Alpargatas sí, Libros sí
Alpargatas sí, Libros sí
Por Damián Cabrera
Sabe que puede aprender Zhang Lee; de las cosas más inútiles hasta. Orgullosa siempre está cuando ejecuta el trabajo manual; llueve ahora y confecciona linterna de cielo, aunque no haya festival en Ciudad del Este. Mira por la ventana ella: el pétalo rosado y transparente, como una piel vieja. Así parece cuando pierde su flor la azalea. Sacude el viento la rama: se cae la flor. Extenuada. Marchita. Ninguna virgen, piensa Zhang Lee, ningún velo en la gruta de la virgen, ningún velo de flor, y se ríe; porque pobre es la tierra de la maceta y se seca la planta; y ella juega con las palabras. Piensa ella, y reflexiona después: tengo poder de imaginación.
Ella les habla a sus hijos:
—¡Tengo poder! ¡Tengo poder! —y se ríe con confianza—.
Incapaz es de comunicar su orgullo de esa hora. Aburridos están sus hijos, y tienen vergüenza de ella. Tristes están.
Pinta su libro Jen. Muchos lápices tiene ella pero uno rosado nomás quiere usar. En muchos tonos. Nubes, cielos, autos y sombreros rosados. Compulsivamente raspa la mano de Jen, y los objetos representados en el libro de pintar bajo una apariencia febril se revelan. Enferma.
Contra el vidrio de la mesa, frío, apoya su cara Marcelo. Juegan sus dedos con las piezas de un rompecabezas, desordenadas o en montón. Desde su posición, a través de folios de papel de seda rojos, alambres y pegamentos, observa Marcelo a su madre, manipulando los materiales: Zhang Lee, confeccionadora de linterna de cielo.
En el espejo transparente del vidrio, ve el raspar de Jen, Marcelo; y también ve su cara Marcelo, y el moretón que dos paraguayos le pintaron en su nariz a él.
Más distante mira para distraerse Zhang Lee. Ahora que descubrió su poder, y se divierte. Detrás de la hilera de pinos, en el parque, iluminan el contraste de un paisaje, los relámpagos; estremecidas, las espinas que caen invisibles son en medio de la turbulencia del tiempo, en medio de la ciudad. Se ríe ella, pliega el papel. Corta. Distribuye con un pincel el pegamento, en los bordes, desde el interior hacia el exterior. (Grumos hay en las cerdas largas). Van cobrando volumen las superficies bidimensionales. Se cae el cielo de la ciudad, piensa ella, pero en octubre va a haber cielo estrellado para hacer desfilar la linterna.
Espera.
Alcanza el ojo de Zhang Lee la tristeza de su hijo. Le invita a trabajar con ella, para animarle.
—Cuando llegue el festival, deseos vamos a pedir, y vas a sentirte orgulloso de ver volar.
Recoge un montón de piezas en su mano izquierda, Marcelo, y bufa. Qué aburrido que es el festival, piensa, cosa de viejos borrachos.
Zhang Lee la mano de su hijo mira, empuñando las piezas, y de la mano perdida de su esposo se acuerda: mecánico en un astillero de Tai Pei. Y sabe ya Marcelo, conoce de antemano la historia, sabe que viene a su encuentro si no se dispone a trabajar. Y trabaja con su mano, con su madre, mientras escucha la historia de todos modos y bufa, y llora, por su mano, por la mano amputada de su padre, por su moretón.
Imita los movimientos de su madre Marcelo, en la confección de su propia linterna. De todos los años es el rito doméstico que en un pasado le había entusiasmado, pero que demasiado le aburría ahora.
Se dobla uno de los alambres del armazón, y, cuando trata de estirar —con fuerza, medio a propósito— la punta cede y una herida le abre, en la mano. Con un grito agudo le expone Jen la herida de su hermano a su madre, y los tres miran la gota de sangre que cae sobre el vidrio.
Violentamente agarra la mano de su hijo, Zhang Lee, y le da un sopapo. Le arrastra hasta el baño donde la sangre pálida se derrama en un hilo y se disuelve en el agua de la pileta.
Marcelo se ve en el espejo del baño, y también ve el ceño fruncido y el pelo duro de Zhang Lee, y alcanza a ver en el espejo a Jen, que mira curiosa desde la puerta: despierta de su tedio.
Marcelo llora. La tristeza de la herida con alambre se derrama en un hilo y se disuelve en la humillación de Marcelo, más grande, redonda y blanca en la pileta.
—Madre —pregunta—, ¿por qué tenemos que ser chinos?