MEMORIA CRÍTICA

Desde 1970 se han aprobado en España 13 leyes orgánicas sobre educación, incluida la LGE de 1970 que reguló todo el sistema educativo y se aplicó hasta comienzos de los 80. Siete han legislado la enseñanza obligatoria y cinco de ellas se hicieron para reformarla; cuatro han regulado los estudios universitarios, y una, la Formación Profesional.

La Ley General de Educación de 1970 llevada a cabo por el ministro de educación José Luis Villar Palasí y su subsecretario Ricardo Díez Hotleichner llevó a cabo cambios de enormes consecuencias al crear la EGB y un Bachillerato de tres cursos y el COU, esto supuso su reducción justo a la mitad; la presencia de los alumnos en los Institutos de Bachillerato se retrasó sensiblemente, en cuatro años con notables efectos en su formación. Además, esta reforma marcó la presencia en los procesos educativos de nuevos colectivos y teorías que no contribuyeron precisamente a mejorarlos. Las razones de aquellos cambios estaban contenidas en la afirmación del ministro José Solis al justificar la reforma de Villar Palasí: "menos latín y más gimnasia". Desde entonces el sistema fue capitaneado ministerialmente por pedagogos, psicopedagogos, psicólogos y toda una legión de teóricos que fueron introduciendo la necesidad del CÓMO enseñar por encima del QUÉ enseñar, es decir se fueron postergando progresivamente los contenidos frente a los métodos que sin aquellos resultan inútiles. Las siguientes reformas siguieron las líneas marcadas por Díez Hochtleiner y lentamente el sistema educativo español se fue deteriorando hasta hoy.

Entre los conceptos que se fueron adueñando del sistema educativo estuvo el principio de universalización, que fue sin duda el más acertado, lo que no sucedió con la degradación de contenidos, el deterioro de la necesaria disciplina en el proceso de aprendizaje por considerarse que éste debe ser democrático, lo que resulta imposible porque si en algo no es posible una relación democrática es en la educación; siguieron desarrollándose principios como el de la felicidad de los alumnos en los centros, el de "aprender a aprender", el del paso de curso aún con serias deficiencias de aprendizaje, la quiebra de principios fundamentales como el del esfuerzo, el estudio, el trabajo bien hecho...

En numerosas ocasiones surgieron profesores responsables que trataron de solventar con su esfuerzo personal las deficiencias del sistema, no siempre lo consiguieron porque además de su esfuerzo docente tuvieron que afrontar una creciente burocratización, papeleo interminable, o medidas tan equivocadas como la supresión de exámenes de septiembre... Fue sin duda un esfuerzo desmesurado con pocas posibilidades de éxito.

En los más de cuarenta años transcurridos desde 1970 han sido muchos los escritores, profesores, estudiosos que han elevado su voz crítica para denunciar la sucesión de errores en la legislación educativa que nos han conducido a un sistema con elevadas tasas de fracaso a pesar de un nivel educativo cada año más bajo. Se han adoptado incluso medidas para propiciar aprobados tan peregrinas como considerar mal profesor al que no aprueba a unos alumnos desmotivados, sin interés por el conocimiento.

Entre los autores que desde hace años reclaman medidas que recuperen valores que nunca debieron perderse, está sin duda Antonio Muñoz Molina, que en el artículo que sigue, publicado en Babelia de El País del 29 de marzo de 2013, analiza las claves de la crisis en la que está instalado el sistema desde hace años.

Memoria crítica

Por Antonio Muñoz Molina

En España algo que nunca ha falta­do son los defensores de la igno­rancia. Tradicionalmente, solían pertenecer a los gremios más reac­cionarios, y por lo tanto más interesados en la sumisión analfabeta de las mayorías. Na­da como la ignorancia para asegurar la fe en los milagros y la reverencia hacia los terratenientes, y para asegurarles a estos las masas de jornaleros dispuestos a trabajar a cambio de salarios de limosna en sus lati­fundios, y en caso necesario a dejarse po­ner uniformes y a servir de carne de cañón en las guerras, marcando el paso en los desfiles ante el Santísimo y la bandera a los sones de un pasodoble patriótico. Predica­dores de los catecismos socialistas utópicos del siglo XIX alentaban con una misma elo­cuencia las cooperativas obreras y la ins­trucción pública, y las primeras mujeres rebeldes que reclamaban la igualdad con valentía inaudita celebraban el aprendizaje y el conocimiento como herramientas nece­sarias para conseguirla.

Los socialistas y los anarquistas compe­tían fieramente y a veces violentamente en­tre sí, e imaginaban paraísos obreros incom­patibles, pero tenían en común una pasión idéntica por la educación. El saber mejoraba y liberaba; la ignorancia embrutecía. La reac­ción levantaba iglesias, cuarteles, conventos, plazas de toros; ser progresista —noble pala­bra liberal que en nuestra juventud quedó encogida y amputada y caricaturizada en el término "progre"— significaba, prioritaria­mente, levantar escuelas e institutos de ense­ñanza media desde los cuales irradiara el entusiasmo del conocimiento, la eficacia práctica y cívica de la racionalidad. Apren­der mejoraba la vida de las personas y fo­mentaba la prosperidad del país, al permitir el despliegue colectivo de las formas más variadas del talento individual. En medio de las nieblas místicas del 98, inteligencias tan apegadas a la realidad de las cosas como la de Joaquín Costa, Giner de los Ríos y Santia­go Ramón y Cajal proponían remedios muy semejantes para sacar al país del atraso y la abismal injusticia: escuela y despensa, rega­díos, preparación técnica y científica, traba­jo fértil y no humillante, estudio. A la II Repú­blica le dio tiempo a hacer pocas cosas, pero algunas de las prioritarias fueron las escue­las y los institutos, y unos planes de bachille­rato tan rigurosos que ni el franquismo pu­do desguazarlos del todo. Que los matarifes del ejército sublevado en julio de 1936 se dieran tanta prisa en ejecutar a los maestros de escuela es el indicio de otro orden de prioridades.

Una de las sorpresas más desagradables de la democracia fue que la izquierda abandonara su viejo fervor por la instrucción pú­blica para sumarse a la derecha en la celebra­ción de la ignorancia. Y así se ha dado la paradoja de que al mismo tiempo que se cumplía el sueño de la escolarización univer­sal triunfaba una sorda conspiración para volverla inoperante. La izquierda política y sindical decidió, misteriosamente, que la ig­norancia era liberadora y el conocimiento, cuando menos, sospechoso, incluso reaccio­nario, hasta franquista. En otra época los argumentos contra el saber oscilaban entre un amor roussoniano por el niño como buen salvaje y una afición maoísta por con­vertir la mente en una pizarra en blanco en la que se inscribirían con más facilidad las consignas políticas. Ahora, como no podía ser menos, los celebradores del analfabetis­mo feliz echan mano de las nuevas tecnolo­gías: ¿Quién necesita aprender nada, si todo el conocimiento está fácilmente, risue­ñamente disponible, con sólo teclear en un teléfono móvil? Gracias a Internet, ejercitar y alimentar la memoria es una tarea tan obso­leta como aprender a cazar con arcos y fle­chas. Lo que hace falta no es embutir en los cerebros infantiles o juveniles "contenidos" que en muy poco tiempo se quedarán anti­cuados, y a los que en cualquier caso se puede acceder sin ninguna dificultad, sino alentar "actitudes", otra palabra fetiche en esa lengua de brujos. Que el niño no apren­da, sino que aprenda a aprender, repiten, que desarrolle su creatividad, espíritu críti­co, a ser posible transversalmente, etcétera. Tanta palabrería de sonsonete científico encubre nociones extraordinariamente pri­mitivas sobre la inteligencia y sobre la me­moria: como si ésta fuera un fardo que pesa­rá más cuanto más se cargue en ella, un almacén en el que los conocimientos aguar­dan a ser reclamados, como se recupera un archivo en un ordenador. Ni la curiosidad, ni el espíritu crítico, ni la tan celebraba crea­tividad se sustentan en el vacío. En los estu­dios más competentes sobre el funciona­miento de la inteligencia creativa se descu­bre cada vez más el valor de lo que se llama "working memory": la memoria que trabaja, la memoria activa, la que compara ágilmen­te una experiencia inmediata con otras ante­riores o con ejemplos aprendidos en los re­pertorios culturales, la que al poner juntos elementos en apariencia lejanos entre sí des­cubre conexiones y posibilidades nuevas. Es una poderosa y muy bien adiestrada memo­ria visual la que permite a un artista vislum­brar lo excepcional en lo común, lo semejan­te en lo que parecía diverso —y también a distinguir entre lo verdaderamente nuevo y la moneda falsa de la moda, y a saber que en la plena originalidad hay siempre un fondo son fardos inertes que estarán esperando a ser consultados en la Wikipedia, igual que un aparador inútil que acumula polvo en un guardamuebles. Lo que sabemos del pasa­do sucede en el presente, porque nos ayuda en la tarea imperiosa de intentar compren­derlo, y por lo tanto nos pone en guardia contra las manipulaciones y los groseros em­bustes a los que son tan aficionadas las cas­tas políticas y los ideólogos. Sin una concien­cia histórica informada y activa no hay ma­nera de valorar lo que sucede ahora mismo, porque no hay términos de comparación con lo que sucedía hace muy poco o hace mucho; y tan necesaria como la conciencia histórica es un grado solvente de conciencia geográfica: la idea tribal de que el lugar de uno es el centro del mundo tendrá menos fervorosos adeptos si en la escuela y en el instituto se enseña la amplitud y la variedad de los paisajes y de las formas de vida.

Que tanta información sea ahora inme­diatamente accesible es una razón más para instruirnos en el rigor del conocimiento, no para desdeñarlo como innecesario: igual que la sensibilidad literaria se educa leyen­do, y el oído escuchando, y la mirada viendo arte, la inteligencia crítica se afila aprendien­do a distinguir la información sólida y contrastada de la propaganda, el bulo y la calum­nia. El saber despierta el apetito de saber más; la ignorancia sólo alimenta ignorancia y desgana.

En la izquierda, cualquier crítica del esta­do actual de la educación activa como un anticuerpo la acusación de nostalgia del franquismo. La derecha se ríe con esa sonri­sa cínica del ministro de Educación: ellos van a lo suyo, a desmantelar lo público y favorecer los intereses privados y el domi­nio de la Iglesia, y en cualquier caso siem­pre tienen medios para costear estudios de élite y másteres a sus hijos. Es la clase traba­jadora la que paga el precio de tantos años de despropósitos. De nuevo la ignorancia es el mayor obstáculo para salir de la pobre­za. Quizás no falta mucho tiempo para que aparezcan de nuevo visionarios que vayan predicando por los barrios populares la uto­pía liberadora de la instrucción pública.