Cuenta la leyenda que una tarde, luego de mucha actividad, Jesús pidió a sus discípulos que subieran a la barca y que vayan a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Cayó la noche, y cuando casi llegaban a destino, los discípulos vieron a Jesús acercarse caminando sobre el agua. Grande fue su asombro, pero también (eso creían) grande era su fe. Así que Pedro tomó la iniciativa y dijo: "Señor, mándame ir hacia tí".
Jesús se lo permitió. Pedro bajó de la barca y, para su sorpresa, ¡también podía mantenerse en pie sobre el agua! Pero tuvo miedo, y con el segundo paso comenzó a undirse.
Entonces, Jesús le gritó: "¡Por las piedras, Pedro! ¡Por las piedras!"
Enseguida la barca tocó la orilla.
Este breve chiste, aunque contenga poca gracia, encierra una gran verdad: Dios no nos va a hacer caminar sobre el agua, si ya hay alguna clase de puente, natural o artificial, que podamos atravesar. En ocasiones en que creemos que sólo la intervención milagrosa de Dios nos puede ayudar, tal vez nos haga falta arriesgarnos un poco para ver qué sostenes ya están ahí (por gracia de Dios, para los creyentes), sin apariciones, fuegos artificiales ni palabras mágicas.
Existe otra historia, recogida por Mamerto Menapace (y que aquí renarro), que ilustra lo que estoy exponiendo:
Cuentan que Jesús Resucitado, en compañía de sus Santos Apóstoles, cada tanto dan un paseo por la tierra de los mortales. En una oportunidad, en que una fuerte tormenta arreciaba nuestras pampas, transitaban una ruta de tierra (de barro, mejor dicho).
No pasó mucho tiempo hasta que vieron a una carreta empantanada, y a su piadoso chofer sentado en el techo de la misma, desgranando padrenuestros y avemarías en pos del auxilio divino. Los apóstoles instaron a Nuestro Señor a salvar a aquel hombre, pero Jesús, negándolo con la cabeza, continuó su camino.
Un poco más adelante divisaron a otro chofer en similar situación. Pero éste, pico y pala en mano, trabajaba afanosamente para librar las ruedas y los bueyes del lodo. Mientras tanto, visiblemente ofuscado, lanzaba maldiciones y blasfemias contra la Virgen y todos los Santos. Los Apóstoles, escandalizados, casi mandan un rayo del cielo para hacerlo cenizas. Pero Jesús los detuvo y, en cambio, invisiblemente levantó la carreta para que pudiera seguir avanzando.
Los Apóstoles,de regreso a la Casa Celestial, pidieron explicaciones a Jesucristo por su accionar. Él, sabiendo que aún en el Cielo seguían duros de entendimiento, les contestó: "El primer chofer rezó mucho, pero no puso nada de sí mismo, no entregó nada. No entendió cómo actúo yo, ni me ayudó. El segundo, a pesar de sus palabras, puso su máximo esfuerzo por liberarse. Ése sí estaba preparado para recibir mi ayuda".
Algo similar nos enseña el cuento de águila y el chimango, también difundida por Menapace: somos el águila que puede ayudar, no el pobre chimango malherido. La gracia de Dios actúa por nuestro intermedio.
José-Ramón Busto Saiz, en su ya citado libro "Cristología para empezar" (p. 123), nos lo explica así: "Entonces, ¿Dios no sirve de nada? ¿Dios no actúa en nuestra vida? Lo que pasa es que la actuación de Dios en la vida del hombre es una actuación que tiene lugar desde la inmanencia. Dios actúa en nosotros, los hombres, y en la creación, por el Espíritu Santo, pero respetando al propio tiempo la autonomía de la creación y de sus leyes. Dios no nos salva, cuando nos estamos ahogando, haciéndonos caminar sobre el agua, sino que nos salva dándonos fuerza desde dentro para nadar".
Como le ocurrió a aquél joven que, cansado de ver tanta maldad y pobreza, protestó contra Dios y le preguntó: "¿Por qué, si en verdad existís, permitís tanto dolor? ¿Qué hiciste para evitar todo esto?". Dios Padre decidió contestarle, y se oyó una voz que dijo: "¡Te hice a vos!".
En medio del Evangelio de Marcos se nos dan algunas otras pistas para comprender estas realidades. Vamos a tratar de penetrar en ellas usando dos imágenes: la del camino y la de la curación. Veamos, entonces, cómo nos guía y cómo nos cura Dios.
La preparación al encuentro: el camino
Sabemos que Dios, en Jesús, sale al encuentro de los hombres. Y cuando Dios se abre a la relación con los hombres se generan varias reacciones curiosas. Abrirse a la relación parece indicar el germen de un encuentro, pero esto no es ni inmediato, ni visible. A veces lo que se ve es, justamente, todo lo contario. De todos modos, Jesús, el Hijo de Dios, abre una brecha. El germen es real; está en el envío que hace Jesús de sus discípulos, de dos en dos.
Es un encuentro entre hombres para preparar un encuentro con Dios. Y un encuentro con Dios para preparar el encuentro de los hombres. Así funciona siempre, en forma simultánea:
Acercándonos a los hombres nos acercamos a Dios, porque hacemos lo mismo que él, porque hablamos y obramos para él, para llevar a todos hacia él. Esta es la misión.
Acercándonos a Dios nos acercamos a los hombres, porque Dios en Jesús se hizo hombre, porque junto a él están los justos y los santos, porque él nos ama y hacia él tiende nuestra perfección. Esta es nuestra oración.
Hablamos de un encuentro en germen; es decir, de algo que ya está, pero todavía no plenamente. Hablamos de una cercanía que es cada vez más tal, hablamos por lo tanto de una relativa lejanía, y de un camino. El itinerario de unión entre los hombres y Dios es guiado por el mismo Dios. Es lo que se expresa en la imagen del pastor y las ovejas. El pastoreo de Dios es dar su vida. Dejarse pastorear, hacer su voluntad, es casi solamente dejarse amar por él. Hasta el punto de dejarse impregnar por ese amor, de convertirse en ese amor. Es también, por lo tanto, amar a todos con él, asumir el criterio de darse enteros. El germen del encuentro fructifica en Vida plena. Ese es su destino. Vivir y dejarse unir a Cristo es lo mismo. Claro que no es fácil. El terreno, nuestro terreno, muchas veces no ayuda.
La curación, la comida y la vida
¿Qué hace Dios? En medio de la nada caótica, Dios da todo, Dios se da en todo. Donde la enfermedad parece ganarle a la vida, Jesús cura. Donde el hombre parece construir caos y muerte, Dios crea y salva. Dios sigue presente y actuante, no sólo en nosotros, los cristianos.
Pero Jesús no cura única ni principalmente en forma individual y física, sino también espiritual y comunitariamente. Jesús denuncia que el orden social querido por Dios para la vida es roto por unos pocos intereses personales. Como todo profeta, está para restaurar el caos humano.
El deseo de hacerse el centro y dictar lo que se debe hacer y lo que no, rompiendo la igualdad fundamental humana, es también una tentación social (totalitarismo, imperialismo), y conduce a muchas muertes (físicas y también culturales, religiosas y afectivas, lo que no deja de ser humano).
¿Acaso no provienen de esas muertes las personas avergonzadas de sí mismas, y las que han encarnado la inhumanidad como estilo de vida ya? ¿Acaso no es muerte para estas personas el callar y el huir? Jesús toca nuestros miembros atrofiados, exteriores e interiores, para devolvernos la vida y la valentía. Gracias a Dios hay hermanos que pueden llevarnos a Jesús (y no al "árbol prohibido" de la soberbia), gracias a Dios Jesús nos sigue retirando de la multitud para intimar con él, combatiendo el anonimato y el aislamiento. Tarde o temprano la vida corre por esos cauces. Hay que estar atentos, y dejarse llevar.
Para darnos su Vida, Dios va intimando con nosotros. Va dialogando, va incluso cambiando su modo de actuar, y nos va preguntando para orientarse. Nosotros, así, recibimos también la capacidad de relacionarnos con él con fidelidad. Junto con él vamos saliendo de lo viejo, recibimos constantes novedades y crecemos. ¿Cuántas cosas de él nos ha hecho ver y gustar? ¿No nos pide permanecer en él para darnos más? ¿No va estrechando con nosotros lazos de amor, no va dándose, siempre por entero, siempre nuevo?
Él nos da todo, para que podamos a su vez darlo a los demás, siempre completamente, siempre renovando la entrega. Una vez que hemos tomado este camino, no debemos engañarnos: toda fecundidad duele. Jesús derrocha, no mide al dar. Nos invita a hacer lo mismo, a apostar todo lo nuestro al amor. A seguirlo aún sin comer. Y a repartir una comida que nunca es insuficiente, a comer haciendo nuestra su vida.
Y ya sabemos a qué dedicó su vida Jesús, y ya sabemos cómo le fue. Por un lado, los hermanos de su patria lo rechazan. Por el otro, él decide no usar su "poder" centràndose en sí mismo. El milagro es algo que Jesús pide al Padre para los hombres, no algo que él haga para sí. ¿Por qué la fraternidad siempre entraña conflicto? ¿Por qué debemos encargarnos de nuestros hermanos? ¿Por qué optar por los excluídos? ¿Por qué Dios no nos da más seguridades de su presencia, más allá de la luz de la fe? Es todo parte de este misterio de dos amores en uno solo.
Hicimos una pregunta: ¿Cómo es que Dios no nos da más seguridades acerca de su presencia? ¿Cómo es que es tan fácil alegar que Dios no está, porque no hace nada frente a tanto mal que anda dando vueltas por el mundo?
Cerca del final del evangelio de Mateo se nos invita, con una serie de parábolas, a estar preparados. ¿Preparados para qué? Tal vez, para que Dios esté.
Para los coetáneos de Jesús, la parábola de las diez jóvenes que esperan al esposo era una invitación de último momento para recibir a Jesús y a su Reino. En la persona de Jesús se concretan las bodas de Dios con la humanidad, su fiesta y su banquete. Hoy esta realidad no ha cambiado. Se nos sigue invitando a esta boda de múltiples modos: en la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en los hermanos reunidos en comunidad, en los pobres, en los niños... siempre con la misma urgencia, siempre con el mismo llamado a no dejar pasar la oportunidad. Siempre se nos advierte que no debemos pensar en los esfuerzos que demande, o en que va a haber otro momento. Él está viniendo hoy.
La respuesta a esta invitación es un don que hay que pedir siempre. Es personal; nadie puede comunicarla o venderla. Ése es el aceite de nuestra lámpara. A lo sumo, se nos puede indicar dónde y cómo viene el Esposo, pero depende de cada uno estar abierto para recibir el aceite de Dios.
Este aceite, esta preparación y esta respuesta, son también el deseo interior del encuentro con Dios, cuya experiencia y concreción se ha tipificado tradicionalmente en las tres virtudes teologales (que hacen a la relación con Dios): fe, esperanza y caridad. Éste deseo de encuentro, ardiendo en las obras de fe, esperanza y caridad, hará que podamos mantenernos firmes en medio de las noches de la vida, en los dolores, las confusiones, las dificultades, las muertes; allí donde la fiesta de la unión íntima con Dios parece hacerse esperar, allí donde el mal parece dominar al mundo. Para quien no cree, no espera y no ama, Dios no está, no habla y no obra.
En la Pascua de Cristo se cumplen las promesas del Antiguo Testamento, y llegan a su cumbre tanto el amor de Dios como el de los hombres. ¿Qué podemos pensar sobre esto hoy? A continuación, algunos esbozos pseudo filosóficos:
¿Tenemos Antiguos Testamentos?
Los mitos del Antiguo Testamento revelan, para un cristiano, su sentido pleno porque Jesucristo asumió su línea tradicional. Ahora bien, a partir de esto se deduce que todo el que de verdad inculture el Evangelio puede leer el mensaje cristiano en su propia tradición mítica. Nuestro problema, en Latinoamérica, es que no perduran tradiciones milenarias; somos desheredados culturales.
De este modo, en lo concreto, la cultura es sólo el conjunto de condicionamientos sociales indispensables para la vida humana. La tradición y sus mitos no dan sabiduría, y la fe es sólo yuxtapuesta (con suerte) a ese engendro cultural que pierde muchas riquezas y se confunde con la pluralidad, como iceberg a la deriva en el mar, rumbo al Ecuador.
Algunas reflexiones sobre el amor:
Nuestro amor no es amor, el amor sólo es gracias al pre-amor y al meta-amor.
El pre-amor es esa aceptación serena de la propia realidad en la que insisten varios autores, como Antony de Mello. Con ella, el amor brotará solo, "como nos amamos a nosotros mismos".
El meta-amor es la entrega al amor, más allá de todo amor, de todo vínculo amoroso. No es ni una actitud, ni una acción, ni un sentimiento. Tal vez, en relación con el amor brotado del pre-amor, es el "estado de amor" que describe, otra vez, Antony de Mello. "Como Cristo nos ha amado", tal vez.
Pre-amor y meta-amor, las raíces y los frutos de nuestro amor, se reflejan y resumen, a mi entender, en el himno de San Pablo al Dios-Amor. Ambos, pero en especial el meta-amor, son discernimiento de la voluntad de Dios sobre nosotros más allá de toda nuestra inteligencia, voluntad y afectividad (concretadas en el amor).
Pienso que a través de una real preocupación por la realidad del amor entre los seres humanos se llega siempre al amor a Dios: creo que ése es el camino más fácil para unir ambos "amores", el humano y el divino. (Es decir, para comprender su indisoluble unidad y su relatividad propias).