ¿No debería darnos vergüenza que le estemos sacando plata a las urgencias sociales, para -en su lugar- pagar a un grupo de jubilaciones que son más altas que la media nacional? Esa Caja de Jubilaciones, al igual que todas las que existen debería valerse por sí misma con el aporte de los activos que financian a los pasivos. Que todos los cordobeses paguemos el exceso es una aberración propia de una sociedad “estatizada”.

¿Y qué decimos cuando vemos que el dinero de los impuestos hace que viajen gratis en los ómnibus, tanto chicos que no pueden pagar, como otros que sí pueden hacerlo? ¿O cuando vemos que asisten a la universidad pública y gratuita jóvenes que hasta un tiempo atrás podían pagar cuotas caras de colegios privados y ahora estudian en la UNC sin pagar nada? Deberíamos avergonzarnos cuando vemos que el naranjita que cuida el auto de los chicos que van a la ciudad universitaria les está pagando, cada vez que compra pan, una parte del asiento de los que ingresan a esas aulas.

¿Acaso nos escandalizamos cuando vemos que los impuestos de la gente se utilizan para financiar, por ejemplo, un canal de televisión que no tiene ni 3 puntos de rating como es Canal 10 o Radio Universidad? Por mucho menos, ya deberíamos escandalizarnos:

¿Quién paga la bicicleta que tan “generosamente” pone a disposición la municipalidad para que probemos la ciclovía? ¿O el recital público y gratuito en ocasión de una fiesta popular (o del cumpleaños de Ulises Bueno)?

Ejemplos como estos, que muestran lo tolerantes que somos con los desmanes del Estado, por nuestra cultura estatizada, sobran en Córdoba.

El caso de EPEC es realmente paradigmático. Una empresa tomada por la política y el sindicalismo, que nombra centenares de amigos de los políticos y los sindicalistas, que privilegia a los hijos de los que allí trabajan sin ningún fundamento jurídico ni real (puro privilegio), que se reparten bonos especiales a fin de año que son millonarios. Y que todo esto no redunda en mejores tarifas para ningún cordobés, ya que pagamos una de las tarifas de electricidad más caras de la Argentina.

Si llegamos a preguntar si no sería mejor privatizarla, ya que ha quedado demostrado que nadie se atreve a ponerle “el cascabel al gato” en esa enorme empresa estatal, seguro nos tildarán de “vende patrias”, por lo menos. Cuando la realidad es completamente distinta: deberíamos tildar de inmorales a los que sostienen una empresa estatal que nos chupa la sangre, plagada de privilegios y que no nos arroja ningún beneficio claro.

Si tuviéramos mucho más marcado a fuego que la plata de esas empresas y organismos la pagamos con gran sacrificio en los impuestos de cada compra que hacemos (por eso es tan buena la iniciativa que promueve que en todos los tickets y facturas se distinga el precio real de los impuestos añadidos) y que en realidad debería estar enfocada en seguridad, justicia, salud y educación, la cosa sería distinta.

Lo que pagamos en impuestos para transformar lo social y para atenuar el impacto de la pobreza ¡no podemos darnos el lujo de que se malgaste! ¡ni un centavo! justamente por lo urgente de la cuestión -que hace sufrir a nuestros hermanos más vulnerables-… la prioridad de los gastos y quién los gestiona debería pasar a ser “EL” tema de debate sobre el futuro de Córdoba. Necesitamos una nueva cultura que considere a los recursos públicos como “recursos sagrados”.

Todas estas distorsiones que he estado enumerando ocurren porque hemos dejado que un funcionario o político sea el que defina nuestro futuro y gestione nuestro presente. Nos quedó cómodo, nos acostumbramos. Y nos adormecimos. Y han terminado haciendo lo que quieren, con fondos que nos urgen para financiar la transformación. ¿Es sano que gastemos lo que gastamos en publicidad oficial? ¡Es una inmoralidad! Y es más inmoral que el gobernante de turno la utilice para un posicionamiento político desenfadado, poniendo su nombre y su apellido al final como si el dinero fuera suyo o lo hubiera puesto él de su bolsillo. Es el dinero de todos ¡y no lo pusimos para eso! La indignación debería hacernos gritar.

Imaginemos por un momento a la sociedad de Córdoba reviviendo en miles de instituciones que ya tiene (pero que son precarias) y en otras tantas que nazcan alentadas por el nuevo esquema de descentralización del poder social, trabajando una verdadera revolución social de abajo hacia arriba, silenciosa y sin estridencias, pero concreta e intensa. Con la intensidad propia de los que trabajan convencidos y no solo por un sueldo, en el marco (a esta altura distorsivo) de una estabilidad laboral que los lleva a convertirse -en muchos casos- en máquinas de impedir o en personas que hacen como que las cosas pasan, pero con la conciencia de que al final del día, nada ocurre o nada cambia, al menos.

Aquí es donde me animo a subirme al “Faro” de Schiaretti –que con picardía ilustra la tapa de nuestro libro- y gritar a los cuatro vientos, convocando a los jóvenes de todas las edades y de todos los estratos, para construir una sociedad distinta, con un Estado fuerte en las funciones, pero mínimo en su estructura. Que financie y audite, pero que no gestione la transformación social. Para eso estamos nosotros, las personas. El poder de la gente.