Obra poética
Este cuento fue ganador (premio compartido) del Premio Virtual de Literatura convocado por AXS, accesible en la web en el sitio de AXS, Agosto 28, 2005.
Canta el gallo. Buenos días día. Hoy nuevamente te habito, otra vez en tu conciencia. El cuarto brilla en la luz del sol, la ventana me permite sentirme atravesado por los rayos de fuego… Hoy como ningún otro día me quemo. Mis pies tocan el suelo. La cómoda, el estante, la cama que rechina, la ventana de la luz del día y de la noche, también la ventana de la luna. Otra vez me siento mirado por lo que no mira, sentido por lo insensible y presente en toda esta presencia. Días así me traspasan constantemente, días en los que me pierdo entre todas las cosas del mundo que se me aparecen y que las percibo con la emoción de una primera vez. Son días de verdadero fuego interno, donde mi conciencia se hace algo distinto de mí mismo. Aquí, en mi cuarto, los objetos descansan, me ignoran, y hacen con su incomunicación y con su silencio las cualidades irreversibles que nos separan eternamente. La cosa está ahí, estática, y no sé si me mira o no. Está presente como lo estoy yo, pero no sé si percibe mi presencia. Con las cosas sólo consigo sentir que me ahogo, por eso necesito salir a dar cuenta al otro de mi propia existencia. Frente a mí está la rosa que Ana me había regalado. Es una rosa, es roja, y está casi muerta. Agoniza desde hace horas en un tarro con agua. Pronto el cadáver de la rosa quedará en mi cuarto. La próxima vez que vuelva a pensar en esta rosa de seguro estará muerta hace ya varios días. Cuántas veces he dejado marchitar una flor con la más absoluta paciencia, con la más cruel conciencia. Mis ojos se quedan en un pétalo de la rosa, mis labios le besan y se despiden. Es un adiós para siempre. Lo sé. Abro las ventanas y el viento de la mañana me canta. Respiro el aire profundamente para meterlo en mi cuerpo. Siento el frío de la brisa que es calcinado por el fuego que me traspasa. Estoy ardiendo, estoy… estoy. Estoy presente. Todo cuanto me rodea no está realmente en mí sino fuera, nada todavía ha penetrado en mi alma. Siento la ausencia de mi presencia en la otra presencia y no sé cómo soportarlo. ¿Me estarán mirando las cosas? Su indiferencia me hace sentir la presencia y la ausencia. Las cosas que no se comunican me obligan a reparar en la soledad de mi vida, como la única verdadera imagen que me habita. Millones de palabras y conceptos se ocultan en los libros de mi estante, ellos estaban vivos alguna vez. Hoy todo me condena a mi propia mirada. Las cosas, con su inmovilidad y silencio, me arrastran hacia aquellos confines.
Atravieso la puerta con destino al mundo. Salgo a mirar el sol de la calle y observo una calle con sol. Mientras respiro, olvido que respiro. Mecánicamente, avanzo por la vereda. Grandes estructuras de piedra y ladrillo marcan una presencia que pretende imponerse, fingiendo una solemnidad que está ausente. Cajas duras de mirar hueco, ventanas, puertas, rectángulos y cuadrados que imitan el rostro en la piedra. Esa casa se ríe y la otra llora. Aquella hace gesto de atolondrada. Más allá un edificio que ni mirar hueco tiene. Vuelco hacia atrás y miro como he pasado desapercibido a los árboles. Pienso en ellos como un adorno . Me da asco pero continúo mi camino. Solamente ahora me doy cuenta del ruido que hay en la calle. Miles de ruidos que se hacen masa invisible. Autos, personas… tantas personas. Los autos, como las casas, simulan ser también personas. Imitan los ojos, la nariz y la boca. Son caras de metal que de pronto me dan espanto. Cada forma y estructura es una imitación de la cara del hombre. Patético. La humanidad en movimiento. La humanidad funcionando. Todo parece humano y en todos lados hay humanos. Forman y deforman a las cosas para que se parezcan a ellos. Hacen y deshacen. Sin ningún remordimiento de conciencia transforman la apariencia de las cosas. El tiempo debería ser el único hacedor de formas, el lento verdugo que descuartiza y mutila. Esto está lleno de hombres. Alguien podría olvidar las cosas en este laberinto lleno de personas. He ignorado a los arboles y a las plantas, he dejado de sentir el aire y el sol. Ya no estoy mirando al cielo, al cielo que es infinito. Una música. Otra. Bocinas. Gritos. Motores. Taladros. Sonidos agudos y graves. Los pasos, los neumáticos, las puertas que se cierran, el carro que arranca, una moto que pasa. Un camión. Risas, carcajadas. Zumbidos permanentes y ya mis oídos no resisten. Escapo lejos del ruido pero no existe ese lugar. No hay lugar sin bulla, no aquí adentro. Una calle me lleva a otra calle y ésta, a su vez, a otra y así sucesivamente. No hay lugar sin calle. Estoy caminando distancias horrendas buscando llegar a un lugar que no había. Y no hay. Me estaba buscando desesperadamente en esta locura frenética en la cual uno se pierde, ni bien atraviesa la puerta. Ahora entiendo que la ciudad es un laberinto que sólo tiene refugios. La gente decide vivir enclaustrada en él, ni siquiera se necesita obligarlos a ello. La ciudad es un lugar perfecto para perderse, olvidarse de uno, y quedar vacío. No se forma parte de uno mismo ni de la sociedad. Adormecidos viven estas tantas personas. Vacías están y jamás se llenan. Vacías son. Necesito mirarme en el silencio de mi cuerpo. Hoy todo me condena a mi propia mirada.
El ruido que me confunde. La cabeza estalla agobiada por los infinitos pensamientos. Todo puedo mirar menos el mirar de mi mirada, oculta en un rincón del cuarto.
Traspaso la puerta. La calle se pierde. El sol no está ya atravesando mi ventana. El cuarto anochecido. Mi cuerpo que se abre al piso. El piso me recibe, me abraza, me asfixia. El piso se calienta ante el contacto de la piel. Mi cuerpo se quema. Fuego... Fuego en mi cabeza. Grito y no hay grito. Entonces no grito sino que callo. Me escucho respirar. Descubro estar llorando. Percibo la lágrima recorrer mi mejilla. No me siento vacío. Estoy presente escuchando mi propio silencio. Escuchando el silencio del piso, de la cama y de la ventana, se aprende a entregar el cuerpo al fuego: para que me calcine. Mis oídos notan el arder de mis ojos. Ojos de fuego que miran a la cosa, le miran la mirada que creía perdida. Soledad, estas presente tan solo cuando me pierdo por dentro. Me pierdo en mi y tú apareces. Me pierdo hasta desaparecer en mi cuerpo que se calcina. La cabeza se calcina. La soledad se presenta matando al vacío de todos los días. Se presenta ante mí y mirándome como miro se revela el abismo infranqueable de este cuerpo que se va calcinando en el fuego que se consume. Fuego. Mirarse es fuego y quedarse fusionado; es vivir para siempre en la irremediable soledad y quedarse junto a uno mismo, y por supuesto, junto al fuego. Ya casi no hay espacio en el piso. Me voy extendiendo y fusionando con las cosas. Hago parte a todo de mí mismo. Hago parte a mi cuerpo de la mirada que nunca acababa de mirarse. Me estoy mirando. Por fin me miro y jamás los días podrán ser vistos. Ya jamás miraré la luna. Ya jamás el sol traspasará mi cuerpo y la ventana. Ya no miradas burlescas de estas tantas personas. Ya no mas las calles laberínticas. Ya no mas ruidos. Ya no mas vacío. Ahora soy ruido y laberinto y esas tantas personas y esas miradas y ese sol y esa ventana y esa luna y esta mirada. Ahora soy todo, soy yo. Soy yo en la más absoluta soledad, en la única, en la Irremediable, en la infinita. Soledad: en ti calcinado para siempre. Por fin y para siempre.
Fuente:
http://www.inventic.com/noticias/20050831_libro_digital/soledad.pdf