BICENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Hoy hace doscientos años

Francisco Luis Díaz Torrejón

Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga

En el devenir de los siglos se suceden acontecimientos que jalonan la historia de los pueblos como hitos de su existencia y hoy 28 de enero de 2010, en un ejercicio de memoria histórica, nadie debe sustraerse que se conmemora –entiéndase por el verbo recordar, sin ninguna otra acepción– un hecho que marca la Historia Contemporánea de la ciudad de Granada y aun de todo su Reino. No puede tratarse de una efeméride jubilosa si están las armas por medio, pero los fusiles, los sables y los cañones no justifican el olvido y por eso hoy exige la memoria que se recuerde, aunque sea con sentimientos encontrados, que tal fecha como la que corre de hace doscientos años se produjo la ocupación napoleónica de la capital granadina.

Desde que el 20 de enero de 1810 sesenta mil soldados de la Armée Impériale d´Espagne –mandados por el mariscal Soult– superaran Sierra Morena sin apenas resistencia española, Andalucía queda a merced del gigante napoleónico que todo lo engulle y particularmente Granada tiene los días contados. Las noticias corren como la pólvora inflamada y en la capital nadie ignora que la suerte está echada, que todo es cuestión de pocos días.

Sin embargo, el vecindario granadino no se resigna a la derrota y demanda soluciones a las autoridades locales, que tienen que hacer un gran esfuerzo para disimular la más leve imagen de impotencia. El capitán general Valentín Belvis de Moncada, conde de Villariezo, y la Junta Superior de Granada –máximo órgano de gobierno en ejercicio desde finales de mayo de 1808– toman medidas al respecto, pero lo hacen sin demasiado convencimiento, porque saben que Granada es una ciudad difícilmente defendible por su situación en espacio abierto. Sólo tratan de justificarse por temor al exaltado vecindario, que puede arremeter contra ellos si detecta el menor signo de pasividad y atentar contra sus vidas, como ya ocurriera año y medio antes cuando el pueblo enfurecido asesinó inmisericordemente a tres señalados personajes por la mera sospecha de afrancesamiento.

El panorama se ennegrece por horas, porque los hechos confirman el imparable avance de las tropas francesas hacia Granada. La inquietud cunde por las calles granadinas y la alarmante situación aún se intensifica cuando se ven llegar a multitud de soldados españoles, dispersos de la división del general Manuel Freire, que acababan de ser batidos por la vanguardia napoleónica cerca de Alcalá la Real. Ya nadie duda que todo está perdido y aunque hay vecinos resueltos a defender la ciudad, la desmoralización amenaza de cerca. Y también el miedo, porque el ánimo público comienza a estar secuestrado por la cruel fama que precede a la soldadesca imperial dondequiera que llegara. El temor causa su efecto y en breve la tensión acumulada rompe en la gran estampida, en la precipitada fuga de muchos granadinos hacia la seguridad de otras tierras.

Las autoridades también se contagian de este clima de evasión masiva y entonando un sálvese quien pueda indigno, la Junta Superior se disuelve y el capitán general conde de Villariezo huye. A la indefensión de la capital se suma ahora, 26 de enero de 1810, su acefalía política y militar. El vacío de poder genera una realidad insólita, que exige la implicación inmediata y urgente de las corporaciones más representativas de Granada, en cuyo caso son los miembros de la Real Chancillería y del Ayuntamiento quienes toman las riendas de la situación, forzados por las circunstancias.

La primera preocupación de magistrados y munícipes es mantener la tranquilidad pública, pues con su conservación se anula todo argumento para que las tropas napoleónicas procedan violentamente. Conviene evitar gestos discordantes que parezcan provocación y desaten la furia de los franceses. Pero no es ésta su única inquietud, porque, estando todo perdido, también tratan de minimizar los efectos de la entrada del ejército francés en la ciudad. En una situación de manifiesta inferioridad debe primar la inteligencia para eludir la confrontación y la mejor forma de hacerlo es acogerse al beneficio de un pacto. Hay que concertar con el general en jefe de las fuerzas napoleónicas una capitulación que libre al vecindario de los horrores de la guerra, y para ello se constituye una diputación con representantes de los estamentos civil, eclesiástico y militar de Granada. Celebrados los correspondientes cabildos, la diputación queda formada por dos magistrados de la Chancillería, dos regidores de la Municipalidad, dos canónigos de la Catedral, y un brigadier.

A primera hora de la tarde del 27 de enero de 1810, los diputados salen de Granada al encuentro de los franceses y después de tres leguas de camino, cuando a las ocho de la noche se disponen a cruzar el puente de Pinos, son detenidos por las avanzadas napoleónicas. Inmediatamente comparecen ante el coronel Corbineau, jefe de aquella vanguardia, quien se limita a informarles de su falta de potestad para sellar la capitulación que proponen.

Horas más tarde, ya en la madrugada del 28, llega a Pinos Puente la autoridad con poder para hacerlo, que es el general Horace Sébastiani de la Porta, comandante en jefe del IV Cuerpo Imperial. Entonces los parlamentarios le plantean una rendición basada en seis puntos: entrar en Granada sólo con las fuerzas necesarias para la ocupación de la ciudad; impedir los excesos y la violencia de la soldadesca; mantener a jueces y funcionarios en sus destinos; respetar las propiedades y el decoro de las mujeres; conceder el indulto a los soldados suizos presentes en la ciudad desde que desertaran del ejército francés durante la batalla de Bailén; y considerar a los miembros de la Milicia Urbana como paisanos, ajenos al fuero militar.

Bien sabe Sébastiani de la Porta que siempre es deseable ocupar por las buenas una población, porque hacerlo a sangre y fuego supone un desgaste para las tropas y acrecienta la impopularidad. Por tales motivos, el general también apetece la capitulación y condesciende en todas sus cláusulas, aunque exige a cambio la más absoluta quietud vecinal. Concertado el pacto, Sébastiani de la Porta tiene la satisfacción de haber conquistado Granada sin divisar sus muros siquiera.

Son las tres de la tarde del domingo 28 de enero de 1810 cuando, tras un breve alto en el Campo del Triunfo, una fuerza de mil soldados napoleónicos entra por la Puerta de Elvira y desfila por la calle homónima hacia el corazón de Granada. En esta fecha arranca una realidad que va a suponer para muchos granadinos grandes sacrificios personales y económicos, y para otros la esperanza de un cambio político y social largamente anhelado. Desde entonces el vecindario comienza a escindirse hasta convertir Granada en un claro exponente, aunque a escala menor, de las dos Españas: la España patriótica y la España afrancesada.