DESVARÍOS Y REALIDADES

DESVARÍOS Y REALIDADES

Una de las más graves consecuencias para España de la crisis de 1898 fue el acrecentamiento de nuestro pesimismo nacional iniciado en la crisis de 1640 que estuvo a punto de desintegrarla. Fue un grave trance en el que los personalismos del duque de Medina-Sidonia y del marqués de Ayamonte en Andalucía, y del duque de Híjar en Aragón, como representantes de la actitud poco patriótica de una indigna nobleza tan vana como rematadamente clasista, incapacitada para interesarse por algo que no fuera el aumento de su patrimonio, aunque fuera a costa de la nación. Fueron años de declive en el que 1648, paz de Westfalia, anticipó el primer 98 de nuestra historia, y 1659 el segundo con la irreversible pérdida de los Países Bajos. Así hasta el definitivo naufragio de Cuba y Filipinas. Con ser esto históricamente cierto, no deja de sorprenderme nuestra tendencia al llanto y a una neurótica actitud de lamentación permanente, en la que se olvida la gloria y el bien ganado prestigio de España en su contribución a la cultura, la ciencia y el conocimiento del mundo. Es lo que con notable perspicacia ha definido el historiador Pedro Voltes como “neurosis nacional de auto compasión”, en nada razonable y fruto de sucesivas campañas de intoxicación promovidas fuera, en connivencia con amplios sectores de la nobleza e incluso del alto clero muy interesados en el debilitamiento de España como potencia internacional. Precisamente estas campañas de deformación histórica son posibles por el escaso conocimiento que solemos tener de nuestras relaciones exteriores más allá del descubrimiento de América, algo de su conquista y un poco de las guerras de religión contra luteranos y turcos en el XVI y XVII.

Especialmente interesante ha sido el papel que tradicionalmente ha jugado España en la historia internacional. Veamos un pequeño ejemplo en la presencia de España en el complicado tablero de la Europa del XVIII. Un siglo complejo protagonizado por la rivalidad Anglo-francesa, y la emergencia de Prusia y Rusia como potencias centroeuropeas. En este contexto España trató de mantener unas relaciones pacíficas con Inglaterra, que finalmente no fueron posibles como se pretendieron. El fracaso llevó a los Borbones españoles a pactos con su rama francesa si bien no fueron tan sólidos como pudiera parecer, de hecho durante el reinado del primer Borbón español, Felipe V, hubo momentos de guerra declarada entre ambos. España, finalmente se entendió con Francia pero consciente de lo que podía esperar de ella.

Más interesante aún es la relación que establecimos en estos años con potencias europeas como Austria y Prusia. Desde su subida al trono, Federico de Prusia, se interesó, y mucho, por España. Fruto de este interés fue la presencia del conde de Montijo en la corte prusiana para estrechar los lazos entre ambas naciones y las cordiales relaciones con Fernando VI y Carlos III. En estas relaciones fueron frecuentes los continuos intercambios de comisiones de todo orden y naturaleza que mejoró el mutuo conocimiento. Sorprende constatar el profundo conocimiento que el rey Federico tenía de la cultura, la ciencia y la vida españolas, y las sagaces conclusiones a las que solía llegar. En sus obras son frecuentes sus juicios sobre España por la que manifestaba notable aprecio y un cierto desdén pos sus gobernantes. Sirva de referencia de este interés por lo español la visita que el general español conde de Colomera hizo a Federico II en Berlín para conocer a los grandes estrategas prusianos. Federico se le manifestó sorprendido puesto que lo que el ejército prusiano había aplicado a su arte militar lo había aprendido de las tácticas y estrategias puestas en practica por las tropas españolas. Sorprendido el conde con esta aclaración el rey le preguntó si conocía las “Reflexiones militares” del marqués de Santa Cruz de Marcenado, el conde incómodo le reconoció que no las había leído y que tenía alguna idea sobre ellas. Federico, con modestia, le aclaró que las tácticas que toda Europa le atribuía eran la conclusión de su lectura del militar español. En otras comisiones estuvo el conde de Aranda que trajo a España como recuerdo la marcha de un regimiento de granaderos prusiano que andando el tiempo sería el himno nacional español; con motivo de otra concedió al mariscal de campo, José Herrera García, la Gran Cruz de las Ciencias de Prusia por su contribución a los estudios sobre fortificaciones permanentes, tema sobre el que había publicado varios estudios que el rey prusiano había leído con notable entusiasmo y había impuesto su lectura a las unidades militares encargadas de las tareas de fortificación. Este José Herrera había ocupado altas responsabilidades en el cuerpo de ingenieros, entre ellas la dirección de la defensa de las costas del antiguo reino de Granada y la de capitán general de Granada. Estas anécdotas reflejan hasta que punto interesaba España en otras naciones europeas de primera línea. Actitud compartida por otra figura de la Ilustración europea, la zarina Catalina II de Rusia. A pesar de estas simpatías e interés por lo español en Prusia y Rusia la realidad fue que ni una ni otra se ajustaban a los intereses españoles, Inglaterra no pensaba nada más que en rematar nuestra presencia en América y al producirse el estallido de la rebelión de las trece colonias de América del Norte contra el rey Jorge III nos encontramos en una difícil situación. Ante la imposibilidad de la alianza optamos por una inicial neutralidad porque el ejemplo de rebeldía podía extenderse al Sur, pero nuestro forzado entendimiento con Francia, no teníamos otra posibilidad, nos llevó a posicionarnos a favor de los rebeldes y a una estrecha relación con los Estados Unidos, que estimaron muy mucho el apoyo español, como lo confirma la correspondencia del presidente George Washington y el conde de Floridablanca. En fin, como todas las naciones, tuvimos los aliados que pudimos, sin que esto suponga que fueron los mejores para nuestros intereses. Pero no es menos cierto que España a finales del XVIII, seguía siendo una nación respetada y estimada en el concierto internacional y en ningún momento nuestra política internacional se dictó desde Versalles si bien la hostilidad inglesa, de naturaleza claramente económica, nos dejó pocas salidas, quizás faltó imaginación y habilidad para superar su fría altivez, y fue principalmente la actitud británica la que hizo obligado la colaboración entre España y Francia en el XVIII y primeros años del XIX.

No hay razones para tanta pesadumbre sobre nuestra capacidad política internacional elaborada intencionadamente por intereses contrarios a los de España, bien mantenidos siglo tras siglo.