CAP 3

TERCER CAPÍTULO

Durante esos días, Leonard estaba realmente absorto y reflexivo. Su misión inicial siempre fue llegar al Finisterre, y se había entretenido con dos islas que le podían haber costado la vida y poca relación guardaban con la meta principal. Una boya marítima que indicaba “500 millas para El Fin” fue lo único que alzó su alicaído ánimo en esos días. Ya quedaba poco para el verdadero desenlace, y sobre los hombros del capitán parecía volver a cargarse aquella ilusión y esperanza con la que partió desde Roderick Port.

Desde lo alto del Hamilton ya se notaba una línea oscura en la lontananza de la mar. La lejanía a aquel lugar impedía observarlo con nitidez, aunque podía aventurarse que se trataba de una gran divisoria. Uno de los placeres más dorados de la vida lo concede la posibilidad de filosofar, y eso era precisamente lo que ahora Leonard podía hacer; imaginar y soñar hasta el momento de descubrir lo que buscaba y anhelaba conocer.

Sin embargo, el buque Hamilton, que navegaba escaso de comida y otros menesteres, se veía obligado a realizar una última parada con el fin de conseguir alimentos para lo que restaba de travesía. Escasas millas después de la boya que indicaba 500 hasta el Finisterre, divisaron el archipiélago de Cladevitare. De las decenas de islas que lo componían, tomaron rumbo hacia la más grande, hacia la que tenía un voluminoso cartel de hierro con su nombre en letras forjadas. A primera vista, mucho más civilizada que las anteriores, con un sofisticado muelle con cientos de amarres, una incipiente ciudad contemporánea en el corazón de la isla y... Y... Y algo particularmente inusual en la costa. Tanto que Leonard quiso acercarse para poder comprobarlo con sus propios ojos. Con él se llevó a Klay, para tener compañía, y a otros seis grumetes, para tener protección. Bajaron de puerto y caminaron hacia aquel lugar. Cuando llegaron y se detuvieron ante él, expresaban la misma estupefacción que antes de haber atracado el buque. Diez modernísimos y gigantescos catamaranes navegando a toda potencia, pero... ¡Anclados en la arena!

- ¡Bienvenidos viajeros del nuevo mundo! Os saluda el Gobernador Proeliuminemo – decía un exuberante hombre de unos treinta años mientras apretaba la mano del capitán Leonard

- Todo un placer, señor. Yo soy el capitán Leonard, este es el contramaestre Klay – los grumetes miraban algo desilusionados porque no les había presentado – Nos detuvimos en esta isla, pues ya flojean los menesteres y aún no ha dado término la gran travesía.

- Espero que la travesía que usted esté realizando no sea la que yo imagino, capitán.

- Me temo que sí – afirmaba con sonrisa campechana Leonard

- Amigo, he conocido cientos de hombres como usted. Marineros con más hambre que nombre que se lanzan a la mar sin rumbo ni suerte. Y a ninguno de ellos los he visto regresar. Si quiere ayuda, se la proveeré con gusto, pero, por favor, aprecie mis advertencias. – anunciaba el gobernador con galantería

- Me temo que ya nada puede parar esto – Leonard volvió a sonreír, y esta vez buscó la complicidad en Klay y en sus grumetes, quienes también le sonrieron tímidamente

- Bueno... Acompáñeme, Leonard, vamos a por algo para su viaje

Proeliuminemo indicó la dirección a los tripulantes y todos caminaron hacia la zona de la ciudad, un lugar completamente dispar al de las anteriores islas. Los edificios contaban con varias plantas y tenían un corte funcional, al estilo de la Escuela de Chicago. Algunas construcciones tenían incluso chaflanes. Por supuesto, circulaban coches allí, e incluso un rimbombante tranvía conectaba aquellas parcas y sobrias avenidas. Los grumetes miraban al suelo. Klay y Leonard hacia los lados, con la boca abierta. Entre asombro y asombro, el capitán recordó los enormes barcos que había visto en la costa

- Una pregunta Gobernador, ¿por qué hay diez catamaranes en la bahía funcionando a pleno rendimiento y anclados en la arena?

- Para alejarnos del fin, capitán

- ¿¡Cómo!? – exclamó Leonard extrañado

- Cladevitare es un archipiélago situado a 470 millas del Finisterre, capitán. Si nosotros no hacemos por alejarnos de él, él hará por acercarse a nosotros. Esos barcos que usted vio en la costa no hacen otra cosa que resguardarnos de una catástrofe segura.

- ¿¡Me está diciendo que utiliza los barcos para mover la isla y alejarla del Finisterre!?

- Así es, capitán. Mientras usted mueve su barco hacia él, yo muevo los míos en su contra. Sé que algún día llegará el final, pero seguiré luchando por prevenirlo mientras viva – anunció el gobernador mientras volvía la vista también hacia Klay

Proeliuminemo siguió por la calzada. No faltaron las miradas de sorpresa a sus espaldas, entre Leonard y Klay y, también, entre los jóvenes grumetes. El gobernador los llevó por un sendero de adoquines a una nave agrícola, alejada de la zona urbana, para proveerles allí la comida. Una vez sobrepasados los edificios, no solo se veían las parcelas del término rural, sino también las demás islas del archipiélago. Sorprendentemente o no, todas aquellas islas más pequeñas también estaban “remolcadas” por barcos. Desde goletas hasta yates, también algunos veleros e incluso lanchas motoras se adherían a las arenas de sus costas. Los tripulantes seguían impactados.

Cuando llegaron a la nave, el gobernador abrió un sofisticado almacén frigorífico y sacó varios paquetes meticulosamente envasados en los que se podía leer: lechuga, pescado, legumbres, maíz, ternera, sal... Leonard y Klay ayudaron a descargarlos y los grumetes los subieron al camión. El gobernador condujo hasta el muelle, y se detuvo en el amarre del buque Hamilton. Los grumetes descargaron de nuevo los paquetes a las cámaras del barco. Leonard se despidió del Gobernador.

- Todo un placer, señor Proeliuminemo. Si hoy puedo continuar mi travesía es por usted y la inestimable ayuda que me ha brindado. Siempre le estaré agradecido. – decía Leonard un poco emocionado

- Le echaré de menos. Desde luego que no estoy de acuerdo con usted, pero... ¿Qué voy a hacer yo? Ya le he ayudado con todo lo que me ha pedido. En fin... Que sea la mar quien decida tu suerte.

- ¡Hasta siempre, camarada!