El hombre no es rey del mundo. Es parte de las cosas que participan en el tiempo, en él, que las va muriendo, poco a poco, en el espacio. Juntos transcurren su vida en el mundo, que también se va apagando.
Cosa es todo aquello que existe. Los hombres son cosas que en el pensamiento se reflejan y, alrededor, otras cosas son testigos de su vivencia.
Habitabas tú en la octava calle de la avenida ocho. Todo esto no lo sabías, pero aún así pasabas por la vida. Un cuarto tenías, único espacio que tuyo creciste que era.
Hoy te recuerdo el momento aquel que abandonaste tu naturaleza humana. En ese ocaso, sin darte cuenta, jugaste a pensar profundo, a extender los ámbitos que en tu pensamiento existían. Jugada mortal. Ruleta rusa.
La puerta se abrió y entraste al cuarto. Aquella entrada al oeste miraba, dirección que lleva al lugar donde el sol se oculta o muere. Al pisar el suelo, secretamente, sabías que de ahí nunca más vivo saldrías. Tú no elegiste nada, las cosas hacía ti fueron; ya sabes, sin embargo, que eso no es ningún consuelo.
Cerraste la puerta y diste un rápido vistazo a las cosas que en tu cuarto habían: puerta, libros, escritorio, lámpara, ventana, cama, reloj y revolver. También estabas tú que en ese momento intruso —y nada más que intruso— eras.
Te posaste en la cama, silenciosamente, porque sentiste que entrabas a un ámbito extraño y ajeno. Al borde estabas y no parpadeabas, no te movías, no pronunciabas sílaba alguna. La puerta empezó a mirarte reprochándote la entrada. Tú pudiste percibir aquello, sorprendido del palpitar de aquella madera. Entrecruzaron miradas, la tuya era la más asustada. La puerta que estaba estática no se dejó amedrentar por tu sorpresa. Con ánimo perverso empezó a curiosear tus propios pensamientos. No sabías nada de eso, sentías solamente el sentir de la puerta y tuviste vergüenza de haber confiado tanta privacidad a algo que no estaba muerto. Avergonzado, trataste de ignorarla mirando hacia el techo.
Tenías treinta y dos años cuando ocurrió ese suceso. A esa edad tus libros profundos eran el único tesoro que escondías. Pensar en ellos creías que en algo aliviarían tu miserable vergüenza. Bajaste la cabeza para mirarlos un poco y te encontraste escuchando cientos de voces que en único chillido reprochaban tu vivencia. Ellos mejor que nadie sabían que estabas fornicando con inalcanzables pensamientos. Ellos te decían cómo es que usaste las palabras que tenían para tus perniciosos fines. Leer mi amigo, es un arma de doble filo: conocimiento aporta y por ello malestar, vértigo, confusión y falsos sentimientos. Traidores pensaste que eran los libros al decirte que tu vida un sin sentido era. Tanto leer tus propios sentimientos se transformaron en un oscuro charco de agua estancada. Ya nada sentías, ninguna agua nueva te fluía por dentro, en un pozo con fondo sucio habías formado tu conciencia. Una solemne mentira te decían los libros que vivías… acertaban, muy bien lo sabías. “Nada pudiste sentir, no elevaste tu conciencia, ni un peldaño ascender lograste” era el grito que en tus oídos retumbaba. Entendiste que al leer entablabas un diálogo con los titanes muertos; sabes ahora que con ellos no se juega. Preparado uno tiene que estar para resistir conversaciones duras.
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