Susana Thénon

Prólogo de La morada imposible T. I

María Negroni construye un puente, un sólido puente para arribar a la península Thénon.


La poesía se prueba con la poesía, escribió Susana Thénon. Sus poemas son dardos, espejismos nocturnos, pequeños artefactos dispuestos, una y otra vez a combatirse a sí mismos. Con ellos, hay que ir hasta el final. Empeñarse en ese borde filoso del lenguaje, saturado de ritmos irresueltos, y quedarse allí a ver qué cosas despiertan en la página. ¿De qué hablan estos poemas? ¿Cuántos muertos esconden? ¿De qué herida buscan la cicatriz para hacerla más roja, más estable? 


Susana Thénon (1935-1991) es una poeta huérfana y sigilosa. Como si estuviera unida a aquello que perdió, su voz habla para no decir nada o mejor dicho, para ser la voz de la cosa ausente. No hay otro mundo, pareciera afirmar, porque no hay mundo. O bien, en las palabras canta siempre el orden de la muerte, es decir lo ya cantado. Más vale desertar de lo expresable (que nos exilia de nosotros mismos) y después quedarse a la intemperie, en esos paisajes sedientos donde está la casa —sin tejado— de la poesía, su centro inubicable y apurado por conquistar la precariedad, su tembladeral de pesadillas y luz.


“Al poema le incumbe todo, aún la tierra más ingrata”, escribió. Quizá por eso, en ese arco obsesivo que va desde Edad sin tregua (1958) hasta Ova Completa (1987), los “lugares extraños” se reiteran como signos que aluden a la “caducidad trágica y tierna del lenguaje”, entendida como esa “distancia mínima que existe entre nosotros y nosotros mismos, o entre nosotros y lo otro”, para decir la huella de cada soledad, extrañamiento o desarraigo. Hay en esta obra, pareciera, una geografía centrífuga que gira hacia el afuera de sí misma para abismarse en lo que no se ve, lo que se ignora o calla por razones de buen gusto o buenos modales, acaso en la confianza de que solo un mapa deformado puede ceder el esqueleto de ciertas obsesiones. La sensación de extravío, de dolorosa amatoria de lo derogado. Siempre un paso más. Siempre una grieta interpuesta, como un pliegue donde es posible ir a buscar eso que los poemas no pueden explicar pero sí comprender.


Serán poemas para la poesía, escribió. Y en un sentido, lo son. Poemas en bruto, degradados, erguidos como un monumento en un mundo solarmente negro, como cajitas musicales o patrias sonoras. Como el objetivo del procedimiento fuera escenificar el proyecto siempre irrealizable de la significación, recordar que, como dijo Sarduy, el lenguaje deseante de la poesía desconoce la funcionalidad, transgrede lo útil, insiste en el fracaso. Se trata, claro, de un deseo por antonomasia, un deseo de lo inexistente, en el vacío y ciego, para hacer surgir lo imposible: el festín del significado.


Si el germen de esta concepción del mundo-como-enigma y del lenguaje-como-ceguera está presente desde un comienzo, es en Ova Completa donde alcanza el clímax de su capacidad corrosiva. Allí, el afán carnavalizador, que multiplica las profanaciones y operaciones de tatuaje, da como resultado un lenguaje que, agobiando la intertextualidad y la parodia, intensifica hasta el límite el carácter bustrofédico del poema. El efecto es de extrañamiento radical. Como si los signos (no las emociones) revelaran un desequilibrio armónico entre la experiencia y el mundo que solo una música desnuda, ambivalente, podría transcribir. Y sí. ¿Qué mejor para inexpresar la realidad, esa opacidad que necesita ser dicha, que una música hecha de partículas familiarmente irreconocibles como la Microphonie de Stockhausen, a medio camino entre una arquitectura de cristal y los enigmas de un fotograma?


Nos hace falta agregar que la autora de Ova Completa echa mano por igual del lenguaje “empurecido” y el lenguaje “refinado”. Aristófanes, Apuleyo, Catulo, Bocaccio, Pietro Aretino, Rabelais, Quevedo, Góngora y Joyce son sus maestros. Sin duda, En la masmédula de Girondo —que, al estilo de los mosaicos fonéticos de Haroldo de Campos, inventa, pluraliza o superpone palabras, brindando el espectáculo de una subjetividad escindida— merece figurar en la lista de textos genealógicos. También, por supuesto, la “musiquita muy cacofónica” de La bucanera de Pernambuco o Hilda la Polígrafa de Alejandra Pizarnik. Aunque el paralelismo entre ambas poetas no haya sido señalado, es obvio que comparten varios procedimientos textuales (la carga sexual del significante, la degradación de la cultura, la mezcla de registros discursivos, la deformación del latín o el uso de lo banal) aunque, en Thénon, lo grosero se mantiene en una coordenada menos intensa, el lirismo está ausente, y lo obsceno tiene un cariz más ácido y, a veces, más político.


Cuando conocí a Susana Thénon en 1984, de algún modo ya intuía todo esto. Su libro distancias había sido para mí un universo, el inventario de las posibilidades tonales y sintácticas de un alma. Yo acababa de terminanr mi primer libro y leía su poesía como ella, tal vez, miraba danzar a Iris Scaccheri: como a una atleta (del lenguaje) capaz de dibujar sobre la página (del cuerpo) sus danzas invisibles. En julio de 1991, la llamé para pedirle que me presentara La jaula bajo el trapo, manuscrito que me escuchó leer en la penumbra de su departamento. Enseguida, me enteré de su enfermedad, el hospital, la operación. La última vez que la vi estaba totalmente a oscuras ya, perdida en la casa de su madre, de la que hablaba con horror. De esa tarde recuerdo nuestro entusiasmo desmedido —que ocultaba mal el desasosiego— por la palabra “cuchitril”.


Espía y poeta, Susana Thénon soñaba con una literatura que cupiera en el hueco de la mano de un niño. Su fin consistió siempre en no rendir cuentas, correr súbitamente al encuentro de las esquirlas del yo para consumar el extravío, no para cancelarlo, para volverlo luminoso como un faro. Este libro es un homenaje y un recordatorio, seguramente imperfecto, de todo lo que todavía no sé de ella, de todo lo que todavía no aprendí.


(A cargo de Ana M. Barrenechea y María Negroni.)