desde el mar y el margen

Tomás Verdes

PRIMER CAPÍTULO

La tripulación estaba lista, Leonard y sus 30 grumetes ya ocupaban sus puestos en el navío. Redford y Barkley, dos antiguos compañeros de la mar, habían ayudado a organizar la travesía y a curtir a aquella treintena de novatos.

- ¡Adelante! ¡Parker, recoja el ancla! ¡Bob, gire la llave de contacto y arranque ya de una vez! – gritaba Leonard desde la cubierta

El pequeño buque Hamilton partía de Roderick Port. Eran solo las 7 de la mañana.

- ¿Y tú crees que este hombre sabe lo que hace, Redford? – decía Barkley desde el muelle mientras arrugaba la frente

- Desde luego que no, pero, ¿Qué vamos a hacer nosotros? Ya le hemos ayudado con lo que nos ha pedido, déjalo, y que sea la mar quien decida su suerte

El barco de Leonard era un antiguo pesquero motor de unos 128 pies de eslora. Por las chapas oxidadas que recubrían el navío podría parecer una embarcación lenta, pero se movía con gran agilidad en alta mar y era capaz de sortear las rocas con escasa maniobra. ¿Sería suficiente barco para llegar al Finisterre? Porque, sí, esa era la misión de Leonard y sus marinos. De ahí las preocupaciones de Barkley... No obstante, el capitán estaba convencido, iba a ser el primero en comprobar que la tierra no era esférica. Él calculaba que, si se dirigía a alguno de los polos, podría alcanzar antes los límites del disco terrestre. El buque Hamilton ponía rumbo al Polo Norte.

Sobre la madera solo caminaba el ajetreo de unos tripulantes recién salidos del muelle. Los cocineros se encargaban de organizar las despensas. Los oficiales Parker y Trevor preparaban los camarotes. Sanders vigilaba los motores y Ralph ayudaba con el material náutico. Y en el vértice de aquel organigrama, el capitán Leonard, que comandaba las labores con la misma perfección que mantendría el cocinero de un gran restaurante la noche previa a la visita del crítico gastronómico. El piloto Bob era el único superviviente de todo aquel revuelo. A él ya le bastaba con eso de pilotar.

Los primeros días fueron de mera navegación y poca complicación; días de preparativos y planes, días de comer y dormir; días de sol y luna; días y días... La primera semana hubiera resultado bastante aburrida de no ser por lo sucedido en la noche del sexto día. El contramaestre Klay, que fumaba un habanero recostado sobre el mástil, avistó un rastro de luz tenue a estribor del barco.

- ¿Qué ocurre Klay? – exclamó Leonard al verle incorporarse con sobresalto

- Capitán, mire allí, mire aquel islote. Los destellos de luz parecen antorchas, pues juraría que el humo que se levanta sobre la isla es fuego, aunque desde aquí parezca niebla o ceniza.

La curiosidad de Klay contagió al capitán, que inmediatamente galopó hacia la cabina del piloto Bob para indicarle el nuevo rumbo. El buque apagó los faros y viró con elegancia hacia el nuevo objetivo. Tardó apenas 40 minutos en alcanzar puerto. Cuando atracaron en la isla, un anciano apareció de algún remoto lugar de la oscuridad y caminó con somnolencia hacia el barco.

- Tenga cuidado capitán, nos estamos acercando al Finisterre. Esta isla es un lugar aislado y no sabemos si peligroso – susurraba Klay mientras salía del buque

- Bienvenidos a Luxvetitum, por favor síganme y mantengan discreción - dijo el anciano

Aquel hombre viejo de voz débil y desgarrada era el patrón de los luxvetitíes, una civilización remota del Mar Polar, que sostenía la idea conspirativa de que la luna era el foco de observación de la humanidad. Los habitantes del islote conocían la electricidad, pero rehusaban a ella, convencidos de que les espiaba en secreto. Para ellos, cualquier cuerpo que emitiese luz, era potencialmente un dispositivo de vigilancia. Por ello, cuando visitaban islas próximas, cambiaban por completo su vestimenta para ocultar su identidad; de los variopintos ropajes deshilachados y sombreros de paja que ocupaban en Luxvetitum, mudaban a sobrias gabardinas negras y chambergos opacos de lino.

Mientras el enclenque anciano caminaba por el muelle marcando paso plomizo hacia la isla, desembarcó toda la tripulación del buque salvo el piloto, que desancló el navío para atracarlo más cerca de la costa. Dispuesto a ello, encendió los focos del barco para darle viraje. En ese mismo momento, el anciano volvió bruscamente hacia la luz a sus espaldas y comenzó a vociferar de forma estrepitosa. El estruendo alertó a los isleños, que observaban desde la bahía. Estos corrieron apresuradamente hacia la tripulación de Leonard. Los marineros retrocedieron con vértigo hacia el navío, huyendo de la hostil persecución. El piloto esperaba en el muelle. Los luxvetitíes estaban cada vez más cerca. Los tripulantes comenzaban a embarcar. Los isleños pisaban los talones a los últimos marinos. El piloto ya se preparaba para arrancar. Por fin,l todos subieron al barco. Arrancó. Se habían salvado. El buque Hamilton volvía a alta mar. Pasaron varios minutos hasta que se recuperaron de la galopada y varios días hasta que se recuperaron del susto. No hubo bajas ni daños, pero algunos grumetes ya comenzaban a enajenar.