Alpargatas sí, Libros sí
Alpargatas sí, Libros sí
Por Nicolás Goszi
a Francis Goicovich
Apoyó el pesado fusil contra la tapia y buscó el chocolatín en su bolsillo. Lo sacó con recelo, con entusiasmo. Sabía que eso era incumplir una orden. A esa hora las golosinas estaban prohibidas. Pero a esa hora los mayores descansaban y faltaba un buen rato para que el Ami 8 azul de su tío estacionara junto a la zanja, se abrieran las puertas traseras y sus primos bajaran corriendo con los revólveres y las sebitas. Siempre era así, lo sabía de memoria. El chocolate, además, traía un muñequito de yapa y él, coleccionista de esas miniaturas, estaba ansioso por ver cuál le había tocado.
En Mercedes, a cien kilómetros de la capital, las tardes eran todas iguales. Rubias o nubladas y con una variación gradual de la luz a medida que transcurría el año. Pero más allá de estas diferencias previsibles, eran iguales. Atrás de la estación de trenes, en aquel barrio petiso donde menguaba el asfalto, la siesta despejaba calles y patios y confinaba la autoridad de los mayores a la penumbra de una habitación.
Comió el chocolate y miró detalladamente el boxeador que le había venido esta vez. Salvo por el pantalón rojo, era igual al que ya tenía. Se acomodó el casco verde (casi se le cae al colgarse el arma) y con gesto marcial retomó la custodia.
Su bisabuelo le había dado el fusil, una réplica de madera, con caño de metal. Y una misión: vigilar la entrada y el jardín y en caso de ver algún chileno, dar la voz de alto. La frontera con Chile estaba lejos, le había dicho, pero la guerra cerca.
El abuelo Papi, como le decían nietos y bisnietos, además de las armas le había hecho conocer el vino, aunque apenas fuera para mojarse los labios; le había enseñado la virtud del coraje y del estudio y a decir “agua” tranquilamente, sin reírse, si alguien le preguntaba qué había tomado. La disciplina se aprendía con la práctica y hombre precavido valía por dos. Por eso él montaba guardia y aguzaba el oído cuando en la otra punta de la siesta sonaba el silbato de un heladero ambulante.
La soledad de la calle se volvía entonces más impredecible. Una raya fina, demasiado fina y demasiado larga, interminable, mediaba entre la amenaza extranjera y el bombón helado. Hasta que por fin asomaba la bicicleta en la esquina, con el cubo de telgopor adelante y el polvo que levantaban las ruedas detrás. Él le daba la voz de alto al heladero, le preguntaba si era argentino, entraba a la casa de una sola planta, en forma de L recostada, apuraba el pasillo hasta la última pieza y despertaba a su madrina, la única que consentía que le interrumpieran el sueño.
El Ami 8 del tío, sin embargo, esa tarde llegó antes que el silbato ambulante. Como siempre, los primos entraron corriendo. Con los revólveres. Como siempre, al rato llegó Andrés, un vecino que iba a tomar la merienda y se quedaba jugando con ellos hasta que la madre lo pasaba a buscar, cuando los camiones de la regadora dejaban olor a tierra húmeda en el aire y de algún modo anunciaban la noche.
Esa tarde, como todas, luego de la leche y de las galletas, los entretuvo el fervor del fútbol. Y luego del fútbol, las escondidas. Eran las escondidas, por lo general, aunque a veces también la competencia por ver quién pescaba más ranas, el preludio o la introducción al juego de manos. Cualquier gesto les servía de excusa a los primos, que, por vínculo de sangre o sólo por cobardía, tenían la mala costumbre de ponerse de acuerdo y darle una paliza a Andrés. Él, el mayor, era el más violento. El desenlace raramente variaba.
Esa tarde, como todas, Andrés se vio rodeado. Y aunque no respondiera a la provocación, le pegaron en la cara y en el cuerpo y lo inmovilizaron contra el piso. Una vez más lo arrastraron hasta el borde de la zanja, al otro lado del alambrado, mientras Andrés les preguntaba “por qué me pegan”.
Entonces él buscó un argumento que justificaba esta paliza, las anteriores y las próximas.
—Vos sos chileno —le dijo, y lo tiró.